—Está muy bien que hayas venido —dijo Anita. Luego me dirigió una mirada de curiosidad, con la cabeza inclinada como si fuera un pájaro—. ¿Qué es lo que te ha hecho cambiar de opinión? —La pregunta parecía inocente, pero estaba muy lejos de serlo. Quería saber toda la historia.
—Es que, de repente, he encontrado tiempo —contesté, para tratar de evadirme de la situación—. Además, me gusta mucho venir aquí.
—De repente has encontrado tiempo —repitió.
Nos sentamos en el jardín. Yo acababa de llegar y Anita me saludó junto con los otros dos compañeros que me habían llevado en su coche. Luego nos mostró cómo podíamos pasar la noche, lo que sólo significaba que teníamos que poner nuestros sacos de dormir sobre el santo suelo. Había tantos alineados que dudé si habría sitio para todos. El asunto sería más grave por la noche.
Miré a mi alrededor, en el jardín.
—¿Has planeado hacer una barbacoa?
—Sí, siempre que la gente haya traído suficientes cosas para hacerla —dijo Anita, sonriente.
—Oh, lo siento, no lo sabía. —Aquello me resultó embarazoso—. Pero he traído bebida, como de costumbre.
—No pasa nada —dijo Anita—. Creo que habrá suficiente. Y, a decir verdad, la bebida siempre es más importante que la comida. —Me miró de nuevo con curiosidad, pero luego se levantó—. Voy a ocuparme de los demás. La última vez uno casi incendió media cocina porque no sabía cómo encender el gas. Les he prometido a mis padres que esta vez no quemaría la choza. —Rió y se dirigió a la casa.
Yo me quedé allí, mirando absorta hacia el bosque, que ocupaba todo el terreno alrededor de la finca. La región de Eifel era tan rural que uno se sentía como en otro mundo, sobre todo después de dejar atrás la palpitante metrópoli de Colonia. Era un enorme contraste.
En mi cabeza reinaba un tremendo desconcierto. Pensaba en Danielle y me preguntaba el motivo de su comportamiento, aunque eso ya lo venía haciendo desde los primeros días de nuestra relación. Pero, por aquel entonces, sabía tan poco sobre ella que todo lo que hacía me asustaba y me sorprendía.
Por supuesto, seguía sorprendiéndome, pues su comportamiento era muy poco previsible, pero algo había cambiado. Habíamos pasado una temporada maravillosa, casi como si fuéramos una pareja normal que hubiera decidido estar juntas para siempre. Pero ahora ella había creado entre nosotras una cierta distancia, me alejaba. Era de esperar.
Y, otra cosa más. No parecía convencida de su propia decisión; o más bien se mostraba insegura. ¡Danielle insegura! Aquello resultaba algo impensable. Ella siempre sabía con total exactitud lo que hacía y lo que debía hacer a continuación, tenía en cuenta todas las posibilidades, sopesaba y valoraba las consecuencias. Daba igual que fuera en el ámbito privado o en el laboral: todo lo tenía siempre bajo control.
Frente a ella yo me sentía pequeña, joven e inexperta, y a veces me superaban sus exigencias. De hecho, ella no pedía más de lo que esperaba y lo que esperaba era que no le exigieran emociones, compasión ni compromiso. Ella daba lo que había dispuesto para ese momento, nada más.
Pero en los últimos tiempos había dado mucho. Se mostraba dulce y comprensiva, y toleraba cosas que, en realidad, no deseaba. Había llegado a ser muy dulce si se la comparaba con la Danielle de nuestros comienzos. A veces incluso me parecía demasiado blanda, demasiado dócil. Al principio, no iba con ella eso de dejar pasar las cosas o hacer la vista gorda. La perfección era una divinidad a la que siempre había adorado y ahora, de repente, ya no le parecía tan importante. Resultaba más sencillo entenderse con ella, pero sus aristas, que antes me llegaban a molestar, ahora me gustaban. Es más, me gustaban en especial. Una Danielle sin esquinas ni aristas ya no era Danielle.
Pero tampoco era así. Una y otra vez tuve que acostumbrarme a sus repentinos cambios de humor. Sólo que ahora ese humor era más meditado, menos agresivo. Seguro que eso constituía una ventaja, pero…
Suspiré. El enigma Danielle no se había descifrado: eso tenía que admitirlo. Hacía tiempo que la conocía, pero ¿la conocía mejor ahora? Seguro que no.
—Pareces algo ausente. —La voz de Anita me trajo otra vez al mundo real.
Me pasé las manos por la cara.
—Ayer no dormí mucho. No sé cuánto tiempo voy a aguantar esta noche.
—Oh, no dormiste mucho ayer. —Noté cómo se elevaba un poco el tono de curiosidad en la voz de Anita—. ¿Puedo especular acerca del motivo?
—El motivo es… —Suspiré—. El motivo es que ayer no dormí mucho, eso es todo.
—Humm… —Anita me miró el cuello.
Yo me puse colorada como un tomate e intenté taparme con la mano el punto de mi cuello que despertaba su interés. Entonces me acordé… Aquella mañana me había echado un ligero vistazo en el espejo, y me vi el cuello… Sí, Danielle no había pasado nada por alto, ni siquiera el cuello. Tenía un buen chupetón. Me había abotonado la camisa hasta arriba para taparlo, pero se me habían desabrochado algunos botones, lo que sirvió para alimentar aún más la curiosidad de Anita.
—Pues eso no te lo has podido hacer tú sola —dijo, con una mueca.
—Eso… eso… No sé lo que es eso —tartamudeé.
—Sólo conozco dos cosas que puedan provocar algo así —dijo Anita—. Una sanguijuela o un ser de naturaleza masculina. ¿Tienes una sanguijuela como mascota?
