Yo estaba muy nerviosa cuando, el segundo día de Navidad[1], nos dirigimos al aeropuerto. Esta vez no era como en el verano. Yo ya había volado antes y, además, conocía a Danielle mucho mejor. Pero América era algo nuevo para mí. Sólo sabía de allí lo que había visto en televisión.
Para poder conocer el país y a su gente, me hubiera gustado, después, mucho después, volar hasta allí y conducir por la Route 66 con una caravana alquilada o un auténtico camión americano. Como otras muchas de las cosas que iban asociadas a Danielle, no me podía ni creer la forma en la que iba a conocerlo por primera vez.
Como había hielo y nieve en la carretera, esta vez fuimos al aeropuerto con el Volvo y no con el Jaguar. Resultaba fantástico tener muchos coches y poder elegir cuál se utilizaba según el tiempo que hiciera.
—¿Por qué no vamos a un hotel? —pregunté por enésima vez, mientras esperábamos la salida.
Danielle apartó la vista con aspecto nervioso.
—Porque he alquilado una casa. —Luego me hizo cosquillas—. Y ahora cállate de una vez. No te comportes como una niña.
—Soy una niña —dije, mientras intentaba sujetarle las manos—. Es la primera vez que viajo a América. Es una experiencia infantil para mí.
—Entonces sé una niña, pero no una cría —contestó.
—Pero en un hotel nos atenderían mucho mejor —añadí.
—No mejor que donde vamos —dijo ella—. Todos los días vendrá una chica a limpiar y arreglar la casa. Además, hay un servicio que te hace la compra si quieres cocinar, cosa que sí deseo hacer. Y para eso necesito una cocina y en un hotel no la tengo.
—¿Y cómo es? —pregunté.
Ella se mostró satisfecha.
—Déjate sorprender, porque no te lo voy a contar ahora.
—Por favor, Danielle…, ¿cómo es? —supliqué.
—Eres terrible —dijo ella—. Es una casa como todas. ¿Cómo si no?
—Pues tú eres una ordinaria —repuse, molesta.
—Ya lo sé. —Danielle se mostró aún más satisfecha—. Pero no quiero estropearte la sorpresa. Lo único que te puedo decir es que es muy hermosa.
Sobre todo, lo que sí era seguro es que habría resultado muy cara, pero ahora yo no quería pensar en eso. Claro que nunca me lo hubiera podido permitir sin Danielle, pero ella había llegado a la conclusión de que yo me tomaba todos aquellos lujos como algo muy natural. Resulta muy fácil acostumbrarse a esas cosas.
—El único problema que hay con Aspen es lo que se tarda en el vuelo y el cambio de horario —dijo Danielle, cuando ya estábamos sentadas en el avión, en primera clase por supuesto. Seguro que ella nunca había ido en clase turista—. Siempre me lo pienso dos veces antes de volar allí, pero, cuando me acuerdo de la nieve en polvo y de sus maravillosos paisajes, repito de nuevo. —Se rió—. ¿Cómo puede resistirse alguien a un lugar cuyo lema publicitario es: Fresh air served daily?[2] Me hubiera gustado haberlo podido inventar yo.
—Ahí se ve lo que hace la publicidad —dije, con una sonrisa, y la miré—. Seguro que te ha agradado por eso.
—Sí, si perteneces a mi gremio —contestó— nunca sabes realmente lo que puedes provocar. Existen miles de estadísticas que han estudiado la influencia que ejerce la publicidad en el comportamiento de los clientes, pero, aun así, nunca se sabe nada de un modo preciso, porque no hay forma de mirar dentro de la cabeza de las personas. ¿Por qué se compra un producto? ¿Por la publicidad o porque te lo ha dicho la vecina? Es imposible saberlo de verdad.
—Pero lo cierto es que los que te encargan el trabajo piensan que la publicidad ejerce una influencia —afirmé.
—Eso es cierto —agregó—. Y mientras siga teniendo tantos contratos como los que hay ahora, es algo en lo que no voy a pensar mucho. A pesar de que, por supuesto, con cada nueva campaña hay que pensar en la forma de llegar a los clientes potenciales. En todo caso, siempre esperamos que nuestro trabajo tenga un significado. —Lanzó un suspiro.
—Por eso prefiero ser periodista —dije yo—. Uno sabe que su trabajo tiene un significado, y no hay que echar mano de las estadísticas para confirmarlo.
