Aspen era tal como Danielle había descrito. Estaba allí, un pueblo del salvaje Oeste americano entre montañas cubiertas de nieve, una pequeña ciudad con muchos turistas, que durante las Navidades poblaban sus calles y su estación de esquí.
A pesar de eso, los vendedores de los comercios eran igual de amables y atentos que la gente que caminaba por las calles. Daba la impresión de que nosotras éramos las únicas visitantes y de que ellos estaban encantados por nuestra visita.
—Ocurre lo mismo en casi toda América —dijo Danielle—, a excepción de las metrópolis gigantescas, como Nueva York. Esto es muy distinto a Alemania.
—Eso sí que lo puedes decir —contesté, sorprendida—. Ahora entiendo por qué prefieres venir aquí antes que quedarte en casa. Enseguida te sientes bienvenida, a pesar de estar tan lejos de casa y aunque la gente hable otro idioma.
—A veces pienso que ellos hablan más con el corazón que con el cerebro —dijo Danielle algo pensativa—. Justo al contrario que nosotros.
—Es una pena —añadí yo y la miré—. ¿Qué te dice tu corazón? Me gustaría saberlo.
Caminamos por la calle principal, disfrutando de la atmósfera invernal que, a pesar de las muchas personas, irradiaba cierto sosiego. La nieve amortiguaba mucho los ruidos y transmitía una sensación de lentitud.
—Tú lo dijiste, te gusta el country —dijo de repente Danielle—. Entonces es imprescindible que compremos algo adecuado para ti.
Quise protestar, pero me empujó hacia el interior de una tienda. Cuando miré a mi alrededor, me di cuenta de que allí uno podía disponer de todo lo necesario para adquirir el aspecto de un vaquero, auténtico o falso.
Danielle se dirigió a una estantería y cogió un sombrero.
—Seguro que esto te hace falta —dijo entre risas y me lo colocó.
Lo siguiente fue ir a una estantería repleta de camisas.
—Con cuadros o sin cuadros, ésa es la cuestión —declamó a lo Shakespeare, pero de una forma muy personal.
Danielle miró a nuestro alrededor.
—¿Qué número de zapato calzas?
—¿Para qué? —pregunté, turbada.
—Botas —respondió—. Necesitas botas: unas de esas de puntas tan afiladas con las que puedes ensartar a alguien.
—¿Se pueden usar para andar? —pregunté.
—Durante un rato sí es posible, pero sólo por poco tiempo. Para mí constituye todo un misterio que la gente de aquí puedan llevarlas puestas todo el tiempo.
—Lo más probable es que, desde muy pequeños, los pies ya les crezcan adoptando esa forma —bromeé.
—Puede ser —admitió. Levantó un par de botas tan puntiagudas que casi no me lo podía creer. Tenían la puntera recubierta de plata—. ¿Qué tal te irían éstas? —preguntó.
—Creo que en realidad no… —dije, insegura.
Me puso en los brazos una camisa y las botas.
—Pruébatelo. Tenemos que empezar por algún sitio.
Perpleja, me dirigí a los probadores y me cambié. La camisa era bonita, sin cuadros, pero tenía unos pespuntes en los hombros y bordados superpuestos. Las botas eran… Había que acostumbrarse a ellas. Me tambaleé un poco cuando salí del probador con ellas puestas.
—Tienes buen aspecto —comentó Danielle con mirada experta—. ¿Te gusta?
—No estoy acostumbrada —repliqué—. Por lo general no me pongo estas cosas.
—Ya lo sé, pero te van bien. —Sonrió.
—No voy a poder andar mucho con estas botas. Me aprietan los dedos.
—Coge un número mayor —contestó—. Así irás mejor. —Me miró de nuevo de arriba abajo—. La camisa te queda muy bien —dijo—. ¿O prefieres otra?
—No, ésta me gusta. —Me quité las botas y me probé otras de un número más. Me iban mucho mejor—. ¿Tengo que llevarlas puestas siempre que camine por Aspen? —pregunté.
—No. —Sonrió—. Tan sólo hoy por la noche, cuando salgamos a bailar.
—¿Vamos a ir a bailar? —pregunté, perpleja.
—Bueno, si es que se puede llamar bailar a lo que practican en esos garitos para vaqueros —dijo Danielle—. Pensé que podría resultarte interesante. Hoy ya no podemos ir a esquiar.
—No sé bailar —dije, con turbación.
—No se van a dar ni cuenta —replicó Danielle—. Es una simple diversión. Y también tienen un toro mecánico.
—¿Un toro mecánico? —Me sentía realmente perpleja.
—Sí, si quieres puedes montarte para ver cuánto tiempo aguantas arriba.
—Gracias, pero renuncio —contesté.
—Míralo primero —insistió Danielle—, es muy entretenido.
