La noche del concierto, me sorprendió la agitación que se había apoderado de mi casa. Oma iba y venía de su casa a la nuestra. Florent protestaba porque Mutti quería hacerle poner a toda costa una camisa que le apretaba el cuello. Ella misma se había comprado un conjunto vaporoso, levemente escotado, color durazno, que la transfiguraba. No pude dejar de exclamar:
—¡Ah, Mutti… qué elegante! ¿Pero adónde van ustedes tres esta noche?
—¡Pero tú también sales! ¿Acaso te pedimos que nos rindas cuentas? ¡Eso no va contigo!
¿Celosa? Sí, sin lugar a dudas, lo estaba un poco. Y de Mutti, para colmo. Estaba hermosa. Parecía más joven. De repente, tomé conciencia de que tenía apenas más de cuarenta años. Me parecía más seductora que yo. Por otra parte, esa noche, yo me pondría un conjunto que Daniel ya conocía. Necesitaría unos cuantos meses más para reponerme del déficit de Toulouse y devolverle a Oma lo que le debía.
Sonó el timbre. Mutti le abrió a Daniel que, de traje y moño, se inclinó para besarle la mano ceremoniosamente. Mutti disimuló la risa. Reprimí mi mal humor y les deseé que lo pasaran bien. Me fui con Daniel.
—¡Tengo la impresión de que todos estamos disfrazados esta noche! —le dije en el ascensor.
Él también me pareció acartonado, como si estuviera actuando.
—Oh, siempre estamos disfrazados —me contestó, con toda la seriedad del mundo—. Es una cuestión de convención y de época… Lo principal es estar a tono con las personas con las que te encuentras, en un momento y en un lugar particulares.
No era del todo cierto. En el hall de la sala Pleyel, muchos espectadores llevaban puesto un pulóver, una remera, un vaquero. Pero había quienes estaban de traje y algunas mujeres vestían de largo. La atmósfera estaba electrizada, las conversaciones eran enigmáticas; se habían formado pequeños grupos de habitués que se perdían en conjeturas:
—¡Sólo tocará sus obras, pongo las manos en el fuego!
—¡Qué! ¿Sus famosos bises? ¡Pero si nunca dijo que él era el autor!
—¡Todo esto parece ser una inmensa mistificación!
—Dentro de dos horas, lo sabremos.
—¡Oh, miren allá! ¿No es el célebre Amado Riccorini?
Era él, en efecto, rodeado por una multitud de admiradores. Sonreía, estrechaba manos, firmaba a veces un autógrafo.
Daniel se acercó a mí, me tomó del brazo. Sonrió, algo crispado:
—Y bueno, Jeanne, este no es un concierto cualquiera…
Parecía angustiado de golpe, nervioso, en alerta.
Creí reconocer a algunas personas que ya había visto en otros conciertos, sobre todo a varios periodistas, con sus bolsos colgando del hombro.
—Está toda la prensa… Pero claro, de hecho, ¿cuál es el programa del concierto?
Me acerqué a uno de los afiches. Bajo la foto ya clásica de Paul Niemand, con la cabeza gacha, cuyo cabello largo y oscuro llegaba casi hasta las teclas del piano, solamente se leía:
GRAN CONCIERTO DE FIN DE TEMPORADA
MÚSICA CONTEMPORÁNEA
SIETE SONATAS
—Ven. Vamos a sentarnos.
Casualidad extraordinaria, estábamos en la segunda fila de la platea. Me senté exactamente en el mismo lugar que había ocupado nueve meses atrás, durante el concierto en que Paul Niemand había reemplazado a Riccorini. Estuve a punto de contárselo a Daniel, cuando me dijo:
—¿Todo bien? ¿Estás cómoda?
En vez de sentarse a mi lado, me dejó el programa y se fue, abriéndose paso entre las filas de asientos. En el pasillo central, se dio vuelta, me hizo una seña con la mano, como para decirme: «No te muevas, ya vuelvo, es un minuto».
El programa no me informó nada nuevo. Lo hojeé con distracción, esperando el regreso de Daniel. Desde que habíamos salido de casa, lo notaba inquieto. La sala se llenó enseguida. El timbre que invitaba a los espectadores a ocupar sus asientos se calló y dio lugar al alborozo animado de la espera.
