—¿En qué piensas, Danielle? —Me incliné hacia ella. Estaba sentada en el sillón que había delante de la chimenea de su salón, la sala de la chimenea, como yo solía llamarla, y desde detrás le puse las manos sobre los hombros.
Danielle levantó una mano y la puso sobre la mía.
—Bah, en nada —dijo—, en nada en especial.
Noté el calor de su mano sobre la mía y volvía a sentirme bien. Los últimos tiempos con ella habían sido muy hermosos.
Me incliné más y le di un beso en el pelo.
—¿Qué te pasa, cariño? —pregunté—. Te veo triste con mucha frecuencia. Lo vengo observando desde hace algún tiempo y me siento preocupada por ti.
Ella volvió la cabeza y miró hacia arriba.
—Nada —repitió—. No es nada —dijo, sonriente—. Eres muy dulce, ¿lo sabías?
Yo le devolví la sonrisa.
—Sí, me lo dices en muchas ocasiones.
—Nunca —dijo ella—, nunca es suficiente.
Me volví a inclinar y esta vez la besé ligeramente en los labios.
—¿Quieres…?
—No. —Sacudió un poco la cabeza—. Deja que me quede sentada durante un momento. —Miró las llamas, como hacía desde que entré en la habitación.
Me erguí y la miré con aprensión. Le ocurría algo, pero no lo quería decir. Respiré hondo.
—¿Prefieres estar sola? —pregunté—. Anita me ha invitado a pasar el fin de semana en la casa de campo de sus padres. No me quedaría aquí.
—¿Anita? —preguntó Danielle sin ningún interés. Sus pensamientos estaban en otro sitio.
—Una compañera de clase —dije—. ¿Acepto su invitación?
Volvió a dar la sensación de que no me había oído.
—Sí, claro —contestó—. Hazlo.
—¿Quieres, de verdad, que lo haga? —pregunté—. No nos veríamos en todo el fin de semana. ¿No te importa?
—Tienes que tener tu propia vida, no puedes estar todo el tiempo conmigo —respondió—. Hemos pasado mucho tiempo juntas y no te quiero apartar de tus amigos.
—Muy considerado por tu parte —dije, con algo de suspicacia. Yo intentaba pasar con ella cada minuto libre de que disponía, pero para ella parecía no ser tan importante—. ¿Entonces no te preocupa que no nos veamos en todo el fin de semana?
—Tengo cosas que hacer —dijo Danielle—. Tengo que trabajar. Es una nueva campaña, así que, de todas formas, no nos íbamos a poder ver.
—No me habías dicho nada —comenté, irritada.
—Quería hacerlo, pero se me pasó.
En los últimos tiempos estaba tan distraída que yo había empezado a preocuparme. Antes siempre lo tenía todo en la cabeza, nunca tenía que consultar nada, ni nada se le olvidaba. Me arrodillé a su lado en el sillón.
—Danielle, te pasa algo. No estás bien. Dime lo que es. —Le acaricié el pelo.
—¡No es nada, ya te lo he dicho! —Danielle se enfadó y retiró mi mano.
No quería hablar, como casi siempre.
—Lo siento —dije—. Sólo me preocupo por ti. ¿No puedes entenderlo?
—Pues no —respondió. Se había vuelto a tranquilizar—. Por favor, no me pongas de los nervios con esas preguntas. No me gustan nada.
—Ya lo sé. —Suspiré—. ¿Eso quiere decir que no me vas a echar de menos si me voy con Anita y los otros durante el fin de semana?
Primero no contestó y luego comenzó a hacer un movimiento con los labios.
—A veces no eres tan inocente como finges ser —dijo—. Siempre se me olvida.
—¿Por qué?
—Me obligas a decir unas cosas que yo nunca diría por mí misma. —Respiró con profundidad—. Claro está que te voy a echar de menos. Pero tú también tienes que salir con gente de tu edad. —Me miró—. ¿Quién es esa Anita? ¿Una amiga tuya?
«¿Estás celosa?». Pensé en Jules. Danielle nunca lo había admitido, pero yo hubiera jurado que aquella vez en Aspen sí había sentido celos.
—Es una compañera —dije yo—. Aunque tampoco puedo decir que sea una gran amiga.
