En Massachusetts, como en Nueva Jersey, el estado natal de Myron, puedes pasar de una gran urbe, una ciudad en toda regla, a un pueblucho casi sin darte cuenta. Eso es lo que sucedió. El 12 de Claremont Road —que los números llegasen a doce cuando en toda la calle sólo había tres casas era algo que Myron no podía entender— era una vieja granja. Al menos parecía vieja. El color, quizás una vez rojo oscuro, se había desvaído hasta un tono pastel apenas visible. La parte superior de la estructura se curvaba hacia delante como si sufriese de osteoporosis. El alero se había partido en el centro, la parte derecha colgaba hacia delante como la boca de la víctima de una apoplejía. Había maderas sueltas, grandes grietas y la hierba era lo bastante alta como para subir a la montaña rusa en un parque de diversiones.
Se detuvo delante de la casa de Barbara Cromwell y pensó en cómo abordarla. Apretó la tecla de remarcado en el móvil y Big Cyndi respondió.
—¿Tienes alguna cosa?
—No mucho, señor Bolitar. Barbara Cromwell tiene treinta y un años. Se divorció hace cuatro de un tal Lawrence Cromwell.
—¿Hijos?
—Es todo lo que tengo por ahora, señor Bolitar. Lo siento mucho.
Le dio las gracias y le dijo que siguiese intentándolo. Miró de nuevo la casa. Notaba un retumbar sordo en el pecho. Treinta y un años. Buscó en el bolsillo y sacó la representación gráfica de la Lucy mayor de edad. La miró. ¿Cuántos años tendría Lucy si aún estuviese viva? Veintinueve, quizá treinta. Más o menos cercana, ¿pero a quién le importa? Alejó el pensamiento, pero no le fue fácil.
¿Ahora qué?
Apagó el motor. Se movió una cortina en una de las ventanas de arriba. Lo habían visto. Ahora no tenía más alternativa. Abrió la puerta y anduvo por el camino de coches. Había estado pavimentado una vez, pero ahora los hierbajos lo habían reclamado todo excepto unos pocos trozos de asfalto. En el patio lateral había una de aquellas casas Fisher Price de plástico, con un tobogán y una escala de cuerdas; el color amarillo, azul y rojo del juguete brillaba a través de la hierba marrón como gemas sobre terciopelo negro. Llegó a la puerta. No había timbre, así que golpeó con los nudillos y esperó.
Oyó los ruidos de la casa, alguien que corría, alguien que susurraba. Un niño gritó: «¡Mamá!». Alguien lo hizo callar.
Myron oyó pisadas, y luego una mujer que preguntó:
—¿Sí?
—¿Señora Cromwell?
—¿Qué quiere?
—Señora Cromwell, me llamo Myron Bolitar. Me gustaría hablar con usted un momento.
—No quiero comprar nada.
—No, señora, no vendo…
—Ni tampoco acepto peticiones de puerta a puerta. Si quiere una donación, pídala por correo.
—No estoy aquí por nada de eso.
Un breve silencio.
—¿Entonces qué quiere? —preguntó ella.
—Señora Cromwell —utilizó su voz más tranquilizadora—. ¿Le importaría abrir la puerta?
—Voy a llamar a la policía.
—No, no, por favor, espere un segundo.
—¿Qué quiere?
—Quiero hablar con usted de Clu Haid.
Hubo una larga pausa. El niño comenzó a hablar de nuevo. La mujer lo hizo callar.
—No conozco a nadie con ese nombre.
—Por favor abra la puerta, señora Cromwell. Tenemos que hablar.
—Oiga, señor, soy amiga de todos los polis de por aquí. Si les llamo, le encerrarán por intrusión.
—Comprendo su inquietud —dijo Myron—. ¿Qué le parece si hablamos por teléfono?
—Váyase.
El niño comenzó a llorar.
—Váyase —repitió ella—, o llamaré a la policía.
Más llanto.
—Vale —dijo Myron—. Me marcho. —Luego, pensó qué diablos, y gritó—. ¿El nombre de Lucy Mayor significa algo para usted?
El llanto del niño fue la única respuesta.
Myron soltó un suspiro y volvió al coche. ¿Ahora qué? Ni siquiera la había podido ver. Podía dar vuelta a la casa, intentar espiar por una ventana. Oh, qué gran idea. Que lo detuviesen por espiar. O peor aún, asustar a un niño. Y ella llamaría a la poli…
Un momento.
Barbara Cromwell dijo que era amiga de los polis de la ciudad. Pero también lo era Myron. En cierto sentido. Wilston había sido la ciudad donde a Clu le habían detenido en su primera infracción por conducir borracho cuando estaba en las ligas inferiores. Había tenido que sacarlo con ayuda de sobornos. Buscó en los bancos de datos los nombres. No tardó mucho. El agente que le había detenido se llamaba Kobler. Myron no recordaba su nombre de pila. El sheriff era un tío llamado Ron Lemmon. Por aquel entonces Lemmon tendría unos cincuenta y tantos. Quizá se había retirado. Pero lo más probable era que uno de los dos continuase en el cuerpo. Quizá sabían algo de la misteriosa Barbara Cromwell.
En cualquier caso valía la pena intentarlo.