Daniel no volvía.
Cuando dos minutos más tarde, las luces y las conversaciones se apagaron, todavía no había regresado. Entonces, me invadió la preocupación. Daniel, seguramente, se sentía mal. Por nada en el mundo me habría dejado sola durante el inicio del concierto.
La aparición del pianista sin rostro en el escenario retuvo mi atención. Se adelantó para saludar al público. Volvía a encontrármelo como en octubre, a tres metros de mí. Pero con una animosidad hacia él que no se había apaciguado. No estaba por él esa noche, sino por Daniel.
Y Daniel no estaba.
Me pareció que el público estaba avaro con los aplausos. Daba la impresión de que los espectadores, esta vez, no se dejarían seducir. Esperaban que el virtuoso pasara sus pruebas. Paul Niemand arrancaba con la desventaja que la sala, fría, le comunicaba por medio de su atención crítica.
Comenzó a tocar.
Miles de suposiciones se arremolinaban dentro de mi cabeza. A pesar de mí, ocuparon poco a poco el lugar de la música, que poseía resonancias familiares. Sí, era exactamente el estilo de mi padre, al menos, de lo que había podido conocer con sus tres fragmentos inconclusos. Pero no, se trataba simplemente de obras idénticas a las que Paul Niemand interpretaba en los bises de sus anteriores conciertos. Lo cual, pensándolo bien, era lo mismo…
La magia de aquella sonata desconocida no tardó en producir efecto. El público, visiblemente cautivado, contenía la respiración. Se desprendía de esta obra un movimiento ascendente, una potencia, un dinamismo que forzaban la admiración. Concluyó en una apoteosis de acordes superpuestos, disonantes, que formaban un racimo maravilloso que me hizo estremecer.
El pianista, por fin, alzó la cabeza.
Tronaron los aplausos. En el corazón de esa ovación unánime, me levanté, apoyé mi saco en el asiento y el programa, en el de Daniel.
—Permiso… Discúlpeme.
Mi avance entre las piernas y los asientos estuvo acompañado por quejas reprimidas. Con toda evidencia, era una provocación dejar la sala no bien terminado el primer fragmento.
En el baño, nadie.
—¡Daniel! ¿Daniel?
Abrí todas las puertas, nada. Fui hasta el guardarropas, donde la empleada, categórica, me contestó:
—No, no salió nadie, señorita.
¿Dónde estaba? Si se trataba de una broma, era de muy mal gusto. ¡Seguramente nos habíamos cruzado, iba a encontrarlo en su lugar, en la sala! Una acomodadora me impidió el ingreso.
—Por favor, espere hasta el final del segundo fragmento. Y después, apúrese.
Cuando a los diez minutos, volví a mi asiento, Daniel todavía no había regresado. Me senté lo más discretamente posible.
Ahora, ya ni hablar de moverme. En el escenario, Paul Niemand estaba saludando. Se había ganado al público.
Comenzaba a tocar de nuevo. Este fragmento era muy diferente, intimista, casi susurrado. Parecía una caricia, un viento tímido y ligero que penetraba hasta el alma. Era un paseo por lugares inexplorados…
La sonata concluyó demasiado pronto. Se volvieron a oír aplausos teñidos de impaciencia.
El concierto prosiguió.
En el entreacto, la mujer que estaba sentada a mi lado, al levantarse, no ocultó su entusiasmo:
—Tengo la impresión de estar asistiendo a un acontecimiento importante… Qué suerte estar aquí esta noche.
—Sí, es un gran momento —aprobaba su amiga—. Y no ha terminado.
Estuve a punto de olvidar la ausencia prolongada de Daniel. Me mezclé con la muchedumbre que afluía hacia el hall, el bar, el baño. Los comentarios iban y venían. Pesqué a algunos al pasar, comparaban a Paul Niemand con Liszt, Chopin, Rachmaninov.
—¡Rachmaninov! ¿Qué dices? Era un pianista regular. Y no ha aportado mucho a la música. Mientras que este tipo no solamente es un virtuoso, sino también un compositor que marcará a su siglo…
—Se siente la influencia de Prokofiev, ¿verdad?