—¿Pero te gusta? —Danielle hizo una breve pausa—. De lo contrario, no irías a pasar todo el fin de semana con ella.
—Con ella y con una docena más de personas —dije, corrigiéndola—. Vamos a estar algo apretados en una casa tan pequeña.
—¡Cómo los scouts! —Danielle se rió brevemente—. ¿También hacéis todo lo demás, como cantar alrededor del fuego del campamento y esas cosas?
—No creo. No es la típica excursión a una casa de colonias.
—¿Una casa de colonias? —Danielle arrugó el entrecejo—. ¿Qué es eso?
—¿No estuviste en ninguna cuando ibas al colegio? —pregunté. Las excursiones anuales a esos refugios eran algo habitual.
—No —dijo Danielle.
—Es una especie de albergue para colegios o cursos completos —expliqué—. La mayoría de las veces están situadas en un bosque o fuera de la ciudad, en el campo. Allí los niños de ciudad entran en contacto con la belleza de la naturaleza, gozan de un poco de libertad y viven aventuras. Así, por lo menos una vez al año, respirábamos aire fresco en lugar del humo de la gran ciudad.
—Puede que no lo hiciéramos por eso —repuso Danielle—. Mi internado ya estaba en el campo.
Un internado caro que no tenía nada que ver con un instituto público, eso estaba claro para mí.
—O sea, que podíais hacer fuego justo en el patio del colegio —respondí.
Danielle alzó las cejas.
—No hubiera estado bien visto —dijo.
—¿Tan estrictas eran las reglas?
—Sí, unas reglas muy estrictas —contestó—. No puede ser de otra forma en un internado. Allí había muchos niños que habían sido expulsados de otros colegios y para ellos era la última oportunidad que tenía de poder hacer la selectividad. Si hubiera dependido de ellos, nunca lo hubieran logrado, pero estaban obligados por las reglas.
—¿Te sentías muy sola en el internado? —pregunté. Seguro que yo me hubiera sentido muy sola, tan lejos de mi casa y de mi madre. Pero por aquel entonces los padres de Danielle habían muerto. No tenía a nadie.
—La soledad es un sentimiento muy subjetivo —dijo Danielle—. Yo siempre estaba muy sola, incluso antes de que mis padres…, antes de ir al internado. Una se acostumbra a todo. No era nada nuevo para mí. En el internado podía concentrarme en el estudio y en el colegio, y pensaba que eso era muy agradable.
—Pero estudiar y el colegio no lo es todo —afirmé.
—¿Y lo dices tú? —Danielle sonrió levemente—. Tengo la sensación de que tú también estás muy comprometida con eso.
—Bien —dije yo—. Me divierte conocer cosas nuevas. Me resulta muy emocionante aprender todos los días algo en el colegio. O casi todos los días —suspiré—, porque existen compañeras, como Bärbel, que obligan a los profesores a repetirlo todo en muchas ocasiones y, como ya lo sé, me aburro. A Bärbel no le sirve de nada hasta la segunda o tercera vez, por lo que no basta con una sola repetición. Claro que los profesores siempre se ocupan de que todo el mundo se entere, incluso los peores alumnos.
—¿En qué piensas? —preguntó Danielle.
—En mi compañera, Bärbel —dije, con un nuevo suspiro.
—Anita, Bärbel… Parece que no te faltan amigas —dijo Danielle.
Ahí estaba otra vez aquella pizca de celos que tanto me gustaba.
—¿Que Bärbel es una amiga? ¡Oh, Dios mío! —exclamé—. No lo es. Ella ahora sólo… por desgracia se sienta a mi lado.
—¿Qué pasa con ella? —preguntó Danielle.
—Es…, bueno…, bastante enervante. —Suspiré—. A veces desearía poder desconectarla.
Danielle rió por lo bajo.
—Es la primera vez que oigo decir algo así. Hasta ahora siempre has sido muy comprensiva con todo el mundo —afirmó.
—Me esfuerzo —dije—, pero con Bärbel no resulta tan fácil. Es difícil aguantar tanta estupidez.
—¡Oh, oh! —Danielle hizo una mueca—. Estupidez. ¿Es de verdad una estúpida?
—Tiene un lío con un monitor, que, a su vez, está liado con nuestra profesora de Geografía —contesté—. Yo pienso que eso no es muy inteligente por su parte.
