Una noche de concierto

Era sábado 1.º de octubre. Me acuerdo de esa noche como si fuera ayer. Acababa de terminar los deberes para el lunes. Hasta le había pedido a Mutti que revisara mis ejercicios de alemán. Pero se negó a mirarlos:

—Hija, estás en segundo año. ¡Y con el señor Schade, gracias a Dios! No te ayudaré de ninguna manera. En alemán, a partir de ahora, te las arreglarás sola.

Mutti es profesora de alemán en el Chaptal. El año pasado, estaba en su clase. Siempre tenía las mejores notas. Claro, mis compañeros se burlaban: «Con una madre alemana, las cosas son más fáciles. Y si encima es tu profesora en el colegio…». Yo respondía que la señora Lefleix no era, en verdad, mi madre. Y que, además, no me ayudaba.

¿Era culpa mía si hablaba alemán tan bien como francés? En casa, Mutti se comunica indiferentemente en estos dos idiomas.

Esa noche, entonces, justo después de la cena, estaba a punto de mirar la revista con la programación de la tele, cuando sonaron tres golpes en la puerta: era Oma.

Entró blandiendo un pequeño tique rosa:

—¿Alguien quiere ir a un concierto esta noche?

Florent, mi medio hermano, se arrojó sobre ella:

—¿Qué es? ¿Rita Mitsouko[1]? ¿Phil Collins?

Oma se encogió de hombros.

—¿Por qué no Los Beatles? Pero no, tonto. Es un concierto de piano. Del célebre Amado Riccorini.

¿Célebre? No para todo el mundo. Era la primera vez que oía hablar de él.

—¿Cuántos lugares tienes, mamá? —preguntó Mutti.

—¡Ay, uno solo! ¿Por qué no vas, Grete?

Mutti esbozó una sonrisa crispada que nadie más que yo pudo traducir.

—¿Y tú, mamá, por qué no vas? —contestó.

—¡Oh, esta noche, en el canal 6, pasan de nuevo Un amor de verano! —dijo Oma con entusiasmo.

Esta vez me tocó a mí poner mala cara. No tengo nada contra las series edulcoradas. Pero ante la idea de quedarme tres horas en compañía de Oma frente al televisor, la lectura de Germinal «obligatoria antes de fin de mes», como había especificado la profesora de Lengua esa misma mañana, se volvía incluso una perspectiva agradable.[2]

La verdad es que Oma no sabe callarse. Condimenta cada película con sus comentarios imparables: «Ah… ¡Es maravilloso! Qué conmovedor… ¿Pero por qué le ha dicho eso si, en el fondo, la ama, no? La verdad, es una exagerada, ¿no les parece?». Con ella, es inútil seguir la acción en la pantalla: Oma reemplaza de una vez la imagen y la banda de sonido.

Oma es la mamá de Mutti, es decir, algo así como mi abuela. Vive en el pequeño monoambiente que está pegado a nuestro departamento. Se niega a comprar esa «boba caja de imágenes». Pero cuando un programa le interesa, enseguida se aparece en casa. Eso sí, no más de una vez por semana. Pero siempre la noche en que Mutti y yo queremos ver algún programa preciso. Y nunca el que Oma eligió.

—¿Pero por qué has comprado esa entrada? —preguntó Mutti.

—No la compré: ¡la gané! La semana pasada, fui una de las tres primeras auditoras en llamar a France-Musique… Sabes, al programa Una noche de concierto.

Oma es una fanática de los concursos. Les dedica la mayor parte de su tiempo. Así es como ganó una cantidad de premios inverosímiles (como, por ejemplo, el año pasado, un viaje para dos personas a las Islas Baleares).

Vuelvo a ver el pequeño tique rosa sobre la mesa ratona de la sala. Recuerdo mi vacilación. No duró mucho:

—Y bueno, yo iría con gusto.

Mutti arqueó las cejas. Hasta Oma parecía sorprendida.

—¡Es música clásica, Jeanne! —le pareció necesario aclarar.

—¿Y además, con quién irías?

—¡Pero… no necesito a nadie!

—¿Por qué crees que voy a dejarte ir y volver sola en subte? ¿De noche? ¿A los quince años? ¡Imposible!

Si uno le creyera a Mutti, habría doscientas agresiones por día en París. Particularmente, en el subte. Sobre todo, por Place de Clichy, donde vivimos.

—Voy contigo. Pero cámbiate, por favor. No se va a los conciertos en vaqueros.

Se apoderó de la entrada y, luego, del teléfono. Pero al cabo de un minuto, cortó, decepcionada:

—No hay más entradas. No importa, te acompaño. Son sólo cinco estaciones de subte. Corregiré deberes en un café hasta que termine el concierto.