—No, claro que no. —La miré, irritada.
—Entonces sólo nos queda la segunda posibilidad —repuso.
No contesté y miré al suelo un tanto turbada, ante la disyuntiva de hablar sobre Danielle con otra persona que no fuera mi madre y el deseo de proteger mi vida privada. Eso lo había conseguido hacer muy bien en el colegio. De todas formas, antes de conocer a Danielle nunca había tenido nada que ocultar.
—No es nada —dije yo—. Me habré golpeado con algo.
—O alguien te ha golpeado. —Era toda una indirecta.
Yo la miré. ¿Aquello era realmente tan ambiguo como parecía? Así me lo pareció y así lo indicaba la expresión de su rostro.
—No quiero hablar de eso —dije.
—Humm…, si lo quieres así. —Anita se sentó a mi lado en el banco y miró hacia el bosque, el prado y las flores.
Permaneció muda y su presencia me enervaba cada vez más. Moví un pie, las manos, mis nervios estaban sometidos a una tensión cada vez más creciente y acabaron por hacer que todo mi cuerpo temblara. Ya no pude aguantar más y salté:
—¡Sí, tienes razón! ¿Estás contenta? —Luego respiré aliviada.
—Sabía que tenía razón —dijo Anita.
—Si lo sabías, ¿por qué lo has preguntado? —La miré de soslayo.
—Porque siento curiosidad —dijo—. Estamos juntas desde el primer curso en el instituto, ya hace bastante tiempo, y a pesar de eso no nos conocemos en absoluto.
—No tenemos el mismo círculo de amigos —repliqué.
Anita asintió.
—Tu círculo de amistades está compuesto por personas que se interesan por el colegio, lo mismo que tú. Y yo no pertenezco a ese grupo.
La miré turbada.
—Oh…, bueno…, perdona. No sabía que te hubiera gustado sentirte integrada en ese círculo —balbuceé.
—No me hubiera gustado —dijo Anita—. Con vosotros, los aventajados, me sentiría pequeña y estúpida. Pero tú…, bueno, siempre he pensado que eras interesante. Por eso te he invitado en varias ocasiones. Por desgracia, nunca nos hemos tratado más a fondo.
—Aquí siempre hemos sido tantos… —Intenté buscar una disculpa. Nunca me habría imaginado que Anita hubiera sentido el más mínimo interés por mí. Debía de haberme dado cuenta. Nunca la había tomado muy en serio; siempre pensé que era muy agradable, pero nada más. Era muy apreciada y parecía llevarse muy bien con todo el mundo. ¿Por qué, entonces, ese especial interés por mí? Nunca lo hubiera pensado.
—Creo que no es eso —dijo—. Eres muy reservada en lo que se refiere a las amistades.
—Soy tímida —dije ruborizándome.
—Ya lo sé. Cuando se habla contigo sueles desaparecer tan rápido que de ti sólo se ve una nube de polvo.
—Yo… —Tragué saliva—. Algunas personas me ponen nerviosa —respondí.
—¿Como yo ahora? —Anita hizo una mueca y yo la miré con una cara tan expresiva que no tuvo más remedio que reírse—. ¡Seguro que sí! —Me miró de nuevo, ahora muy seria—. ¿Sientes miedo ante las personas? —preguntó.
—A veces —respondí—. Hay algunas que no son muy… agradables.
—¡En especial las chicas! —asintió—. Pueden maquinar gran cantidad de cosas. Los chicos, en cambio, son más inocentes.
Yo también asentí.
—Por eso, en muchas ocasiones prefiero mantenerme lejos. Si no te comunicas con la gente suelen dejarte en paz.
—Pero hay una persona —dijo, mientras señalaba mi cuello con el dedo— con la que sí te comunicas. Incluso de un modo intenso.
Vi a Danielle ante mí. La noche anterior me pasó por los ojos como una película a cámara rápida, y también otros momentos en los que yo me había comunicado con ella de forma muy intensa, tal y como le gustaba decir a Anita. Me puse como un tomate.
—El color lo dice todo —apuntó Anita, satisfecha—. Pero no quiero atormentarte más con eso. Si no quieres hablar del tema… —Se levantó.
—¡Sí quiero! —Apoyé la cabeza sobre las manos y la sacudí—. Me gustaría mucho hablar del tema. —La miré—. Pero no resulta tan fácil.
Anita se sentó de nuevo a mi lado.
—No es un chico de clase —dijo—, eso ya lo has dejado claro. —Esperaba una explicación por mi parte.
¡No es un chico! ¿Por dónde debía empezar?
—Sí —suspiré—. No es nadie de nuestra clase.
—Alguien mayor. —Anita me observó con una mirada penetrante—. Seguro que es alguien mayor. Tú eres demasiado avispada para alguien de nuestra edad. Seguro que te sacaría de tus casillas. Y los chicos no pueden soportar que una sea más inteligente que ellos.
—No soy inteligente —dije y apoyé de nuevo la cabeza en las manos—. Por desgracia no lo soy.
—Bueno, bastante sí que lo eres —dijo Anita, en un tono un tanto seco—. Créeme, yo puedo juzgarlo, porque yo sí que no lo soy.
—Yo creo que tú eres más inteligente que yo —repliqué—. Tú no te buscas tantos problemas.
—¡Si supieras los problemas que tengo yo! —exclamó Anita—. Pero no vamos a hablar de ellos. ¿Tienes problemas con tu novio? ¿No eres feliz con él?
—Soy… feliz. La mayoría de las veces —contesté.
—Entonces, ¿lo sois cuando estáis en la cama? —Anita miró con guasa el moratón de mi cuello.
Me subí el cuello de la camisa todo lo que pude.
—Sí —respondí.
—Una vida sexual satisfactoria es muy importante —dijo Anita—. Eso ya es más de lo que tiene la mayoría.