—Seguro que no lo es. —Danielle me dio la razón—. ¿Te gusta tu profesora de Geografía?
—¿Qué te pasa, Danielle? —pregunté. Me sentí un tanto irritada—. ¿Por qué, de repente, te preocupas tanto de si me gusta o no me gusta alguien? Hasta el momento nunca lo habías hecho.
—Quizás haya sido ése mi error —dijo Danielle—. No sé casi nada de tu vida ni de tus amigos. Y eso que te pasas la mayor parte del día con ellos.
Me incliné hacia ella y le sonreí.
—Mientras que yo sólo pienso en ti y me alegro cuando sé que por la noche voy a volver a verte.
—Pero eso es bastante injusto para tus amigos. Está bien que el fin de semana te ocupes un poco más de ellos.
—Si me marcho, voy a pensar en ti cada minuto —respondí—. Eso no va a cambiar mucho.
—Por favor… —Danielle se levantó—. Por favor, concéntrate en otras cosas y no sólo en mí. Sería mucho mejor para ti.
—¿Qué va a ser mejor para mí? ¿Por qué iba a serlo? —No sabía de qué hablaba—. Es que… —Tragué saliva—. ¿Es demasiado para ti? ¿No quieres verme tan a menudo?
—No…, no se trata de eso —titubeó.
—¿Entonces de qué se trata? —Danielle tenía un aspecto inseguro y eso le ocurría en pocas ocasiones. Yo la miré, inquisitiva y con el corazón palpitante. No sabía qué pasaba por su cabeza. La situación me recordaba a algo que ocurrió en el mar Egeo, en su yate, cuando ella tenía un aspecto tan ausente que me pareció estar de más. Quizás ahora también. ¿Era eso lo que quería decirme?
—En realidad no se trata de nada. —Danielle hizo un gesto de negación—. Todo está bien así. No pienses en ello.
Pero si ella se comportaba de esa manera, yo qué debía de pensar. Estaba claro que no me lo decía todo.
—Sólo quiero que pases más tiempo con tus amigos, eso es todo —dijo Danielle—. El fin de semana voy a tener que trabajar y tú harás algo con ellos, así estaremos ocupadas las dos.
Aquello pareció calmar su conciencia. Yo intenté descifrar la expresión de su rostro. Ella había dicho que era lo mejor para mí, pero yo tenía la impresión de que, en primera instancia, era mejor para ella que yo me fuera.
—Si piensas eso —dije—, llamaré a Anita para decirle que voy.
—Hazlo. —Danielle pareció aliviada, como si le hubiera quitado un fuerte peso de encima. Sonrió levemente—. ¿Sigue en pie tu oferta?
—¿Cuál…? ¡Oh! —La miré con ternura—. Por supuesto.
—Entonces me gustaría volver sobre ella —dijo Danielle.
Me dirigí a ella y la cogí en brazos. Luego insinué un beso sobre sus labios.
—Ahora de mil amores —dije en voz baja.
Danielle se dejó caer en mis brazos como si sus huesos fueran de goma. Era tierna y cariñosa.
Avancé con mis labios hacia su cuello y acaricié toda su piel, que pulsaba ligera a cada latido de su corazón.
Danielle suspiró y echó la cabeza hacia atrás.
—Es tan hermoso… —susurró.
Mis labios buscaron su barbilla, sus mejillas, su boca. Entré en ella y, de repente, Danielle se puso en tensión, su lengua avanzó y empujó a la mía. Era como si, súbitamente, se hubiera despertado en ella la pasión, esa pasión que antes estaba dormida. Actuó sin ningún tipo de miramientos y casi me quedé sin aire. Me recordó los primeros días en el barco. Si quería, Danielle podía ser muy tierna, pero a veces…, a veces yo tenía la sensación, de que se aprovechaba de su propiedad de algo…, algo que no toleraba ternura. Una impaciencia que parecía no tener tiempo para dejarse llevar por la lentitud del amor…, que sólo quería un resultado rápido y satisfactorio. Eficiencia. Como en la oficina.
—Ven conmigo arriba —gimió, mientras se apartaba con dificultad de mi boca.
«¿Eh?». Yo ya me había imaginado delante de la chimenea con ella.
