Treinta y tres
La última jugada de Ed Chianese

El Triunfo Perfecto emergió de su viaje por el agujero de gusano. Su motor se apagó y luego se disolvió en sus componentes. La nave pareció considerar sus opciones durante un minuto o dos, entonces atravesó el espacio local, para llegar poco después a un asteroide desde donde se veía plenamente el Canal Kefahuchi.

Ed Chianese estaba despatarrado en el asiento de piloto con la boca abierta, respirando entrecortadamente. Excepto por la mano posada en sus genitales, recordaba a La muerte de Chatterton; y si estaba soñando no se notaba. Contemplándolo con una expresión en los ojos a la vez maternal e irónica, había una pequeña mujer oriental con un cheongsam dorado abierto hasta el muslo. Encendió un cigarrillo, lo fumó mientras sacudía la cabeza. Sus ojos nunca lo abandonaron. Se podría haber dicho, si hubiera sido una mujer real, que estaba intentando evaluarlo.

—Bien, Ed. Hora de continuar —acabó por decir. Unas cuantas motas blancuzcas parecieron manar de sus ojos—. Sabes, deberíamos tener música para esto —dijo—. Algo medido.

Alzó la mano. Ed se elevó suavemente de su asiento por el gesto y fue impulsado a paso normal hasta la escotilla más cercana de El Triunfo Perfecto que, al abrirse, evacuó la atmósfera de toda la nave. A Ed también, aunque no pareció consciente de este hecho, quizás para bien. Poco más tarde yació flotando en el aire (perfectamente horizontal, con las piernas juntas y las manos cruzadas sobre el pecho como para un entierro) a dos o tres palmos sobre la superficie del asteroide.

—Bien —dijo Sandra Shen—. Tienes buen aspecto, Ed.

Ladeó el rostro al resplandor del Canal, contra el cual podía verse tenuemente la forma de El Triunfo Perfecto.

—Ya no te necesitaré más —le dijo.

La nave maniobró durante un segundo o dos, los alienígenas en sus catafalcos brevemente visibles en intermitentes estallidos de luz de antorcha. Entonces dispararon de nuevo la Nube Púrpura y se marcharon.

Sandra Shen se los quedó mirando. Durante unos instantes pareció pesarosa, y reacia a tomar decisiones.

—¿Quiero otro cigarrillo? —le preguntó a Ed—. No, creo que no.

Estaba inquieta, irritada: no era del todo ella misma. Su sombra se volvió brevemente inquieta también. Sus manos estaban ocupadas con sus ropas. ¿O no? Tal vez era más que eso. Durante un momento, parecieron brotar chispas de todo. Suspiró exasperada, luego pareció relajarse.

—Despierta, Ed —dijo.

Ed despertó de pie, en la curva de un mundo pequeño bajo la desesperada iluminación del Canal Kefahuchi.

Columnas de fuego se alzaban y caían sobre él: colores en serie, colores que no tenían nada que hacer juntos, colores de vidriera. Un poco aparte, iluminada de una manera que él no podía describir, había una nave-K, en punto muerto, con su casco titilando por el esfuerzo de reprimir sus armas; también, advirtió, el esqueleto completo de un ser humano, de color marrón, con trozos de tela y cartílago oscuro todavía adheridos a los huesos. A su lado (extraña y con aspecto inseguro bajo aquella luz ardiente e intransigente, pero de algún modo menos amenazadora que la primera vez que apareció) se encontraba la entidad a veces conocida como «Sandra Shen», a veces «Dr. Haends», pero más frecuentemente a lo largo de los años, y para la mayoría de sus breves asociados, «el Shrander». Ed la miró de reojo. Observó la figura regordeta, la rebeca de lana marrón con sus botones perdidos, la cabeza como un cráneo de caballo, los ojos como mitades de pomelo.

—¡Vaya! —exclamó—. ¿Eres real? —Se palpó a sí mismo con las manos. Lo primero es lo primero—. ¿Soy yo real? —dijo—. Te he visto antes. —Como no recibió respuesta, se frotó el rostro—. Sé que te he visto antes —hizo un vago gesto—. Todo esto…

—Sorprendente, ¿verdad? —dijo el Shrander—. Y es así siempre.

Ed no se refería a eso. Quería decir que había venido más lejos de lo que pretendía.

—No estoy seguro de dónde me encuentro.

—¿Sabes? —dijo el Shrander, con aire de placer—. ¡Yo tampoco! Hay tanto, ¿verdad?

—Eh —dijo Ed—. Eres Sandra Shen.

—Ella también. Sí.

Ed lo dejó correr. Por un momento, pensó, sería suficiente ser amable consigo mismo. Aceptarlo. Pero el Shrander parecía amistoso y considerado, y pronto se sintió más seguro que cuando había despertado. Eso a su vez le hizo sentirse como si debiera hacer un nuevo esfuerzo: así que después de pensárselo un poco, dijo:

—Eres de la cultura-K, ¿verdad? No moristeis. De eso se trataba todo. —La miró con algo parecido al asombro—. ¿Qué clase de cosa eres?