Suspiré.
—Pero tampoco lo es todo. —Anita se mostró de acuerdo conmigo a raíz de mi suspiro—. Claro que no. ¿Son de otro tipo esos problemas?
—¿Cuánto tiempo se necesita para conocer de verdad a una persona? —La pregunta iba dirigida más a mí misma que a ella.
—Humm… —Anita se reclinó en el banco y estiró las piernas—. Ésa es una buena pregunta. Yo creo que una persona jamás llega a conocer a otra. Siempre hay algo que el otro se reserva. Y uno también lo hace de sí mismo.
—¿De veras? ¿Nunca? —pregunté, con aire infeliz.
—Bueno, pues sí. Las mujeres y los hombres somos muy distintos —dijo Anita—. Eso es una perogrullada y seguro que es lo que ocurre entre tu novio y tú. Él ve las cosas desde una óptica masculina y tú las ves desde una óptica femenina. Y son muchas las veces que esas perspectivas no concuerdan.
«¡Si la cosa fuera tan sencilla como eso!», pensé y suspiré de nuevo.
—¿No crees que reside ahí el problema? —preguntó Anita.
Yo respiré hondo.
—No, ahí no reside el problema —dije—. Seguro que no.
—Si quieres conocerlo mejor, tienes que mostrar interés por sus aficiones. Ya sabes, el fútbol, los coches, las mujeres…
Tuve que mostrarme satisfecha.
—Los coches seguro que sí —dije. Claro que eso no significaba que Danielle estuviera siempre montando y desmontando coches, como hacían muchos hombres. Ella se limitaba a comprarlos.
—Ése sería un buen punto de partida —afirmó Anita.
—Sí —contesté.
Anita me miró durante unos segundos.
—No es eso —dijo—. No tiene nada que ver con eso.
—No —contesté.
Anita se quedó callada otra vez. Luego noté cómo se colocaba a mi lado. Cuando la miré, estaba muy seria.
—¿Estás embarazada? —preguntó.
Por un momento me quedé perpleja; luego solté una carcajada.
—No —dije, mientras negaba con la cabeza—. No, de eso nada. En ese sentido no debes preocuparte.
Anita respiró hondo. Al parecer estaba preocupada.
—¿Tomáis las precauciones adecuadas? —preguntó de nuevo.
—Claro. —Tuve que esconder una mueca—. Muy adecuadas, creo yo.
—Eso es algo que no se puede tomar a la ligera —dijo Anita—. La hija de unos vecinos nuestros…, la que decía que eso de tener cuidado no era algo que fuera con ella… Su novio se retiraba siempre antes de correrse. Pero se quedó embarazada y tuvo que abandonar el colegio.
—¿Abandonar el colegio? ¿Sólo por estar embarazada? —Me sentí perpleja; no veía la relación entre ambas cosas.
—Sus padres lo quisieron así. Ella quería abortar, pero se lo impidieron. Son un tanto…, bueno, religiosos. Y piensan que ella tenía que recibir su castigo por haber practicado el sexo a los dieciséis años. La sacaron del colegio y tuvo que ocuparse todo el tiempo del niño. Se acabó su juventud. Ahora es madre de la mañana a la noche. No sale, ni va a la discoteca ni al cine. Siempre está sentada en casa y, al parecer, los próximos años van a ser iguales.
—Terrible —comenté. Por un momento me alegré de no tener que preocuparme de esos temas. Si cada vez que me acostaba con Danielle tuviera que ocuparme de tomar precauciones… No me lo podía ni imaginar. Así era mucho más sencillo.
—Sí, es verdaderamente terrible —dijo Anita—. Antes de enterarme no pensaba mucho en esas cosas, pero ahora sí lo hago.
—Por lo que a mí respecta, no debes preocuparte —afirmé—. No tengo ese problema.
—Entonces todo va bien. —Anita se dio un golpecito en el muslo con gesto decidido y se levantó—. Creo que debo ocuparme un poco de los demás invitados. Tampoco quiero marearte mucho más.
—¡No me mareas! —Alcé la vista hacia ella.
—Pues pienso que sí —dijo, sonriente—. Si me quieres contar algo, acude a mí. Y, si no, pues nada. —Se dio la vuelta y se marchó.
La tarde transcurrió de un modo muy relajado. Estuvimos sentados en el jardín, algunos jugaron a la pelota, un poco como si estuviéramos en el jardín de infancia, aunque allí no había cerveza. Cuando empezó a oscurecer, Anita encendió la barbacoa y un olor embriagador se difundió por el aire. El atardecer cayó sobre los prados y todo resultó muy romántico.
Pensé en Danielle y en lo que me hubiera gustado que estuviera allí conmigo. ¿Qué estaría haciendo ahora? Tenía que diseñar una campaña, así que seguramente habría ido a la agencia, aunque a veces también trabajaba en casa. Estaría sentada en la mesa de su despacho, o en su habitación, ensimismada en la preparación de bocetos y enfurecida por tener que tirar sus ideas a la papelera. Aquélla era su especialidad. Cuando trabajaba para una campaña, toda la habitación se convertía en una papelera. Por todas partes había papeles arrugados. A veces recuperaba algunos y concedía una segunda oportunidad al proyecto que contenían.
Su forma de trabajar me parecía un verdadero caos, pero los resultados sorprendían a sus clientes y, por lo tanto, eran los adecuados. Yo no podía actuar de ese modo, pero tampoco era una persona tan creativa como Danielle. A ella las ideas le llegaban del aire y yo sólo podía pensar en sueños que me ocurriera algo así.
Soñar. Danielle. Reí. Era bonito pensar en ella, aunque la echaba de menos.
—¿Salchichas?
Me asusté.
Anita se sentó a mi lado y me entregó un plato de papel.