Danielle se volvió y subió por la escalera. Yo la seguí, despacio, un poco turbada e insegura ante lo que me esperaba arriba. Siempre que me sentía un poco más cerca de ella, Danielle me empujaba para situarme de nuevo al principio del camino. El hecho de que yo estuviera más cerca le resultaba horroroso, e intentaba desligarse de eso lo antes posible.
Cuando llegué arriba ya estaba en la cama, desnuda. Me miró y yo me desvestí rápidamente para saltar a su lado.
Me abrazó en cuanto me tumbé a su lado y se acurrucó junto a mí.
—Me da la sensación de que ha transcurrido una eternidad desde la ultima vez que lo hicimos —dijo en voz baja.
Yo me reí.
—Fue ayer —dije—, ayer lo hicimos.
—Ya lo sé. Pero para mí es como si hubiera ocurrido hace mucho tiempo.
—A veces me pasa lo mismo —dije. La miré. Parecía tranquila y relajada—. Y lo puedo pensar tan sólo un segundo después de que nos hayamos separado.
—Eso parece un poco precipitado —dijo Danielle. Parecía satisfecha.
—Estoy dispuesta a concederte que todo tu día sea más largo y que pueda constituir una eternidad para ti —contesté.
—Cuando nos tenemos que separar…, cuando yo me voy a la agencia y tú a clase…, ¿qué sentimiento te invade? —preguntó.
Alcé la cabeza para verla un poco mejor. ¿Por qué me preguntaba eso? Aquél era el tipo de conversación del que trataba de evadirse a toda velocidad. Y la palabra sentimiento sonaba un tanto rara en su boca. Casi no la utilizaba.
—Un sentimiento terrible —respondí—. Y lo único que hace que no lo sea tanto es la alegría que me produce saber que luego voy a volver a verte.
Danielle se calló. Parecía estar dándole vueltas a la cabeza.
—Estudiar es importante —afirmó, de una forma algo incoherente—. El final del colegio, la carrera, el trabajo…: ése es tu futuro. No lo olvides.
—Seguro que no lo olvido —contesté, irritada—. Eso siempre lo tengo muy claro.
—Está bien —dijo ella.
—Danielle —insistí—, voy a aprobar la selectividad. De eso no hay duda. ¿Te preocupas por ello?
—Te he alejado de los estudios en más de una ocasión —dijo, sonriente.
—Pero, en cambio, he aprendido otras cosas —murmuré por lo bajo. Luego la besé en los labios—. Algo que, por lo menos, es igual de importante. —Yo notaba su calor, y el roce de su cuerpo desnudo en mi piel me hizo estremecer—. Danielle… —susurré.
Ella se separó de mí y me dio la espalda.
—Bésame —siseó—. Échate sobre mí y bésame.
Yo seguí sus órdenes, me coloqué sobre ella y busqué sus labios.
—Danielle… —susurré de nuevo—. Danielle, yo…
¡Maldita sea! Aquello no debía decirlo porque me lo había prohibido.
—Danielle… —repetí con dulzura.
Su piel vibraba bajo la mía, todo su cuerpo se tensó. Sus muslos se abrieron y dejaron que me deslizara entre ellos.
—Hoy quiero que me tomes como nunca antes lo hayas hecho —susurró de un modo casi ininteligible—. No quiero dormir…, sólo quiero… —gimió, al notar que yo presionaba la pierna contra su punto central—. Sí…, eso es…, sí.
Mis pezones, que ya habían aumentado de tamaño, lo hicieron aún más y se aguzaron dolorosamente. Miré a Danielle, debajo de mí. A ella le ocurría lo mismo. Sus maravillosos pechos estaban coronados por unos brotes erguidos, que atraían mis labios como si fueran un imán. Me incliné hacia delante y los lamí un poco, lo que le provocó un violento estremecimiento. Volvió a gemir.
Mi excitación fue en aumento en cuanto ella emitió su gemido. Noté que los fluidos emanaban en mi interior y pretendían salir para allanarle el camino a Danielle para que pudiera tomarme como yo a ella.
—Oh, Danielle… —susurré otra vez—. Danielle… —Alcé sus brazos y lamí sus pezones, uno después del otro, dejando una huella húmeda, que iba de un pecho al otro.
