Esto es lo que había sucedido dentro de la Gata Blanca:
Seria Mau había entrado en el espacio matemático, donde el código-K funcionaba sin ningún sustrato en una región propia. Todo lo demás en el universo parecía alejarse a una gran distancia. Las cosas aceleraban y desaceleraban al mismo tiempo. Una blanca luz actínica (sin fuente pero direccional) se extendía por los bordes de todo cuerpo en movimiento. Era un espacio tan lúcido e intenso y carente de significado como uno de los sueños de Seria Mau.
—¿Por qué vas así vestida? —le preguntó la matemática con voz desconcertada.
—Quiero saber qué es esta caja.
—Es tan peligroso para todos nosotros que estés aquí así —dijo la matemática.
—… tan peligroso —repitieron los operadores sombra.
—No me importa —dijo Seria Mau—. Mira.
Alzó los brazos y ofreció la caja.
—Es muy peligroso, querida —dijeron los operadores sombra. Picotearon nerviosos sus uñas y pañuelos.
El código brotó de la caja de Tío Zip y se fundió con el código de la Gata Blanca. Todo (caja, envoltorio y demás) se disolvió en píxeles, auroras, luces oscuras como materia no bariónica, y pasaron volando ante el rostro vuelto de Seria Mau a velocidades casi relativistas. En el mismo instante, ella sintió que el vestido de novia se incendiaba. La cola se derritió. Sus hermosos querubines se convirtieron en polvo. Los operadores sombra se cubrieron los ojos con las manos y revolotearon como hojas secas con un viento frío, con las voces estiradas y retorcidas por desconocidos efectos de dilatación espaciotemporal. De repente todo salió de la caja: toda idea que alguien hubiera tenido jamás sobre el universo estaba disponible, funcionando y presente. Los cables se cruzaron. Los sistemas descriptivos se habían colapsado en algún régimen anterior a todos. La supersustancia de información se había desatado. Fue un momento de reinvención. Fue el momento de máximo vértigo. La matemática misma estaba desatada, como un mago con un sombrero curioso, y nada podría volver a ser lo mismo.
Sonó un suave timbre.
—Dr. Haends, por favor —dijo la voz amable y capaz de una mujer.
Y allí salió él, emergiendo del sustrato universal con sus guantes blancos y su bastón de ébano de remate dorado. Su frac tenía un cuello de terciopelo y mangas de cinco botones, y por la parte exterior de la pernera de sus estrechos pantalones negros corría una negra tira de satén negro. Tenía el sombrero puesto. Sus zapatos, que Seria Mau no había visto nunca, eran de cuero acharolado, hechos para bailar. Sombrero, zapatos, frac, guantes y bastón, vio ella ahora, estaban hechos de números que corrían tan rápidos y apelotonados unos sobre otros que parecían una superficie sólida. ¿Era todo el mundo así? ¿O sólo el Dr. Haends?
—¡Seria Mau! —exclamó. Extendió la mano—. ¿Bailas?
Seria Mau dio un respingo. Pensó en su madre, que la dejó para enfrentarse a las cosas sin una palabra de ayuda. Pensó en su padre y las cosas sexuales que había querido que ella hiciera. Pensó en su hermano, que se negó a despedirse aunque sabía que nunca la volvería a ver.
—Nunca aprendí a bailar —dijo.
—¿Y de quién fue la culpa? —rió el Dr. Haends—. Si no juegas, ¿cómo vas a ganar el premio?
Hizo un gesto alrededor. Seria Mau vio que se encontraban en el escaparate de la tienda de magia, una niñita cultivar con un vestido de novia y un hombre alto y delgado de bigotito fino y vívidos ojos azules. A su alrededor estaban amontonadas las cosas que ella había visto en sus sueños: cosas retro, cosas de prestidigitador, cosas de niños. Labios de plástico de color rubí. Plumas teñidas de naranja brillante y verde. Montones de pañuelos de colores que entraban en el brillante sombrero del mago y luego salían en forma de palomas blancas. Había manojos de regaliz falso. Había un corazón de San Valentín que se encendía solo gracias a los lindos diodos que tenía dentro. Había «Gafas de Rayos X» y zapatos con alzas, anillos para el truco de la eternidad y esposas que no te podías quitar. Había todas las cosas que querías cuando eras niña, cuando parecía que siempre habría más en el mundo y siempre más después de eso.