—¿Por qué me da la sensación de que no estás aquí sino en otro sitio? —preguntó.
—Sí, sí. Claro que estoy aquí. —Cogí el plato de forma precipitada y las salchichas estuvieron a punto de irse al suelo. Tuve que atraparlas al vuelo con la mano.
—¿Tan nerviosa te pongo? —preguntó Anita—. Entonces me voy.
—No, yo… —Me chupé los dedos, que se habían pringado con la salsa de las salchichas—. Sólo estoy algo cansada.
—Puedes echarte —dijo Anita—. Y ya nos veremos más tarde.
Negué con la cabeza.
—Creo que no merece la pena. Si me echo ahora no me levantaré hasta mañana.
—Entonces debió de ser una noche muy ardiente —dijo Anita con una mueca. Por supuesto, seguía sintiendo mucha curiosidad.
Y el moratón me impedía quitarle razón. Pero me limité a callarme.
—Sigo sin dejarte tranquila, ¿verdad? Ya sé que soy imposible.
—No lo eres. —Me quedé callada durante unos segundos y reflexioné—. Más bien pienso que soy yo la imposible —afirmé después.
Anita dio un mordisco a su salchicha, la masticó y luego miró al cielo.
—La primera vez que me enamoré —dijo— era como vivir en el paraíso y no me sentía capaz de pensar en nada. —Dio otro bocado y se quedó pensativa—. Pero creo que, cuando te vuelves a enamorar, ya no ocurre todo como al principio. Es una sensación fantástica.
Una sonrisa de afecto se adueñó de mi rostro.
—Sí —dije en voz baja—. Una sensación maravillosa.
—Estás muy enamorada, ¿no es cierto? —preguntó Anita.
—Sí —afirmé de nuevo.
—¿Os conocéis desde hace mucho?
—Desde el verano pasado —dije yo.
—¡Guau! —Anita me miró—. ¿Desde hace tanto?
—Sí, ya hace bastante —confirmé, desperezándome. No me había dado cuenta de que las relaciones entre mis condiscípulos duraban semanas y no meses. De hecho, Danielle y yo éramos como una pareja que se conociera mucho. Pero a mí no me lo parecía: era como si nos hubiéramos conocido ayer.
—Nunca me lo hubiera imaginado —repuso—. Debe de ser algo muy especial.
Contraje la cara con una expresión de dolor. No me apetecía que Anita siguiera pensando que Danielle era un hombre. No era correcto. Pero tampoco quería que corrieran por el colegio historias estúpidas acerca de mí. Hay algunas chicas que no tienen nada mejor que hacer que tejer intrigas en torno a tales informaciones y esas intrigas podían llegar a ser muy desagradables para los afectados. Con la selectividad tan cerca, yo no quería lidiar con unos problemas que había dejado de lado durante tantos años.
—Sí, es… —La miré—. Tú no tienes novio, ¿verdad?
Anita reaccionó de una forma curiosa. Su rostro, hasta ahora franco y amable, cambió de expresión. Anita se cerró en banda.
—No —dijo—. Ahora no.
Yo la miré más de cerca. ¿Sería cierta la idea que me había hecho de ella? ¿Tendríamos en común algo más de lo que yo pensaba?
—Hace poco he leído un libro —dije con cautela—. Se titula Un lugar para nosotras[7]. ¿Lo conoces?
Anita se estremeció.
—¿Por qué debería conocerlo? —preguntó.
Las comisuras de mis labios se curvaron hacia arriba. Si no conocía el libro se hubiera limitado a decirlo y, si lo conocía pero no quería confesarlo, hubiera afirmado que no le había agradado.
—Entonces lo conoces —dije. Y eso tenía un significado para ella.
Respiró hondo.
—Lo tengo en la librería de mi casa —afirmó.
—Yo también. —Hice una mueca. Ya estaba todo claro y ahora podía hablar sin rodeos con ella.
—Así que… —dijo—. Nunca lo hubiera pensado.
—Yo sí lo he pensado algunas veces… —Carraspeé—. Pensaba que eras muy agradable. Más que las demás.
Se dirigió hacia mí.
—¿Y por qué no me lo has dicho?
—Yo… yo… —El calor se adueñó de mis mejillas—. Soy muy tímida —susurré.
Anita suspiró.
—Y yo que creía… Bueno, tú siempre te has mostrado tan interesada por el colegio que era difícil valorar lo que te gustaba.
—Tú me gustas —dije—. Pero ya lo sabías, ¿no es cierto?
—No tan cierto —replicó—. Siempre has sido muy reprimida. Pensaba que no le dabas valor a los amigos.
—Bueno, sí, amigos… —Reflexioné—. En general no se puede decir. Pienso que mi tiempo es demasiado valioso para pasarlo en bares o discotecas, bebiendo y fumando, y sin hacer nada más. Nada importante. Eso es perder el tiempo. Y, además —reí—, no soporto el humo del tabaco.
—La mayoría van a los bares para encontrarse con gente, y lo entiendo —dijo Anita.
—Sí —asentí—. Lo he intentado un par de veces, pero es muy aburrido. Es mucho más emocionante quedarse en casa leyendo un libro. Por lo menos ahí sí ocurre algo.
Anita arqueó las cejas.
—Eres algo fuera de lo normal —dijo—. Tenemos un par de empollones en clase y al principio pensé… Bueno, pensé que tú, al sacar siempre tan buenas notas, estabas entre ellos. Pero ahora… ahora creo que no eres así.
—No —respondí—. Las notas no significan nada para mí y tampoco estudio demasiado. Me limito a leer mucho, todo lo que cae en mis manos. Se empieza por Goethe y se pasa por los libros de historia hasta llegar a los cómics. —Hice una mueca—. Adoro Astérix.