No sé si mis compañeros de clase se dejan acompañar así por su madre cuando les toca salir de noche. No lo sé, tanto menos cuanto que en verdad, no tengo amigas. Supongo que es el premio de los hijos de los docentes.

Se desconfía de ellos. O entonces uno se hace muy amigo de ellos el día antes de una prueba y al final del bimestre, justo antes de la entrega del boletín… Si entonces pudiera vender información, ¡creo que haría fortunas!

Salimos enseguida y Mutti me dejó en la entrada de la sala de conciertos. Un lugar en la platea cuesta seis veces el precio de una entrada de cine. Oma me había hecho un regalo de reina. Pero en ese momento, creo que pensé: «¡Qué desperdicio gastar tanto dinero para ver a alguien tocar el piano!». Vi un afiche y la foto de Amado Riccorini, un hombre mayor casi calvo de mirada maliciosa. La mayoría de los espectadores estaban de traje o de vestido. Mutti había tenido razón al aconsejarme que me cambiara de ropa. Comenzaba a lamentar haber ido, odio esos lugares donde hay que estar vestido así y comportarse asá. Como en misa. O en clase. Tendría que haberme quedado leyendo Germinal.

Una acomodadora me mostró el asiento (¡una suerte, era en la segunda fila!). Rechacé el programa. Pero me lo puso entre las manos, agregando:

—Es gratis, señorita.

Lancé al programa una vaga mirada, para hacer como los que estaban sentados a mi lado. Pero para mí, era chino. Los nombres de Beethoven y de Ravel me decían algo (el año pasado, Bricart, el profe de Música, nos había hinchado durante una hora con el famoso Bolero), pero los de Luciano Berio y de Stockhausen me eran desconocidos por completo.

Alguien apareció en el escenario, pero no era el célebre Riccorini. El maestro, nos explicaron, estaba enfermo. Sería reemplazado esa noche por un joven solista. Por lo mismo, las obras del programa serían levemente modificadas.

Mis vecinos, una pareja mayor, parecieron contrariados en extremo. Se apuraron en anotar en su programa los títulos de los nuevos fragmentos que serían interpretados. En cuanto a mí, me daba lo mismo.

Por fin, el pianista entró y avanzó sobre el escenario para saludar. Me pareció muy joven, torpe, inhibido. Su cabello largo y oscuro le disimulaba el rostro. Disimular no es lo bastante fuerte. Ni siquiera se podía adivinar si era blanco, negro o amarillo… Mis vecinos, además, intercambiaron dos o tres sarcasmos en voz baja: no estaban lejos de creer que se trataba de una broma o de un engaño.

Pero en cuanto empezó a tocar, esa impresión se borró. Y conservo de los primeros compases que hizo con su instrumento el eco de una emoción extraordinaria. Sé que la expresión puede chocar: «¿Cómo una emoción podría tener un eco?», escribiría en el margen el señor Oriou, mi profesor de Lengua. Y bueno, sí. Por otra parte, mi corazón y mis oídos se conmovieron de una sola vez. Y cuando vuelvo a escuchar hoy ese fragmento (sé que se trata de la sonata Wanderer, de Schubert), reencuentro la magia de ese instante excepcional. Vuelvo a ver la sala del concierto, los espectadores, el pianista. Y vuelvo a sentir la sorpresa que las primeras notas hicieron nacer en el público. Un público compuesto, sin embargo, por especialistas y melómanos.

¿Cómo explicar lo que entonces se produjo? Soy incapaz de hacerlo. Se trata de un conjunto de cosas. Pero la obra y el modo en que era interpretada me conmovieron de repente. Era como una puerta que se abría. O como una ola que me transportaba. Sí, una ola, pues de repente me encontraba en otro elemento; y me dejaba acunar, atónita. ¿Con que eso era la música clásica? ¿Y yo lo había ignorado durante tanto tiempo?

Sin embargo, cada 1.º de enero, Mutti enciende la televisión a la mañana para escuchar el Concierto de Año Nuevo, en Viena. Lo sigo con distracción, mientras pongo la mesa para la fiesta. En clase, Bricart nos pone a veces un disco: una sinfonía de Beethoven. Wagner. Mozart. Pero la audición viene siempre salpimentada con algún comentario pedagógico o un trabajo práctico. Hay que levantar la mano cuando reconocemos el tema, o si no escuchar el modo en que es retomado por el corno… Oh, el problema no se plantea sólo en música. Oriou también se especializa en hacer la autopsia de cualquier poema. Tal es así que el más mínimo texto de Rimbaud desmenuzado con cuidado por él se parece al final de la hora, al cadáver disecado de una rana. Después de esto, se comprende perfectamente cómo trabajó el poeta. Pero su texto se marchitó tanto como una flor de herbario.

