A la mañana siguiente, cuando me desperté, estaba sola. Danielle se había ido. Una lástima, porque ahora las dos hubiéramos estado bastante espabiladas para…
Salté de la cama y fui a mirar por la ventana. Me deslumbró la blancura más blanca que había visto en toda mi vida. Justo delante de la casa había nieve-polvo sobre una pendiente y un prado, porque seguro que en verano aquello era un prado, y parecía esperarnos.
Busqué el baño y lo encontré. Entonces me di cuenta de dónde había sacado Danielle algunas de sus ideas para el lujoso baño que tenía en su casa. Me duché y bajé.
Ella estaba en la cocina. ¿Dónde iba a estar? Delante de ella, en el fuego, chisporroteaban unos huevos en la sartén y sobre la mesa había una bandeja con bollos, además de dos platos para el desayuno y un vaso lleno de zumo de naranja.
Al entrar me comentó:
—También hay cereales, si te apetecen.
Me dirigí a ella y le di un beso en la mejilla.
—Lo primero de todo es dar los buenos días —dije, sonriente.
Ella también sonrió.
—¿Quieres bacon con los huevos? ¿Revueltos o fritos?
Me volvió a sorprender su faceta de ama de casa. Parecía muy absorbida en su papel, aunque aquello encajaba muy poco con su forma de actuar en el resto de sus actividades.
—¿Al final me subí ayer en el dichoso toro? —pregunté, en plan de broma—. Este desayuno me hace pensar que sí.
—Los yanquis piensan que es lo normal —dijo—, y yo creo que, al menos la primera mañana, debemos seguir sus costumbres. —Se dirigió a la mesa y repartió la tortilla en los dos platos—. Siéntate, no se vaya a enfriar.
—Nunca me he puesto unos esquís —dije, algo turbada—. No sé si voy a poder disfrutarlo.
—Seguro que sí —replicó—. En cuanto desayunemos, iremos a la Buttermilk Mountain, donde nos espera tu profesor de esquí.
—¿Buttermilk Mountain? —pregunté—. ¿De veras se llama así?
—Sí —contestó, mientras se terminaba su desayuno—. Y es una pista muy indicada para los principiantes.
«¿Cómo sería esquiar sobre una “montaña de suero”?», me pregunté.
—Pero eso no va a ser nada para ti —dije.
—Hay algunas bajadas agradables —contestó—. No son demasiado complicadas, pero primero es necesario acostumbrarse a la nieve. En el gimnasio de casa he estado haciendo prácticas de esquí estas últimas semanas, pero, de todas formas, la primera vez que se baja no hay que excederse. —Me miró durante unos segundos. Luego dudó y habló entre carraspeos—. Humm…, además…, con respecto a lo de anoche… Lo siento…, no quería.
Tuve que sonreír.
—Estabas cansada —dije—. Y yo también. No tiene importancia. —La miré y luego bajé la cabeza—. Al contrario, ha sido muy bonito dormir debajo de ti.
Ella carraspeó de nuevo y se levantó.
—Voy arriba y me cambio de ropa. Acaba con toda tranquilidad. —Salió de la cocina.
Yo la seguí con la mirada y sonreí. Para ella resultaba muy embarazoso eso de haberse quedado dormida. Era tan tierna…
Me dediqué a los bollos unos instantes más y luego subí al piso de arriba.
—¿No me habías amenazado con el café americano? —grité, para que me oyera desde su habitación.
—No quise hacerte pasar por eso —respondió, también a gritos—. Me he traído café del nuestro. El de aquí no se puede tomar. —Salió vestida con ropa de esquiar—. Claro que, si te apetece, en la pista puedes tomarte uno. Seguro que vas a tardar meses en olvidar su sabor. Ése fue el error que cometí la primera vez que vine aquí —exclamó, con aire divertido.
—En tal caso, prefiero renunciar —dije entre escalofríos. Luego la miré—. Magnífico traje —aseguré. Es verdad que el traje me parecía estupendo, pero me lo parecía mucho más lo que iba dentro de él.
—Tenemos que ir a comprar algo para ti —repuso, sin darle la menor importancia a mi comentario—. De lo contrario te vas a congelar. —Pasó por delante de mí y bajó la escalera.
Yo la seguí mientras me ponía la chaqueta.
—Vamos con el SUV —dijo.
—¿Qué significa eso? —pregunté—. Nunca había oído esa abreviatura.
—Sports Utility Vehicle —tradujo—. Jeep, camión, combi, furgoneta, todoterreno, limusina de lujo…, todo en uno. Mi Land Rover a su lado es un coche pequeño.
—Ah.
