Después de salir corriendo de la casa, Michael Kearney se retrotrajo por última vez a su propia memoria, donde se vio a sí mismo, con veinte años, volviendo de su último viaje inocente en tren para encontrar a una mujer baja y mal vestida caminando de un lado a otro junto a la parada de taxis ante la estación de Charing Cross, donde lo habían llevado las cartas del Tarot. La mujer sostenía una carta en la mano derecha y gritaba:
—¡Tu maldito trozo de papel, tu maldito trozo de papel!
El pelo gris enmarcaba un rostro ancho enrojecido por el esfuerzo. Una rebeca de lana marrón, gruesa como una alfombra, comprimía sus gordos pechos.
—¡Tu maldito trozo de papel! —gritaba. Como si intentara una última entrega indiscutible, varió el énfasis de esta acusación hasta que iluminó brevemente cada palabra. Se notaba que tenía un deber de expresión hacia las fuerzas que había en su interior. Era trabajo para ella, trabajo del más duro, brotado de algún lugar profundo. Kearney no pudo reprimir un escalofrío. Pero nadie más pareció molestarse: en cambio, la miraban con divertimento cauto, incluso afectuoso, sobre todo cuando estaba de espaldas. Cuando Kearney llegó a la cabeza de la cola, la mujer se detuvo ante él y lo miró a los ojos. Era bajita, rechoncha. El olor que se aferraba a ella le recordó a casas vacías, ropa vieja, ratones. Su sentido del drama, la intratable rudeza de su emoción, lo enervaron.
—¡Tu trozo de papel! —le gritó. Kearney vio que la carta era vieja, brillante por el uso, rota por los pliegues—. ¡Tu maldito trozo! —La agitó ante él. Kearney la miró sin decir nada, dolorido de vergüenza. Dio unos golpecitos con el pie—. ¡Tu maldito escrito!
Kearney negó con la cabeza. Pensó que tal vez la mujer quería dinero.
—No —dijo—. Yo…
Un taxi llegó a la plaza de Charing Cross y aparcó junto a él con un chirrido de frenos. Deslumbrado brevemente por la luz del sol que bailaba en las gotas de lluvia de su capota, Kearney pareció perder de vista a la mujer. En un santiamén, ella se acercó y le metió diestramente el papel en uno de los bolsillos de su chaqueta. Cuando Kearney alzó la cabeza, se había ido. En el papel encontró no una carta sino una dirección de Cambridge, escrita con tinta azul tan vieja como él mismo. Se lo acercó a la cara. Leerlo pareció agotarlo. Cuando los pliegues cedieron y se convirtieron en virutas en sus manos, dio una nueva orden al taxista, cogió otro tren y volvió a casa. Allí, deprimido, exhausto, incapaz de convencerse de la necesidad de deshacer la maleta, advirtió que había memorizado la dirección sin quererlo. Trató de trabajar. Se puso a echar cartas hasta que oscureció, entonces (quizás en un intento por recordarse la trivialidad de todo esto) fue de bar en bar, bebiendo sin parar, esperando encontrarse con Inge Neumann para que le dijera con una carcajada: «No es más que un juego».
La tarde siguiente estaba bajo la lluvia en el lugar al que le había conducido el papel, al otro lado de la calle frente a una vieja casa residencial, adosada, de dos o tres plantas de altura, con sus jardines medio ocultos tras una pared de ladrillo rojo atractivamente alisado. No tenía ni idea de por qué había venido.
Se quedó allí hasta que las ropas se le empaparon, pero no hizo ningún ademán de marcharse. Los niños correteaban por la calle. A las cuatro y media hubo un breve incremento en el tráfico. Mientras la lluvia se despejaba y la luz de la tarde viraba al oeste, la pared de ladrillo adquirió un cálido color anaranjado, y el muro del jardín pareció retroceder un poco, como si la calle se hubiera ensanchado; al mismo tiempo, pareció estirarse, haciéndose más alto y más largo. Poco después apareció la mujer de la rebeca de lana, respirando pesadamente y frotándose la cara. Cruzó la calle y, atravesando directamente la pared, desapareció.
