—¡Esa tía bruja me odia!
Miré hacia arriba. Mi condiscípula Bärbel murmuraba mientras avanzaba por el pasillo de la clase, para sentarse en el banco que compartíamos.
—Ya sabes que en cada clase pregunta a uno de nosotros —dije en voz baja. Bärbel había hecho su comentario en un tono un tanto alto y yo no estaba segura de que la profesora de Geografía, que estaba al principio de la clase delante del mapa geológico, lo hubiera podido escuchar, a pesar de que estábamos sentadas muy al final.
—¿Y qué? ¿Acaso debo aprendérmelo cada vez? ¡Me cago en la Geografía! ¿A quién le interesa? ¡A mí me interesa una mierda!
—Ella sólo sigue su programa —contesté—. En cuanto te toque, podrás quedarte tranquila para el resto del curso. —Era verdaderamente ridículo el ritual que practicaba aquella profesora en todas sus clases. Entraba, colocaba su bolso sobre la mesa, sacaba la lista de los alumnos y comenzaba a buscar un nombre en ella. Tan pronto como encontraba uno, lo decía en voz alta y el alumno tenía que acercarse al mapa para contestar las preguntas de la profesora, hasta que ésta se sentía satisfecha y le ponía una nota. En las primeras clases, todos nos sentíamos un tanto nerviosos, porque le podía tocar a cualquiera, pero en cuanto te plantaba la nota ya podías ahorrarte el trabajo de estudiar. Nunca te volvía a llamar. Hasta el curso siguiente.
—Tú tienes facilidad para hablar —dijo Bärbel, mientras seguía echando pestes—, y siempre te lo sabes todo.
—Eso no es cierto —contesté—. La última vez sólo me puso un notable.
—¡Sólo un notable, sólo un notable…! —Bärbel se burló—. Te hizo dos o tres preguntas, te puso tu buena nota y te pudiste volver a sentar. A mí siempre me atosiga con preguntas durante horas y ¡luego me pone un insuficiente!
—Pero la Geografía no es importante para la selectividad —dije yo—. Por lo menos no lo es durante este curso. Y, en todo caso, tú no quieres seguir los estudios.
—Me quiere destrozar, eso es todo —siseó Bärbel—. ¡Me odia porque su ligue piensa que soy fantástica!
Miré su cara enojada. Siempre había pensado que aquellas cat fights[6] entre mujeres heterosexuales eran algo banal, pero eso podía ser debido a que yo no era capaz de entenderlas. Se insinuaban tan claramente ante los hombres que se veían obligadas a considerar a las demás mujeres como sus rivales. Incluso las que se llamaban amigas dejaban en la estacada a sus supuestas amistades cuando se ponía por medio un hombre que les interesaba. Bonita amistad.
—¿Lo conoces? —pregunté.
—Fue en la fiesta escolar. Él creyó que yo era mejor que ella. —Hizo una mueca—. Me lo demostró con creces.
—No deberías darle más vueltas —repuse—. No vas a ganar nada. Ella te pondrá una mala nota y serás tú, y no ella, la que pague el pato.
—Ésa no es la cuestión —dijo, mientras sonreía de forma perversa—. Si descubre alguna vez lo que realmente pasa…
—¿Qué es lo que ocurre? —pregunté, con cierto interés. Bärbel siempre tenía unas historias muy interesantes que contar, aunque luego estallaran como pompas de jabón. Baste decir que era una persona algo aburrida, dedicada sólo a ella y muy poco inteligente.
—¡Me lo cepillo cuando ella no está! —murmuró en tono triunfante.
—¿Estás loca? —susurré también, aunque ahora era la dueña de toda mi atención. Yo no sabía si decía la verdad, pues le gustaba mentir con mucha frecuencia, pero la expresión de su rostro era muy convincente.
—Es profesor de gimnasia —prosiguió, en voz baja, entusiasmada por su propia perversidad—. Está bueno de verdad, para su edad. Y ella… Mírala: todo le cuelga, las tetas, el culo… No es un milagro que él prefiera acostarse conmigo.
Yo miré hacia delante. La profesora de Geografía nunca había sido de mi estilo, pero pensaba que, para ser hetero, era una mujer muy atractiva… Era pequeña y delicada, un auténtico haz de energía, al final de la treintena y separada. Al parecer andaba en busca de un nuevo marido, pero, si lo que decía Bärbel era cierto, había tenido la desgracia de toparse con uno equivocado.
—Pues yo creo que tiene un buen aspecto —dije, sólo para molestar a Bärbel. En realidad me daba lo mismo el aspecto que tuviera.
—¿Bueno? —Bärbel explotó, a pesar de que intentó amortiguar su voz—. ¿Que ésa tiene algo bueno? —Me miró, con ojos resplandecientes por la furia.
Bärbel me sacaba de mis casillas y me hubiera gustado dejar de ser su compañera de banco, pero, por desgracia, las posibilidades de conseguirlo eran escasas. No se entendía bien con nadie de la clase y había aterrizado a mi lado porque yo, por lo menos, la toleraba. Solía escucharla cuando contaba algo, pero no me dejaba entusiasmar por sus estúpidas explicaciones. Me trataba casi como a una amiga, pues yo nunca había hecho ni el más mínimo intento de estropear sus planes con algún chico.
—Es una mujer con un cierto encanto —dije, para molestarla un poco más.