—Usarlo en la ciudad me parece un poco bobo —dijo—, a pesar de que, si se pueden permitir ese lujo, son muchos los americanos que tienen uno. Pero aquí, en las montañas, es muy práctico, fuerte y cómodo.
Abandonamos la casa y fuimos hacia abajo, donde estaba el SUV.
—Ford Explorer —dijo Danielle—. Me lo había imaginado. Es bueno de verdad.
Danielle debía de conocer aquel modelo. Nos subimos en él. Era un coche increíble. Por fuera tenía el aspecto de un camión, muy grande y potente, pero lo que más me sorprendió es que, cuando estuve dentro de él, tuve casi la misma sensación que tenía al sentarme en el Jaguar de Danielle, sólo que el SUV era mucho más alto.
Danielle condujo y el crujido de la nieve bajo las ruedas me produjo una sensación de irrealidad. Aquello no podía ser verdad. Ya me había ocurrido muchas veces mientras estaba con ella, pero no me podía acostumbrar.
Primero nos dirigimos a una tienda de Aspen para comprar todo mi equipo de esquí. Luego fuimos a la Buttermilk Mountain. Estaba a unos pocos kilómetros. Danielle estacionó el Explorer en un gran aparcamiento y luego se acercó a una cabaña de madera. Entró y preguntó por el profesor de esquí, y poco después se nos acercó una mujer joven y sonriente.
—Soy Jules —dijo— y os ruego que no me llaméis Julia, aunque alguien os lo sople al oído. —Sonrió con simpatía y nos miró, primero a Danielle y luego a mí—. ¿Cuál de las dos va a hacer el curso?
Danielle me señaló.
—Ella.
Jules se dirigió a mí.
—Entonces vamos arriba con el remonte.
—Que te diviertas mucho —dijo Danielle, tras lanzar una breve mirada sobre Jules y luego sobre mí—. Luego nos veremos en la zona de après-ski. Voy a hacer un par de descensos.
Yo no podía hacer otra cosa que seguir a Jules y dejar que Danielle se fuera.
Después de subir con el remonte, Jules me enseñó lo básico del esquí, lo primero caer y volver a levantarse, además de esa complicada forma de subir por una pendiente nevada con el paso en forma de V. Cuando fui capaz de mantenerme en pie, ya pude deslizarme por una pequeña colina de varios metros. Me resultó demasiado complicada la coordinación entre los esquís, los palos y todos los músculos del cuerpo que tuve que utilizar.
Cuando, con muchas penas y esfuerzos, conseguí subir de nuevo la colina, escuché un ruido y enseguida vi a Danielle, que con un solo impulso se colocó a mi lado entre una nube de nieve.
—Bueno, ¿cómo va? —preguntó entre risas.
—Pues, ya que me lo preguntas, te responderé que esto es muy penoso —dije.
La había echado mucho de menos. Y, cuando apareció de repente, mi corazón se desbocó, y no precisamente a causa del esfuerzo que me suponía esquiar. Parecía tan saludable y vivaz, tan risueña y relajada, con las mejillas rojas por el aire frío: era la personificación de la belleza de la vida.
Se apoyó en sus bastones.
—Es maravilloso —dijo—. De una vez a la otra casi olvido lo fantástica que es la nieve de esta zona.
Jules se acercó a nosotras.
—Se las arregla muy bien —le dijo a Danielle—. Es una buena alumna.
Danielle sonrió, divertida.
—Siempre lo es —afirmó.
Casi me puse colorada. ¿Hacía falta decir eso?
—Voy a bajar otra vez —dije, mientras me volvía.
Cuando hube descendido y escalado de nuevo la colina, vi que Danielle y Jules seguían con su charla. ¿Acaso Jules era otra conocida, igual que Ray? Danielle no había dejado entrever si se conocían de antes, pero eso no tenía por qué significar nada.
—Yo voy a seguir un rato —dijo Danielle cuando llegué arriba. Nos hizo un gesto de despedida a Jules y a mí, y luego, con un airoso impulso, se lanzó colina abajo. Un poco más allá la colina tenía más pendiente y sus vuelos eran más amplios y elegantes.
Yo suspiré.
—Nunca lo conseguiré —le dije a Jules.
Jules se rió y miró a Danielle, y luego a mí.
—Es buena —contestó.
Yo suspiré de nuevo.
—Lo es en todo. En casi todo. —«Sólo hay una pequeña cosa en la que no es tan competente: en el tema de los sentimientos», pensé.
—Entonces tendrás que practicar un poco más —dijo Jules—. Todavía ha de pasar algún tiempo hasta que puedas ser tan buena como ella.
Respiré profundamente.
—Yo también lo creo así —repuse y me aparté para volver a reconquistar la colina de los novatos.
