Semanas difíciles

Escuchaba la «voz» de mi padre a menudo. Le había pedido a Daniel que me grabara en casete las cintas magnéticas. Muchas no contenían nada más que música grabada. Conciertos muy viejos, porque el presentador, con una voz oficial, un poco a la antigua, anunciaba enfáticamente:

«Gracias por escuchar France IV. El programa se transmite en estéreo. Pueden proceder a la sintonización de su receptor…».

Esperaba con impaciencia el momento en que anunciaba: «Transmisión, Oscar Lefleix».

En aquel entonces, el nombre del ingeniero de sonido aparecía siempre citado en los créditos. Había un ingeniero de sonido como existe, en el teatro, un director. Esos conciertos se transmitían en directo (¡un directo de hace treinta o cuarenta años!) y presentaban música contemporánea: Daniel Boulez, Daniel Schaeffer, Henry Dutilleux, Krzisztof Penderecki, Olivier Messiaen, György Ligeti…

A pesar de toda mi buena voluntad, esa música me resultaba hermética; esos conciertos, desconcertantes. Prefería las grabaciones de las tres últimas cintas magnéticas.

Había un piano. Obras de Oscar Lefleix grabadas en directo. Por el compositor mismo que era, a la vez, su propio ingeniero de sonido. Fragmentos inconclusos, que no llegaban a nada. Frases, a veces, aisladas. Temas lanzados en desorden… Borradores.

Pero esas grabaciones eran mil veces más preciosas que las anteriores, porque mi padre estaba al piano.

Daniel, que había estudiado las partituras, me explicó por qué esos fragmentos estaban inconclusos:

—Tu padre improvisaba antes de tomar nota. Grababa sus pruebas, las volvía a escuchar y guardaba lo mejor para retranscribirlo definitivamente.

Por desgracia, ninguna de esas tres grabaciones era una obra completa. Eran tres esbozos de sonatas diferentes. La muerte había interrumpido la tarea del músico.

Las obras terminadas habían sido prolijamente anotadas en el papel pentagramado. Pero a mi padre le había parecido bien no grabar ninguna. Le bastaba saber que estaban fijadas en el papel.

Daniel me devolvió los casetes y las cintas magnéticas originales. Esa misma noche, mientras Florent miraba televisión, llevé a Mutti a mi dormitorio y la invité a sentarse en mi cama:

—¿Tienes un momento? Escucha:

Le hice escuchar la sonata inconclusa más larga de mi padre, cinco minutos de una música cuyas extrañas armonías comenzaban a serme familiares. Mutti fruncía el ceño, emocionada o asombrada. Cuando el sonido del piano se calló, con un acorde interrogativo, me miró con una sonrisa forzada.

—Tocaba muy bien, ¿no te parece?

Mutti se evadía. Cuando uno mira La Gioconda, ¿qué sentido tiene decir que el pintor sabía dibujar bien?

—¿Pero qué piensas de la música, Mutti?

Reflexionó, como para medir bien sus palabras, sin duda por miedo a lastimarme.

—Me parece… rara, a decir verdad. Escuchándola, pienso que Oscar está al piano y me conmueve, Jeanne. Pero menos de lo que hubiera podido temer. ¿Cómo explicártelo? Esa música… no es como él. Es extraña.

Me encogí de hombros. Mutti tal vez tiene buen corazón, pero no tiene mucho oído. Esa música no puede sino parecerse a mi padre. Primero, porque es el único retrato que me ha dejado. Y luego, porque la mejor manera de entrar en la intimidad de un músico no es mirar su foto, ni incluso vivir dos años a su lado, sino escuchar su voz interior.

Eso me lo había enseñado Daniel con su clase especial sobre Schubert.

La primavera acababa de llegar. Un miércoles a la tarde en que Mutti había llevado a Florent al museo, invité a Daniel a casa.

Cuando tocó el timbre, silbé de admiración: había hecho un esfuerzo vestimentario. Para disimular su inhibición, me metió un paquete entre las manos:

—Son algunos discos. Compactos, para no competir con tu padre.

Me quedé estupefacta ante la gran caja: la Obra Completa para piano de Franz Schubert por Amado Riccorini.

—¡Daniel! ¡Es una locura! ¡Debe haberte costado una fortuna!

—¡Ni un peso!

Como me costaba creerle, insistió:

—¡Pero sí, te lo juro!

Puso una cara de canalla que no le pegaba para nada y agregó:

—¡Lo he robado!

—No es cierto…

—No, no es cierto. ¿Quieres que te lo diga? Bueno, es un regalo que me hicieron. Y como ya tengo estos discos, pensé que te gustarían.

Me arrojé a su cuello y se quedó como tonto.

—Daniel, tengo que pedirte algo.

Le mostré el pilón de partituras que estaba encima de mi escritorio.

—Son las obras de mi padre. Algunas llevan un título, pero no tienen fecha; otras tienen fecha, pero ningún título. No sé cómo clasificarlas.

—Déjame ver.

Pasamos un rato desmenuzando las partituras. Arriba de cada primera página, Daniel anotaba con lápiz mi nombre, Jeanne, seguido de un número.

Me explicó que la obra de cada músico llevaba un número de opus que correspondía al orden cronológico. Para Prokofiev, existen 138. Para Bach, más de mil.

A veces, la palabra «opus» es reemplazada por el nombre de la persona que ha reconstituido la cronología de la obra. Por ejemplo, Longo o Kirkpatrick para Scarlatti o Deutsch para Schubert. Para Bach, las iniciales B.W.V. significan Bach Werke Verzeichnis, es decir, el catálogo de sus obras.