—¡Espere! —jadeó Kearney, y se lanzó tras ella.
Tuvo la sensación de que penetraba algo membranoso que se aferraba elásticamente a su cara. Entonces oyó a una voz decir:
—Les resultó sorprendente descubrir que siempre habían estado en el jardín sin comprenderlo.
Supo entonces con certeza que el interior y el exterior de todo son siempre un medio único y continuo. En ese momento creyó que podría ir a cualquier parte. Con un grito de júbilo intentó caer hacia adelante en todas las direcciones posibles a la vez; sólo para descubrir para su desazón que en el mismo ejercicio de este privilegio había seleccionado una de ellas.
En la casa quedaban muebles diversos, como si algún inquilino no la hubiera abandonado del todo. Hacía frío. Kearney fue de habitación en habitación, deteniéndose para examinar un anticuado guardafuegos de bronce, una tabla de planchar de madera plegada como un insecto en un rincón. Le pareció oír a gente susurrando en las habitaciones de arriba; una risa cortada por una súbita toma de aire.
El Shrander le estaba esperando en el dormitorio principal. Pudo verlo claramente a través de la puerta abierta, junto al balcón cerrado. La luz brotaba de su gruesa y monolítica silueta, transfigurando el suelo pelado de la habitación, y luego se extendía hasta los pies de Kearney, iluminando las capas de polvo bajo las tablas pintadas de color crema. Sobre una mesita situada justo tras la puerta Kearney pudo ver cajetillas de cerillas, condones en sus envoltorios cuadrados de papel de estaño, grupos de fotos Polaroid, un par de dados grandes con símbolos que no reconoció.
—Puedes pasar —dijo el Shrander—. Puedes entrar.
—¿Por qué me has traído aquí?
En esto un pájaro blanco pasó ante las tres hojas del balcón cerrado, y el Shrander se volvió para mirarlo.
Su cabeza ya no era humana. (¿Por qué había pensado él que lo era? ¿Por qué lo había creído la gente en la cola del taxi?). Era el cráneo de un caballo. No una cabeza de caballo, sino un cráneo de caballo, un enorme pico de hueso curvado cuyas dos mitades se encontraban sólo en la punta, y cuyo aspecto no se parece en nada a un caballo. Una cosa retorcida, inteligente y sin sentido que no puede hablar. Era del color del tabaco. No había cuello ninguno. Unos cuantos trozos de tela de colores (quizás habían sido lazos alguna vez, rojos, blancos y azules, repletos de monedas y medallones) colgaban donde debería haber estado el cuello, formando una especie de manto. Este objeto se ladeó inteligentemente, mirando a Michael Kearney de arriba a abajo y de reojo como un pájaro. Se podía oír la respiración en su interior. El cuerpo debajo, envuelto en su rebeca de lana marrón, manchado y maloliente de comida, alzó sus brazos regordetes con un gesto de posesión, aunque generoso.
—Mira —ordenó el Shrander, con su clara voz infantil de contratenor—. ¡Mira aquí!
Cuando él lo hizo, todo se revolvió y no hubo más que negrura y una sensación de enorme velocidad, unos cuantos puntos apagados de luz. Después de un momento, se generó un atractor caótico que giraba y se retorcía con los colores iridiscentes del arte informático de los años ochenta. Por la sangre de Cristo, pensó Kearney, flotando en el firmamento. Se tambaleó, mareado y lleno de vértigo, y extendió una mano para salvarse: pero ya estaba cayendo. ¿Dónde estaba? No tenía ni idea.
—Aquí están pasando cosas reales —dijo el Shrander—. ¿Me crees? —Como no hubo respuesta, añadió—: Podríais tener todo esto.
Se encogió de hombros, como si la oferta fuera menos atractiva de lo que pudiera haber deseado.
—Todo esto, si lo quisierais. Vuestro. —Pensó un momento—. El truco es, naturalmente, encontrar el camino. Me pregunto si sabéis lo cerca que estáis.
Kearney miraba salvajemente por la ventana.
—¿Qué? —dijo. No había oído ni una palabra.