Bärbel no se dignó a mirarme. Cruzó los brazos delante del pecho y dirigió su mirada al frente. Sus mandíbulas rechinaron y la expresión de su rostro señalaba la proximidad de un estallido, aunque, por suerte, sonó el timbre antes de que se produjera. Bärbel se levantó de un salto y echó su silla hacia atrás, tanto que la dejó caer al suelo, sin preocuparse ni lo más mínimo. Acto seguido, salió disparada de la clase.
—¿Qué le has hecho a Bärbel? —Un fuerte brazo levantó la silla del suelo y la colocó de nuevo a mi lado.
—Ah, odia a la profesora… Y, para molestar, le he dicho que a mí me parecía… —hice una mueca—… una mujer elegante.
—¿Que le has dicho qué? —Anita lanzó una carcajada—. ¡Entonces no es raro que haya salido como un cohete! —Se sentó a mi lado en el sitio de Bärbel—. ¿Tienes libre este fin de semana? Unos amigos y yo queremos ir a la casa de campo de mis padres. Es necesario llevar saco de dormir.
—¿El fin de semana? —torcí el gesto. Yo ya había ido varias veces a la casa de campo de los padres de Anita, porque solía invitar a la gente allí. No estaba muy lejos y, dado que sus padres eran muy tolerantes, podíamos ir solos y hacer lo que quisiéramos. Salíamos a dar paseos, jugábamos al bádminton, escuchábamos música y charlábamos, también bebíamos y fumábamos un poco de hachís. Todo muy inofensivo, pero resultaba emocionante y yo siempre solía aceptar las invitaciones de Anita.
—¿Tenías pensado hacer otra cosa? —preguntó Anita.
—Sí…, no…, no precisamente… —No sabía qué decir.
Anita hizo una mueca.
—Lo entiendo. Por el momento, más de dos es multitud. —Torció la cabeza—. Desde hace una temporada te noto muy callada. Nunca tienes tiempo para nada, desapareces de inmediato cuando acaban las clases y nunca se te puede encontrar. Eso sólo puede significar que… —Me miró con aspecto inquisitivo. Tenía que contarle lo que me pasaba.
—Yo… La selectividad cada vez está más cerca… Tengo que estudiar. —Me volví.
—¡Oh, sí, estoy muy convencida de eso! —Anita se rió—. ¡Seguro que estudias mucho!, en especial porque tienes mucho que recuperar. —Agitó la cabeza—. Pero a ti todo te da igual. ¿Desde cuándo tienes que estudiar? —Me miró, interrogante—. Seguro que no es nada que tenga que ver con el colegio. —Levantó las manos—. Sí, ya sé que es tu vida privada, pero, si uno actúa de una forma tan misteriosa, no debe sorprenderse de que los demás piensen cosas.
—No es nada… —dije yo.
—Quien te crea… —respondió Anita, con una mirada curiosa—. ¿Has cometido el mismo error que Bärbel y te ves con algún profesor, aquí en el colegio? —Lanzó la pregunta y su voz sonó un tanto preocupada.
—¿Sabes lo de Bärbel? —Fruncí el entrecejo.
—Todo el mundo sabe lo de Bärbel —dijo Anita, entre risas—. Es la facilona del colegio. Se tira a cualquiera que no sea bastante rápido para huir.
—Bueno…, seguro que no es tan mala —dije, turbada.
—Tú tienes buen corazón. Sólo captas lo mejor de cada uno. Pero las personas no son así y, desde luego, Bärbel no lo es. Deberían ponerle por aquí alguna habitación con un colchón. Yo creo que ha encontrado su verdadero oficio. —Hizo una mueca—. Aunque el profesor de deportes tiene bastantes colchonetas en el gimnasio.
—¿Eso también lo sabes? —A decir verdad, aquella historia era nueva para mí, pues me la acababan de contar hacía dos minutos.
—Todos lo saben menos la profe —dijo Anita—. Aún piensa que el tipo está por ella. Y lo está, sólo que se limita a coger lo que tiene al alcance de la mano. Pero ella cree que es la única. —Se rió—. ¡Tú, en tu torre de marfil, no te enteras de nada! En ocasiones pienso que aquí no te interesa nada más que el colegio. A pesar de que…, por el momento… —Torció de nuevo la cabeza, como un pájaro curioso—. Pero parece ser otra cosa.
—Me pensaré lo del fin de semana —dije, para reducir sus sospechas.
—No tienes por qué hacerlo —replicó—. A no ser, claro… —se inclinó hacia delante— que también tenga que venir alguien más de esta clase.
—No. —Sacudí la cabeza, riendo—. Eso seguro que no.
—Entonces… —Anita se levantó—. Te borro del plan. Es una pena. Pero una cosa te digo: cuando nos veamos de nuevo aquí el lunes, quiero un informe de todo lo que hayas hecho durante el fin de semana.
El timbre del final de la pausa impidió que me pudiera decir algo más. Anita regresó a su sitio y yo tuve que conformarme con la airada expresión de Bärbel, que se había vuelto a sentar a mi lado.
Anita me había engañado. En realidad, yo quería eliminar todas sus sospechas, pero al final había conseguido que me delatara. El lunes sería duro para mí. Me gustaba, aunque no éramos verdaderas amigas, y eso que, en algunas ocasiones, yo había pensado que quizá… Era una chica alta y fuerte, de pelo oscuro, muy querida entre los compañeros, y siempre estaba de buen humor. Nunca se la había visto con el mismo chico más de unos días y eso me tenía sorprendida. Era atractiva, pero seguro que no para los chicos.