—Andy… —susurró Danielle—. Venga… —Se movió con fuerza debajo de mí.
—Si esto tiene que durar toda la noche, quizá deberías conservar tus fuerzas —dije, satisfecha, mientras le mordisqueaba el pecho.
Ella gimió, suspiró y gimió de nuevo, se volvió y empujó sus caderas contra mí.
—Yo… no… Yo quiero sentirlo… sentirlo… —Su voz se extinguió con lentitud debido a su pesada respiración.
—Lo vas a notar todo —susurré, al tiempo que me deslizaba por su cuerpo, hacia abajo—. Todo. —Exploré con mis labios cada centímetro de su aterciopelada piel, manteniéndome así hasta que ella, impaciente, me empujó y me oprimió los hombros, en un intento de desplazarme hacia abajo.
—Por favor… —susurró—. No tardes tanto… —Sus caderas se agitaron. Hoy era una mujer muy ardiente.
—¿Me lo ordenas? —pregunté. Hacía mucho tiempo que no me daba órdenes.
—No… yo… por favor… —suplicó con voz tenue.
—Entonces debes esperar —afirmé—. Por favor, ten un poco de paciencia —dije, mientras le hacía cosquillas en el ombligo.
—¡¡Oooh!! —gritó, alzándose como encabritada. Luego jadeó—: Esto clama venganza.
—Muy bien. —Hice una mueca—. Pero más tarde.
Ella intentó tranquilizarse, controlar su respiración y ser menos vulnerable, pero no aguantó mucho tiempo. En cuanto la tocaba y acariciaba sus muslos con mis manos, su respiración se convertía en un intenso gemido, su excitación crecía e intentaba buscar salida.
—No voy a aguantar mucho más tiempo —dijo, mientras se volvía—. ¡Luego te vas a enterar!
—¡Oh, por favor! —Me tumbé a su lado boca arriba y extendí los brazos, al tiempo que me reía—. ¡Muéstramelo!
—¡Uf… uf…! —jadeaba como una locomotora de vapor, mientras intentaba tranquilizarse—. Ignoraba que pudieras ser tan perversa —dijo, con mucho trabajo.
—Nunca me habías dado la oportunidad —dije, con una mueca—. La mayoría de las veces tú eres la potencia dominante.
—¿Y eso… no te gusta? —preguntó. Otra vez aquella inseguridad que yo no conocía.
Alcé los hombros.
—Así ha ocurrido desde el principio. Tú eras la mayor, la más experimentada: me parecía natural.
—¿De veras? —Danielle se apoyó sobre los codos y me miró.
Algo no cuadraba allí. Hacía preguntas que nunca se le habrían pasado por la imaginación; para ella siempre había sido muy natural llevar la voz cantante. Y para mí también. No me molestaba, con tal de estar con ella.
—¿Por qué preguntas eso de repente? —inquirí.
—No lo sé. —Se dio la vuelta sobre la espalda y miró al vacío—. Quizá porque, a lo largo de mi vida he considerado naturales muchas cosas que a lo mejor no lo eran.
—¿Por ejemplo? —Arrugué el entrecejo.
«¿Dónde está Danielle? ¿Es la mujer que tengo a mi lado?», musité para mis adentros.
—¿Se te ha ocurrido pensar alguna vez cómo sería todo si no nos hubiéramos conocido? —preguntó. No quería respuestas; tan sólo deseaba formular algunas preguntas.
—¡Danielle! Por favor… —Me erguí e intenté interpretar la expresión de su rostro. Parecía pensativa—. Por favor… —Tragué saliva—. Por favor, no me digas que desearías no haberme conocido nunca. —Mi estómago se contrajo a causa de la angustia.
—No. —Danielle volvió la cabeza y me miró, igual que yo la miraba a ella—. No es que me hubiera gustado que ocurriera así. Sólo he preguntado si a ti te habría gustado.
—Tú… —Tuve que tragar saliva de nuevo—. Ya conoces la respuesta —dije, con acaloramiento. Mi voz no me obedecía. Danielle me daba miedo. ¿Quería separarse de mí? ¿Se había terminado todo?
—¿Has sido siempre feliz a mi lado? —preguntó.
Me parecía tener un nudo en la garganta.