Aquí, la música vibraba, desnuda, plena, auténtica.

Con los primeros compases, me prometí conseguir lo más rápido posible el fragmento que el pianista estaba interpretando. Tenía que volver a encontrar ese cóctel mágico de temblores, de inquietud, de felicidad…

Una vez concluida la sonata, el pianista no vino a saludar. Hasta parecía no ser sensible a los cerrados aplausos. Mi vecina se acercó a su marido para decirle:

—La Wanderer Fantasie[3]. ¡Estuvo excelente!

—Sí. Notable. Casi mejor que Alfred Brendel.

Comprendí que la magia que me había transportado era debida, también, a la calidad del pianista. Intenté mirarle el rostro. Desde la segunda fila, eso tendría que haber sido fácil. Y bueno, no fue así para nada. Inclinada sobre el teclado, la cabeza del solista desaparecía debajo de su cabello. Conocía todas esas obras de memoria, sin duda. Tal vez hubiera podido tocar en la oscuridad, como esas dactilógrafas que escriben a máquina sin mirar nunca los dedos.

El segundo fragmento me condujo a un universo aún más exótico: el piano, por medio de acordes casi discordantes, se acercaba a orillas de colores desconocidos.

Luego siguió una marcha fúnebre grandiosa y magnífica… y, por último, un paisaje sonoro tan evocador que me pregunté cómo un simple piano podía reservar tantas posibilidades.

Delante de mí, varios periodistas fueron a fotografiar al solista cuando terminó el concierto, pero no pudieron más que atrapar su silueta. ¿Tan feo era ese muchacho, o tan abominablemente desfigurado, que buscaba esconderse detrás de semejante crin?

—¡Bravo! —gritaba mi vecino a más no poder.

—¡Bis, bis! —repetía su vecina.

No me quedé atrás en el momento de reclamar una nueva aparición del solista.

Volvió y se sentó. Luego, comenzó otra vez a tocar.

—Schubert —susurró de inmediato mi vecino, como para sus adentros.

Otra vez, un desconsuelo casi familiar surgió de los acordes del teclado. ¡Schubert! Pero el fragmento parecía muy diferente de la Wanderer Fantasie. Era una queja larga, interminable. Una serie de confidencias, de esperanzas, de penas, de dudas… una letanía declamada por un músico desesperado: una verdadera novela puesta en música, cuyos últimos capítulos me arrancaron lágrimas, a mí, que hasta una buena película no logra hacerme llorar.

Fue entonces cuando comprendí, finalmente, el sentido de la palabra «lírico» que Oriou nos había explicado con una definición complicada.

Al morir las últimas notas (no hay otra palabra, era tan doloroso y patético como una agonía), el pianista sin rostro se levantó y vino a saludarnos. Se produjo una ovación formidable. Pero tuve la impresión de que no se conmovió: desapareció entre bastidores y no volvió a aparecer.

Cuando salí del concierto, Mutti comprendió enseguida que estaba muy conmovida.

—¡Jeanne, tienes una cara! ¿Qué tal estuvo?

—Fue algo… no puedes entenderlo, me faltan las palabras para explicártelo.

Sonrió con indulgencia.

—Bueno, para mí, ¡fue interminable! Tuve tiempo de corregir los deberes de dos cursos. Debe haberse prolongado el entreacto. ¿Qué tal, ese Riccorini?

—No hubo entreacto. Y no estaba Riccorini.

Le expliqué las modificaciones del concierto y le mostré el programa. Pero no nos serviría de mucho, pues no había anotado el nombre de las obras que habían sido interpretadas ni el del nuevo solista.

—Mutti, ¿has oído ya la sonata de Schubert… la Wanderer Fantasie?

—No, en fin, sí. Sé que Schubert ha compuesto muchas sonatas, y que una de ellas lleva ese nombre. Pero no podría identificarla si la escuchara por la radio. No conozco la música clásica tan bien como…

Mutti tuvo una breve vacilación. Estábamos en el auto, y en ese momento hizo entrar mal la primera (cosa que jamás le ocurre). Terminó en voz baja, muy rápido, arrancando nerviosamente, como molesta por haberse dejado llevar tan lejos:

—… tan bien como tu padre.

Mi padre es un tema tabú. Murió hace más de diez años. Mutti no habla nunca de eso. Oma y Florent, tampoco. Desde mi infancia, sé que hay palabras que no debo pronunciar.

Pero esa vez, Mutti había empezado.