El chico del banco

Al día siguiente, fui temprano al dormitorio de Florent. Tomé su discman de la mesa de luz y revisé la pila desordenada de discos.

—Eh —protestó entre sueños—, ¿qué haces aquí?

—Busco unos discos de música clásica.

—En ese caso, vieja, será cuestión de minutos… Espera.

Santo, se levantó para buscar un C.D. de la pila.

—Toma. Es todo lo que tengo.

Los Valses de Viena. Sin nombre del compositor ni del intérprete. En una pequeña tapa de cartón. Era un disco comprado en el supermercado.

—¿Me prestas tu discman?

Se lo había regalado yo para Navidad.

Coloqué el disco y me puse los auriculares. Hubo diez compases de música en la orquesta, tras lo cual todo se embrolló definitivamente en un ruidito repetitivo.

—Eh, ¡no anda!

Lo saqué para examinarlo. Un horror.

—¿Sabes que los discos compactos no se limpian con rastrillo?

—Sí —refunfuñó Florent—. Creo que está arruinado. Me lo regaló mi amigo Joël.

A la tarde, fui a Virgin Megastore, el de Champs-Elysées. Vagué un momento en el sector «Clásica». Luego divisé en la caja a un vendedor de unos cincuenta años:

—¿Conoce la Wanderer Fantasie, de Schubert?

—Por supuesto. La encontrará entre los discos de la colección completa de música para piano o entre los de Schubert, por orden alfabético.

Me miró con curiosidad, dudó, luego agregó, casi en tono confidencial:

—Le recomiendo la interpretación de Alfred Brendel.

Era el mismo nombre que el que habían pronunciado mis vecinos el día anterior. Entendí que acababa de entreabrir la puerta de un club privado. Una casta. La música clásica no sólo tenía a sus compositores y sus intérpretes, sino también a sus finos iniciados. Me estaba aventurando en un mundo desconocido. ¿Quién habría de guiarme en él? Era exaltante y desalentador al mismo tiempo. Los primeros navegantes frente al océano deben haber sentido el mismo vértigo.

Encontré sin dificultad la Wanderer Fantasie por Brendel. El precio del disco no me hizo echar atrás. Después de todo, era el mismo que el del último cantante de moda. Pero a ese precio, mi futura discoteca tardaría mucho en superar los diez ejemplares…

De regreso en casa, me encerré en mi dormitorio con el discman de Florent. ¡Y reconocí de inmediato el primer fragmento oído la noche anterior! Mi emoción, mi alegría se tiñeron pronto de insatisfacción. Oh, el solista era excelente. Ya violento, ya sensible. Pero no era la misma interpretación. Era perfecto y, sin embargo, estaba decepcionada.

Además, la calidad del discman de Florent dejaba mucho que desear. Es cierto que no me había costado muy caro.

Pasé el resto del día escuchando mi disco. Más particularmente, la Wanderer Fantasie. Cuanto más la dominaba, más familiar sonaba a mis oídos.

Esa noche, me dormí con los auriculares puestos.

Durante los dos días siguientes, intenté encontrar entre mis compañeros alguno que pudiera compartir este interés por la misma música. En vano.

No hice, a decir verdad, una encuesta. Pero conocía a casi todos los alumnos de mi clase desde hacía tres años. Y además, me acordé de la primera clase de música en la que Bricart, el profe, nos había preguntado si alguno de nosotros tocaba un instrumento. Tres levantaron la mano: Carole y Adeline, que tocaban la guitarra —digamos más bien que «rascan las cuerdas» para cantar Cabrel[4]— y Joël, que pasa el día entero entre su computadora y su sintetizador.

—No —insistió Bricart con una sonrisa—, quería decir un instrumento de orquesta: piano, violín, flauta… ¿No, nadie?

—¿Y tú, Mutti —le había preguntado cuando comenzó la semana—, no tendrás acaso en alguna de tus clases un amateur de música clásica?

—Puede ser. ¿Pero cómo saberlo? Oye, Jeanne, no voy a iniciar una investigación.

Me quedaba la clase de Bricart. Pero acercarse a ese profesor, aunque fuera para hablar de música, pasaría por una imperdonable tentativa de chupamedias.

Fue entonces cuando conocí a Daniel…

Acababa de salir del colegio. Había llegado, como siempre, a la plazoleta central que, entre las estaciones de subte Rome y Place Clichy, forma un amplio paseo donde los autos estacionan bajo los grandes árboles. Este lugar es el refugio de las palomas, de los sin techo y de los paseantes que buscan apartarse de la circulación del bulevar Des Batignolles. Cada cincuenta metros, hay dos bancos enfrentados. De costumbre, no me siento nunca allí, nuestro departamento de la calle Mont-Doré se encuentra a cinco minutos del colegio. Además, en gran parte por ese motivo, Mutti lo había comprado diez años atrás.

Reconocí enseguida al chico que estaba sentado en uno de los bancos del paseo. Era un alumno del colegio. Ya no recordaba su nombre, pero me acordaba muy bien de que la semana anterior nos había venido a dar a los alumnos de 2.º año una clase especial sobre Schubert.

Hoy me doy cuenta de la suma extraordinaria de deducciones y de reflexiones que hice durante algunos segundos, hasta llegar al banco donde estaba sentado.