—Quizá para los espectadores —contesté.
—Eso seguro —dijo Danielle, con una sonrisa—. Vamos a casa. Tengo que cambiarme de ropa. Y luego iremos a Sally’s Saddle Ranch.
Una vez que se hubo cambiado, pensé si yo no hubiera debido invertir un poco más de tiempo en la elección de mi ropa. Danielle tenía un aspecto fantástico. En raras ocasiones llevaba vaqueros, y la verdad es que le sentaban muy bien. Lo mismo que yo, ella también llevaba camisa, botas y sombrero, todo ello de estilo vaquero, pero, bueno, aun así no tenía pinta de ser una chica del lugar.
—¡Guau, Danielle! —exclamé, al verla salir de la habitación—. Pienso que estás sencillamente… —titubeé, sin saber si iba a aceptar mi cumplido. Hasta ahora nunca lo había hecho—… maravillosa —concluí.
Ella sonrió.
—Gracias —dijo—. Vámonos antes de que me quede dormida. —Descendió por la escalera.
Al menos no había replicado nada ni se lo había tomado como una exageración, y eso ya era algo. La seguí y no tardamos mucho en llegar al Sally’s Saddle Ranch.
Al entrar al local sentimos como si nos hubiéramos desplazado a una serie de televisión. Un largo mostrador, cerveza, personas con sombreros vaqueros armando jaleo, música country y el toro mecánico, que pude ver desde la puerta. De repente, en una parte del local se hizo el silencio.
—¿Aquí hay que saludar ahora con un «Howdie Partner[4]»? —le pregunté a Danielle, medio en broma medio en serio. No estaba muy segura.
—No creo que sea necesario —contestó Danielle, con una sonrisa de satisfacción.
—Me siento un poco intranquila —dije yo.
—¿Una cerveza o bailamos? —preguntó Danielle—. ¿Qué prefieres primero?
—No lo sé. —Me sentía abrumada—. Todavía estoy distraída mirándolo todo.
—Puedes subirte al toro mientras lo piensas —comentó.
La miré con una expresión de espanto.
—¿De verdad quieres que monte ahí?
—Sólo si tú lo deseas —dijo ella.
En aquel momento un hombre se subió al toro y el aparato comenzó a moverse. Al principio iba muy despacio. El toro se movía hacia delante y hacia detrás; luego alzó los cuartos traseros y más tarde los delanteros. Era muy parecido al columpio del parque de juegos infantiles que había en la esquina de mi casa.
El hombre reía, se mantenía firme y no hacía mucho esfuerzo para seguir los movimientos de aquel lomo artificial. Algunos amigos suyos, apostados alrededor del toro, comenzaron a jalear y a animarlo. Casi sin previo aviso, la velocidad fue en aumento y eso sí se pudo apreciar en la expresión de su rostro. Ahora ya tenía que sujetarse con firmeza.
Durante unos segundos todo fue bien, pero luego el artefacto comenzó a encabritarse. La parte trasera empujó con fuerza hacia delante y luego lo hizo la delantera. Al mismo tiempo el tronco artificial se movió con brusquedad a izquierda y derecha. El jinete no aguantó mucho. Voló a lo alto y se cayó del encabritado aparato.
Alrededor había unas colchonetas sobre las que aterrizó. Cuando se levantó, sus colegas, entre risas, le pusieron una cerveza en la mano y festejaron su «victoria» con vítores.
—No, gracias —me dirigí a Danielle—. No voy a montar de ninguna de las maneras.
—Pero es divertido —dijo ella—. Y él no ha hecho otra cosa que pasárselo bien.
—Si te parece tan fantástico, ¿por qué no lo haces tú? —contesté.
—Yo… —Dejó de hablar y sonrió—. Vamos a bailar.
Fuimos a la pista de baile y Danielle señaló a la gente que había allí.
—Haz lo mismo que ellos —dijo.
Existen dos formas de bailar. Unos bailaban juntos y otros separados, como una especie de Square Dance, es decir, cada uno bailaba como le daba la gana, sin seguir pautas ni pasos. Yo intenté imitarlos, pero no era tan sencillo como parecía.
—Ven —dijo Danielle, riendo, y me cogió entre sus brazos—. ¿Sabes bailar el vals? La mayoría de las canciones tiene un compás de tres por cuatro.
Yo estaba tan sorprendida que me quedé petrificada. Ella comenzó a bailar y me hizo seguirla. Era muy bonito eso de estar entre sus brazos y sentirse guiada por ella.
—En realidad no sé bailar el vals —dije, después de unos segundos.
—Pues lo haces muy bien —contestó, sonriéndome.
¡Oh, cuánto la quería! Cuando ahora miraba sus risueños ojos, notaba sus brazos en mi espalda, sus caderas que me dirigían con suavidad en la dirección correcta: ya no me podía imaginar que la cosa pudiera ser de otra forma.