—No. Más bien la de Boulez o Ligeti…
—¡La de Britten, en las melodías!
—Y hay algo de Messiaen en el uso de las quintas.
—¡Dicen pavadas! Este tipo recibió muchas influencias, pero las ha digerido perfectamente, las ha integrado… ¡Tiene una personalidad, un estilo!
—Con todo esto nos estamos olvidando de su manera de tocar…
Pero claro, el héroe de la noche ya no era el pianista en sí, sino el autor de las obras que estaba interpretando. ¿Se trataba de la misma persona?
Del otro lado de las puertas de vidrio, intentaba distinguir a las personas que estaban en el café de enfrente… No. Era inverosímil.
Me perdí entre la gente, perpleja. ¿Daniel? Ya ni siquiera lo buscaba. Por supuesto, había una explicación para su ausencia, para ese misterio. La única que hubiera podido levantar todas aquellas ambigüedades era demasiado loca como para detenerme en ella tan sólo un instante. Pero en cuanto me pasó por la mente, me resultó imposible deshacerme de ella: volvía a la carga, obstinada como un insecto: «Vamos, vieja, calma. Te estás haciendo una película».
¿Pero cómo entretener esa cabeza con algo más que preguntas? ¿Y qué hacer cuando la misma respuesta parece resolver todas las ecuaciones?
El timbre que marcaba el final del entreacto me hizo regresar de inmediato a mi lugar. Por poco temo encontrar a Daniel. Su presencia habría derrumbado esa loca esperanza que comenzaba a crecer.
Cuando la sala se llenó de nuevo, se apagaron las luces. Paul Niemand volvió a hacer su aparición. Lo ovacionaron cuando ni siquiera había comenzado a tocar.
La segunda parte del programa constaba de tres obras nuevas. Eran más espectaculares y novedosas —¿acaso podía ser de otro modo?— que todo lo que ya habíamos escuchado. Multiplicaban las audacias, los inventos rítmicos y creaban una alquimia sonora tal que nos preguntábamos por momentos si no había instrumentos desconocidos en reemplazo del piano.
Sin embargo, en el escenario, no había más que un instrumento y un solista. Formaban un solo cuerpo, como esos caballeros que, integrados en la montura, comunican por instinto el camino, que conocen de memoria.
Era algo sublime.
Cuando terminó el último fragmento, su eco se apagó en una extraña calma. Había leído en un disco poco tiempo antes: «Después de una obra de Mozart, el silencio que se instala sigue siendo Mozart». Aquí, el silencio que se había instalado me pareció una respiración gigantesca; el público tomaba impulso para expresar su delirio.
Pues se produjo algo así como un delirio, entre aplausos, claro, pero completamente ahogados por los gritos de los espectadores fuera de sí, de pie, gritando sin límites su asombro y su alegría. ¿Cuánto tiempo duró esta aclamación general? ¿Cinco, diez o quince minutos?
No terminaba más, redoblaba, se apaciguaba por momentos, pero no era sino para volver al asalto, como un flujo.
Primero, el pianista vino a saludar. Dos, tres, cuatro veces. Luego se resignó a quedarse y no pudo más que agradecer al público agachando, una y otra vez, la cabeza. Por último, ante aquel clamor que no terminaba, permaneció de pie frente a nosotros, tímido, confundido, molesto por ese desencadenamiento que no sabía controlar, calmar, ni mucho menos detener.
Entonces regresó al piano.
Los aplausos continuaron, disminuyeron y se callaron con pesar. Apenas instalado el silencio, Paul Niemand se dispuso a seguir tocando.
Con el primer acorde, mi corazón se detuvo: era la sonata inconclusa Jeanne 39, que habíamos bautizado Castillon. En un relámpago, volví a ver la escena que tuvo lugar seis semanas atrás. Daniel había interpretado esa sonata para mí en su casa. Sin duda, yo había estado esperando una conclusión de este tipo, la había estado anhelando sin siquiera creerlo y resulta que estaba ocurriendo.
No terminaba de sorprenderme. En el momento en que comprendí que el fragmento iba a interrumpirse dentro de unos segundos de manera abrupta, el pianista siguió tocando, sin detenerse. La continuación me resultaba desconocida y, sin embargo, era la misma obra, el mismo impulso, el mismo camino. El pianista había colmado el vacío final, había completado e interpretado los silencios. Había cerrado la obra.