—Y así aprendes sin tener que esforzarte —dijo Anita—. ¡Sí que te envidio! Yo tengo que empollar como una burra para enterarme de algo.
—Si quieres podemos estudiar juntas. No veo nada en contra.
Anita se quedó significativamente callada durante unos segundos.
—¿Pero tú estás comprometida? —preguntó.
—Sí, lo estoy. —Era una pena que Anita y yo, antes, no hubiéramos… Pero las cosas habían salido así.
—Es… —Tragó saliva—. ¿Es cariñosa? —Rechazó su propia pregunta antes de que yo pudiera contestarla—. ¡Claro que lo es! De lo contrario, no llevarías tanto tiempo con ella.
Yo no estaba tan segura de eso.
—Ella es… —Tuve que pensármelo—. Es fascinante —respondí. Era una sensación muy rara eso de hablar con Anita sobre Danielle.
—¿Cómo se llama?
—Danielle —respondí—. Se llama Danielle. —Y mi rostro reflejó una expresión soñadora.
—Y es mayor. —Anita sonrió con ironía, pues estaba segura de que su suposición era muy acertada.
—Sí —corroboré—, es mayor que yo.
—Hubiera podido apostarlo —repuso—. ¿A qué se dedica?
—Tiene una agencia de publicidad. —Me interrogaba como si tuviera todo un repertorio de preguntas en la cabeza.
—Una agencia de publicidad —asintió, con aprobación—. ¿Es suya?
—Sí. —Yo ya había perdido las ganas de jugar más a preguntas y respuestas. Pero las preguntas venían de un lado y las respuestas salían del otro—. ¿Qué pasa contigo? ¿Tienes novia?
—Ahora no —respondió y de nuevo apareció en su rostro aquella expresión cerrada que había visto en ella la primera vez, cuando le formulé la misma pregunta, pero referida entonces a un chico. Era mejor no ahondar más en aquel tema.
—¿Desde cuándo lo sabes? —pregunté—. Quiero decir…, que te gustan las chicas.
—Oh. —Anita se rió—. En realidad lo sé desde que tengo ocho años. Entonces me enamoré por primera vez de mi profesora.
—Y lo supiste de inmediato, ¿verdad? —Tuve que admitir que, en mi caso, la cosa había tardado más tiempo.
—Bueno, no lo supe. De muy pequeña una no piensa en esas cosas. Las cosas se limitan a ocurrir así. —Anita se mostró satisfecha—. Seguía a la profesora, nunca la perdía de vista y estaba siempre tras ella, pisándole los talones. Yo creo que se sintió un tanto acobardada.
—¡Por una niña de ocho años! —No tuve más remedio que reírme.
—Sí, una niña pequeña puede llegar a ser muy cargante. —Anita hizo una mueca—. Si yo fuera profesora no me gustaría que me ocurriera algo así.
—¿Quieres ser profesora? —pregunté, con interés.
—Me lo estoy pensando —respondió—. Pero aún no estoy totalmente decidida. —Me miró—. ¿Tú también?
—No —negué con la cabeza—. Quiero ser periodista.
—¿De veras? —Anita frunció el entrecejo—. Yo creo que no sería capaz. Eso de tener que irme al extranjero, por ejemplo.
—¡Ése sería el mejor trabajo que podría conseguir! —Reí yo—. Aunque lo más probable es que aterrice primero en la redacción local de algún periodicucho de provincias y tenga que escribir artículos sobre los criadores de conejos.
—Seguro que resulta emocionante —bromeó Anita.
—Sí, a lo mejor hasta aparece una criadora… —dije con cierta guasa. ¿Por qué no había hablado antes así con Anita? Era tan bonito poder charlar con alguien con toda franqueza—. En el colegio te he visto con algún que otro chico —continué.
—Ah…, eso… —Anita hizo un gesto—. Eso es siempre un problema. Me gustan los chicos, claro que no como las chicas, sino como colegas. Los chicos no son tan caprichosos, con ellos se pueden hacer muchas cosas y algunas bastante interesantes. Pero cuando pasas mucho tiempo con ellos, piensan…, bueno, piensan que de alguna forma les interesas. Y entonces la cosa se vuelve… abrumadora.
—¿Tan malo es? —inquirí—. Yo siempre me he mantenido alejada de esas experiencias.
—¿Alguna vez te ha besado un chico? —preguntó Anita—. ¡Brrrr! —Sacudió la cabeza—. ¡Es asqueroso!
—Nunca lo he probado —afirmé.
—Pues puedes alegrarte —dijo Anita—. Olvídalo, porque no merece la pena. Y, además, a ellos siempre les pasa lo mismo en los pantalones y quieren que les metas mano. Es repugnante. Y si no deseas hacerlo se termina la amistad. Dejan de tener ningún interés en ser tus colegas.
—Es una pena —dije, compasiva. Comprobé que a Anita le molestaba todo aquello.
—Sí —replicó—. Con los hombres no se puede empezar nada, pero con las mujeres tampoco. —Miró al vacío.
¡Vaya!, ahora tenía un nuevo tono de voz. Hasta ahora había sonado divertido, pero empezaba a parecer triste.
—Yo… lo siento —tartamudeé, confusa—. Pero Danielle…
Anita volvió la cabeza hacia mí.
—No me refería a ti —dijo, con una leve sonrisa—. No pensaba en eso.
«¡Uff!». Me sentí aliviada. Por un momento había creído que…
—¿Has tenido malas experiencias con hombres? —pregunté.
Ella sacudió la cabeza.
—Con los hombres no he tenido malas experiencias —respondió, y luego hizo una pequeña pausa—. El problema son las mujeres.
Yo no podía hablar mucho sobre ese tema, pues Danielle era la primera mujer en mi vida. Además de mi madre, que era muy cariñosa.