—¿Estás segura? —preguntó, alzando las cejas—. ¿Qué es lo que es tan importante en el periodismo? De hecho, hay veces que tengo mis dudas cuando leo ciertos artículos.
—Bueno —respondí—, existen muchos tipos de periodismo. Mi modelo es Antonia Rados[3]. Es maravillosa. Y sus artículos siempre están bien fundados y documentados, y son interesantes e independientes. No acepta órdenes de nadie. A mí me gustaría llegar a hacer lo mismo alguna vez.
Danielle me miró con una expresión extraña en el rostro.
—Antonia Rados es reportera de guerra —dijo—. Podía haber recibido algún disparo o ser alcanzada por una bomba. Cuando me acuerdo de sus crónicas desde Bagdad, bajo una lluvia de bombas… —Se estremeció.
—Sí, claro. Es algo muy atractivo. No resulta ser un trabajo tedioso en la oficina. —La miré—. Oh, perdona, con eso no quería decir que tu trabajo sea aburrido sólo porque tú trabajes en una oficina.
—Bueno, muchas gracias —contestó, burlona. Luego se puso otra vez seria—. ¿Desde cuándo sientes tanta ansia por las aventuras? Yo pensaba que eras algo tímida.
—Sí, soy tímida —repuse—, pero desde hace un tiempo —dije, mientras mantenía mi mirada en ella— siento el deseo de vivir aventuras.
Danielle debía de saber a lo que me refería, pero no dijo nada.
—¿Cuándo llegamos? —pregunté.
—Estaremos en Denver a las tres de la tarde —dijo—. Luego haremos escala para ir a Aspen. El vuelo hasta allí dura poco más de una hora.
—¿A las tres? —Miré mi reloj—. Faltan dos horas. ¿Se tarda tan poco en llegar?
—Bueno, eso sólo si vas en la nave Enterprise de Star Trek —dijo, con una sonrisa—. Debes restar la diferencia horaria. Me refiero a las tres de la tarde, hora local. Según nuestro horario estaremos en Aspen sobre la medianoche, pero allí serán las cuatro de la tarde.
—¡Cielos! —contesté.
—Sí. —Sonrió—. Y luego tienes que permanecer despierta hasta que sea la hora de irse a dormir. Hay que luchar contra el jet-lag. —Señaló mi muñeca—. Lo mejor es que cambies ya la hora y así te resultará más fácil acostumbrarte al nuevo horario.
Atrasé ocho horas mi reloj. En aquel momento eran las cinco de la madrugada, lo cual, era imposible, porque a esa hora yo estaba acostada en mi cama y dormía de forma plácida y profunda.
—¿Cuánto tiempo hace falta para adaptarse al nuevo horario? —pregunté—. Porque allí no vamos a estar muchos días.
—Sí, es un problema —contestó Danielle—. Pero ayuda cuando se pasa mucho tiempo fuera, al aire libre y al sol. Eso es lo que te ocurre cuando estás esquiando, y lo llevas muy bien. Cuánta más claridad haya, más despierto está uno.
—Bueno, la verdad es que ya siento curiosidad —dije yo.
—Ya lo verás —respondió—. La cosa funciona muy bien. Claro está que lo mejor sería una estancia más larga, pues al cabo de una semana ya estás adaptada al horario. Por desgracia, no tenemos tiempo para eso. —Me miró—. Pero tú puedes quedarte más días si lo deseas.
—¿Sin ti? —La miré, atónita—. ¿Qué haría yo?
Danielle me contempló como si yo hubiera dicho algo sorprendente, luego se volvió y miró al pasillo para llamar a la azafata.
Yo hubiera jurado que la había visto tragar saliva. ¿Qué ocurría? ¿Qué había dicho? Estaba muy claro que yo nunca querría quedarme en Aspen si ella no estaba allí. Nada podía resultarme atractivo puesto que, para mí, lo maravilloso era ella. ¿Acaso no lo sabía? Con ella yo sería feliz en cualquier sitio. Sin ella no lo sería, estuviera donde estuviera.
Llegó la azafata y Danielle le pidió un café.
—¿Café? —pregunté—. ¿No te tomas un whisky?
Me miró de nuevo con una expresión extraña. Al parecer, hoy lo decía todo mal.
—Hoy no —dijo—. Tú también deberías tomarte un café para mantenerte despierta.
