¿Quién era Oscar Lefleix?

El martes siguiente, estaba nevando cuando salí del Chaptal. No me sorprendió ver el banco vacío. Eché una mirada hacia el café del que Daniel había salido la semana anterior. Allí estaba, parado detrás del vidrio, haciéndome señas con el brazo. Era inútil, porque con su campera roja cualquiera lo hubiera reconocido a dos kilómetros.

Vacilé antes de ir hacia él. Mutti iba a salir pronto, no quería que me viera allí, mucho menos con un chico.

Sin embargo, entré.

—¿Vamos al fondo?

Nos refugiamos lo más lejos posible de la calle. Era la primera vez que me encontraba en una situación así. Esperaba que se prolongara. Era agradable, como la imagen misma de ese rincón íntimo de café.

No sé muy bien qué esperaba en ese momento. Que Daniel tomara mi mano, como la semana pasada. Que me dijera algo lindo.

Y bueno, no. No hizo nada de eso. Los chicos, creo, poseen el arte de emprender las cosas más idiotas y más inesperadas cuando no corresponde y de no intentar nada cuando la situación es propicia. Daniel, para mi gran decepción, no escapaba a la regla. Apoyó sobre la mesa el gran paquete de partituras. Tenía la mirada grave, casi severa.

—Jeanne, no creas que soy indiscreto. Pero me gustaría que me hablaras de tu padre. ¿Quieres?

Suspiré y me quise hacer la valiente:

—Oh, a Mutti le molesta el tema, a mí no.

El mozo trajo dos tazas grandes de chocolate caliente. Daniel tomó la taza entre sus dos manos, como para entrar en calor, y en la actitud de alguien decidido a escuchar. Después de todo, ¿por qué no? Hablarle de mi padre sería un poco hablarle de mí.

—¿Qué quieres saber?

—Todo.

—A mí también me gustaría saber todo de mi padre, pero no es fácil. Vas a comprender enseguida por qué. Mi padre se llamaba Oscar Lefleix. Nació en 1940, en plena guerra. Tuvo, con seguridad, una infancia difícil. En 1943 o 1944, sus padres fueron deportados; creo que murieron en un campo de concentración, en Alemania. Después de la liberación, el Estado se hizo cargo de mi padre. Era lo que se llamaba, en la época, pupilo de la Nación. Eso no le impidió tener una buena formación, hasta que llegó a ser ingeniero de sonido. En los años sesenta, entró a la Casa de la Radio: sabes, ese gran edificio metálico, cerca del Sena.

—Sí, claro. En aquel entonces, era la O.R.T.F., la Oficina de Radiodifusión y Televisión Francesas.

—Mi padre fue allí ingeniero de sonido. Pero iba, a menudo, al interior o al extranjero a grabar conciertos. Al principio, vivía solo en París, en un monoambiente minúsculo, donde ahora vive mi abuela. Y luego conoció a mi madre, Odile, de quien casi no sé nada. Entonces compraron una casa grande y alejada, en el sur de Francia.

—¿Tu padre, sin embargo, trabajaba en París?

—Sí. Creo que usaba su departamentito como cuarto de hotel. Su verdadera casa era la de Callas.

—¿Callas?

—Es un pueblo al norte de Draguignan. La casa se encontraba en el monte, a dos kilómetros de la ruta. Mis padres tomaban el agua de un pozo cercano. Producían electricidad con un grupo electrógeno.

—Era algo muy rústico…

—Rústico y, sin embargo, lujoso. Pues mi padre hizo construir a cien metros de la casa un auditorio: una sala redonda de hormigón, independiente, en la que reunió todo su material de grabación y un gran piano de cola como el tuyo. Ignoro por qué.

—Sería, seguramente, una cuestión de acústica —dijo Daniel.

—Mi madre y mi padre se casaron en 1975. Vivieron allí hasta que nací yo, en 1981.

—¿Naciste allí?

—Sí, en Callas, en esa gran casa. Una vez más, ignoro en qué circunstancias exactas. Pero fue un parto difícil y prematuro. Mi madre no me esperaba tan pronto. Supongo que mi padre no debió haber estado allí, si no la hubiera llevado al hospital. Se murió dándome a luz, es todo lo que sé. La prueba figura con todas las letras en mi partida de nacimiento: nací el mismo día en que ella murió.