—¿En qué sentido? —pregunté.
Anita me miró, pensativa.
—Tú misma lo has dicho, no siempre has sido feliz con…
—Danielle —completé, al apreciar que había olvidado el nombre y titubeaba.
Anita asintió.
—Entonces debes de saber de qué problemas hablo.
—Yo creo que no soy la persona más indicada. —Me ruboricé, pues pensaba que mis problemas con Danielle eran de índole distinta a los que se refería Anita.
—En realidad siempre es lo mismo —murmuró, para sí misma—. Primero hacen una promesa, luego todo es muy bonito y, cuando parece que se va a llegar a algo, te dejan en la estacada.
Eso yo no lo podía decir de Danielle. Ella nunca me había dejado en la estacada. A veces era algo desconsiderada y yo no entendía sus reacciones.
—¿Te ha dejado tu novia en la estacada? —pregunté—. ¿Cómo lo ha hecho?
—¿Que cómo lo ha hecho? —dijo Anita—. Se dio cuenta, de repente, de que prefería a un hombre.
«Ah, esa forma de dejar en la estacada», pensé.
—Aún somos muy jóvenes —dije yo—. Algunas aún no saben en qué parte están.
—¿Acaso la defiendes? —Anita me miró.
—No, no, claro que no. —Alcé las manos—. Debió de ser terrible para ti. Yo no sabría qué hacer si… —Si Danielle, de repente, decidiera irse con un hombre. Ya había tenido problemas con ese Spyros, que en realidad no constituía ningún peligro…
—No te lo deseo —dijo Anita—. Danielle… es…, quiero decir, ¿le gustan sólo las mujeres?
—Sí —contesté y me dio la sensación de que Anita era mi consejera.
—¿Estás totalmente segura? Bueno, dicen muchas cosas cuando…, cuando quieren algo de ti. O cuando estás en la cama con ellas. —Su risa sonó un tanto hueca.
—Danielle es… Bueno, sí, ella nunca miente —respondí—. Y así me lo ha dicho. —Era cierto que no mentía, y una se podía fiar de eso, pero por desgracia se le daba muy bien callarse gran parte de la verdad. De todos modos…, en el Egeo afirmó algo y yo podía estar segura de que lo que se callaba no tenía nada que ver con esto.
—Todas mienten —dijo Anita y su voz sonó muy amarga.
—Anita… —Coloqué mi mano sobre su brazo—. Lo siento mucho, ella debió de hacerte mucho daño.
—¡Oh, sí, sí que lo hizo! —Anita expulsó el aire de sus pulmones—. Pero no tiene sentido pensar en eso. Intento olvidarlo, aunque no lo consigo del todo.
—Si quieres hablar… —dije yo.
Anita me miró.
—Pues en realidad no. —Escondió la cabeza entre las manos—. Por otra parte… —continuó—, hubiera sido bonito haberlo podido hablar.
—Entonces hazlo —repuse—. Te escucho.
—Ella… La conocí en una fiesta en casa de mis padres —dijo en voz baja—. Son empresarios y una vez al año celebran una gran recepción para sus clientes, proveedores, colegas y gente así. Yo lo odio pero, desde que me sienta bien el traje de noche, mis padres me condenan a asistir a sus recepciones.
—¿Tú? ¿Con traje de noche? —La miré fijamente.
—Tengo un aspecto terrible —dijo Anita—. Pero mis padres piensan que es lo que debo llevar. Este año espero convencerlos para poder ir con pantalones. Si voy… —Su voz se quebró y miró al suelo.
—¿Ella también irá? —pregunté.
—Sí. —Se irguió—. Seguro que va. Ahora está comprometida con el hijo de uno de los colegas de trabajo de mi padre.
Observé con compasión la cara de Anita, muy pálida a causa de la tensión.
—¡Me lo podía haber dicho! —explotó—. ¡Sólo con que me lo hubiera dicho! —Se frotó la cara—. Pero no hubiera servido de nada. Me enamoré de ella desde el primer momento. Era maravillosa. —Su voz adquirió un tono de entusiasmo—. Tan bella, tan suave, tan cariñosa. —Se irguió—. Hasta que dejó de ser tan cariñosa. Al final ya no quedaba ni rastro de ese cariño —dijo, en tono áspero.
—¿Quieres decir que lo tenía planeado desde el principio? —pregunté.
—Creo que sí —respondió—. Después me enteré de que yo había sido la primera mujer para ella. Y puede que no fuera la última, incluso aunque se case, porque, pura y llanamente, lo necesita. Le da igual lo que precisen los demás. Lo único que cuenta para ella son sus necesidades.
—Suena horrible —dije.
—Y lo es —replicó Anita—. Lo era —se corrigió—, porque ya es agua pasada.
—¿Hace mucho? —pregunté.
—Dos semanas —respondió—. Pero parece que hubiera sido ayer.
—¿Y cuánto tiempo duró la historia?
—Medio año —dijo Anita—. En total. No siempre nos podíamos ver.
«Medio año. Eso no es mucho menos de lo que nos conocemos Danielle y yo. Si me pasara eso… Por favor, no. Por favor, por favor, no», pensé y sentí un escalofrío.
No obstante, en los últimos tiempos el comportamiento de Danielle era muy extraño.
—No quiero asustarte —exclamó Anita. Había observado el cambio de expresión de mi rostro—. Hubiera sido mejor no contarte nada.
—Sí, sí, está bien —dije yo—. Es que… ¿cómo se sabe? Quiero decir, ¿notaste algo antes… antes de que ocurriera?
—¡Yo llevaba puestas unas gafas de color rosa! —Su risa era amarga—. Quizá lo hubiera podido ver, pero no quería.
—Pero…, ¿qué…? —En realidad yo no estaba segura de querer saberlo.
