Me interné a repasar, poniendo entre paréntesis el problema de las partituras de mi padre. Para concentrarme mejor, llegué a perder la costumbre de escuchar discos mientras estudiaba. Dentro de quince días, el año escolar habría terminado. Abandonaría mis libros para recuperar la música.
En ese momento, ignoraba incluso si volvería a ver a Daniel antes de fin de año. El martes, ya no estaba. No me llamaba por teléfono.
Llegó el día de la reunión de profesores. Asistí a ella como delegada adjunta. Pasé a tercero, como había previsto. Me pareció tan normal que no sentí alegría alguna. Cuando salí del Chaptal, ya eran un poco más de las cuatro. Y entonces, para mi gran sorpresa, ¡vi a Daniel en nuestro banco, escribiendo!
Fue como un rayo de sol. Era el acontecimiento más agradable de la semana. Quise ir a sentarme a su lado sin que me viera. Pero estaba aún lejos cuando alzó los ojos. Por su mirada, comprendí que había ido a esperarme.
Me preguntó si andaba bien y cómo se presentaba el examen.
—Paso a tercero. Es lo principal.
Sentía que esas preguntas rituales no eran más que un preámbulo. Daniel es como una sonata, una ópera, un concierto: antes de entregar y desarrollar el tema principal, necesita una exposición, un preludio.
—Jeanne —me dijo por fin—. Tengo muchas razones para pedirte perdón.
—¿Tú? ¡Te estás riendo de mí!
—No. El otro día, cuando me propusiste acompañarte a Toulouse para ese concierto…
Mi rostro debe haberse endurecido de inmediato.
—Es inútil volver sobre eso. Te lo ruego, Daniel, no hablemos más de ese tema.
—Me gustaría… ¿Cómo decírtelo? Arreglarlo.
—No hay nada que arreglar.
—Oh, sí.
Sacó dos tiques de su bolsillo. Dos tiques cuyo color rosa me resultaba familiar.
—Aquí tienes —continuó, muy perturbado—. Creíste que estaba celoso de ese pianista, Paul Niemand. Pensaste que fue por despecho que me negué a acompañarte a Toulouse… Espera, no me interrumpas. Quisiera probarte lo contrario. Tu virtuoso va a dar un nuevo concierto el sábado que viene en la Pleyel.
—Sí. Estoy al tanto.
—¿Aceptarías que fuéramos juntos?
Me quedé muda. ¿Qué decirle? Claro, era muy amable de su parte. Pero llegaba demasiado tarde.
—¿No te gustaría?
No sé muy bien mentir. Comprendió que le estaba escondiendo algo.
—Sabes, Paul Niemand me ha decepcionado mucho.
—¿Sí?
No tenía nada de ganas de relatarle mi expedición y el fiasco de mi empresa. Un pequeño resto de amor propio.
—Sin embargo —afirmó—, he leído las críticas de su último concierto…
—¡Oh, no estoy hablando de su manera de tocar! Pero se ha convertido en una estrella. Cultiva su apariencia y su anonimato para llenar las salas.
—Justamente, afirman que durante este nuevo concierto, va a revelar todo sobre…
—Sí, lo sé.
Daniel dejó pesar un breve silencio. Tímidamente, agregó:
—Pensé que te alegraría asistir a ese concierto. Creía que te gustaba ese pianista.
—No, Daniel. Tú me gustas.
Ni siquiera era una confesión, sino una simple constatación. Comprendí su alcance en el momento mismo en que la estaba formulando.
—No creo que sea de mí de quien gustas, Jeanne —dijo sin mirarme.
—¿Cómo? ¿Pero qué te permite afirmar eso?
—No es una afirmación, es una duda. Creo que tú misma te equivocas. En realidad, estás enamorada de ese pianista.
—¡Lo odio!
—Es lo mismo. O bien amas a tu padre a través de él. Porque los dos te parecen igualmente gloriosos e inaccesibles. Es tanto más fácil amar un recuerdo, una imagen. ¡Es tanto más lindo que la realidad!
—Te equivocas.
—Puede ser… ¿Y si simplemente amaras la música, Jeanne?
—¡Pero tú me has hecho descubrir la música!
—¿Yo o ese pianista?
Suspiró, agregando:
—Él o yo, ambos fuimos solamente instrumentos.
—Sí. Pero tú, Daniel, estás aquí. Te conozco. Existes.
Alrededor de nosotros, los transeúntes pasaban, los autos vociferaban, los pájaros cantaban entre los árboles que recuperaban su color verde. Me había encariñado con ese sitio, ese banco, ese paseo, aunque no tuvieran nada de amable ni de excepcional. Pero se habían vuelto una parte de mi existencia. Ya se estaban construyendo un lugar en mi memoria, un espacio acogedor que deseaba preservar. Ignoraba si Daniel no era más que un fragmento de ese presente en marcha, o si acompañaría mi vida. Deseaba en verdad continuar ese camino que comenzaba en aquel banco, cerca del colegio. De a dos, el mismo recuerdo cobra otro relieve. Porque no es exactamente el mismo.
—¿Qué debo hacer con estas entradas?
—Guárdalas. Iremos. Estoy muy contenta, Daniel, contenta de pasar unas horas contigo.
Puse a Mutti al tanto de esa salida que tendría lugar justo después de mi examen. No pronunció ninguna reserva. Desde hace unas cuantas semanas, ya no hablamos mucho.