No conservaba un recuerdo deslumbrante de su clase sobre Schubert. Hoy, evidentemente, cobraría otra dimensión. ¿Qué había dicho, pues, Bricart? Ah, sí, que ese alumno era de tercero —año en que la clase de música es optativa—. Había elegido entonces esa materia no obligatoria. Y si había dado esa clase especial sobre Schubert, había sido deliberado de su parte: Bricart no acostumbra a imponer los temas.

En el momento, no pensaba acercarme a él. ¿Yo, acercarme a quemarropa a un alumno de otra clase? ¿Una clase superior a la mía? ¿Y a un chico, además? No, era impensable. Por otra parte, no había notado mi presencia. Estaba escribiendo.

En el instante mismo en que iba a pasar a su altura, levantó la mirada y me vio. Sin duda, me reconoció también, porque se sobresaltó y sonrió. Hasta tal vez, se puso un poco colorado.

Ese chico no era para nada mi tipo. Su físico no me decía nada, su cabello era demasiado corto; estaba vestido de una manera terriblemente convencional, con una camisa blanca abierta, un saco de lana a cuadros y un pantalón de algodón claro impecablemente planchado. En suma, me dio la impresión de ser alguien cohibido.

Como seguía mirándome, le lancé, en el tono más neutro posible:

—¡Hola!

—Buenas tardes —me respondió con una seriedad consternadora.

En ese preciso instante, se decidió todo.

Hubiera podido, es lo que cualquiera hubiese hecho, seguir mi camino. Pero caminé más despacio, me detuve, le dije:

—Estuvo bien, el otro día, tu clase especial sobre Schubert.

Con eso, se puso escarlata, balbuceó buscando las palabras justas:

—No. Fue… ¡un completo fracaso! La semana anterior, la había dado en la sala de música. Con el piano. Y sin piano, esa clase ya no quería decir nada…

Sin saberlo, me estaba tendiendo una mano inesperada. Cosa de reactivar la conversación.

—¿Ah, sí? ¿Tocas el piano?

—Sí… Un poco.

—¿Conoces la Wanderer Fantasie, de Schubert?

Una chispa se produjo dentro de sus ojos. Tal vez, la que surge cuando comprendemos de golpe que nuestro interlocutor habla nuestro mismo idioma.

—Sí. ¡Evidentemente! Ah, Schubert…

Cerró la carpeta rayada que tenía sobre las rodillas. Descifré con una mirada el nombre escrito en la tapa: Daniel Dhérault. ¡Pero claro, ahora me acordaba!

Corrió el bolso que había dejado sobre el banco. Traduje ese gesto trivial como una invitación a sentarme junto a él. Pensé: «Nunca te atreverás a hacerlo».

Y, sin embargo, lo hice. Sabiendo que en las inmediaciones, diez o quince alumnos del colegio podían vernos y apurarse a extender la noticia por todas las clases.

Debo haber pensado: «¡Qué te importa!». Pero me importaba mucho.

—El sábado pasado fui a un concierto de piano, en la Pleyel.

—¿Sí?

—Sí. Con Amado Riccorini.

—Uno de los pianistas más grandes que conozco…

—Pero estaba enfermo. Según lo que entendí, lo reemplazó uno de sus alumnos. Nadie lo ha lamentado. Fue un concierto extraordinario.

—¿Verdad?

Dejó pasar un momento de silencio. Parecía haber enmudecido. ¿Debería cargar con toda la conversación? No me sentía a la altura para hablarle del concierto.

—El pianista era fabuloso. Muy joven. Con un raro cabello largo: ¡imposible ver su aspecto! No retuve su nombre. Ni el de los otros fragmentos que interpretó. Es una lástima, pues me hubiera gustado conseguirlos.

—No será difícil. El concierto será transmitido el sábado que viene, por France-Musique. No tienes más que escucharlo.

Me quedé estupefacta por la información.

—¿Estás seguro? ¿Cómo lo sabes?

—¡Por Dios! Leo las programaciones: las últimas páginas de Télérama.

Recorro yo también la Télérama para saber qué programas pasan en la tele durante la semana (en realidad, qué películas pasan a la noche). Pero estaba a cien kilómetros de imaginar que se podía hojear esa revista para encontrar la programación de los conciertos. Esta vez, me hallaba ante un auténtico amateur. Agregó con más ironía que amargura:

—¡No todo el mundo tiene los medios para concurrir a los conciertos de la sala Pleyel!

—Oh, fue pura casualidad…

Se había roto el hielo. Le expliqué cómo fui al concierto. Cómo, al día siguiente, me había lanzado a una disquería para comprar la sonata de Schubert. Mi decepción no lo sorprendió:

—Eso no quiere decir que la interpretación de tu pianista fuera mejor que la de Brendel. La primera audición de una obra marca profundamente. Incluso si es mala, uno siempre tiene ganas de reencontrar la impresión original… Esta es la razón por la cual es muy importante escuchar excelentes interpretaciones la primera vez.

Le confesé que no disponía más que del discman de mala calidad de mi hermano. Y de ningún otro disco de música clásica, con excepción del Schubert adquirido el domingo pasado.

—Te puedo prestar compactos. Pero tengo, sobre todo, discos de vinilo. En todo caso, tendrías que comprarte un buen tocadiscos.

Hablamos durante un largo rato. Media hora, creo. Cuando me estaba levantando para irme, agregó:

—Estoy a menudo en este banco. En otoño y en primavera. Para los discos, podemos darnos cita aquí…

Me apuré en aprobarlo. Además, nuestros horarios no nos permitirían vernos en los recreos del colegio.

Me alejé sin darme vuelta.