—Elige lo que quieras —invitó el Dr. Haends.
—Todas estas cosas son falsas —dijo Seria Mau obstinadamente.
El Dr. Haends se echó a reír.
—Todas son reales también —dijo—. Eso es lo sorprendente. —Le soltó la mano y bailó elegantemente alrededor, gritando—. ¡Yoiy, yoiy, yoiy! Podrías tener todo lo que quisieras.
Seria Mau sabía que era verdad. Llena de pánico huyó de esta idea en todas las direcciones posibles, como si lo hiciera desde el saliente más alto del universo.
—¡Déjame en paz! —gritó. La matemática de la nave, que había sido el Dr. Haends todo el tiempo, o al menos la mitad, la envió a dormir. Echó un rápido vistazo a algunas de las otras partes de su proyecto (implicaban viajar en diez dimensiones espaciales y, sobre todo, cuatro temporales). Luego, tras haber reorganizado la Gata Blanca un poco más a su satisfacción, cogió la ruta más corta posible a Sigma Fin y se lanzó por el agujero de gusano. Quedaba mucho por hacer.
Sigma Fin.
Tío Zip observaba, con los ojos entornados.
—Ve tras ellos —dijo.
—Demasiado tarde, Tío. Ya están dentro.
Tío Zip guardó silencio.
—Están muertos —dijo el piloto—. Moriremos también si entramos ahí.
Tío Zip se encogió de hombros. Esperó.
—Éste no es lugar para los seres humanos —dijo el piloto.
—Pero ¿no quieres saber? —preguntó en voz baja Tío Zip—. ¿No es eso para lo que viniste en realidad?
—Oh, joder, sí.
La Gata Blanca salió silenciosamente por el otro extremo del agujero de gusano como una nave fantasma. Sus motores estaban apagados. Sus comunicaciones guardaban silencio. Nada se movía en el interior de su casco; fuera, una única luz azul, normalmente usada sólo en la órbita de atraque, parpadeaba, redundante y firme en la nada. El casco mismo, arañado y lastimado, dañado por el contacto con algún medio indescifrable, como si viajar por un agujero de gusano significara mil años en un molinillo de café, el movimiento tan newtoniano como un viaje en un tren desbocado, se enfriaba rápidamente del rojo al color pasa hasta su normal gris sucio. Faltaba mucho del armazón exterior. La salida del agujero de gusano, un torcimiento membranoso de luz blancuzca, quedó atrás. Durante dos o tres horas, la nave dio vueltas sin control por el espacio vacío. Entonces su antorcha de fusión destelló brevemente, y obedeciendo alguna orden no dictada, se sacudió y cayó en la órbita del objeto grande más cercano.
Seria Mau Genlicher despertó poco después.
Estaba de vuelta en su tanque. Todo estaba oscuro. Tenía frío. Estaba aturdida.
—Pantallas —ordenó.
No sucedió nada.
—¿Estoy aquí sola, o qué?
Silencio. Se movió incómoda en la oscuridad. El proteoma del tanque parecía estancado y carente de vida.
—¡Pantallas!
Esta vez un comunicador cobró vida, dos o tres imágenes visuales, incompletas, intermitentes, imbricadas, moteadas de interferencia.
