En lo de Daniel

El martes siguiente, Daniel no estaba. Primero, me preocupé y después, me sentí mortificada. Un viento glacial soplaba entre los árboles desnudos de la plazoleta. ¿Iba a esperarlo?

Estaba dudando cuando lo vi salir de uno de los cafés del bulevar. Corrió hasta alcanzarme. Estaba vestido con una gran campera de esquí roja, como las que se usaban hace diez años. No temía al ridículo… Me sentí de repente aliviada y contenta de verlo.

A modo de saludo, me extendió la cinta magnética.

—Es música. Piano.

Poco a poco, el círculo se cerraba. Estaba casi segura de lo que me iba a responder.

—¿Y de quién es?

—No sé. Es una obra contemporánea. Dodecafónica[6]. No la conozco. No conozco todo, Jeanne.

Todavía no quería revelarle nada a Daniel. Le pregunté, con falsa indiferencia:

—¿Y… qué piensas de esa música? ¿Vale algo?

Bajó la cabeza, como para sopesar sus palabras.

—Es magnífica. Atrapante y fuerte. Me conmueve mucho.

Entonces, saqué las partituras de mi bolso.

—¿Te gustaría mirarlas?

¡Daniel sabe leer música de verdad! Vi su mirada recorrer las notas, leer las páginas de los fragmentos completos. A veces, se detenía, sorprendido tal vez por un acorde o una indicación en el margen. A pesar del frío, hojeó los cuadernillos durante largos minutos. Parecía muy interesado.

—Habría que… habría que ver qué resulta esto en el piano —dijo, por fin—. ¿Puedes dejarme una? ¿Quién ha compuesto esto?

—Mi padre.

—¡Ah!

Pareció perplejo. O impresionado. Quizás, ambas cosas a la vez.

—Y bueno, creo que tu padre era un auténtico compositor, Jeanne. No me lo habías dicho. ¿Por qué? Explícame…

No tenía ganas de hablarle de mi familia. No ahora. Hacía mucho frío. No podía tenerme quieta.

—Daniel, ¿podrías grabarme esta cinta magnética, sabes, hacer una copia en un casete para que yo pueda escucharla?

—Sí. Cuando quieras. ¡Ahora mismo! Si tienes un momento, ven a casa. Te haré escuchar la cinta original.

Si no aceptaba, tenía que esperar hasta el martes siguiente. Para terminar de convencerme, agregó:

—Mi madre está en casa.

—De acuerdo. Pero no más de media hora.

Su mirada se iluminó. Para llevarme hacia la plazoleta, me tomó de la mano. No se la quité.

El trayecto no fue muy largo: después de la plaza Clichy, entramos por una callecita angosta. Me hizo ingresar a una casa grande, bastante fea, cuya planta baja parecía un galpón. Atravesamos un pasillo que tenía algo de depósito y de taller.

—Aquí —me explicó—, hay una carpintería. Nosotros vivimos en el primer piso. Así, nadie se queja del ruido.

El departamento de Daniel parecía el lugar de trabajo de un artista. En el centro de la pieza principal, se alzaba un magnífico piano de cola. Al ver la pequeña cocina, me pregunté dónde comían los Dhérault. Pero examinando mejor el decorado, comprendí que comer debía ser aquí una actividad muy secundaria.

Daniel se dirigió hacia un mueble donde había varios aparatos guardados. Reconocí uno, no, dos sintetizadores. Colocó la cinta magnética en un gran grabador. De repente, una voz surgió de una habitación cercana cuya puerta estaba abierta:

—¿Eres tú, Daniel?

—Sí, mamá.

En voz baja, me explicó:

—Es mi madre. Ven a saludarla.

Entramos en una pequeña habitación y me enfrenté enseguida a una mujer de rostro duro y mirada de acero. Estaba en una silla de ruedas, con una manta sobre las rodillas. Me sentí observada sin piedad.

—Te presento a Jeanne, una compañera del colegio.

—Buenas tardes, señora.

—Señorita…

Me dirigió una mirada que fue como una cachetada. Daniel debe haber visto lo mortificada que estaba yo. De vuelta en la habitación grande, me tranquilizó en voz baja:

—No te preocupes, es siempre igual.

De repente, unas notas resonaron en la habitación. El sonido era tan verdadero, tan cercano, que me di vuelta instintivamente hacia el piano. Pero Daniel me mostró los parlantes que colgaban de las paredes.

Escuché. Completamente desorientada, tenía dificultad para seguir la más mínima línea melódica de esa cascada de sonidos que, en una primera aproximación, no tenían ningún sentido. Pero algo emergió poco a poco, una pálida luz en un mar furioso… Y de repente, esa claridad que creíamos tímida se volcó por completo, iluminó el océano, haciéndose cuerpo con él en un extraño abrazo.

No se parecía a nada de lo que yo conocía.