—¿Que cómo se reconoce? —Anita alzó los hombros—. Bueno, pues… citas acordadas previamente y para las que, de repente, ella ya no tenía tiempo y debía irse de inmediato, justo después de haber llegado. Miraba todo el tiempo el reloj. Tenía ganas de sexo, pero no de mucho más. Nada de hacer planes juntas. Me hacía sentir que pensaba en miles de personas antes que en mí. Siempre que llegaba había otra persona allí o me decía que había quedado con alguien y que yo no podía ir. Y en algún momento…, en un momento determinado, también se acabó el sexo, de un segundo a otro. Se levantó de la cama y me dijo: esto es todo. Finito.
Aquello sonaba espantoso, a pesar de que ella intentaba imprimirle un tono risueño.
—¿Lo ves? Yo tenía que haberme dado cuenta, debía haberme dado cuenta —exclamó.
Sacudí la cabeza.
—Así, como ahora lo cuentas, seguro que no lo sentiste en ese momento —afirmé.
Anita suspiró.
—Son pequeñeces. Una da paso a la otra. Al principio no te llama demasiado la atención, luego sí, pero ya has conseguido acostumbrarte a ciertas cosas. No se trata de esto o de aquello, sino de: «¿Lo entiendes, cariño?, ahora no tengo tiempo». Claro, por supuesto que lo entiendes. ¡Eres tan comprensiva!
—Anita. —Le acaricié la espalda. Se había echado hacia delante y apoyaba la cara en sus manos. Ella no reaccionó y yo seguí con mis caricias.
Por fin levantó la cara. Estaba húmeda por las lágrimas.
—No puedo más —susurró—. La vida sigue y una no debe mostrar lo que siente. ¡Esto es una mierda!
—Sí, sí que lo es —dije. Conocía muy bien aquella sensación, porque no se lo había contado todo a mi madre…
Anita se levantó y entró en la casa. Ya se había hecho de noche. Los demás no estaban interesados en nuestra conversación y ella, para no tener que contestar ciertas preguntas, no quería que vieran que había llorado.
Aguardé un momento y la seguí. No sabía si era lo correcto, pero esperaba que me dijera si quería estar sola o no.
Oí que estaba en el baño y me senté en el suelo, en un rincón de aquella habitación tan grande. Todo estaba cubierto de sacos de dormir. Algunos ya estaban preparados. Era bastante confortable. Me rodeé las rodillas con los brazos y esperé a Anita.
Salió del baño y fue a la cocina a coger algo de beber de la nevera. Cuando regresó con una botella, me vio allí sentada. Se quedó perpleja. Luego levantó la botella con signo interrogante.
—¿Quieres beber algo?
—No, gracias —negué con la cabeza y la miré—. ¿Te molesta si me quedo aquí? Luego saldré otro rato.
—No me molestas. —Anita se acercó y se sentó a mi lado, en el rincón—. Me parece muy bien estar a solas contigo.
Me reí.
—No tengo la impresión de que estés sola mucho tiempo.
—Sí, es cierto —Anita asintió—. Pero una siempre está sola con sus pensamientos, ¿no te parece? ¡Sobre todo con estos pensamientos! —Bebió un trago de la botella—. Esto, hasta ahora, no se lo había podido contar a nadie.
—¿Tampoco a tus padres? —pregunté yo.
—¿A mis padres? —Anita me miró, atónita—. ¿Estás loca? ¡A mi madre le daría un ataque al corazón!
—¿Y tu padre? —pregunté.
—Bueno, mi padre es un buen tipo, pero sólo le interesan los negocios. Y mi hermano es el que va a heredar; a mí no me tienen en cuenta. —Me miró—. ¿Tú se lo has contado a tus padres?
—A mi madre —dije—. Mi padre no vive con nosotras.
—¡Ah! —exclamó—. ¿Y cómo reaccionó tu madre?
—Bien —respondí—. Creo que lo sabía antes que yo. —Me eché a reír.
—Tú sí que tienes suerte —dijo Anita.
—Sí, sí la tengo.
—¿Tu madre conoce a Danielle? —preguntó.
—De vista —contesté—. Nos encontramos una vez por la calle, por casualidad.
—¿Y sabe que Danielle y tú…? —Hizo un movimiento muy significativo con la mano.
—Sí, lo sabe —dije.
—Pero no quiere que Danielle vaya a vuestra casa, ¿verdad? —Anita parecía un tanto sorprendida.
—No, no —repliqué—. Pero Danielle es… Bueno, con ella no resulta tan fácil.
—Tessy no tenía nada en contra —dijo Anita con desprecio—. Mientras yo no le contara a mis padres lo que había entre nosotras.
—¿Entonces ante tus padres siempre hicisteis como si…?
—Como si fuéramos sólo amigas, unas amigas normales —respondió—. Tessy finge muy bien. Lo más probable es que siempre haya actuado así. —Su voz volvió a tener un tono de amargura—. Tenía que haber desconfiado. Ella estaba muy acostumbrada a eso.
—No te lo reproches —dije yo. Coloqué mi mano sobre su hombro.
Parecía haberse quedado petrificada, pero se dejó caer sobre mi hombro.
—Todo es muy complicado —prosiguió—. Mis padres no preguntaron ni una vez por qué no venía. Para ellos estaba claro. Y ahora ella se ha… ¡comprometido! —Escupió la palabra—. Para una mujer como mi madre es natural que eso sea lo más importante para otra mujer. Cuando llega un hombre, las amigas se dejan a un lado. Se quedó muy sorprendida de que yo me quejara. ¡Eso sin mencionar el hecho de que si hubiera sabido el tipo de amiga que era Tessy…!