Podía verse un gran objeto blanco tendido en el suelo en los habitáculos humanos de una nave-K, que se convirtió, a medida que las cámaras se movían cuidadosamente a su alrededor, en un ser humano desmembrado en parte. Sus ropas, desgarradas por las fuerzas gravitatorias, se apretujaban en los rincones de la sala como colada mojada, junto con uno de sus brazos. Las paredes de encima estaban manchadas y enrojecidas. La segunda imagen era de Tío Zip, tocando el acordeón mientras su nave daba vueltas infinitas por el agujero de gusano. Por encima de la música podía oírse gritar a su piloto:
—Mierda. Oh, Jesús, mierda.
En la tercera, se veía la boca de Tío Zip en primerísimo plano, repitiendo las palabras:
—Podremos salir de aquí si conservamos la cabeza.
—¿Por qué me muestras esto? —preguntó Seria Mau.
La nave permaneció en silencio a su alrededor. Entonces dijo de pronto:
—Todas estas cosas están ocurriendo a la vez. Es tiempo real. Lo que le pasó allí dentro está pasando todavía. Estará sucediendo siempre.
Tío Zip miró a Seria Mau a través de la pantalla.
—Socorro —dijo.
Vomitó.
—La verdad es que resulta bastante interesante —dijo la matemática.
Seria Mau observó un instante más.
—Sácame de aquí —dijo por fin.
—¿A dónde quieres ir?
Ella se movió en el tanque, indefensa.
—No, quiero salir de aquí —dijo. Y entonces, como no hubo ninguna respuesta—: No funcionó, ¿verdad? ¿Lo que quiera que pasara antes de que me pusieras a dormir? Me pareció ver al prestidigitador, pero fue otro sueño. Pensé…
Era como una niña de trece años, intentando encogerse de hombros. En respuesta, el fluido del tanque giró viscoso a su alrededor. Lo imaginó lavando lo que quedaba de su cuerpo como baba caliente. Como quince años de desesperación.
—Oh, bueno, ¿qué importa lo que yo pensara? Estoy muy cansada. No me importa lo que haga. Ya he tenido suficiente. Quiero irme a casa y que esto no haya sucedido nunca. Quiero recuperar mi vida.
—¿Te digo una cosa? —preguntó la matemática.
—¿Qué?
—Imagen —dijo la matemática, y el Canal Kefahuchi explotó en su cabeza.
—Así son realmente las cosas —dijo la matemática—. Si piensas que el tiempo nave es como son las cosas, te equivocas. Si piensas que el tiempo nave es algo, te equivocas: no es nada. ¿Ves esto? No es sólo un «estado exótico». Son años luz de fuego rosa y azul, surgiendo de ninguna parte, perdiéndose en tiempo humano real. Así son las cosas. Así es en tu interior.
Seria Mau se rió amargamente.
—Muy poético.
—Contempla el fuego —ordenó la matemática.
Ella obedeció. El Canal rugía y suspiraba sobre ella.
—No puedo devolverte tu cuerpo —dijo la matemática—. Tenías esta furia por vivir, pero te daba miedo. Lo que les dejaste hacerte fue irreversible. ¿Lo comprendes?
—Sí —susurró ella.
—Bien. Hay más.
Después de un momento, el Canal pareció convertirse en tres altas ventanas de arco, insertadas en una pared cubierta de seda gris de golilla. Estaba en el escaparate de la tienda de magia. Al mismo tiempo estaba en la sala del tanque a bordo de la Gata Blanca.
Ahora vio que estos lugares siempre habían sido uno y el mismo. Podía ver su tanque, la idea corporativa de los CMT de lo que querría una niña de trece años: un ataúd decorado con molduras doradas de elfos, unicornios y dragones, todos haciendo heroicos sacrificios una y otra vez, como si la muerte no fuera un estado permanente y siempre pudiera superarse un corazón roto. Tenía una gruesa tapa con gozne (imposible de abrir desde dentro, como si hubieran temido que ella lo intentara), y haces de tubos insertados. Ella estaba por encima, dentro, y detrás también: estaba en las diminutas cámaras de vigilancia de a bordo que caían como polvo a través de cada rayo de luz. Mientras observaba, la parte superior del cuerpo del Dr. Haends se inclinó lentamente en la ventana central. Su camisa blanca estaba recién almidonada; su pelo azabache fulgía de brillantina. Después de inclinarse todo lo que le permitía su campo de visión, el Dr. Haends le hizo un guiño. Esta vez, en vez de enderezarse, extendió una larga y elegante pierna por el alféizar de la ventana y entró en la habitación.
