Misteriosas cintas magnéticas

La Navidad ha sido muy especial este año.

Oma y Mutti no se burlaron de mí: mi equipo de música es una pequeña maravilla que debe haber costado más caro de lo previsto.

—Puedes agradecerle a Oma —dijo Mutti—. Ha pagado una gran parte.

—Pero los discos —protestó Florent—, ¡los discos de papá no son de Jeanne!

—No —afirmó Mutti—. Son de todos, quédate tranquilo. Por ahora, Jeanne los tendrá en su dormitorio. Más adelante, los compartirán.

Confusamente, Florent iba comprendiendo la importancia de mi descubrimiento. Se sentía tan dueño de los discos como yo. Pero esa música no le interesaba.

En cuanto a mí, recibía perfectamente las transmisiones de France-Musique y Radio-Classique. Mi problema era el lugar. Dentro de las cajas, los discos ocupaban poco espacio. En mi cuarto, era todo lo que se veía. Intenté establecer un inventario y clasificarlos. Consultando la parte trasera de las cajas y de las tapas, encontré fechas y lugares.

A falta de tener un retrato de mi padre, he reconstituido una parte de su itinerario. Me puse a pasear por su vida, de concierto en sinfonía.

Comencé escuchando las sinfonías de Beethoven y sus cinco Conciertos para piano. El conjunto está en un álbum fechado en 1970. El nombre de papá no figura en ningún lugar, pero Mutti ha sido precisa, en esa época, era él quien grababa todo cuanto interpretaba la Orquesta Nacional de la O.R.T.F.

Daniel me lo ha confirmado. El rol del ingeniero de sonido está lejos de ser menor. No es el compositor, ni el director, ni siquiera uno de los ochenta intérpretes de la orquesta, y, sin embargo, la calidad del sonido depende de él. Puede dar mayor importancia a las cuerdas, a los cobres, a los timbales, puede hacer retroceder al piano o, por el contrario, destacarlo. Una vez grabada la obra, es el segundo director, el que va a borrar los defectos y dar un poco más de color a tal o cual instrumento… No es por casualidad que el nombre del ingeniero de sonido figure en las tapas de los discos, ya que cada grabación lleva su marca. Y más allá de la música que escucho, trato de reconocer la firma de mi padre.

Al abrir la segunda caja, Florent y yo nos llevamos una sorpresa: no sólo contenía discos, sino también cintas magnéticas. No esos pequeños casetes de audio ordinarios, sino enormes cintas de varios cientos de metros de extensión. Mutti las reconoció:

—Son las grabaciones con las que estaba trabajando.

—¿Y no las has escuchado nunca? ¡Tal vez, esté su voz grabada!

—No. No te hagas ninguna película, Jeanne. Son, sin lugar a dudas, grabaciones fallidas o abandonadas. Hasta, tal vez, son cintas vírgenes.

No tenía grabador para escucharlas. Estaban desnudas, sin caja. Me intrigaban. Daniel, quizás, sabría cómo pasarlas.

A Daniel lo volví a ver el segundo martes de enero. A pesar del frío, estaba escribiendo en el banco de la plazoleta. Al verme, se levantó y me dijo con gran solemnidad:

—Te deseo un muy feliz año, Jeanne.

—Yo también, Daniel. ¡Feliz año! ¿Nos damos un beso?

Sus mejillas estaban heladas.

—¿Estás esperando desde hace mucho?

—Oh, no te estaba esperando especialmente.

—Ven, caminemos un poco. Si no, vamos a congelarnos.

Automáticamente, tomé el camino para mi casa. Le hablé de los discos que había escuchado durante las vacaciones. Y de las misteriosas cintas magnéticas.

—Mi padre tiene un grabador que, seguramente, puede leerlas. Tienes que mostrármelas. O debes venir a casa, si quieres escucharlas.

Dudé. Habíamos llegado a mi casa.

—¿Quieres subir? Voy a mostrarte las cintas magnéticas. Te llevarás una. Y de paso, verás mis discos, en fin, los de mi padre.

Ahora, él parecía dudar. Creí adivinar lo que lo hacía echarse atrás:

—Quédate tranquilo, mi madre no está. Tiene clase hasta las cinco y media.

Se negó a tomar el ascensor, pero llegó al cuarto piso antes que yo. Florent, que estaba merendando en la cocina, evidentemente nos vio. Le grité:

—¡Es Daniel, un compañero!