—Ah —dijo el Shrander—. No estoy seguro de que comprendas la respuesta a eso. Sea lo que sea, soy el último de ellos: eso está claro —suspiró—. Todas las cosas buenas deben terminar, Ed.

Ed no estaba seguro de cómo responder a esto.

—¿Cómo te va? —dijo por fin—. Quiero decir, ¿cómo lo llevas?

—Oh, bien. Estoy bien.

—¿No te sientes sola? ¿Abandonada?

—Oh, por supuesto. Sola. Un poco olvidada. Le pasaría a cualquiera. ¡Pero, sabes, tuvimos nuestro momento, Ed, y fue bueno! —Lo miró, animada—. Ojalá hubieras podido vernos. Éramos así, sólo que con más lazos. —Se rió—. No te mostraré qué hay debajo de la ropa.

—Eh —dijo Ed—. Apuesto a que estás bien.

—No soy exactamente Neena Vesicle por aquí abajo. —Pensó en esto, quizás más tiempo de lo que pretendía—. ¿Qué estaba diciendo? —le preguntó a Ed.

—Que tuvisteis vuestro momento —le recordó Ed.

—¡Oh, lo tuvimos, Ed, sí que lo tuvimos! La vida nos iba tan bien como a vosotros, quizá incluso mejor. Un momento tan digno como una danza de té en el paraíso: el siguiente, rápido, alucinatorio, la última oportunidad, en tiempo real. Oh, ya sabes: el infierno absoluto. Comimos unos cuantos almuerzos. ¡Y deberías haber visto los logros que conseguimos, Ed! Movimos cosas con los mejores. Teníamos dominado el código. Conseguimos todas las respuestas que vosotros queréis…

Se detuvo. Señaló al cielo.

—Entonces nos encontramos con esto. Si te digo la absoluta verdad, Ed, nos detuvo tan en seco como a los demás. Era viejo cuando llegamos aquí. La gente que había estado aquí antes que nosotros, bueno, eran muy viejos cuando nosotros no éramos nada. Robamos sus ideas tan rápido como pudimos, como vosotros estáis haciendo ahora. Lo intentamos con esa cosa… —el Shrander pareció encogerse de hombros—, y fracasamos. Pero tendrías que habernos visto, Ed. Para entonces teníamos algún control sobre las cosas. Fue una época emocionante. Pero todo se reduce a nada, tanto empujar y tirar.

Echó hacia atrás la cabeza un momento y apuntó con su gran pico huesudo al Canal. Entonces se miró a los pies en el polvo.

—Oh, no me quejo —dijo—. Incluso eso estuvo bien. Quiero decir, fue una aventura, fue nuestra aventura. Fue parte de ser lo que éramos.

»Y ésa es la cuestión, Ed. Estar aquí. Estar hasta el cuello en lo que eres.

—Sientes que lo perdisteis —dijo Ed.

El Shrander suspiró.

—Sí —dijo—. Nos perdimos. Es lo que pasa con esta cosa. Te rechaza. Te destruye. Te descorazona. Nos derrotó: derrotó nuestra inteligencia, nuestra capacidad de comprender. Al final, no tuvimos lo que había que tener.

Hubo una pausa en la que ambos reflexionaron sobre los límites, cosa que era fácil para Ed, puesto que se había pasado la vida enfrentándose a ellos. Cuando sintió que era el momento, dijo:

—Bien. ¿Qué pasó entonces?

—Hay que levantarse, Ed. Intentar continuar. Tuvimos que admitir que nos faltaba algo. Pero eso nos dio nuestra gran idea. Nosotros no podíamos conocer el Canal; pero decidimos construir algo que sí pudiera. Soy la última de mi especie, Ed, tienes razón. Me dejaron aquí para que el proyecto funcionara.

El Shrander guardó silencio.

Después de un rato dijo, cansinamente:

—Soy muy, muy vieja. Ed.

Ed sintió el peso de aquello. Sintió la soledad. ¿Qué se hace con una entidad alienígena? ¿La rodeas con el brazo? ¿Qué le dices? ¿«Lamento que seas vieja»? El Shrander debía de haber comprendido algo de esto, porque lo tranquilizó.

—Eh, Ed. No te esfuerces.

Entonces, después de un instante, recuperó las fuerzas e hizo un gesto que abarcaba las ruinas, los inexplicables artefactos en el polvo, la nave-K agazapada como un maligno demonio de ingeniería, con sus sistemas hirviendo de radiación y sus armamentos asomando sin sentido al detectar hechos posiblemente amenazantes a cien luces Playa abajo y arriba.

