Epílogo

El colegio estaba cerrado. No nos habíamos dicho nada. Y, sin embargo, el martes siguiente, fui fiel al encuentro en el banco. Llevé en mi bolso el cuaderno en el que había empezado a contar esta extraña historia. Ignoraba entonces que Daniel ocupaba en ella un lugar tan importante. De hecho, tenía dos roles, el suyo y el de un pianista que durante mucho tiempo no tuvo rostro. Hoy, esos dos retratos no hacían más que uno.

Daniel me saludó desde lejos. Estaba vestido de la misma manera que aquel primer día de septiembre en que nos conocimos. ¿Dónde estaba el prestigioso solista del cual, el día anterior, hablaba toda la prensa? Volvía a ser el alumno un poco confundido que no sabía cómo dirigirse a mí.

Vino a sentarse sin besarme, como si hubiera recuperado la distancia de los primeros meses. Sacó una carpeta de su saco. La reconocí enseguida: era aquella en la que estaba escribiendo cuando yo venía a verlo aquí.

—¿Daniel?

—Sí… Oh, espera.

Un vagabundo había venido a sentarse en el otro banco, frente al nuestro. Lo conocía un poco, era uno de esos sin techo que el tiempo lindo hace salir a las calles. Andaba, a veces, por las cercanías del colegio. Daniel se levantó y fue a ponerle algo en el bolsillo. El otro, incrédulo, sacó un billete importante para verificar la cifra. Le susurré a Daniel, que intentaba distraer mi atención:

—¿Pero… qué le has dado? ¿Estás loco?

—¿Y qué? Primero, con mi plata hago lo que quiero. Y además, a este hombre le debo mucho.

—¿Lo conoces?

—No. Para nada.

El sin techo ya se había ido.

—Daniel… Esta vez, tienes que explicarme. Tienes que contarme de una vez por todas lo que me has estado ocultando durante todos estos meses.

La otra noche nos habíamos despedido sin haber podido hablar a solas. Sonrió con malicia y alegría.

—Sí. Puede llegar a ser largo. La historia empieza en septiembre. La he contado día tras día aquí.

Me mostró la gran carpeta que había traído.

—Sabes, no puedo expresarme bien. Entonces, pensé que preferirías leerme antes que escucharme.

Abrí la carpeta, la hojeé.

—Pero… Daniel, ¿es tu diario?

—Sí. Es nuestra historia. Al menos, la que yo he vivido, desde el principio.

—¿Y te gustaría que la leyese?

—No tengo secretos para ti, Jeanne. Ahora ya no tengo secretos.

—Yo tampoco —le dije, entregándole mi cuaderno.

No parecía muy sorprendido de que yo hubiera tenido la misma idea que él. Sin saberlo, los que se atraen entre sí se parecen mucho más de lo que creen.

Me abrazó. Y era más verdadero que un beso. Estábamos bien allí los dos juntos. A nuestro alrededor, los autos iban y venían. A veces, un bramido subterráneo hacía vibrar nuestro banco; era el subte que pasaba, unos metros más abajo, entre las estaciones Rome y Place Clichy.

El tiempo estaba lindo. Unos gorriones temerarios y ruidosos llegaban, por momentos, en bandadas para disputar unas migas abandonadas a dos o tres palomas.

El tiempo parecía inmovilizarse.

En la primera página, Daniel había escrito una especie de dedicatoria. A menos que se tratara de un título improvisado:

LA CHICA DE 2.º B

Era yo. No, era más bien la imagen que Daniel tenía de mí. Un espejo.

Empecé a leer. Sabía cómo terminaba el relato de Daniel, hoy y aquí mismo. Conocía esa historia, ya que era la mía. Pero me interesaba mucho más, porque también era la suya…