El Club.
El Brooklake Country Club para ser exactos, aunque no había ningún arroyo, ningún lago, y no estaba en el campo. Era, sin embargo, con toda claridad un club. Mientras el coche de Myron subía por el empinado camino de entrada, con los pilares grecorromanos blancos de la casa-club levantándose hacia las nubes, los recuerdos infantiles aparecieron con destellos fluorescentes. Era como siempre veía este lugar. En destellos. No siempre agradables.
El club era el epítome del nuevo rico, la demostración de los hermanos ricos de Myron de que podían ser tan horteras y exclusivos como sus homólogos gentiles. Mujeres mayores, los grandes pechos pecosos con el bronceado perpetuo sentadas junto a la piscina, los peinados revestidos con laca por falsos peluqueros franceses, hasta el punto de que cada pelo parecía un cable de fibra óptica congelada, sin permitirse nunca, y Dios no lo quiera, tocar el agua, durmiendo, imaginó, sin bajar las cabezas ante el riesgo de arruinar los peinados como si fuesen cristal de Venecia; trabajos de cirugía plástica por todas partes: narices, liposucciones y estiramientos tan extremos que las orejas casi se tocaban en la nuca, el efecto general de una sensualidad estrafalaria de la misma manera que puede parecerte sensual Ivonne De Cario en La familia Monster, mujeres luchando contra la vejez y en apariencia ganando, pero Myron se preguntó si no exageraban demasiado, con su excesivo miedo por las fuertes luces del comedor que delataban las cicatrices.
Los hombres y las mujeres estaban separados en el Club, las mujeres jugaban con entusiasmo al mahjong, los hombres masticaban los puros en silencio mientras jugaban a las cartas; las mujeres aún tenían horas especiales de salida al campo de golf para no interferir con los preciosos momentos de expansión del sostén de la familia: sus maridos; también había tenis, pero era más por moda que por ejercicio, para darles a todos una excusa, la de vestir sudaderas que casi nunca eran sudadas, parejas que a veces vestían a juego; un bar para los hombres, una sala para las mujeres, el cuadro de honor de roble que inmortalizaba a los campeones de golf en letras doradas, el mismo hombre ganando siete años seguidos, ahora muerto, los grandes vestuarios con las mesas de masajes, los baños con los peines sumergidos en alcohol azul, las marcas de los clavos en la moqueta, la lista de fundadores con los nombres de sus abuelos, los camareros inmigrantes en el comedor, a los que se les trataba por el nombre de pila, siempre sonriendo demasiado, siempre atentos.
Lo que sorprendía a Myron era que personas de su edad fuesen miembros. Las mismas muchachas que se habían burlado del ocio de sus madres, ahora abandonaban sus carreras que se iban a pique para «criar» a sus hijos —o sea contratar niñeras—, venían aquí a comer y a aburrirse las unas a las otras en un continuo juego de quién era mejor. Los hombres de la edad de Myron se hacían la manicura, llevaban el pelo largo, y estaban demasiado bien alimentados y vestidos, haciendo gala de sus teléfonos móviles, y de cuando en cuando soltándole un taco a algún colega. Sus hijos también estaban allí, jovencitos de ojos oscuros que caminaban por la casa-club con videojuegos y walkmans y un porte demasiado regio.
Todas las conversaciones eran insulsas y deprimían a Myron hasta el horror. Los abuelos en tiempos de Myron tenían el buen sentido de no hablar demasiado el uno al otro, sólo se descartaban y cogían el nuevo reparto, algunas veces quejándose de algún equipo deportivo local; las abuelas se interrogaban las unas a las otras, midiendo a sus propios hijos y nietos contra la competencia, buscando la debilidad del oponente y cualquier abertura en la conversación para lanzarse con relatos de las heroicidades de sus retoños, sin que nadie las escuchase de verdad, sólo preparándose para el próximo ataque frontal, el orgullo familiar mezclándose con el valor propio y la desesperación.
El comedor principal de la casa-club era como se esperaba: demasiado adornado. La alfombra verde, las cortinas que le recordaban los trajes de pana, los manteles dorados en una gran mesa de caoba redonda, los centros florales demasiado altos y sin ningún sentido de la proporción, no muy diferente de los platos colocados en el bufet. Myron recordaba haber asistido aquí en su infancia a un bar mitzvah con la decoración ambientada en un tema deportivo: máquinas de discos, carteles, banderines, una jaula de bateo, una canasta de baloncesto para tiros libres, un artista en ciernes que hacía caricaturas de los chicos de trece años en poses deportivas. Como si los chicos de trece años fuesen la más detestable creación de Dios después de los abogados de la tele, y una orquesta con un cantante obeso que repartía a los chicos dólares de plata metidos en bolsitas de cuero, que llevaban el número de teléfono de la orquesta.