—Viví en estas ruinas, estos objetos y otros, por todo el halo. Había una parte de mí en todos ellos, y cada parte de ellos era yo. Después de que los CMT descubrieran la tecnología-K, viví en el espacio navegacional de esta nave. La robé. Desde el interior de su matemática, y cruzando el puente hasta su wetware, tuve el dominio de catorce dimensiones, incluyendo cuatro temporales. Tenía a mi disposición el halo entero, fui adelante y atrás en el tiempo como un yoyó. Pude intervenir.

—¿Por qué?

—Porque nosotros os construimos, Ed. Os construimos a partir de los aminoácidos. Dedujimos lo que no teníamos, y construimos a vuestros antepasados para que evolucionaran en lo que nosotros no podríamos ser. Fue un proyecto a largo plazo, como si largo plazo significara algo aquí en la Playa. Vale, tal vez no tan visible como algunas de estas obras de ingeniería solar. Pero, sabes, ¿funcionó algo de eso? Mira a tu alrededor; yo diría que no. Pensamos que nuestra inversión tenía una oportunidad, Ed. Era sencilla y elegante al mismo tiempo; aún más interesante, hicimos que el universo también interviniese y dejamos algunas cosas al azar. Todo este tiempo yo os estuve vigilando.

El Canal Kefahuchi.

Una singularidad sin horizonte de sucesos. Un lugar donde todas las reglas rotas del universo se despliegan, como el truco barato de un ilusionista, magia que podría funcionar o no, material inseguro en el escaparate de una tienda retro. No se podía sacar nada de una idea como ésa, pero no podías dejar de intentarlo. No podías dejar de intentar resolverlo.

El córtex visual de Ed, tan excitado como un par iónico en un aparato Tate-Kearney, alucinó emblemas de dados en aquel enorme destello de cielo. Vio los Gemelos, una cabeza de caballo, un velero en una torre de nubes como humo. Bajo esos emblemas de casualidad / no casualidad, la superficie del asteroide (si eso era) se alejaba de él, relativamente regular, cubierta de un fino polvo blanco. Aquí y allá podían verse los restos de bajas estructuras rectangulares, sus cimientos reducidos a muñones de tres centímetros por desconocidas fuerzas ablativas originadas en el Canal. Dispersos alrededor de ellos en este paraíso entradista, estaban las formas de artefactos más pequeños, sus contornos difuminados por capas de polvo, cada uno una pequeña fortuna en los laboratorios de las carnicerías de Motel Splendido.

Trató de pensar en sí mismo como un artefacto.

Se agachó y pegó la oreja a la superficie. Pudo oír el código-K no muy lejos por debajo, cantando para sí como un coro.

—Todavía estás allí abajo —susurró.

—Allí abajo y en todas partes. ¿Qué es lo que quieres hacer entonces, Ed?

Ed volvió a ponerse en pie.

—¿Hacer?

El Shrander se echó a reír.

—No te he traído hasta aquí sólo para mirar —le dijo—. Si supieras lo que cuesta en términos termodinámicos tan sólo mantenerte vivo en este… —hizo una pausa, como si le faltaran palabras— en este lugar fabuloso, te pondrías lívido. Sinceramente. No, Ed, me habría encantado traerte aquí sin más, pero no habría compensado el esfuerzo.

—Bien —dijo Ed—. ¿Qué?

—No seas ingenuo, Eddy el Tranquilo. No puedes quedarte quieto en esta vida. Continúas o se acabó. ¿Qué será?

Ed sonrió. Ahora la entendió.

—Estabas también en el tanque de centelleo —dijo. Se echó a reír—. ¡Rita Robinson! —recordó—. Apuesto a que eras también Rita Robinson.

Se acercó al lugar donde yacía el esqueleto, se arrodilló en el polvo y tocó los huesos tostados. Cogió una tira de harapo blancuzco que se había adherido a la caja torácica, la dejó caer, vio cómo la atraía la lenta gravedad.

—Bueno, ¿qué pasó aquí?

—Ah —dijo el Shrander—. Kearney.

—¿Kearney? Jesús. No será ese Kearney.

—Fue alguien que se apartó de sí mismo —dijo el Shrander—, exactamente de lo que estoy hablando. Era tan prometedor al principio, y sin embargo estaba tan asustado. Lo observé surgir de la nada, Ed, y luego apagarse bruscamente, igual que una luz. Oh, sé lo que vas a decir. Brian Tate y él os trajeron aquí. Sin él no tendríais máquinas cuánticas. No tendrías el procesamiento paralelo masivo. Y sin eso nunca habríais encontrado el camino. Pero al final fue una decepción, Ed, créeme: estaba demasiado asustado de las cosas que sabía. No debería de haberle traído aquí, pero pensé que se lo debía. —Se echó a reír—. Aunque me robó algo y huía de mí cada vez que intentaba pedirle que me lo devolviera. —Se agachó y rebuscó en el polvo con sus manitas regordetas—. Mira.