Al terminar la canción country, ella se quedó de pie.
—¡Ahora sí que necesito una cerveza! —exclamó, algo acalorada.
Yo me sentía también muy acalorada, pero no tenía muy claro si era a causa del baile.
Fuimos hacia el bar y pedimos unas cervezas. Colocaron unas enormes jarras ante nosotras. Bebí un sorbo y casi lo escupí.
—¿Esto es cerveza? —pregunté, horrorizada.
Danielle se rió y bebió un gran trago.
—Debes guiarte por tu gusto particular: si no te gusta, no tienes más que dejarla ahí.
Yo no era una entusiasta de la cerveza, pero aquel brebaje me impediría, con mucho, convertirme en una verdadera adicta.
Danielle me sonrió de nuevo.
—Espera a probar el café americano mañana por la mañana —dijo, con una mueca.
—¡Oh, Dios! ¿Es tan malo?
Ella volvió a hacer otra mueca.
—Es peor.
Yo la miré, allí de pie, con el sombrero vaquero echado hacia atrás, casi en el cuello, y con un pie sobre la barra del suelo, y pensé que, de haber existido en aquella época, seguro que hubiera vivido en el salvaje Oeste.
Una mujer con un aspecto propio de aquel lugar entró en el bar y pidió una cerveza.
Nos miró mientras esperaba y luego dijo:
—Hey, Danny, ¿ya has vuelto?
Necesité unos segundos para darme cuenta de que se dirigía a Danielle. Nunca había oído que alguien la llamara «Danny». Miré a Danielle.
A ella no le pareció bien que la mujer le dirigiera la palabra.
Titubeó un buen rato antes de reaccionar.
—Hola, Ray —dijo, con cara impasible.
Ray hizo una mueca, tomó su cerveza, me miró de arriba abajo, luego se dirigió de nuevo a Danielle y le dijo, con suficiencia:
—Bueno, pues que te lo pases bien. —Luego se dirigió al toro mecánico.
Danielle bebió y no dijo nada. Yo la miré de nuevo.
«Por lo que parece, a Aspen no ha venido sólo a esquiar», pensé.
Miré a Ray mientras desaparecía entre la multitud. Tenía el mismo aspecto que un auténtico vaquero. ¿No me había asegurado Danielle que no le gustaban de ese tipo?
No era la primera vez que yo sentía celos con Danielle. Era lo mismo que me había pasado en el Egeo con el tal Spyros, pero ahora me ocurría con una mujer. Intenté reorganizar mis sentimientos. Ella no había mostrado ningún interés por Ray, pero estaba claro que había habido algo entre ellas. Y yo no sabía cómo llevaba esas cosas Danielle.
No me atreví a preguntarle, pues no sabía cómo iba a reaccionar. Todo era muy hermoso y no deseaba que se enfadara conmigo.
Danielle bebió otro trago más de su enorme cerveza y luego la dejó en el mostrador.
—Creo que hoy vas a tener que renunciar a montar en el toro —dijo—. La cafeína tampoco me ha ayudado mucho. Para nosotras ahora es como si fueran las cuatro de la madrugada.
Toda aquella excitación me había hecho olvidar el cansancio, pero ahora que lo comentaba, pude sentirlo muy bien.
—Voy a echar de menos el toro —dije, burlona.
Ella también intentó sonreír, pero tenía un aspecto cansado.
—Espero que no llores en sueños por eso —dijo, en plan de burla.
Abandonamos el local y regresamos a nuestra lujosa mansión.
Danielle se fue de inmediato hacia arriba y yo la seguí. Me metí en mi habitación y me dispuse a dormir.
De repente la noté detrás de mí y me abrazó.
Me eché hacia atrás para sentir mi cuerpo contra el suyo.
—Danielle… —suspiré.
Sus manos se adelantaron para desabrocharme la camisa; luego me acariciaron los pechos: me di cuenta de cómo se excitaban.
—Desnúdate —me susurró al oído.
Lo hice con rapidez y me metí en la cama. Cuando ella se echó a mi lado me di cuenta de que ya estaba desnuda.
Se tumbó sobre mí, me besó, me acarició y se deslizó hacia abajo en dirección a los muslos; metió sus manos entre mis piernas. Por un momento se quedó tumbada, callada, y sólo pude escuchar su reposada respiración en mi oreja.
Tuve que sonreír. Se había quedado dormida sobre mí. Sentí su cuerpo que, en el sueño, era pesado y blando. Era maravilloso.
La rodeé con mis brazos con todo cuidado para no despertarla.
—¡Danielle, te quiero tanto! —susurré, aprovechando que no me podía oír. Por fin me había decidido a decírselo.
La abracé con fuerza y me quedé dormida, mientras Danielle seguía echada sobre mí.