El piano se calló brutalmente. Algunas notas, varios acordes sonaron, torpemente repetidos, como un actor que balbucea sin saber cómo sigue su parlamento. Y se hizo el silencio.

—Está inconclusa —explicó Daniel—. ¿Entonces, qué piensas?

Estaba conmovida. Tenía allí un testimonio vivo de mi padre, no sólo de la música que había compuesto, sino también que él mismo había interpretado.

—Daniel, ¿podría volver a escuchar la cinta?

Surgió el mismo cuadro sonoro. ¿El mismo? No, no del todo. Ya iba cobrando mayor amplitud, mayor sentido, como esos textos que sólo parecen oscuros en la primera lectura. Al mismo tiempo, imaginaba, veía a mi padre sentado al piano. Además, ¿no era él el que estaba tocando, en ese mismo momento?

Lo veía de espaldas. Como el Paul Niemand del concierto, él tampoco tenía rostro. Pero poseía un alma. ¿Quién sabe si no descubría mejor así su carácter que si hubiera vivido diez años a su lado?

—¿Y entonces? —insistió Daniel cuando el fragmento terminó.

—Creo que es muy bello. ¿Pero cómo explicarte? No puedo juzgar, soy su hija.

—Comprendo.

Daniel había apoyado sobre el atril del piano una de las partituras de mi padre. Se sentó frente al teclado y comenzó a tocar. Era una obra muy lenta, sin melodía aparente. A veces, de esa bruma informe surgían alegres trinos demasiado breves, como minúsculos pájaros intentando atravesar la angustia y la oscuridad.

A pesar de que ese fragmento fuera muy diferente del que estaba grabado en la cinta magnética, su parecido me impactó. Algunos sonidos me parecían idénticos. Era el mismo volumen sonoro, el mismo timbre. Creo que casi pienso: «la misma manera de tocar».

No sé por qué me acurruqué a los pies del piano de cola. Quizás, para reencontrar una sensación que me era familiar. En otra época, ya me había encontrado bajo un techo similar, ahogada por sonidos violentos que surgían de allí cerca. Hasta había algo en el veteado del palisandro[7] que me recordaba algo…

Tengo tres o cuatro años. Mi padre está al piano, tocando. Y yo estoy jugando, a sus pies. Nuestra complicidad vuelve a mi memoria a través de su música. La música, mi padre, el piano, y esas olas de notas que me invaden forman un bloque compacto, amistoso, coherente. Y basta con que un reflejo de ese recuerdo escondido me roce, para que el conjunto se reconstruya y recobre vida. Un instante.

Enseguida Daniel comenzó a vacilar. Volvió atrás, retomó, se interrumpió definitivamente.

—Tendría que… tendría que estudiar un poco estos fragmentos antes de intentar tocarlos. ¿Puedes dejarme las partituras?

—Sí.

No le confesé que eran fotocopias. Los originales estaban en mi cuarto y ni hablar de separarme de ellos.

—¿Le vas a mostrar estas partituras a tu padre?

—Tal vez. No sé… ¿Por qué?

—Podría darte su opinión. ¿No se dedica a la música también?

—Sí, evidentemente.

Daniel me señaló los instrumentos, el piano, los sintetizadores. Mi deducción no tenía nada de extraordinario. Sin embargo, sentía un temor inconfesable: que su padre utilizara la música del mío. Que utilizara la obra de este músico desaparecido y se convirtiese en el usurpador de su genio.

—¿Por casualidad él no es compositor, no?

Daniel me miró de un modo extraño, como si se preguntara cómo me había enterado, o sobre los oscuros pensamientos que se escondían detrás de mi pregunta.

Sin responder, colocó en el grabador una de las tantas cintas magnéticas que se encontraban alineadas, como libros preciosos, en un estante. Surgió una melodía en la habitación. Era un tema simple, familiar, interpretado por una gran orquesta. Lo reconocí enseguida:

—¡Pero es la música de Un amor de verano!

—Sí. Esto es lo que compone mi padre. Música para las series de la tele.

Daniel no parecía muy orgulloso.

—¡Eh, pero todo el mundo conoce esta música! ¿Tu padre es famoso entonces?

—Sí. En cierto modo, es famoso, «sobre todo en los supermercados», como él mismo dice.

Quise responderle… No, era inútil; tener un padre vivo es un bien inapreciable. Uno no toma conciencia de ciertas riquezas sino cuando ya no las tiene.

Mis preocupaciones se disiparon de repente. ¿Por qué?

—¡Oh! ¡Es tarde! Me tengo que ir.

—¿Quieres que te acompañe a tu casa? Ya oscureció.

—¿Estás bromeando? Estoy a dos pasos.

Volví con el corazón contento. Cuando llegué a mi cuarto, me di cuenta de que tanto Daniel como yo nos habíamos olvidado por completo de aquello por lo cual había ido a su casa: grabar la cinta magnética de mi padre.