El vuelo, en comparación con el primero que había hecho a Grecia, era largo de verdad, pero por fin llegamos a Denver. La escala en el aeropuerto fue incluso más rápida que hacer transbordo en una estación de ferrocarril y pronto estuvimos sentadas en un avión con destino a Aspen. Poco a poco se iba acercando la medianoche, según nuestro horario europeo, pero no tuve ni la más mínima oportunidad de sentirme cansada, porque todo era muy excitante. Además, siguiendo los consejos de Danielle, había tomado mucho café. Y fuera el sol brillaba en el cielo azul. Yo me preguntaba cómo iría todo. Ahora no se podía dormir en Aspen y cuando en nuestras casas fuera el momento de ir a la cama allí sería otra vez de día.
Cuando llegamos a Aspen me asusté. El aeropuerto estaba en medio de las montañas, lo mismo que la ciudad. Y todo me parecía muy pequeño. En cambio, el avión, comparado con el salta-islas del Egeo, era mucho más grande.
—¿De verdad pretende aterrizar ahí? —le pregunté a Danielle, algo temerosa.
Danielle se rió.
—No tengas miedo, las Montañas Rocosas no se tragan a las personas. O sólo lo hacen en raras ocasiones. Pero hay una leyenda que dice que existen montañas que son una excepción.
Yo la miré.
—Me estás tomando el pelo —dije.
—Sí. —Sonrió para tranquilizarme—. El piloto conoce su oficio, no es la primera vez que lo hace.
—¿Cómo lo sabes? ¿Lo conoces? —pregunté, escéptica, mientras echaba un vistazo hacia abajo. Las montañas se nos acercaban, amenazadoras.
Ella se rió.
—Pronto llegaremos. Todo irá bien.
Al instante se escuchó un aviso de la azafata para que nos ajustáramos los cinturones de seguridad.
Durante el aterrizaje cerré los ojos pero, tal y como había dicho Danielle, todo fue bien.
Cuando llegamos a la terminal, de nuevo quedé muy sorprendida.
—¡Esto es como el salvaje Oeste! —exclamé—. ¿Es, de verdad, un aeropuerto?
—A las pruebas me remito —afirmó Danielle, sonriente—. Todo Aspen parece una ciudad del Oeste. Esto no es nada —dijo ella—. Ése es el atractivo principal de la ciudad.
—Ah —dije yo. Me di la vuelta sobre mi propio eje—. No pensaba que fuera tan pequeña. Se oye hablar tanto de Aspen. Yo creí que habría montones de personas y que sería más grande.
—Eso es lo más agradable —dijo ella—. La ciudad en sí no tiene más de seis mil habitantes. Un pueblo, podría decirse. Los turistas son muchos más, pero ha conservado intacto su carácter de pequeña ciudad americana. A pesar de la gran cantidad de visitantes, nunca he visto una cola delante de un remonte. Aquí lo tienen todo muy previsto.
—Yo había oído decir que Aspen era el Saint Moritz americano. Por eso pensé que sería más… glamuroso.
—Bueno, Saint Moritz tampoco es demasiado grande —afirmó ella—, pero en Aspen hay otra actitud frente a la vida. Por eso vengo aquí.
—¿Has estado en Saint Moritz? —pregunté.
—Sí —respondió, mirando a su alrededor—. Por supuesto.
La verdad es que me podía haber ahorrado la pregunta.
Ella alzó la mano como si quisiera saludar a un conocido, pero el que se nos acercó y nos saludó, vestido con una camisa a cuadros propia de un leñador, fue el hijo del dueño de la casa.
—Las llevo para allá —nos informó. Por lo menos yo entendía el idioma. No era como aquella vez en Grecia, donde el inglés que se hablaba precisaba de bastante práctica para poder entenderlo—. ¿Han recogido el equipaje?
—No, pero ya llega —dijo Danielle, mientras señalaba a las maletas que salían en ese momento.
Nos acercamos a la cinta. El vaquero de las Montañas Rocosas preguntó cuáles eran nuestras cosas y las sacó fuera.
Nosotras lo seguimos. Delante de la puerta había aparcado un gran camión.
—Por favor, ladies, suban —dijo el joven con mucha amabilidad. Le sujetó la puerta a Danielle—. Ma’am…
Yo me preguntaba qué diferencia existiría en el idioma norteamericano entre ma’am, que me sonó como «madame», y «lady». Tenía que preguntárselo a Danielle, porque quizás ella lo sabía.