—No —dijo Seria Mau.
—Sí.
En dos zancadas alcanzó el tanque y abrió la tapa.
—¡No! —dijo ella.
Se debatió enfurecida, lo que quedaba de ella, de modo que el fluido en el que estaba suspendida (denso e inerte como mucosa para absorber las fuerzas newtonianas a las que incluso una nave-K se veía sometida a veces) se desbordó por un lado y cayó sobre los zapatos de charol de él. El Dr, Haends no lo notó. Metió la mano en aquel material y la sacó. En las microcámaras ella se vio a sí misma por primera vez en quince años. Era una cosa pequeña, rota y amarillenta, con los miembros todos en extraños ángulos, encogiéndose y estirándose débilmente contra el dolor del aire libre. Lo que ella oyó como un grito de horror y desesperación fue sólo un débil gemido gutural. La piel se extendía sobre ella como el pellejo curtido o preservado de un enterramiento en una ciénaga. No había carne entre eso y los huesos de debajo. Los labios ajados dejaban al descubierto unos dientes pequeños y regulares. Los ojos miraban desde cuencas negras. Cuando ella vio los gruesos cables que salían de los puntos nucleares de la espalda lacerada, se sintió aturdida y disgustada. Sintió un pesar absoluto por aquella cosa. Sintió una vergüenza total. Por esto se había enfrentado a él: simplemente, no quería que la viera. Entonces, cuando vio lo que él estaba haciendo, se enfrentó también por eso.
Él había hecho aterrizar la nave. La rampa de carga estaba bajada. La estaba llevando al exterior. El terror cayó sobre ella como la luz del Canal Kefahuchi. ¿Qué podía hacer si ya no era la Gata Blanca? ¿Qué podía ser?
—¡No! ¡No!
El Canal latía sobre ella.
—No hay aire —dijo penosamente—. No hay aire.
El cielo ardía de radiación.
—¡No podemos vivir! ¡No podemos vivir en esto!
Pero al Dr. Haends no parecía importarle. Allí en la superficie, entre los extraños montículos bajos y los artefactos enterrados, se dispuso a operar. Se colocó los guantes blancos. Se subió las mangas. Mientras, de sus ojos y su boca manaba la espuma blanca del código-K, para crear a partir del polvo mismo los instrumentos necesarios. El Dr. Haends alzó la cabeza. Extendió una mano, con la palma hacia arriba, como alguien que prueba si está lloviendo.
—¡No hay necesidad de luz extra! —decidió.
Seria Mau sollozó.
—¡Me estoy muriendo! ¿Cómo puedes darme un cuerpo nuevo aquí?
—Olvida tu cuerpo.
Tenían que gritar para oírse por encima del silencioso rugido del Canal. Vientos de partículas agitaban los faldones del frac del Dr. Haends. Se echó a reír.
—¿No es sorprendente el mero hecho de estar vivo?
Tras él, los operadores sombra salieron de la nave como cardúmenes de peces excitados, aleteando y bailando.
—Ella se pondrá bien de nuevo —se decían unos a otros—. Se pondrá bien.
El Dr. Haends alzó sus instrumentos.
—Olvídate a ti misma —ordenó—. Ahora puedes ser lo que eres.
—¿Me harás daño?
—Sí. ¿Confías en mí?
—Sí.
Un largo rato después (podían haber sido minutos, podían haber sido años) el Dr. Haends se secó los números de su frente como si fueran sudor y se retiró de la criatura que había creado. Su traje de gala estaba sucio. Estaba manchado de sangre hasta las mangas de su camisa de lino. Sus instrumentos, que al empezar eran prístinos, ahora le parecían feos y no enteramente adecuados para el trabajo. Sacudió la cabeza. Había sido un esfuerzo, lo admitía ahora, incluso para él. Termodinámicamente, había sido lo más caro que había hecho nunca. Había sido un riesgo. Pero ¿qué se gana sin eso?