Pero esta visión —los destellos— eran demasiado rápidos y por lo tanto simplistas. Myron lo sabía. Sus recuerdos sobre el lugar estaban todos mezclados —el desprecio se mezclaba con la nostalgia—, pero también recordaba haber venido aquí siendo un niño para las comidas familiares, su pajarita un tanto torcida, enviado por mamá a la sala de juego de los hombres para llamar a su abuelo, el indiscutido patriarca de la familia, la habitación apestando a humo de puros, el papá de su papá saludándolo con un feroz abrazo, sus hoscos compatriotas, que vestían camisas de golf demasiado chillonas y demasiado ajustadas, apenas aceptaban la presencia del intruso porque sus propios nietos harían lo mismo pronto, y el juego de cartas iría perdiendo participantes uno tras otro.
Estas mismas personas que él podía separar con tanta claridad eran la primera generación salida de Rusia, Polonia, Ucrania, o cualquier otra zona de combate sembrada de poblados judíos. Llegaron al Nuevo Mundo huyendo —escapando del pasado, la pobreza y el miedo— y habían huido digamos demasiado. Pero debajo del peinado, las joyas, el lamé dorado, ninguna madre osa hubiese sido tan rápida en matar en defensa de sus cachorros, los duros ojos de las mujeres aún buscaban el pogromo en la distancia, suspicaces, siempre esperando lo peor, preparándose para recibir el golpe en lugar de sus hijos.
El padre de Myron estaba sentado en una silla giratoria tapizada en imitación de cuero en el comedor del brunch; encajaba en esta multitud tanto como un muftí montado en un camello. Papá no encajaba ahí. Nunca lo había hecho. No jugaba al golf, al tenis o a las cartas. No nadaba, no se daba aires, no participaba del brunch y no hablaba de soplos en la bolsa. Vestía su ropa de trabajo: pantalón gris oscuro, mocasines y una camisa blanca sobre una camiseta imperio blanca. Sus ojos eran oscuros, su piel morena, la nariz sobresaliente como una mano tendida que espera que la estrechen.
Por curioso que fuese, papá no era socio del Brooklake. Los padres de él, en cambio, habían sido socios fundadores, y en el caso del abuelo paterno, un anciano de noventa y dos años casi vegetal cuya rica vida se había roto en inútiles fragmentos debido al Alzheimer, todavía lo era. Papá detestaba el lugar, pero seguía pagando la cuota de su padre. Esto significaba venir de vez en cuando. Papá lo consideraba como un pequeño precio a pagar.
Cuando papá vio a Myron, se levantó, más despacio de lo habitual, y de pronto lo obvio golpeó a Myron. El ciclo comenzaba de nuevo. Papá tenía la edad que el padre de su padre había tenido entonces, la edad de las personas de las que ellos se habían burlado, el pelo negro ahora ralo y gris. El pensamiento estaba muy lejos de ser un consuelo.
—¡Aquí! —gritó su padre, aunque Myron ya lo había visto.
Myron caminó entre los que almorzaban, en su mayoría mujeres que siempre oscilaban entre masticar y hablar, trozos de ensalada de col, zanahoria y cebolla con mayonesa enganchados en las esquinas de sus bocas pintadas, los vasos de agua con manchas de carmín. Miraron a Myron cuando pasó por tres razones: menos de cuarenta, hombre, sin alianza de boda. Valoraban su potencial como yerno. Siempre alertas, aunque no necesariamente para sus propias hijas, las cotillas del poblado nunca estaban demasiado lejos.
Myron abrazó a su padre y como siempre lo besó en la mejilla. La mejilla continuaba teniendo aquella maravillosa aspereza, aunque la piel comenzaba a aflojarse. El aroma de Old Spice flotaba suavemente en el aire, tan reconfortante como un chocolate caliente en los días de mucho frío. Nadie se fijó en la muestra de afecto. Estas cosas ahí eran habituales.
Los dos hombres se sentaron. Los mantelitos de papel tenían un diagrama de los dieciocho hoyos del campo de golf y una letra B adornada en el medio. La insignia del club. Papá cogió un lápiz verde corto, un lápiz de golf, para escribir el pedido. Era así como funcionaba. El menú no había cambiado en treinta años. En la infancia, Myron siempre pedía el sándwich Montecristo o el Reuben. Hoy pidió un panecillo de salmón ahumado y crema de queso. Papá lo anotó.
—Qué —comenzó papá—, ¿aclimatándote a estar de vuelta?
—Sí, eso creo.
—Vaya cosa lo de Esperanza.
—Ella no lo hizo.
Papá asintió.
—Tu madre me dice que te han citado.
—Sí. Pero aún no sé nada.
—Tú escucha a tu tía Clara. Es una señora lista. Siempre lo ha sido. Incluso en la escuela, Clara era la más lista de la clase.
