Una tarde en lo de Daniel

La semana siguiente, le anuncié a Mutti, más por precaución que por provocación:

—Mañana a la tarde voy a lo de Daniel. Daniel Dhérault.

—Muy bien. ¿Sabes que el examen es dentro de un mes y medio?

Esa es la manera de Mutti: no prohibir nada, no aconsejar nada, sino emitir una observación precisa que constituye, a la vez, una crítica y una advertencia. No tengo ninguna amiga. Estudio toda la semana. Salimos poco. Además, con excepción de las Matemáticas, tengo arriba de siete en todas las materias e incluso, excelentes resultados en Lengua. Pasaré de año sin ningún problema. Pero para Mutti, no es suficiente.

Daniel me recibió como una invitada de honor. Había puesto flores en la mesa ratona que está en la gran pieza dominada por el piano.

Sus padres estaban allí. Tomamos té y jugo de frutas. La madre de Daniel estuvo fría y más bien distante, como la vez anterior; todo lo que hizo fue observarme de lejos. Su padre estuvo particularmente amable. Es un hombre de unos cincuenta años, muy dulce, con cara de cansancio y una sonrisa un poco triste.

—Daniel me contó que su padre era ingeniero de sonido. Es curioso… El mundo es chico: yo también iba mucho a la O.R.T.F. en los años sesenta. Buscando un poco, podría saber las fechas y los lugares exactos donde pudimos habernos cruzado él y yo.

—¿Usted cree? ¿Habrá conocido a mi padre?

—Oh, su nombre no me dice nada. Pero tal vez trabajamos juntos, más tarde, en el I.R.C.A.M., sin que yo sepa. Hoy los dos tendríamos la misma edad.

—¿El I.R.C.A.M.?

—Es el Instituto de Investigaciones de Música Contemporánea que está cerca del Centro Pompidou. Conocí allí a muchos artistas. Su padre probablemente ha grabado mis obras allí, en la época en que yo quería ser compositor.

—¿Compositor? ¡Pero si usted es compositor!

—¿Yo? No. Fabrico cositas para la tele. Eso me permite ganarme la vida. Pero mi música, gracias a Dios, desaparecerá al mismo tiempo que los productos comerciales que promociona.

Barrió el aire con la mano como para alejar a un insecto, o para sugerir que el tema no merecía que nos detuviéramos más tiempo.

—Daniel me hizo escuchar la música de su padre. Si alguien merece ser llamado compositor es él, no yo.

El elogio me hizo sonrojar.

—Además —agregó la señora Dhérault—, tenemos muchos discos que su padre ha grabado. Bien… bueno, vamos a dejarlos. ¿Levantarás todo, Daniel?

Le pidió luego a su marido que empujara su silla de ruedas.

En cuanto salieron, quise ayudar a Daniel. No aceptó y me sentó a la fuerza en un sillón.

—No. Quería que vinieras para hacerte escuchar algunas cosas. Pongo esto en marcha. Quédate aquí.

Puso un disco de 33 y desapareció en la cocina. De repente, el sonido potente de una trompa estalló en la pieza, desgranando un largo tema solemne. Enseguida, la orquesta entera vino a puntuar esos acordes graves y potentes, in crescendo. Luego el tema se apagó, para ceder su lugar a una especie de marcha fúnebre terriblemente inquietante, en la que las trompetas, a veces, surgían como advertencias divinas. Era soberbio y grandioso.

Gracias a la calidad de los aparatos, la orquesta me parecía estar tan cerca como en una sala de concierto. Y esa música desconocida me producía escalofríos en la espalda. Daniel apareció:

—¿Te gusta?

—Sí. ¡Es extraordinario! ¿Qué es?

—Gustav Mahler. Sinfonía N.º 3. Gusta o no gusta. Pero cuando uno es sensible, entra en otro universo, ¿verdad?

Era verdad. Aún hoy, cuando escucho el principio de esta sinfonía, siento la misma emoción que se apoderó de mí aquella tarde.

Daniel no quiso hacerme escuchar el segundo movimiento.

—¿La orquesta es distinta del piano, no?

Vino a sentarse a mi lado, en el sillón.

—¿Hasta ahora nunca has ido a un gran concierto, con una orquesta sinfónica?

—No.

—Me gustaría hacerte descubrir eso. Me gustaría…

Daniel chocaba contra las palabras, las pensaba diez veces antes de decirlas. Me hubiera gustado socorrerlo, romper ese caparazón que escondía el sentido de sus frases. Pues lo sentía atormentado por otra cosa.