El trayecto no fue largo. La casa estaba situada dentro de la ciudad, a sólo unos bloques del centro, y sin embargo su aislamiento era total.
Y tenía unas maravillosas vistas sobre las montañas. De nuevo me quedé sin palabras. Todo estaba blanco y en el punto más hermoso estaba la cabaña de leñador, es decir, que la choza estaba en medio de la nada. Era una gran casa de madera de varios pisos, al estilo del salvaje Oeste, aunque seguro que sus lujos no los habían conocido antes en el Oeste americano.
El joven metió las maletas en la casa, le entregó las llaves a Danielle y se despidió.
—El SUV lo tiene usted detrás de la casa, tal como nos encargó —dijo—. Ya lo conoce. Si necesita algo llámeme y estaré aquí en cinco minutos. Si le falta algo también se lo puede decir a la chica de la limpieza.
—Nunca ha faltado nada —aseguró Danielle con una sonrisa—. Gracias.
Él se dio un toque en su sombrero de vaquero.
—Entonces le deseo una buena estancia, Ma’am. —Se marchó.
—¡Madre mía! —Yo estaba en el centro de la habitación, que parecía ser la única que había en el piso de abajo—. ¿Qué es esto?
—Una casa, como ya te dije —afirmó, sonriente.
—Yo pensaba que sería una casita con un par de habitaciones o algo por el estilo. Nunca me podría haber imaginado una casa así —dije.
Danielle sonrió.
—Arriba tiene cuatro dormitorios.
—Pero nosotras sólo somos dos —apunté, algo irritada.
Ella rió y se dirigió a la chimenea.
—Por desgracia no he podido obligarles a que quiten las que sobran —contestó.
Danielle estaba acostumbrada a tener muchas habitaciones. En su propia casa pasaba algo parecido. Pero para mí resultaba exagerado. ¿Iría aquello en consonancia con su forma de ser?
—La chimenea es enorme —dije.
—No es nada especial para América —contestó—. Adoran las chimeneas.
Yo la miré. Seguro que sería muy romántico por las noches, cuando el fuego crepitara en la chimenea y por los grandes ventanales se viera nevar en el exterior. Aunque el romanticismo…, humm…, no era precisamente la especialidad de Danielle. Pero, quizás… aquí… Yo esperaba que ella pudiera ser un poco más romántica.
—Vamos arriba —dijo— y desharemos las maletas. —Se puso la mano ante la boca para esconder un bostezo—. Se podrá tomar todo el café que se quiera pero, aun así, para nosotras seguirá siendo la una de la madrugada.
Una vez arriba, se dirigió a una de las habitaciones y colocó allí su maleta.
—Ésta es la que yo elijo siempre —dijo, con una sonrisa de cansancio—. Tú puedes elegir la que quieras entre las otras tres. Búscate una.
Escogí la que pillaba más cerca de ella. Quería estar tan a su lado como me fuera posible. Luego volví a su dormitorio.
—Aquí la vista es aún más hermosa —dije—. Menuda casa.
—Arriba del todo es… —Se interrumpió—. Los paisajes de aquí son irrepetibles —continuó—. Incluso hay desiertos delante de las montañas cubiertas de nieve.
—¿De verdad? ¿Las dos cosas a la vez? ¡No me lo puedo creer!
—Ya veremos si nos da tiempo —dijo— y te lo puedo enseñar.
Me eché a reír.
—Hay una canción country, Rocky Mountain Mama, que me recuerda mucho a esto.
—Pon la radio —indicó—. Seguro que escucharás algo parecido. Aquí la ponen todo el rato y en todos los sitios.
—¿Te gusta la música country? —pregunté.
—Cuando estoy aquí, sí —dijo—. En casa me gusta menos.
—Es lo mismo que ocurre con el café griego cuando se toma en casa —afirmé yo.
—Sí, claro —respondió—. Nunca había pensado en eso. —Bostezó de nuevo y se puso la mano delante de la boca—. Creo que me voy a tomar unas pastillas de cafeína o no podré aguantar. —Abrió el bolso y sacó algo de él.
—Y luego iremos fuera, a la nieve —dijo, mientras se dirigía al lavabo—. Voy a enseñarte los alrededores.