Daniel insistió en ir a darle la mano a Florent. Me pareció ridículo. Lo llevé a mi dormitorio. Se detuvo en el umbral. Su mirada quedó detenida en la gran foto en blanco y negro que está pegada arriba de mi cama.

—Es Paul Niemand. El pianista que…

—Sí, lo he reconocido. Vi su foto en Télérama.

Finalmente, vio los discos. Abrió los ojos desmesuradamente.

—¡Pero qué colección!

Entró con un extraño respeto que me conmovió. Se arrodilló ante una pila de discos de 33, tomó un álbum…

Dafne y Cloé por Daniel Monteux… ¡Ah, este es un verdadero clásico! Y allí… la Missa Solemnis de Beethoven en su primera versión, por Karajan. ¡Yo tengo la tercera, que es de 1975!

Parecía un astrónomo descubriendo, de una sola vez, todas las estrellas de una galaxia. No podía contenerse, exclamaba, se asombraba de álbum en álbum. Me llenaba de consejos múltiples y contradictorios:

—Debes comenzar sí o sí escuchando este… No, mejor este otro. Espera… ¿Tienes también las Obras completas para laúd de Bach por John Williams, de cuando era guitarrista? Por Dios, es la edición original… ¿Y tu padre fue el ingeniero de sonido de todo esto?

—No siempre. A veces, su nombre está escrito atrás.

Los roles se habían invertido de repente. Daniel se encontraba súbitamente en el papel del que admira y aprende. Le dirigí a mi padre un agradecimiento mudo al otro lado del tiempo.

—Llévate todos los que quieras, Daniel. Sé que serás cuidadoso.

—No, no… Ahora no. Después, tal vez. Tengo tan poco tiempo en estos días. ¡Tú debes escucharlos! Muéstrame las cintas magnéticas.

Las examinó, puso mala cara.

—¿Puedo llevarme una? Quédate tranquila, seré muy cuidadoso. Te la devolveré el martes que viene.

—Supongo que sabrás bastante rápido qué hay ahí.

—No forzosamente. Es complicado esto de las cintas magnéticas. Todo depende del grabador en el cual fueron grabadas. Comprende, a veces hay varios canales y diferentes velocidades. Pero si estas han sido grabadas en la Casa de la Radio en los años setenta, deberíamos poder pasarlas.

—¿Es tu padre el que tiene grabadores? ¿No será por casualidad él también ingeniero de sonido?

—No, no. Pero también se dedica un poco a la música. Ahora me tengo que ir.

Eran las cinco y veinticinco. Se fue como un ladrón.

Aquella misma noche, Florent abrió la boca. Es cierto que no le había pedido discreción. Pero esas cosas se perciben. Salvo, sin duda, a los diez años. Durante la cena, dijo en un tono falsamente entusiasmado:

—Parece bueno Daniel.

—Sí, es muy bueno —respondí brevemente.

—¿Qué Daniel? —preguntó Mutti—. ¿Daniel Dhérault?

—Sí, estuvo aquí hace un rato —creyó Florent indispensable agregar.

—¿Ah, sí?

En ese momento, debía estar tan escarlata como la ensalada de tomates. Confirmé el rumor:

—Quería mostrarle los discos. Y le di una de las cintas magnéticas de papá. Me gustaría saber qué tienen.

Mutti, con toda seguridad, esperaba detalles. Debe haberse decepcionado. Tras un instante de silencio, agregó, como para apaciguar el debate o mostrar su amplia visión de las cosas:

—Sí. Daniel Dhérault es un chico muy bueno.

Esperaba, sin duda, que le hiciera preguntas sobre él. Sobre su carácter o su conducta en clase. Preferí esperar hasta la mañana siguiente. En cuanto Mutti se fue al colegio, fui a mirar en su escritorio. Sé dónde guarda las fichas que hace completar a sus alumnos a principio de año. Encontré rápidamente el paquete de tercer año y la ficha de Daniel, clasificada por orden alfabético. Daniel tenía un año más que yo. Vivía en la calle Carpon, en el distrito N.º XVIII, a cinco cuadras de casa. Con una letra algo clásica, escribió:

Profesión de los padres

Madre: sin profesión. Inválida.

Padre: compositor/orquestador.

Y después de haber escrito lo que mi madre había dictado: «Lo que quiero hacer más adelante», había dejado un espacio vacío.