—Me gustaría hacerte escuchar una orquesta de verdad… ¿Aceptas?

Dije que sí sin comprender. No me miraba, me hablaba casi mecánicamente, como para enmascarar lo que su propuesta tenía de delicado.

—Tengo dos entradas para un concierto el sábado que viene. El programa te permitiría familiarizarte con la música contemporánea. Creo que podría gustarte. O, al menos, interesarte.

Hubiera jurado que había preparado un discurso. Lo recitaba como una lección bien estudiada.

—Si no puedes venir, no importa. La ocasión volverá a presentarse. Pero me gustaría estar contigo cuando vayas por primera vez a un concierto sinfónico… ¡Eso es!

Se estaba peleando con un paquete de galletitas que no podía abrir. Tomé su mano e inmovilicé su gesto; no tenía nada de hambre. Estaba, sobre todo, muy emocionada y no sabía cómo decírselo. Por último, levantó hacia mí una mirada triste y tímida para decir:

—Tengo la impresión de que la otra vez hubo un malentendido. No me gustaría que volviera a pasar. ¿Podrás el sábado que viene?

No había soltado su mano.

—Sí. Te agradezco. Me dan muchas ganas.

—El concierto es en esa famosa Casa de la Radio donde tu padre ha trabajado. En el estudio 104. He pensado que…

Se calló, inhibido tanto por mi estupefacción como por mi mano sobre la suya.

—Tienes razón. Es muy amable de tu parte.

Yo hacía durar el silencio para que sucediera algo loco o inesperado. Pero Daniel rompió el encantamiento, levantándose bruscamente.

—Espera. Ya que parece que te gusta Mahler, me gustaría hacerte escuchar esto…

Puso otro disco.

Reconocí enseguida a Mahler. Sin lugar a dudas, los compositores tienen un estilo, como los escritores. De repente, una voz surgió de la melodía, un timbre a la vez frágil y grave, tenue y potente.

Como permanecía muda, Daniel murmuró respetuosamente:

—Es Kathleen Ferrier. Desde su muerte, ya nadie ha cantado como ella.

Yo escuchaba, fascinada. Daniel me pasó la tapa del disco. Se trataba de las Canciones a la muerte de los niños, de Mahler.

Cerré los ojos y me dejé acunar por la música. Cuando se detuvo, siguió el sonido de un piano, en una extraña continuidad melódica. Necesité algunos segundos para darme cuenta, de golpe, de que se trataba de una de las tres sonatas inconclusas de mi padre.

Abrí los ojos. Daniel estaba al piano. Lo vi de espaldas. ¿Los fragmentos se habían sucedido? ¿Era mi estado de ánimo particular? ¿O el adormecimiento y el bienestar que se habían apoderado de mí poco a poco? Me sentí transportada muy lejos en el tiempo y en el espacio: ya no era Daniel el que tocaba. Era el pianista sin rostro. O mi padre. O alguien más que no podía identificar y que era la simbiosis de esos dos personajes amados, admirados e igualmente inaccesibles.

La ilusión milagrosa se prolongó hasta que la música se terminó, brutalmente, como cortada por un cuchillo.

El pianista, por fin, se dio vuelta.

Era Daniel. No sabía cómo expresarle mi agradecimiento. Balbuceé:

—Al principio, creí que me estabas pasando una de las cintas magnéticas. ¿Cómo has hecho?

—Oh, grabé todo en un casete. Y retranscribí la música de tu padre para poder aprenderla, trabajarla…

—¡Pero tocas exactamente como él!

—¡Me ha bastado con escucharlo e imitarlo!

Pensé en el tiempo que había pasado en poner a punto esa sonata. De repente, mi mirada dio con el reloj de pared. Era tarde, muy tarde. Mutti me estaba esperando desde hacía más de una hora.

Me levanté de prisa. Daniel me extendió una partitura.

—Toma, está escrita. Pensé que te gustaría sumarla a las otras.

—Daniel, me has hecho pasar una tarde extraordinaria. He sido muy injusta contigo. Has… eres maravilloso.

Ya estaba en la puerta. A mí también me faltaban las palabras. Y Daniel me miraba con una expresión tan conmovedora… Sin pensar, tomé su cara entre mis manos y lo besé, muy rápido. Luego me sumergí en el vestíbulo sin darme vuelta.

Pero regresé a casa lentamente para conservar, el mayor tiempo posible en mi memoria, el contacto de sus labios sobre los míos.