—Danielle… —susurré—, tú sabes…
—Ya sé que no ha sido así —dijo, y su voz sonó fría de nuevo—. En realidad no debería habértelo preguntado.
—Sí… Danielle… —Me sentía totalmente turbada—. He sido feliz en muchas ocasiones, en todas las que he podido estar contigo.
—¿Siempre? —insistió.
—Por favor…, Danielle…, no pongas en duda todas mis palabras. —Sentí que brotaba el sudor por todos los poros de mi piel—. Tú sabes, lo mismo que yo, cómo… cómo fueron las cosas al principio.
—Yo sé lo que te hice entonces —dijo Danielle, en un tono frío—. Pero yo no sé si ésa fue la única vez.
—Sí, fue la única. De eso hace ya mucho tiempo y desde entonces hemos pasado muy buenos momentos juntas: en Aspen, aquí…, en todos los sitios.
«¿Cómo puedo convencerte y quitarte esos pensamientos de la cabeza?», pensé.
—¿Lo pasaste bien en Aspen? —preguntó.
—Ya te lo he dicho y es cierto —contesté—. Aspen fue maravilloso.
—Sí. —Enlazó las manos detrás de la cabeza y miró al techo—. Lo de Aspen fue muy hermoso.
—Y no sólo lo de Aspen —dije yo—. Cada segundo aquí…, en tu casa…, o en otro sitio… siempre ha sido bonito.
—Yo también me acuerdo de otras cosas —replicó con sequedad.
—Pero eso son pequeñeces, nimiedades —respondí—. Pero la mayor parte del tiempo todo ha ido muy bien.
Me miró con curiosidad.
—¿Qué es lo que ha ido bien la mayor parte del tiempo?
—Eso… eso es… —tartamudeé—. Bueno, todo. Sencillamente todo. Tú, yo, el mundo, la vida…
—La vida —dijo con una sonrisa—. La vida es lo más importante, ¿no es verdad? La queremos disfrutar.
—Claro, seguro. —Su sonrisa no me tranquilizaba en absoluto. Parecía poco oportuna.
—Eso es lo que queremos disfrutar —repitió—. Todo lo que dure. —Se inclinó hacia mí—. Y ahora, ¡o tengo un orgasmo en los próximos tres minutos o te mato! —Se mostró tan risueña que yo, aliviada, me desplomé a su lado.
—Pues lo vas a tener —dije yo, en tono de broma—. Sólo depende de ti. Si eres tan rápida…
—Lo soy más todavía —repuso—. Sólo que tú me frenas. —Se irguió, se desplazó hacia abajo y se colocó sobre mi cara—. Ahora… —murmuró. Su voz temblaba a causa de la excitación—. Por favor…
Separé sus labios vaginales con mi lengua, dejé que su aroma penetrara en mis pulmones y agarré su trasero para poder sujetarla.
Me sentí casi mareada ante la idea de que ella estuviera allí, sentada sobre mí. Sus muslos separados me rodeaban la cara y sus pechos oscilaban sobre mí.
Llevé mi lengua hasta su hendidura. Mucho, más aún, todo lo posible. Mi lengua pareció estirarse para fundirse con sus pliegues, mi humedad, su humedad, todo iba de un lado a otro. Noté su excitación en mis labios.
Penetré en ella y Danielle gimió sobre mí de una forma profunda y vibrante. Su cuerpo acompañó a aquel gemido. Mi lengua percutía como un pajarito que aleteara hacia dentro y hacia fuera, como si la cabeza del ave entrara y luego saliera de nuevo para tomar aire.
—¡Oh…, oh…, oh…! —Los suspiros de Danielle sonaban rítmicos y cada vez más rápidos por encima de mí. Movió las caderas hacia delante y hacia atrás, y se agarró a los barrotes de la cama para no caer—. ¡Oh, Dios mío! Andy…, lo haces tan bien… Esto es tan bueno… —murmuró, en un tono agitado.
Introduje mi lengua profundamente en su interior y con el pulgar acaricié su perla, que me hacía cosquillas en la nariz.
Gritó, se levantó de mi cara y volvió a bajar. Una vez más tomé su perla entre mis dedos y la acaricié. Sus gritos fueron aún más intensos, tembló y sobre mí cayó un diluvio fluido. Danielle casi no podía mantenerse sobre mi cara y mi lengua, pero no quiso darse por vencida.