—¿Y tu padre te crió solo a partir de ese momento?

—Sí. Pero no me acuerdo prácticamente de nada… El olor del pinar, la música, la noche… Y me vuelvo a ver a los pies de mi padre, mientras tocaba el piano.

—A partir de ahora, creo que puedo hacer la asociación —dijo Daniel—. Luego, tu padre conoció a la señora Lefleix, quiero decir…

—Se llama Grete. Antes de su casamiento, Grete Kühn.

—¿Y cuándo la conoció?

—Mutti afirma que fue en 1983, en Colonia. A mí me parece que la conoció antes. Tal vez, antes de que mi madre desapareciera. Pero no tiene importancia. Mi padre era joven y viudo, tenía un bebé a cargo, no podía quedarse solo mucho tiempo. Seguramente, quería que yo tuviera una madre. Y Mutti siempre cumplió ese rol, es verdad.

—¿En suma, es la única persona que has conocido?

—En aquel entonces, Grete enseñaba francés. Tenía trece años menos que mi padre. Se casaron en 1984. Florent nació al año siguiente. Una familia volvía a constituirse.

Miré a mi alrededor. Indiferente, la gente hablaba, se reía o conversaba en voz baja, creando una frontera extrañamente tranquilizadora.

Con un nudo en la garganta, agregué:

—Y un nuevo drama destruyó rápidamente todo.

¿Por qué confesarme así a Daniel? ¿Porque me lo había pedido? No, era porque me aliviaba esa vuelta hacia atrás, expresar ese pasado reprimido durante tanto tiempo. Y estaba feliz de que fuera él mi confidente. Incluso, si lo que fuera a seguir podía ser aún más doloroso.

Esta vez, Daniel me tomó de la mano. Pero ese gesto ya no llegaba en el momento en que yo lo hubiera deseado.

—Oye, Jeanne, si no quieres seguir…

—Fue en 1985, a fines de septiembre. Florent aún no había nacido. Mi padre se hallaba solo en la gran casa de Callas, y Grete, embarazada de seis meses, estaba conmigo en París. Estaba tratando de regularizar su situación profesional para enseñar alemán en la capital, como suplente. Supongo que por nada en el mundo mi padre hubiera querido arriesgarse a que el futuro bebé naciera en esa gran casa. Yo todavía estaba en jardín de infantes… Te voy a decir todo tal como Mutti me lo contó. No tengo otra versión de los hechos. Una mañana, recibió un llamado de la gendarmería. Tenía que ir lo antes posible a Callas, un incendio había devastado la propiedad y mi padre había muerto. Mutti llamó a su madre a Alemania para que viniera.

—¿Su madre es la señora a la que llamas Oma?

—Sí… Mutti, espantada, fue hacia allá. De la casa no quedaban más que cuatro paredes ennegrecidas. Jamás se supo si el incendio que se había declarado en el monte fue accidental o criminal, ¿pero qué importa? Se había declarado durante la noche. Los bomberos intervinieron muy rápidamente, aunque demasiado tarde para evacuar la zona: arrastrado por un viento violento, el fuego alcanzó la propiedad y la destruyó a gran velocidad. Luego, los bomberos explicaron que había sido muy imprudente no haber limpiado la maleza que estaba alrededor de la casa. El auditorio apenas tenía daños.

Estos recuerdos no los he vivido, por supuesto, porque estaba en París. Pero mi garganta se cerraba como si el acontecimiento fuera de ayer, como si yo hubiera ido a reconocer el cuerpo de mi padre.

—Los muebles, los libros, los papeles de la familia… Todo se había quemado. Encontraron el cuerpo calcinado de mi padre en el pasillo que conducía a su dormitorio. Los bomberos intentaron reconstruir lo que había ocurrido. Mi padre, tal vez, había tomado somníferos. Había dejado todas las ventanas abiertas. El calor, sin duda, lo despertó. Intentó huir, pero murió asfixiado. Parece que no sufrió. En todo caso, no mucho tiempo. Durante un incendio, se muere por asfixia antes que por el fuego. Eso fue lo que pasó.