Estaba conmovida, petrificada en el asiento, convencida de que el espejismo se desvanecería con el más mínimo de mis movimientos.
Todo el resto transcurrió en una especie de bruma que aún hoy sigue cubriendo el conjunto de recuerdos.
Se calmaron los aplausos cuando apareció en el escenario un hombre bajo, transpirado y con panza. Lo reconocí, se trataba del director de la sala, el mismo que, unos meses antes, había anunciado al público que Amado Riccorini estaba enfermo.
Tomó de los hombros al pianista y lo llevó casi a la fuerza hacia adelante. Entre los espectadores, el entusiasmo cedió su lugar a la curiosidad. El público se calló.
El hombre tosió levemente y declaró en tono oficial:
—Señoras y señores, quiero antes que nada aclarar que fue Paul Niemand quien deseó brindar a ustedes esta misma noche el esclarecimiento… ¡Señor Paul Niemand, es su turno!
El director de la sala se apartó, pasó por detrás del piano como para mostrar que se retiraba.
Durante un instante, el pianista permaneció frente al público, como dudando acerca de la actitud que debía adoptar. Un espectador o un periodista le dio la señal al gritar, desde el fondo de la sala:
—¡La peluca!
Paul Niemand lo aprobó. Se la sacó de golpe. Por fin, mostraba su rostro y daba a conocer su identidad.
En el silencio que siguió, crepitaron decenas de flashes.
Daniel me miraba. Y dentro de mí, algo enorme y desconocido se desbordaba de repente, una emoción que no podía controlar y que surgía sin contención.
Se adelantó:
—No me llamo Paul Niemand —dijo—. Es un seudónimo que utilicé aquella primera noche de octubre en que me pidieron que reemplazara a mi Maestro…
Tenía esa voz que yo conocía tan bien, tímida y vacilante. La del alumno de tercero que había dado a los alumnos de 2.º B una clase especial sobre Schubert. ¡Qué contraste con su seguridad y su virtuosismo en el piano!
—Si hoy estoy aquí, si merezco una pequeña parte de sus aplausos, se lo debo a quien es mi Maestro desde hace años, Amado Riccorini.
Daniel señaló a alguien de la primera fila, a mi derecha. ¡Amado Riccorini estaba sentado a pocos metros de mí y yo ni me había dado cuenta! El público lo aclamó a más no poder. El maestro se levantó, se dio vuelta, sonrió, saludó a los espectadores que seguían aplaudiendo. Daniel le hizo una seña para que subiera al escenario. El director de la sala fue a ayudarlo a subir los escalones empinados que conducían hasta el escenario. Riccorini avanzó hasta su alumno aplaudiéndolo.
—Estos elogios…
El público se negaba a hacerlos disminuir. Daniel puso cara de enojado, alzó la voz para afirmar, casi contrariado:
—¡Estos elogios, esta noche, no están destinados a mí! Los acepto, pero para dedicárselos al compositor de las obras que acabo de interpretar… En efecto, no soy yo el autor de los bises de mis conciertos anteriores. Ni el de las siete sonatas que han escuchado esta noche. El compositor de estas obras…
El silencio se había restablecido por completo. La atención del público se volvió más aguda.
—… ¡se llama Oscar Lefleix!
Fue la señal de una nueva salva de aplausos. Concluyó en un sonido ritmado, como el que reclama el regreso de un solista.
—¡Lefleix! —gritó uno en el fondo de la sala.
—Sí, ¡Lefleix! ¡Lefleix! —repitieron al unísono.
Enseguida, sin dudar de la presencia del compositor en la sala, el público comenzó a escandir:
—¡LE-FLEIX! ¡LE-FLEIX!
Daniel alzó los brazos en un gesto de apaciguamiento. Una vez reinstalada la calma, declaró:
—Oscar Lefleix murió en 1985.
Un grito de decepción se oyó entre el público.
—Pero quiero saludar aquí a la persona que ha encontrado sus partituras y ha hecho revivir su memoria. Sin ella, este concierto jamás hubiera tenido lugar. Esa persona es… su hija: ¡Jeanne Lefleix!