—Una situación complicada —dije—. Yo nunca le he mentido a mi madre —me interrumpí. Casi acababa de decir una mentira—. Ocultarle algo a una madre es muy duro —continué. Eso lo había podido sentir yo en mis propias carnes.
—Yo estoy acostumbrada —replicó Anita—. Lo he tenido que hacer siempre. Mi madre no lo hubiera entendido si se lo hubiera contado. No sólo este asunto con las mujeres. Mi madre piensa que la vida transcurre de acuerdo con un plan que está predeterminado desde un principio. Tanto para los hombres como para las mujeres. No puede haber desviaciones. Yo me di cuenta enseguida de que no encajaba con sus esquemas de mujer. Lo mismo ocurría con las falditas rosas, las camisas y los vestiditos con los que me vestía cuando era niña. Yo lo odiaba. Eran muy poco prácticos y además se ensuciaban muy rápido. ¡Y el color era horrible! Pero eso se solucionó por sí mismo, ya que yo no podía llevar puesto un vestido más de diez minutos seguidos sin que se rompiera. —Se echó a reír—. La cosa se puso mal para mi madre y por eso me compró pantalones de cuero. Unos pantalones de cuero de chica con un corazón rojo en el peto, pero eso ya fue un gran paso.
Desde que conocía a Anita sólo la había visto con pantalones. No me la podía imaginar con falda.
—¿Eras así de salvaje? —pregunté, muerta de risa.
—Aún más salvaje —respondió—. Trepaba por las vallas y los árboles, escalaba los tejados de los garajes y les tiraba a los niños bolas de arena mojada, que preparaba en el arenero. Así era como transcurría mi día.
—Nunca me lo habría imaginado —exclamé—. No te conozco en absoluto.
—Bueno —Anita se mostró satisfecha—, desde que llegué al colegio cambiaron muchas cosas. Tuve que estudiar mucho para poder continuar. Tuve profesores particulares en casi todas las asignaturas. Mis padres preferían pagar antes que arriesgarse a que suspendiera. Eso hubiera sido una vergüenza para el negocio. ¿Cómo se lo iban a contar a los clientes?
Si algo tan inofensivo como suspender podía suponer una vergüenza, me podía imaginar cómo reaccionarían esos padres si se enteraban de que tenían una hija lesbiana. La tenían, pero no lo sabían.
—No has tenido una vida muy sencilla —dije.
—Bueno, por lo general se soportaba —afirmó Anita—. Y algunos de mis profesores particulares eran muy majos.
—El colegio debió de ser un horror para ti. ¿Y quieres ser profesora?
—Puede que sea por eso —dijo—. Para que los niños tengan un futuro mejor.
—¡Eres una persona extraordinaria! —Exclamé con admiración—. Piensas más en los demás que en ti misma.
—No lo sé —dijo Anita—. Yo creo que lo único que no quiero es ser tan autónoma como mis padres. Es muy agobiante. Un trabajo de funcionaria me parece menos abrumador.
—Puede ser. —Aquél era el motivo por el que yo nunca querría ser funcionaria. Sólo con pensarlo ya me aburría.
La mano de Anita se paseó, como perdida, por mi pierna, mientras aún estaba apoyada en mi hombro.
—Tessy siempre decía que un alto funcionario con mucho dinero era un auténtico sueño. Todo lo paga el Estado, no hay problemas de desempleo y, al final, consigues una buena pensión… Quizás es por eso que me seduce tanto la función pública —dijo, y luego se calló.
Aquella tal Tessy le había sacudido unos cuantos golpes, eso se notaba. Y también noté que la mano de Anita acariciaba más mi pierna e iba para arriba. Ella pensaba en Tessy, se sentía sola y yo estaba allí. Era una reacción comprensible. Pero no…, no podía ser…
—Anita —susurré—. No.
—¿Por qué no? —susurró ella, a su vez.
Al mirarla, comprobé que sus ojos volvían a estar llenos de lágrimas. Me daba tanta pena. A pesar de todo, no podía.
—Anita, por favor —murmuré—. Sabes que no está bien. —Frené su mano con la mía.
Ella se apoyó con la otra mano, la subió y me besó. Su beso fue dubitativo, suplicante, agridulce, como yo nunca había probado antes, y estaba salado a causa de las lágrimas. No tenía nada que oponer. Llena de turbación, dejé que me besara. Ahora no podía detenerla y hacerle aún más daño. Ella misma era la que tenía que darse cuenta de que aquélla no era la solución.
Su beso se hizo más violento y apasionado. Se arrimó a mí, introdujo una de sus piernas entre las mías y me acarició el pecho…
—Anita… —Intenté separarme de ella con delicadeza—. No puede ser. Por favor, entiéndelo. No puedo.
—Lo siento. —Anita se echó hacia atrás, arrimándose a la pared—. Perdóname, por favor. No era… Yo no quería. Es como si… —Tragó saliva—. Siento no haberme podido dominar. No volverá a ocurrir. —Se levantó de un salto y salió a la carrera.
¿Qué podía hacer yo? ¿Acababa de conocer un poco mejor a Anita, me alegraba de tener tantas cosas en común con ella y ahora me encontraba de nuevo enterrada bajo un montón de ruinas? La vida, a veces, es como una montaña rusa, en eso la gente tiene razón. Esperé un momento para rehacerme. ¿Debía ir detrás de Anita o no? Bostecé. Sí, no había dormido casi nada la noche anterior y lo notaba.
Me levanté y busqué en el suelo hasta encontrar mi saco de dormir. Me pareció que era lo más adecuado. Anita debía tranquilizarse y yo estaba demasiado cansada como para poder permanecer despierta durante mucho tiempo más. Me quité los pantalones y me metí en el saco.
Pude comprobar que había sido una buena idea, pues nada más subir la cremallera del saco ya me había quedado dormida.