—Lo haré.
Vino la camarera. Papá le entregó la nota. Se volvió hacia Myron y se encogió de hombros.
—Se acerca final de mes —dijo papá—. Tengo que usar la cuota mínima de tu abuelo antes del treinta. No quiero que el dinero se pierda.
—Este lugar está bien.
Papá hizo una mueca para mostrar su desacuerdo. Cogió un trozo de pan, lo untó con mantequilla y después lo dejó. Se removió en la silla. Myron lo observó. Papá estaba pensando en algo.
—¿Así que tú y Jessica habéis roto?
En todos los años que Myron llevaba saliendo con Jessica, papá nunca había preguntado por su relación más allá de las preguntas corteses. No era su estilo. Preguntaba cómo estaba Jessica, qué hacía, cuándo saldría su próximo libro. Era cortés, amistoso y la saludaba con afecto, pero nunca había dado la menor indicación verdadera de cuáles eran sus sentimientos hacia ella. Mamá había dejado bien claro sus propios sentimientos sobre el tema: Jessica no era lo bastante buena para su hijo, ¿pero, claro, quién lo era? Papá era como el gran entrevistador de la tele, la clase de tipo que formula preguntas sin dar al espectador ninguna pista de qué opina al respecto.
—Creo que se ha acabado —dijo Myron.
—¿Por… —papá se interrumpió, desvió la mirada, lo miró de nuevo— por Brenda?
—No estoy seguro.
—No soy muy bueno dando consejos. Tú lo sabes. Quizá debería haberlo sido. Leí todos aquellos libros de instrucciones de la vida que los padres escriben para sus hijos. ¿Algunas veces los has visto?
—Sí.
—Allí hay toda clase de sabidurías. Como: Contempla una salida de sol una vez al año. ¿Por qué? Suponte que quieres seguir durmiendo. Otro: Dar mucha propina a la camarera del desayuno. Pero suponte que es mal educada. Suponte que es un desastre. Tal vez por eso nunca les hice caso. Siempre veo el otro lado.
Myron sonrió.
—Así que nunca fui muy bueno para dar consejos. Pero hay una cosa que sí aprendí. Una cosa. Así que escúchame porque es importante.
—Vale.
—La decisión más importante que tomarás es con quién te casas —dijo papá—. Puedes coger todas las otras decisiones que hayas tomado, sumarlas todas, y seguirán sin ser tan importantes como esa. Suponte que eliges mal el empleo. Con la esposa correcta, eso no es un problema. Ella te animará a cambiarlo. Te apoyará en todo. ¿Lo entiendes?
—Sí.
—Recuérdalo, ¿vale?
—Vale.
—Tienes que amarla más que a cualquier otra cosa en el mundo, pero ella también te tiene que amar de igual manera. Tu prioridad será hacerla feliz, y su prioridad será que tú lo seas. Eso es lo curioso: querer a alguien más que a ti mismo. No es fácil. Así que no la mires sólo como un objeto sexual o sólo como una amiga con quien hablar. Imagina cada día con esa persona. Imagina pagar las facturas con esa persona, criar los niños con esa persona, estar encerrado en una habitación con un calor tremendo sin aire acondicionado y un bebé que llora con esa persona. ¿Tiene algún sentido lo que digo?
—Sí. —Myron sonrió y cruzó las manos sobre la mesa—. ¿Es así mamá contigo? ¿Es todas estas cosas para ti?
—Todas esas cosas —admitió papá—, además de ser un grano en el culo.
Myron se rio.
—Si me prometes no decírselo a tu madre, te confiaré un pequeño secreto.
—¿Qué?
Él se inclinó para susurrar como un conspirador.
—Cuando tu madre entra en la habitación, incluso ahora, incluso después de todos estos años, si fuese, digamos, a pasar junto a nosotros ahora mismo, mi corazón todavía da un brinco. ¿Entiendes lo que digo?
—Creo que sí. Lo mismo me pasaba con Jessie.
Papá separó las manos.
—Entonces es suficiente.
—¿Estás diciendo que Jessica es esa persona?
—No me toca a mí decir una cosa u otra.
—¿Crees que estoy cometiendo un error?
Papá se encogió de hombros.
—Ya lo descubrirás, Myron. Tengo una enorme confianza en ti. Por eso nunca te di muchos consejos. Quizá siempre creí que eras bastante inteligente sin mi ayuda.
—Tonterías.
—O tal vez era la forma más fácil de ser padre, no lo sé.
—O quizá me enseñabas con el ejemplo. Quizá preferías más mostrarlo que decirlo.
—Sí, bueno, tal vez.
Guardaron silencio. Las mujeres alrededor de ellos charlaron en su silencio blanco.
