La noche de ese concierto memorable, a Daniel y a mí nos había costado separarnos. Apenas nos vimos durante el fin de ese mes de mayo. Nuestros horarios se modificaron por la ausencia de ciertos profesores que tenían que tomar exámenes. Yo estaba libre a menudo y sin saber qué hacer. Pero nuestro banco estaba desesperadamente vacío y Daniel, en el teléfono, me daba el pretexto de unos últimos repasos por hacer. Tenía la impresión de que se estaba escapando de mí.
Escuchando France-Musique, me enteré por casualidad de que Paul Niemand daría un concierto a principios de junio. Tendría lugar en Toulouse, en la Halle Aux Grains. Era imposible perderme semejante oportunidad. Pero Mutti no tuvo la misma opinión. Para nada.
—¿Cómo? ¿Un concierto en Toulouse? ¡Pero Jeanne, ni se te ocurra! ¿Por qué no en Tokio o en Filadelfia?
—De todas maneras, Mutti, iré. Debo darle a ese pianista las partituras de papá.
—¡Envíaselas por correo!
—¿A qué dirección? No. Debo verlo, explicarle… Quiero dárselas en mano.
Se encogió de hombros, fastidiada.
—De acuerdo. ¿Pero es tan urgente? ¡No es el último concierto de Paul Niemand! Volverá a tocar, seguramente, en París.
—Dentro de algunos meses, será famoso e inaccesible. Tal vez, ya sea demasiado tarde.
Mutti tenía su cara de los malos días. A veces, es tan obstinada como yo. Trató de probarme que sería inútil insistir.
—Jeanne, es un capricho, una locura. Sabes que consiento dejarte pasar muchas… ¡Pero esta, no!
Afortunadamente estaba segura de contar con un aliado.
El martes siguiente, me encontré con Daniel en el banco. Cometí el error de lanzarme enseguida en una explicación de mi problema. La cara radiante de Daniel se iba modificando a medida que hablaba; ni siquiera buscó disimular su inquietud.
—Un minuto, Jeanne. ¿No estarás esperando que yo te acompañe a Toulouse? ¿Sólo para ir a ese concierto de… Paul Niemand?
¿Para qué confiarle mi verdadera intención de entregarle al joven pianista las partituras de mi padre? Sus reparos me revelaban de golpe lo que venía sospechando desde hacía un tiempo. Acumulaba buenas razones para echarse atrás:
—¿Se lo contarías a tu madre? ¿Y crees que estaría de acuerdo? ¿Que nos daría su bendición para permitirnos ese fin de semana en la otra punta de Francia? ¿Que me diría: «Daniel, tengo confianza en usted. Váyase en tren con mi hija. Tome, aquí tiene la plata para el concierto y hasta para el viaje»? ¿Por qué no para el hotel también?
La cólera y la pena me formaban en la garganta un nudo que estaba por explotar. Era verdad, había soñado. Había soñado que Daniel tomaría por asalto esta oportunidad. Que me diría: «¿Avisarle a tu madre? Inútil, es evidente que no aceptará. Yo la llamaré desde la estación, justo antes de nuestra partida, y le diré: “Señora, Jeanne está conmigo. ¡La amo! ¡Me la llevo! ¡Y ni siquiera le pregunto qué piensa! Sí, es una locura. Pero estoy loco, señora, loco por su hija”».
Desgraciadamente, este tipo de situación no se produce más que en las novelas edulcoradas. O en las series malas de la tele, como Un amor de verano.
Daniel me daba argumentos de adulto, de padre, de profe. Me había olvidado de que era razonable. Y eso no podía soportarlo.
—¡Jeanne! ¡Espera… Jeanne!
Me fui corriendo, sin darme vuelta. Regresé a casa en un paso para subir enseguida a lo de Oma. En llanto, le expliqué lo que acababa de ocurrir: mis esperanzas, la negativa de Daniel, mi decepción. Y la necesidad absoluta de ir a Toulouse para entregar esas partituras al pianista.