Ahora, estaba agotada.

—Durante mucho tiempo —agregué con amargura—, me imaginé que había sido otro el que había muerto. Quería creer que mi padre estaba vivo. De chica, imaginaba teorías inverosímiles destinadas a convencerme de que algún día volvería. A los ocho años, se lo conté a Mutti. Me dio una cachetada y gritó: «Tu padre está bien muerto, ¿comprendes? Identifiqué su cuerpo. ¿Qué más quieres saber?». Nunca más evoqué el tema. Hasta estos últimos días, ciertas palabras no se pronunciaban en casa.

—Comprendo. No puedes sentir rencor. Esta historia la ha traumatizado.

—Pero tengo derecho a saber quién era mi padre, ¿no crees, Daniel?

—Lo sabes: acabas de contármelo…

—He deducido, sonsacado, reunido todo esto año tras año. Son las piezas de un rompecabezas que quedará siempre incompleto. Mi verdadera madre es una desconocida para mí y no me arriesgo a hacer preguntas sobre ella.

—¿Por qué?

—Porque no sería justo con Mutti. Mi madre me llevó durante siete meses; Mutti me ha educado durante diez años. Y además, ¿para qué hacerle preguntas? No sabe nada de Odile, ¡mi padre no debe haberle hablado mucho de ella! Fui apartada de mis verdaderos padres…

Daniel parecía pensativo.

—Espera… ¿Mutti no sabía que tu padre componía? ¿Y vivieron juntos dos años?

—Lo único que sabe es que tocaba el piano. Y que escuchaba discos.

Daniel sacudía la cabeza, casi convencido:

—Todo cierra, Jeanne. La vida de tu padre debe haber cambiado mucho después de la muerte de tu madre: seguramente se ocupaba mucho de ti, y no tenía ánimos para componer… Y en cuanto se casó con Grete, tuvo a Florent. A la señora Lefleix no le interesaba la música, tal vez.

—Muy poco. Sin embargo, debió hacerlo… ¡Una alemana!

Daniel sonrió con indulgencia ante mi mala fe.

—Las partituras, los discos… ¿todo eso estaba en el auditorio?

—Sí.

—Después del incendio, ¿qué ocurrió?

—El seguro pagó. Pero por nada en el mundo Mutti hubiera hecho reconstruir la casa. De ninguna manera ella volvería a vivir en esa localidad. Avisó a los colegas de mi padre. Algunos le compraron una parte del material del auditorio. El resto ha sido liquidado allí mismo, en un remate…

—Salvo las dos cajas que contenían los discos, las cintas magnéticas y las partituras.

—Sí. Es todo lo que Mutti pudo cargar en su auto. Y todavía no sé cómo pudo guardarlo. Pues, de golpe, éramos cuatro viviendo en un monoambiente minúsculo.

—¿Cuatro?

—Mutti y yo. Luego Florent, que nació en diciembre. Y Oma, la madre de Mutti, que decidió quedarse en Francia con ella. La casa de Callas o, mejor dicho, el terreno y lo que quedaba fue vendido. Con esa plata, Mutti compró en París el departamento donde vivimos ahora.

Daniel comprendió que estaba cansada, que quería terminar.

—¿Y a Callas? ¿Nunca has regresado?

—Sí. Hace dos años. Mutti nos llevó a Draguignan. No pudo ir más lejos. Nos metió en un taxi a Florent y a mí.

—¡Y, claro —murmuró Daniel—, es cierto que Florent nunca conoció a su padre!

—No vimos nada. Los nuevos dueños construyeron una casa provenzal sobre las ruinas. Arrasaron el auditorio por razones estéticas, según dijeron. Todo desapareció.

Me callé. Daniel respetó mi silencio. Que rompí yo:

—Piensa que antes de descubrir los discos y las partituras, no tenía ninguna marca de mi padre. Ningún objeto. Ninguna prueba de su existencia.

Agregué en voz baja, pues era lo que más lamentaba:

—Ni siquiera una foto. Estoy condenada a ignorar qué aspecto tenía mi padre. Es una sombra. Un fantasma. No tiene rostro.

—Pero a partir de ahora, tiene una voz.