—Eh —dijo Ed—. El Juego de las Naves.

—Son los originales, Ed. Mira su finura. Nunca supimos lo antiguos que eran. —Contempló los dados en la palma de la mano—. Ya eran viejos cuando los encontramos.

—¿Qué hacen?

—Tampoco lo descubrimos. —El Shrander suspiró—. Los guardaba por su valor sentimental. Toma. Quédatelos.

—Para mí es sólo un juego —dijo Ed.

Cogió los dados y los volvió para que captaran la luz del Canal Kefahuchi. Ésta era la forma en la que había que verlos, pensó. Eran otro artilugio para intentar comprender el lugar donde se agotaban las reglas. Las imágenes familiares fluctuaron y se agitaron, como si quisieran saltar de las caras de los dados y absorber la luz. Ed sintió que le debía algo por aquella comprensión, así que dijo:

—¿Qué hago?

—Éste es el trato: coge la nave-K. Ve profundo. Es el Boogie Kefahuchi, Ed: apunta y dispara. Ve hasta el fondo.

—¿Por qué yo?

—Eres el primero de ellos. Eres lo que esperábamos crear.

—Kearney era el cerebro —señaló Ed—. No yo.

—No quiero que lo comprendas, Ed. Quiero que lo navegues.

Ed lanzó los dados, pensativo.

Los volvió a lanzar.

—Siempre quise pilotar una de esas cosas —dijo—. ¿Qué sucederá si me meto ahí dentro?

—¿A ti?

Ed lanzó los dados.

—A todo —dijo, haciendo un gesto que parecía incluir el universo.

El alienígena se encogió de hombros.

—¿Quién sabe? Las cosas cambiarán para siempre.

Ed lanzó los dados una vez más. El Canal Kefahuchi ardía silencioso sobre él. La guerra estallaba en simpatía, por toda la Playa. Miró los dados, tendidos en el polvo irradiado. Algo que vio allí (algo en la forma en que habían caído) pareció hacerle gracia.

—Bien, al carajo con todo —dijo, y se acercó sonriendo—. ¿Será divertido?

—Lo será, Ed.

—¿Dónde hay que firmar?

Un poco más tarde, parapléjico, intubado y repleto hasta los límites de su sistema nervioso con drogas flamantes, Ed Chianese, centella, sintió la Cruz de Einstein iluminar su cerebro, y tomó el control de su nave-K. Sandra Shen lo había entrenado bien. La navegación es un acto de profecía, un par de suposiciones con la cabeza dentro de un tanque de melaza profiláctica. Puedes dejar el procesamiento paralelo masivo a los algoritmos, puedes dejarlo al quantumware. Después de conectar, la matemática había ido a su propio espacio, donde Ed la encontró esperándolo.

—Eh —dijo Ed.

—¿Qué es eso?

—Desearía una cosa. Tuve una hermana, sabes, e hice algo estúpido y me alejé de ella. Me gustaría volver a verla. Sólo una vez más. Arreglar aquello.

—Eso no será posible, Ed.

—Entonces quiero rebautizar la nave. ¿Puedo hacerlo?

—Claro que puedes.

Ed pensó en su triste vida.

—Somos el Gato Negro. A partir de ahora somos el Gato Negro.

—Ed, es un nombre perfecto.

—Entonces súbeme.

A la matemática le encantó hacerlo. Ed entró en tiempo nave. Diez dimensiones espaciales se extendieron como piernas para él; cuatro de tiempo. La materia oscura hervía y destellaba. En el último lugar del mundo ordinario, la Gato Negro se alzó de la superficie del asteroide. Acechó como la aguja de una brújula, luego giró lentamente hasta colocarse de cola. Durante treinta nanosegundos, que es un millón de años allá donde las cosas son pequeñas, no sucedió nada. Entonces el producto de fusión estalló en su popa. Saltó hacia adelante en una línea de brillante luz blanca y poco después abrió un agujero en la nada.

—Bien, el motor está en marcha. Apuntemos al cabrón.

—Hagámoslo, Ed.

—¿Cuál de estos botoncitos es la música?

El asteroide estaba ahora vacío, a excepción de los dados de hueso y el físico muerto. Los dados yacían donde habían caído para Ed Chianese, y el polvo se arremolinaba sobre ellos. Los huesos de Michael Kearney se tostaron un poco más. Seria Mau Genlicher regresó varias veces, algunas feliz, otras como un invierno viviente, y se asomó, y se marchó. Pasaron los años. Pasaron los siglos. Entonces el cielo empezó a cambiar de color, sutil y lentamente al principio, luego más rápida y más salvajemente de lo que nadie podría soñar.

EL PRINCIPIO