Oma me escuchaba, vacilante y perpleja:
—No… eso también es mucha plata, querida mía.
—¡No es una cuestión de plata, Oma! Te pago el viaje, el hotel, el concierto. ¡Qué importa si se me van en eso todos mis ahorros! Compréndeme, no es por mí, es por papá. Para que exista, ¿entiendes?
—Voy a ver… Voy a hablar con Grete. No te garantizo nada.
Hubo una reunión familiar a la noche siguiente. Hasta Florent participó. Mutti fue la única en hablar. Cedía. Pero le daba a mi victoria el gusto del fracaso.
Fue algo breve y seco:
—Te irás el sábado con Oma. Tu abuela piensa que podrían tomar el Capitole después del concierto. Yo les aconsejo reservar un hotel y regresar el domingo. Se sabe cuándo comienza un concierto, pero no cuándo termina. Sobre todo, si quieres ir a ver a tu pianista. Está de más decir que corres con los gastos de esta locura ridícula. Si termina bien, estaré encantada. Pero si no sirve de nada, como pienso, te pido que nunca más me vuelvas a hablar de todo esto. ¿De acuerdo?
Era la guerra. Pues en «todo esto», nadie dudaba de que Mutti incluía las partituras, los conciertos, Paul Niemand, mi padre. Y hasta incluso, la música en general.
Tenía que lograrlo.
La continuación se hunde en una pesadilla espantosa.
Oma y yo tomamos el Capitole el sábado a la tarde. Inútil aclarar que Mutti no nos acompañó a la estación. A pesar del confort del tren, el viaje fue largo y penoso. Había llevado conmigo resúmenes de Ciencias naturales y fichas de Historia para repasar. Imposible concentrarme. No tenía en la cabeza más que las palabras que iba a pronunciar y que convencerían a Paul Niemand. Quería mirar el paisaje, pero mi alma estaba más lejos que el horizonte. Me hubiera gustado saltar del tren y empujarlo para que avanzara a mayor velocidad.
A veces, Oma alzaba los ojos de su revista y me miraba entre suspiros.
En Toulouse, primero fuimos al hotel a dejar nuestro equipaje. Claro, habíamos reservado todo por teléfono, incluso las entradas para el concierto. En las calles, en las cercanías de la Halle Aux Grains, la silueta de mi pianista sin rostro cubría gran cantidad de carteles. Mi orgullo se teñía de amargura, Paul Niemand se escapaba. Todavía, no sabía hasta qué punto…
Llegamos entre los primeros; estábamos bien ubicadas, en la fila diez o doce de la platea. Oma compró el programa. Apenas lo miré. Esta vez, no venía a escuchar a Beethoven, ni a Liszt, ni mucho menos a Stockhausen.
Al principio, constaté con alivio que Paul Niemand estaba allí; hasta el último minuto, había temido que reemplazaran al solista. ¡Sabía que eso era posible!
Lo que interpretó me fue por completo indiferente. Con mis partituras sobre las rodillas, estaba esperando el final del concierto.
Durante el bis, mi atención se encontró de golpe cautivada. Paul Niemand, una vez más, interpretaba una de sus composiciones: una sonata que se parecía singularmente a la última de las tres obras inconclusas de mi padre. La estupefacción perturbaba mi atención. Era evidentemente imposible. Sin embargo, identifiqué a la perfección una frase entera, la última… ¡pero la sonata siguió!
El eco del piano ya se perdía en mi memoria. ¿No había soñado? ¿No estaría tomando mis sueños como reales? Esa era, sin duda, una razón suplementaria para encontrarme con el intérprete.
Ese bis fue una apoteosis. El público ovacionó al pianista que vino a saludar varias veces. Mientras sacudía frente a las primeras filas de la platea su cabellera abundante, mi corazón latía con fuerza. ¡Ojalá todo sucediera como lo había previsto!