Cambié de método y metí dos dedos en su interior. Lamí su perla con ardor, mi lengua la recorrió por encima, como si quisiera adueñarse de toda su humedad, mordí con ternura el pequeño brote, lo lamí de nuevo y lo desplacé hacia delante y hacia detrás. Mi lengua describió una danza derviche sobre su minúsculo centro de placer, que cada vez se hinchaba más, hasta alcanzar un tamaño muy significativo.
—¡Venga…, venga…! ¡Oh…, ah…, sí…, sí! —Danielle gemía y se revolvía convulsa sobre mi cara, como si quisiera participar en la danza derviche—. ¡Sí…, sí…, sí…! —Penetré en su interior y sujeté su perla con mis labios; luego los apreté, al tiempo que movía la punta de la lengua a toda velocidad—. ¡Síííííí! —Se quedó como petrificada. Entonces se levantó, se sujetó con mayor fuerza a los barrotes de la cama y sus muslos temblaron en mis mejillas.
Yo esperé hasta que se echó a un lado, se tranquilizó un poco y se tumbó en la cama junto a mí. Su pecho se elevaba y descendía con fuerza.
—Yo creo que no han sido ni tres minutos —dije, sonriente.
—Eso… —jadeó— eso… creo… yo… también. —Su respiración fue calmándose poco a poco—. Y ahora voy yo. —Cerró los ojos—. Lo siento.
—No tienes que sentir nada. —La besé con los labios entreabiertos—. Tienes toda la noche ante ti.
—Humm… —Lamió de mis labios sus propios jugos—. Me has humedecido tanto.
—No creo que yo tenga mucho que ver en eso —dije, entre risas—. Eres tú misma la que te has excitado.
Ella se irguió de repente y se echó sobre mí.
—Tú eres la que me ha excitado —repuso—. Tú me pones muy cachonda. Y quiero que sea así toda la noche.
—¡Espero poder lograrlo! —dije, aún riendo—. Pero no te lo puedo garantizar.
Se deslizó sobre mí, pasó por mi pecho, que estaba sediento de sus caricias y abandonado a su suerte, y desapareció entre mis piernas. Noté cómo entraba en mí y me tomaba. Al cabo de muy poco tiempo llegué al orgasmo, porque mi excitación ya estaba disparada desde que ella se había colocado sobre mi cara.
Me crispé, me encabrité, me apreté contra los dedos de Danielle, manteniéndolos con firmeza en mí, hasta que, por fin, pude relajarme y la bola de fuego que había en mi interior se deshizo, provocando una sensación cálida y agradable en mi vientre.
—¡Oh, Danielle…! —jadeé—. Danielle…, ha sido tan hermoso.
Se deslizó a mi lado y colocó su cabeza sobre mi pecho.
—Esta noche nunca acabará —murmuró—. Nunca, ¿me has oído?
Su voz sonaba tan extraña que me vi obligada a asentir.
—Sí, nunca acabará. Nunca. —Yo también lo deseaba, pero no sabía si podría ser, porque junto a ella yo no me sentía segura.
Aquella noche experimenté una pasión por Danielle que superaba todo lo que yo había vivido. Ella quería que yo la tomara, luego me tomaba a mí, y así hasta que caí rendida. Pero la energía que nos abandonaba durante un corto espacio de tiempo volvía otra vez y nos permitía comenzar como al principio.
Danielle llegó hasta el límite del dolor, de su dolor, no del mío.
—Sigue…, sigue…, sigue —decía, exigente, cada vez que yo intentaba parar.
—Esto te tiene que doler —dije, con temor—. Ya estás casi llagada.
—No pasa nada —contestó—. Quiero sentir…, sentir…, sentir. —Y de nuevo volvía a gemir, llena de placer, cuando yo entraba en ella. Movía las caderas y me succionaba hacia su interior.
Nunca se había mostrado tan incansable, ni siquiera aquella vez en el yate. Me preguntaba qué se proponía, pero no podía mantener mi pregunta durante mucho tiempo, pues su boca volvía a tapar la mía y sus sabias manos actuaban sobre el punto cúspide de mi éxtasis.
Cuando me fui a la mañana siguiente, no recordaba haber dormido ni un solo segundo.