Daniel señaló a alguien delante de sí, en las primeras filas. Una nueva ovación surgió en toda la sala. Me llevó bastante tiempo comprender que esa seña me estaba destinada, traducir los gestos desesperados de Daniel que hacía señas para que me acercara.
Me levanté, más muerta que viva, avancé mecánicamente, dócil, sin entender bien lo que estaba haciendo. De repente, me sentí cubierta de aplausos y de luces. Daniel me recibió arriba del escenario. Me abrazó y me besó. En la sala, resonaron los bravos. Me sentía casi avergonzada de estar allí.
—Daniel, Daniel…
Me refugié cerca de él y balbuceé:
—¿Por qué? ¿Pero por qué?
Giré hacia el público, cerré los ojos e intenté esbozar una sonrisa. Y pensé tan fuerte cuanto pude en mi padre. Ahora existía. Esos aplausos le estaban destinados. Y mejor aún, ya no habría de desaparecer. Habría de revivir sin cesar en todas las memorias gracias a sus obras resucitadas.
Al cabo de largos minutos, las luces del escenario se apagaron y el público comenzó a dispersarse. Sólo había frente al escenario unas treinta personas, a quienes el director de la sala dijo:
—Señoras y señores periodistas, tengan a bien acompañarme hasta el gran salón… Allí podrán beber algo fresco mientras entrevistan al solista y a la hija del compositor. Y también a su esposa, sé que está aquí. ¿Señora Lefleix?
—Sí, aquí estoy.
Me di vuelta.
—Buenas noches, Jeanne…
Mutti me estaba mirando, algo inquieta, con la mirada perdida. Parecía estar esperando una señal de mi parte, como si no se atreviera a acercarse a mí. Me arrojé a sus brazos. Me abrazó. Estaba llorando más que yo.
—Está bien —murmuró—. Está bien. ¡Oh, Jeanne, estoy tan contenta! Todo lo que has hecho, jamás hubiera podido…
—Mutti, ¿entonces has presenciado el concierto?
Apareció Oma. Y Florent.
—Por Dios —dijo Oma—. Estábamos al tanto de todo, por Daniel. No podíamos perdernos esto.
Entonces vi a la señora Dhérault en su silla de ruedas, con su marido. Exclamé:
—Mutti, aquí están los padres de Daniel. ¡Tengo que presentártelos!
—¡Pero nos conocemos, Jeanne! Estábamos sentados juntos. Daniel previó todo.
Mutti se secó los ojos, se sonó la nariz y dijo a la señora Dhérault:
—Discúlpeme, estoy tan emocionada.
—Fue algo absolutamente excepcional —respondió sonriendo.
—Un gran momento para todos, ¿verdad? —aprobó su marido.
Un periodista se acercó:
—¿Ustedes son los padres del pianista? Oh, y ustedes, ¿la familia de Oscar Lefleix? ¿Me permiten?
La noticia se expandió de inmediato. Y en menos de treinta segundos, nuestro pequeño grupo fue tomado por asalto.
De repente, vi acercarse a nosotros al agente artístico de Daniel. Se precipitó hacia mí y me tomó de los hombros:
—Señorita, espero que me perdone mi actitud de Toulouse. No sé si recuerda…
—¡Oh, sí!
—Daniel me había dado instrucciones. Debe estar muy enojada conmigo.
—Esta noche, ya no estoy enojada con nadie.
—¿Jeanne? —dijo Daniel—. Creo que no conoces a Amado Riccorini.
El viejo músico se acercó y me estrechó la mano con fuerza.
—Daniel me ha hablado mucho de usted. Su padre, señorita, era un gran compositor.
—Y su alumno, Maestro, es un gran pianista.
Alrededor de nosotros, los grabadores daban vueltas y los flashes crepitaban. Daniel me había traicionado un poco. Él había tenido tiempo para preparar esta noche y yo debía improvisar.
Ya era tarde cuando terminó la reunión. Jean Jolibois quiso acompañarnos a cualquier precio. En su auto, me sentía algo embriagada: la música, la emoción, la champaña y la noche… Al día siguiente, el nombre de Oscar Lefleix aparecería en los diarios.
Para mi padre, sería una segunda vida.