—Ahora puedes ser lo que eres —repitió.
La cosa que había creado se levantó y agitó las alas, insegura.
—Es difícil —dijo—. ¿Tengo que ser tan grande? —Intentó mirarse a sí misma—: No puedo ver lo que soy —dijo. Aleteó de nuevo. Eventos magnéticos colaterales levantaron polvo de la superficie. El polvo se quedó flotando allí, pero no sucedió nada más.
—Creo que si sigues practicando… —la animó el Dr. Haends.
—Me siento aterrorizada. Me siento una idiota.
Se rió.
—¿Qué aspecto tengo? —preguntó—. ¿Sigo siendo ella?
—Eres y no eres —admitió el Dr, Haends—. Date la vuelta, déjame verte. Así. Estás preciosa. Sólo practica un poco más.
Seria Mau se giró y giró. Sintió la luz en sus alas.
—¿Son plumas? —preguntó.
—No del todo.
—¡No sé cómo funciona!
—Mantendrá la forma que quieras —prometió el Dr, Haends—. Puedes ser esto, o puedes ser otra cosa. Puedes ser una gata blanca de nuevo, y saltar entre las estrellas. ¿O por qué no intentar algo nuevo? Ahora estoy bastante satisfecho. ¡Sí! ¡Mira! ¿Ves? ¡Eso es!
Ella se alzó y trazó un círculo torpemente por encima de su cabeza.
—¡No sé cómo hacer esto!
—¡Da unas cuantas vueltas! ¡Unas cuantas más! ¿Ves?
Ella dio más vueltas.
—Soy bastante buena haciéndolo —dijo—. Creo que podría ser bastante buena.
Los operadores sombra volaron hacia ella. La rodearon, susurraron encantados y dando palmadas con sus manos huesudas y desgastadas por el trabajo.
—Me cuidasteis tan bien —los felicitó ella. Entonces se obligó a mirar a la Gata Blanca—. ¡Todos estos años! —se maravilló—. ¿Fui eso?
Vertió algo que podrían haber sido lágrimas, si pudiera decirse que un organismo tan extraño (tan enorme y a la vez tan frágil, tan perpetuamente emergente de sus propios deseos) era capaz de llorar.
—Oh, cielos —dijo—. No sé cómo me siento.
De repente se echó a reír. Su risa llenó el vacío. Era la risa de las partículas. Se reía en cada régimen. Probó las cosas distintas que podía ser: siempre había más, siempre había más después de eso.
—¿Os gusta esto? —preguntó—. Creo que prefiero la anterior.
Sus alas perdieron su aspecto de plumas, y la luz Kefahuchi corrió por ellas de punta a punta como un fuego fatuo. Seria Mau Genlicher rió y rió y rió.
—Adiós —llamó.
Se elevó de pronto, más rápido incluso de lo que los ojos del Dr. Haends podían seguirla. Su sombra pasó brevemente sobre él y desapareció.
Después de que se hubiera marchado, él se quedó allí un rato, entre la nave-K vacía y los restos del físico Michael Kearney. Estaba agotado, pero no podía asentarse. Se agachó y recogió los dados que Michael Kearney había traído a este lugar. Los observó pensativo; volvió a soltarlos.
—Ha sido agotador —se dijo a sí mismo—. Pueden ser más agotadores de lo que piensas.
Después de un momento, se permitió volver a una forma con la que se sentía más cómodo, y se quedó allí largo rato contemplando el Canal Kefahuchi, una cosa pequeña y regordeta con un enorme pico huesudo curvo y una rebeca de lana marrón con manchas de comida en la parte delantera que se encogió de hombros y se dijo a sí misma:
—Bueno, el resto está todavía por hacer.