—¿Pero por qué Jeanne?

—Porque eres tú quien ha encontrado y reconstituido el orden de las obras de tu padre, ¿no? Hay treinta y siete.

—Me has ayudado un poco. Pero quisiera pedirte algo más. Me gustaría… me gustaría escuchar la música que contienen. Escuchar aunque sea una de las sonatas, completa. ¿Comprendes?

—Sí.

Parecía, de golpe, perplejo.

—¿Sabes tocar música, verdad? ¿No podrías tocarme uno de estos fragmentos? Habías empezado a hacerlo el otro día.

—Sí, pero justamente, estas obras son difíciles. Tendrías que darme tiempo.

Comprendí que Daniel no quería negarme ese favor, pero que le iba a costar mucho, sin duda, largas horas de trabajo. Debía tener otras cosas que hacer en ese momento, en tercer año. Creí necesario justificarme:

—Me gustaría que la obra de mi padre existiera. ¿Cómo devolverle la vida?

—Debería ser interpretada y publicada.

—¿Publicada? ¿Se publica la música como los libros?

—¡Por supuesto! ¡Para interpretar una obra, es necesario que los músicos compren las partituras!

—¿Y dónde?

—En las editoriales de música. Una de las más importantes se llama Durand; está en la calle del Faubourg-Saint-Honoré.

Supe enseguida lo que me quedaba por hacer.

En Durand, expliqué mi descubrimiento, la existencia de las bandas magnéticas, y mostré las partituras. La empleada las miró durante un instante.

—Espere, señorita, no entiendo muy bien. Su padre, Oscar Lefleix, ¿era entonces compositor? ¿Ya ha sido interpretado?

—No… En fin, no creo. En todo caso, no creo que su música ya haya sido editada.

—¡Oh, no, eso puedo asegurárselo! —me respondió con una sonrisa—. El nombre de Oscar Lefleix no figura en nuestros catálogos.

—Justamente, me gustaría que ustedes editaran su música, para que pueda ser tocada.

La mujer pareció incomodarse. Me explicó, tomando mil precauciones, que una edición costaba muy cara y no se realizaba sino cuando la obra ya había sido tocada, incluso, varias veces.

Era un círculo vicioso.

—¿Y si pago la edición?

La señora me miró con una conmiseración emocionada.

—Me temo que eso esté muy por encima de sus posibilidades.

Salí de allí con el corazón enfurecido y las partituras bajo el brazo.

Unos días más tarde, en el momento justo en que estaba por entrar a casa, Oma me llamó desde su palier, que está al lado del nuestro. Me hizo entrar a su casa y me mostró el diario en la página de espectáculos.

—Mira, ¿no es este tu pianista preferido?

Era él: «Paul Niemand en concierto en la sala Gaveau el 12 de abril: Bach, Schubert, Prokofiev».

—¡Fantástico! Voy a ir.

—¿Con quién?

Olvidaba que Mutti no me permitía salir sola.

—Quédate tranquila Oma, ya tengo una idea.

—¿Sí? ¡Qué lástima, yo tenía otra!

Pobre Oma. He sido muy injusta. Después de todo, era gracias a ella que yo, a principio de año, había asistido a ese primer concierto que estaba en el origen de tantos descubrimientos…

Encontré a Daniel en el banco. El tiempo ya estaba bastante clemente como para quedarnos a conversar afuera. No di vueltas:

—Paul Niemand… sabes, ¿el pianista sin rostro? Bueno, va a estar en la sala Gaveau el 12 de abril.

Tuve la clara impresión de que Daniel simuló entusiasmarse al contestarme:

—¡Oh! Formidable. ¿Y piensas ir al concierto?

—No me lo perdería por nada en el mundo. Y como me toca a mí regalarte algo, me encantaría que fuéramos juntos.

—Espera… ¿El 12 de abril? ¿Cae justo durante las vacaciones de Pascuas?

—Exactamente. ¿Por qué? ¿Te vas?

Puso una cara terrible y suspiró.

Fue una cachetada espantosa. Me imaginé lo peor: no tenía ganas de salir conmigo. Hasta incluso, que estaba saliendo con otra chica. En todo caso, no me dio ninguna razón. Me sentí humillada.

A partir de entonces, algo se enfrió entre nosotros. Una incomodidad recíproca.

La más contenta fue Oma cuando le anuncié, despechada:

—¿Me querías proponer algo para el concierto de la sala Gaveau, no?

—Pero me has dicho que tenías una idea…

—Era una mala idea. La tuya, seguramente, es mejor.

—Quería proponerte ir conmigo, yo te invito.

Le di un beso. Era una de esas ideas que solía tener Oma. Las abuelas, a veces, nos consuelan de muchas penas.

El martes anterior a las vacaciones de Pascuas, Daniel me estaba esperando, fiel a la cita, en el banco. Tuve ganas de hacer un desvío para evitar hablarle. Pero tenía discos para devolverle. Me fui a sentar a su lado casi contra mi voluntad. Un poco incómodo, me preguntó si había comprado las entradas para el concierto.

—Sí. Dos entradas. Pero no en las primeras filas, hemos llamado demasiado tarde y estaba casi todo reservado. ¿Por qué esta pregunta?

Por un momento, creí que había cambiado de opinión. O que había despertado su curiosidad.

—Oh, por nada en especial.

Me fui muy rápido. Sin siquiera preguntarle adónde se iba para las vacaciones. ¿Acaso él me había preguntado con quién iba a ir al concierto?