Cuando Jules y yo finalizamos las clases, me dirigí a la zona de après-ski, donde había quedado con Danielle. Era un refugio dotado de bar, situado más arriba de las pistas. Allí me dejé caer en un sofá. Casi me sentía desfallecer.
Se acercó una camarera, a la que pedí un té caliente con limón, esperando que, a diferencia del café americano, aquello pudiera resultar potable.
No había ni rastro de Danielle. Lo más probable es que quisiera aprovechar la luz solar hasta el último segundo. No se lo podía tener en cuenta. Tan sólo esperaba no quedarme dormida antes de que ella llegara, para evitar que se hiciera muy evidente de nuevo el retraso horario.
Me bebí el té mientras echaba un vistazo a las pistas. Sobre el blanco de la nieve se destacaban los coloridos trajes de esquí, pero cada vez había menos deportistas. La zona de après-ski se fue llenando poco a poco de gente.
—Anda, ¿todavía estás viva?
Miré hacia arriba. Jules estaba ante mí, sonriente. Sin la ropa de esquí tenía un aspecto muy delicado.
—Sólo un poco —contesté, y lancé un suspiro.
Se sentó a mi lado en un sillón y también miró a las pistas.
—Siempre pasa eso después del primer día. Mañana tendremos que luchar contra tus agujetas, pero pasado mañana ya todo irá muy bien.
—Eres muy optimista —dije. Miré hacia fuera y me pareció ver a Danielle. Bajaba de nuevo con airosos impulsos. Esperaba que ella también sintiera algunas agujetas por la noche, más que nada por eso de no sentirme tan sola.
—Es verdad que esquía muy bien —dijo Jules, que había advertido mi mirada y la seguía—. ¿También practica en vuestro país?
—Ha estado entrenándose antes de venir —dijo.
—Es muy sensato por su parte —dijo Jules. Luego se reclinó en el sillón—. ¿Estáis juntas desde hace mucho tiempo?
Mi taza tintineó cuando la solté de repente sobre el plato.
—¿Cómo? —La miré, atónita—. ¿Por… por qué lo preguntas?
Jules sonrió.
—Por cómo la miras —respondió—. La amas.
—Yo… Yo no sé si… —dudé, pues la verdad es que no sabía si a Danielle le parecería bien que hablara de ese tema.
Jules se inclinó hacia mí.
—No se lo diré a nadie —dijo en voz baja, en un tono de broma—. Tenemos que ser solidarias.
La miré con más atención. Puede que fuera la primera lesbiana americana con la que me tropezaba. La verdad es que en Alemania tampoco conocía a muchas.
—¿Ella… ella ha estado más veces aquí? —pregunté.
Jules sacudió la cabeza.
—No, no ha estado aquí porque no es una novata… Para avanzadas como ella la Buttermilk Mountain no resulta demasiado atractiva.
Me quitó un peso de encima. Eso quería decir que no se conocían.
—Pero la he visto más veces en Aspen —continuó Jules—. El año pasado, creo, y me gustó mucho.
La miré y no supe qué responder.
Jules sonrió un poco.
—Si te pudieras ver la cara ahora… —dijo, al tiempo que me colocaba la mano sobre mi brazo—. No tengas miedo. Ahora sé que está contigo y eso para mí es tabú.
Me sentí algo superada y no pude ni moverme.
—¿Os lo pasáis bien?
Era la voz de Danielle. Miré hacia arriba. ¿Cómo había llegado tan deprisa? Estaba de pie detrás de nosotras y se fijó en la mano de Jules, que aún seguía sobre mi brazo. Al parecer Jules no tenía intención de quitarla, así que me aparté de ella.
—Los ascensores de gran velocidad son fantásticos, ¿verdad? —dijo Jules y sonrió a Danielle.
—Sí —replicó Danielle—. Uno llega arriba cuando apenas acaba de subirse en ellos.
«Ah, había sido por eso…», pensé.
—Acabamos de ver cómo bajabas por la colina y nos hemos quedado impresionadas con tus golpes de cadera —siguió Jules con su charla.
«¿Eso es lo que tú llamas “tabú”?», pensé, fascinada.
—¿Ah, sí? —dijo Danielle—. Por desgracia ya ha oscurecido. Me hubiera gustado esquiar un rato más, aunque aún no he superado del todo el jet-lag. —Bostezó con disimulo y, aunque era una buena explicación, lo cierto es que no parecía muy convincente.
¿Estaba celosa? Hasta el momento nunca le había dado ocasión. En todo caso, era más probable que fuera yo la que me sintiera celosa de ella…, pero ¿ella de mí? Con eso no había contado.
—¿Nos vamos? —preguntó, casi sin mirar a Jules.
—Hasta mañana —le dije a Jules y me levanté.
—Hasta mañana —contestó ella con una ligera sonrisa.