No esperé el final de las ovaciones. En cuanto llegamos a la Halle Aux Grains, ubiqué los bastidores. Me lancé hacia allí. Ya había una multitud ante la puerta que conducía a los camarines de los artistas: espectadores deseosos de felicitar al solista y, también, gran cantidad de periodistas. Dos hombres impedían a toda esa gente ir más lejos.
Con el aplomo más natural del mundo, me abrí paso en el grupo, ostentando el paquete de partituras. Cuando llegué a la altura de los dos hombres, me escabullí entre ellos.
—¿Señorita? —preguntó uno.
—Son las partituras de Paul Niemand —dije sonriendo.
Sin detenerme, empujé la puerta.
Un brazo vigoroso me impidió ir más lejos.
—¡Pero… es urgente!
Mi error fue haber querido franquear la barrera de los dos guardias. Olía a trampa.
—Un segundo, señorita. El agente artístico del señor Niemand está por llegar.
—Discúlpenos. Tenga a bien retroceder, por favor.
Había fallado, como lo confirmaban las miradas un poco burlonas de los dos hombres.
De repente, la famosa puerta se abrió y un hombre alto, de esmoquin, apareció. Enarbolaba una sonrisa espléndida. Una verdadera publicidad de dentífrico. De inmediato, las conversaciones, las protestas, los murmullos se apagaron.
—Señoras y señores, Paul Niemand me encargó de dirigirles su agradecimiento por su interés. Asimismo, les comunica sus disculpas, no desea ver a nadie…
Un clamor de irritación, casi de cólera, surgió del grupo a mi alrededor.
—¡Que se cuide! —gritó a mi lado una mujer, blandiendo una cámara de fotos—. Somos los trampolines de su éxito. ¡Pero también, podríamos ser los de su olvido!
—¿Y, además, qué es ese desprecio hacia quienes se interesan por él? —protestó otra persona.
—¡Este anonimato es un truco! —lanzó un desconocido en tono vindicativo—. Hasta ahora, funcionó, pero el público se está cansando.
—¿Quién sabe si Paul Niemand no es un artista conocido que se esconde detrás de una peluca? ¡Tal vez, es el mismo Amado Riccorini!
—¡Sí, una buena manera de llamar la atención!
—¡Y de duplicar sus cachets! Señor Jolibois, ¿usted también es el agente artístico de Amado Riccorini, verdad?
El interpelado levantó los brazos en un gesto de apaciguamiento:
—Señoras, señores… se equivocan. Paul Niemand no es Amado Riccorini. ¡Se trata realmente de uno de sus alumnos del Conservatorio Nacional Superior de París!
Surgieron exclamaciones y preguntas:
—¡Ah, por fin alguna información!
—¡Ese es un secreto a voces! ¡Lo sabemos desde el principio!
—Ningún alumno de Amado Riccorini se llama Paul Niemand. ¿Quién es?
El llamado Jolibois agitó los brazos con frenesí.
—Es verdad que la incógnita de Niemand ha contribuido a su éxito. Pero tengo una buena noticia para ustedes: al final de su próximo concierto, todos los misterios serán revelados.
—¿Veremos su rostro?
—¿Conoceremos su identidad?
—¿Podremos hablar con él?
—¿Entrevistarlo nosotros mismos?
El agente artístico ya no sabía qué hacer con sus brazos. Parecía un espantapájaros, un director algo ridículo desbordado por una orquesta en delirio.
—¡Sí! —exclamó por último—. Sí, respondo que sí a todas las preguntas. Paul Niemand se ha comprometido a ello. Como yo, los espera entonces dentro de tres semanas en la sala Pleyel. Señoras y señores, muchas gracias.
Sin deshacerse de su sonrisa, dio media vuelta y desapareció entre bastidores. Los dos hombres se pusieron al frente de la puerta. El presidente de la República no hubiera estado mejor protegido.