—Este año cumplo sesenta y ocho —añadió papá.
—Lo sé.
—Ya no soy un jovencito.
Myron sacudió la cabeza.
—Tampoco viejo.
—Es verdad.
Más silencio.
—Vendo el negocio —dijo papá.
Myron se quedó de piedra. Imaginó el almacén en Newark, el lugar donde papá había trabajado desde que Myron tenía uso de razón. El negocio era de ropa interior. Se imaginó a papá con el pelo negro en su despacho acristalado en el almacén, dando órdenes, con las mangas arremangadas, Eloise, su secretaria de toda la vida, trayéndole lo que fuese que necesitase antes de que él supiese que lo necesitaba.
—Ya soy demasiado viejo para seguir —continuó papá—. Así que me retiro. Hablé con Artie Bemstein. ¿Recuerdas a Artie?
Myron consiguió hacer un gesto.
—El hombre es una auténtica rata, pero lleva años muriéndose por comprarme el negocio. Ahora mismo su oferta es una basura, quizá la acepte.
Myron parpadeó.
—¿Lo vendes?
—Sí. Y tu madre se va a separar del bufete.
—No lo entiendo.
Papá apoyó una mano en el brazo de Myron.
—Estamos cansados, Myron.
Myron sintió dos manos gigantes que le oprimían el pecho.
—También compraremos una casa en Florida.
—¿Florida?
—Sí.
—¿Os vais a Florida?
La teoría de Myron sobre la vida judía en la costa este: creces, te casas, tienes hijos, vas a Florida, te mueres.
—No, tal vez parte del año, no lo sé. Tu madre y yo vamos a comenzar a viajar un poco más. —Papá hizo una pausa—. Así que es probable que también vendamos la casa.
Eran propietarios de aquella casa desde que él había nacido. Myron contempló la mesa. Cogió un paquetito de biscotes del cesto de pan y abrió el celofán.
—¿Estás bien? —preguntó papá.
—Estoy bien —respondió.
Pero no lo estaba. Y era incapaz de articular por qué, incluso para sí mismo.
La camarera les sirvió. Papá comía una ensalada con requesón. Papá detestaba el queso fresco. Papá odiaba el requesón. Comieron en silencio. Myron seguía notando el ardor de las lágrimas en los ojos. Una tontería.
—Hay otra cosa —dijo papá.
Myron lo observó.
—¿Qué?
—En realidad no es nada importante. Ni siquiera te lo iba a decir, pero tu madre cree que debo hacerlo. Y ya sabes cómo es tu madre. Cuando se le mete algo en la cabeza, ni el mismo Dios…
—¿Qué es, papá?
Papá miró fijamente a Myron.
—Quiero que sepas que no tiene nada que ver contigo o tu viaje al Caribe.
—¿Papá, qué?
—Mientras tú no estabas —Papá se encogió de hombros y comenzó a parpadear; dejó el tenedor, y había un mínimo temblor en su labio inferior—, tuve algunos dolores en el pecho.
Myron sintió que su propio corazón empezaba a fallar. Vio a papá con el pelo negro en el estadio de los Yankees. Vio su rostro volverse rojo cuando le habló del hombre barbudo. Lo vio levantarse y salir como una fiera para vengar a sus hijos.
Cuando Myron habló, su voz sonó débil y muy lejana.
—¿Dolores en el pecho?
—No hagas un escándalo.
—¿Tuviste un ataque?
—No exageremos. Los doctores no estaban seguros de qué fue. Sólo unos dolores en el pecho, nada más. Salí del hospital en dos días.
—¿Del hospital?
Más imágenes: papá despertándose con los dolores, mamá comenzando a llorar, llamando a la ambulancia, corriendo al hospital, la máscara de oxígeno en la cara, mamá sujetándole la mano, los rostros de ambos desprovistos de color…
Entonces algo se rompió. Myron no pudo controlarse. Se levantó y casi corrió al lavabo. Alguien dijo hola, dijo su nombre, pero él siguió caminando. Abrió la puerta del lavabo, abrió uno de los reservados, se encerró y casi se desplomó.
Myron comenzó a llorar.
Unos profundos y desgarradores sollozos. Justo cuando creía que ya no podría llorar nunca más. Algo en su interior había cedido por fin, y ahora lloraba sin pausa ni contención.
Oyó que se abría la puerta del lavabo. Alguien se apoyó en la puerta del cubículo. La voz de papá, cuando por fin habló, era apenas un susurro.
—Estoy bien, Myron.
Pero Myron vio de nuevo a papá en el estadio de los Yankees. El pelo negro había desaparecido y había sido reemplazado por unos mechones blancos. Myron vio a papá desafiar al hombre barbudo. Vio al hombre barbudo levantarse, y luego vio a papá sujetarse el pecho y caer al suelo.