—Nadie diría que estamos en invierno —dijo mi madre cuando regresé a casa—. Estás morena como en verano. Y los demás aquí tan blancos que parecemos enfermos.
—Le preguntaré a Danielle si te puedes venir la próxima vez —contesté. Tenía muy mala conciencia. Yo llevaba una vida maravillosa y ella, a la que yo debía agradecer que me trajera al mundo, no tenía nada.
—No hace falta —dijo mi madre—. Sólo molestaría. Cuéntame: ¿qué tal por Aspen?
—No sé por dónde empezar —repuse—. Allí no sólo están las bajadas de esquí más pronunciadas que yo haya visto jamás: también tienen Ultimate Taxis, bares de country y unos fantásticos fuegos artificiales. Aquello es maravilloso. Y los americanos son muy agradables.
—¿Y ya sabes esquiar? —preguntó.
—Saber es mucho decir. —Suspiré—. He recibido algunas clases pero, comparada con Danielle, soy una nulidad. Esquía como si hubiera formado parte del equipo olímpico.
—¿Y qué no sabe hacer ella? —preguntó, con una sonrisa.
—La verdad es que no hay muchas cosas que no sepa hacer —respondí, sonriendo a mi vez.
«Excepto mostrar sus sentimientos», pensé para mí. No era necesario que mi madre lo supiera. Claro está que ahora mostraba más sus sentimientos que al principio. Era muy hermoso cuando estábamos juntas, y no sólo en la cama. A veces se reía, como si sintiera algo más. Pero nunca decía nada ni quería escuchar nada, y eso constituía un problema cada vez mayor para mí. No obstante, yo esperaba que ella, con el tiempo, levantara aquella prohibición y expresara por fin sus sentimientos, y me permitiera también hacerlo a mí. Ella sentía algo por mí: eso podía leerlo en sus ojos cuando me miraba. No era el témpano que aparentaba ser. Pero yo evitaba reaccionar ante lo que me decían sus ojos. Por el momento ya era suficiente para mí, porque era más de lo que yo podía pedir en un principio. Ella precisaba tiempo y yo se lo iba a dar. Quería ofrecerle todo el tiempo del mundo y pasar con ella el resto de mis días.
Ella era mi mundo.