Frustrados, admiradores y periodistas comentaron al dispersarse las promesas del agente artístico. Obstinada, yo no me moví un milímetro. Al cabo de unos segundos, uno de los guardias me advirtió:
—¿Ha escuchado, señorita? No verá a Paul Niemand. Tenemos órdenes.
—Yo también. Debo entregarle estas partituras. No me iré de aquí.
—Como guste.
Pensé con terror que en ese mismo momento el pianista debía estar saliendo por la entrada de los artistas. ¿Tal vez tendría que haber ido a esperarlo allí? Pero unos guardias debían estar también cortando el camino a los inoportunos. Al menos, lo habría visto, me lo habría cruzado…
No sé qué sucedió, quizás lloré, empalidecí, o de repente impresioné a los dos hombres. Uno de ellos dijo:
—Voy a ver, espere.
Desapareció por la puerta. Mi esperanza dio un salto. Y cayó muy rápido. Cuando el hombre volvió a aparecer, sólo estaba acompañado por el agente artístico del pianista. Este se inclinó hacia mí, en una actitud casi paternal.
—¿Pero, al fin y al cabo, qué desea, señorita?
—Quisiera ver a Paul Niemand… entregarle estas partituras.
En tres frases, entre dos sollozos, le expliqué de qué se trataba. Apoyó sobre mis hombros sus manos grandes como remos:
—Comprendo. Comprendo perfectamente, señorita. Pero Paul Niemand ya no está en su camarín. Mire, ya se retiró.
—¡Debí… debí haberlo esperado a la entrada de los artistas!
La sonrisa de Jolibois se volvió tierna y triste.
—Inútil, salió con los espectadores, se mezcló entre ellos. Nadie lo ha reconocido.
Le extendí mis partituras.
—Sea amable, déselas. Dígale que voy a escribirle para explicarle…
Sacudió la cabeza.
—No hará nada con esas partituras, señorita.
—¡Por supuesto que las mirará! ¡Su música se parece tanto a la que escribía mi padre!
—Paul Niemand tiene otras cosas que hacer. Mire, lo siento mucho.
Ya estaba retrocediendo, se alejaba. Entre todas mis previsiones, incluso las peores, no había imaginado un fracaso semejante. Arrojé las partituras al piso, gritando:
—¿Pero qué le cuesta tomarlas? ¡No importa! ¡Acabará por recibirlas! ¡Se las enviaré por correo!
Jolibois se dio vuelta. Seguía sonriendo. Era peor que si estuviera enojado.
—Soy yo quien recibe su correspondencia, señorita. Me ha pedido que la clasifique y que responda todas las cartas.
El hombre desapareció. Estaba ahí, quieta, llorando, arrodillada sobre la moqueta. Oma vino a levantarme.
—Vamos, vamos, Jeanne. Mi pequeña, vamos ya…
Creo que lloré toda la noche. Es el único recuerdo que he guardado de ese hotel de Toulouse, El Gran Balcón creo, célebre porque allí se reunían, durante la primera mitad del siglo, todos los pioneros de la aviación.
El domingo, el regreso a París fue triste, silencioso, fúnebre. Oma ni siquiera intentaba consolarme.
En casa, Mutti no me preguntó nada. Me fui a encerrar en mi cuarto mientras su madre, supongo, le contaba en detalle nuestra expedición.
Me encontré con Daniel en el banco el martes siguiente. ¿Habrá sido por mi cara triste? No me preguntó nada sobre el concierto. Desde entonces, Paul Niemand se volvió un tema tabú. Lo cual ya era demasiado.
Pero Daniel estuvo, lo reconozco, particularmente atento y tierno. ¿Cómo no oponer su delicadeza, su preocupación por satisfacer mi más mínimo deseo, al egoísmo y a la pretensión de ese pianista? Ahora, ese pequeño genio de la música me producía horror. Deseaba que esa estrella desapareciese tan rápidamente como había nacido.