Los fractales se revolvieron, Kearney salió corriendo de la habitación. Por el camino, tropezó con la mesita y, al agarrarse para conservar el equilibrio, descubrió que había cogido los dados del Shrander. Con eso, su propio pánico llenó la habitación, un líquido tan denso que se vio obligado a volverse y llegar nadando a la puerta. Dio una especie de brazada mientras sus piernas corrían bajo él en inútil cámara lenta. Tropezó en el rellano y cayó por las escaleras, lleno de terror y éxtasis, con los dados en la mano…
Estaban en su mano ahora otra vez mientras avanzaba por entre la hierba de las dunas de la Playa del Monstruo. Si miraba hacia atrás, podía ver la casita, con una iluminación lechosa yendo y viniendo en sus ventanas. El cielo estaba negro, lleno de estrellas brillantes; mientras que el océano, sujeto en los brazos de la bahía, parecía de plata, y caía sobre la playa con un débil sonido susurrante. Kearney, que no era un atleta natural, hizo quizás poco más de un kilómetro antes de que el Shrander lo alcanzara. Esta vez era mucho más grande que él, aunque su voz todavía tenía aquella cualidad de contratenor que hacía que sonara como un niño o una monja.
—¿No me reconociste? —susurró, alzándose sobre él de tal forma que las estrellas quedaron oscurecidas. Olía a pan rancio y lana húmeda—. Te hablé a menudo en tus sueños. Ahora puedes ser el niño que fuiste.
Kearney cayó de rodillas y hundió la cara en la playa, donde percibió de manera clara y repentina no sólo los granos individuales de arena mojada sino las formas entre ellos. Parecían tan claras y detalladas que se sintió, brevemente, otra vez como un niño. Lloró por su pura pérdida: la pérdida de sí mismo. No he tenido vida ninguna, pensó. ¿Y por qué renuncié a ella? Por esto. Había matado a docenas de personas. Se había unido a un loco para hacer cosas terribles. Nunca había tenido hijos. Nunca había comprendido a Anna. Gimiendo tanto de autocompasión como del esfuerzo de no enfrentarse a su némesis, con la cara hundida firmemente en la arena, con el brazo izquierdo tendido rígido tras él, ofreció la bolsa que contenía los dados robados.
—¿Por qué yo? ¿Por qué yo?
El Shrander pareció confundido.
—Había algo que me gustó en ti desde el principio —explicó.
—Arruinaste mi vida —susurró Kearney.
—Tú arruinaste tu propia vida —dijo el Shrander, casi orgullosamente. Entonces añadió—: Por cierto, ¿por qué mataste a todas esas mujeres?
—Para mantenerte lejos de mí.
El Shrander pareció sorprenderse ante esto.
—Oh, vaya. ¿No te diste cuenta de que no funcionaba? —Luego dijo—: No ha sido una gran vida, ¿verdad? ¿Por qué corrías tanto? Lo único que quería era enseñarte algo.
—Coge los dados —suplicó Kearney—, y déjame en paz.
En cambio, el Shrander le tocó el hombro. Kearney se sintió elevarse y trasladarse hasta que flotó sobre la marea. Sintió que sus miembros eran enderezados firme pero amablemente como por acción de algún experto masajista. Se notó girar en el aire, como la aguja de una brújula.
—¿Por aquí? —dijo el Shrander—. No. Por aquí. Puedes perdonarte ahora.
Una curiosa sensación (gélida aunque cálida, como el primer contacto de un anestésico en aerosol) se propagó sobre su piel, y luego, penetrando cada poro, le corrió por dentro, desbloqueando cada callejón sin salida en el que se había metido en sus cuarenta años, relajando el nudo magullado de dolor y frustración y asco (tan apretado e inútil como un puño, tan imposible de modificar o expulsar) en que se había convertido su yo consciente, hasta que no pudo ver ni oír ni sentir más que una suave oscuridad aterciopelada donde pareció vagar, sin pensar en nada. Después de un rato aparecieron unos cuantos puntos apagados de luz. Pronto hubo más, y más después. Chispas, pensó él, recordando el éxtasis sexual de Anna. ¡Chispas en todo! Brillaron, se congregaron, revolotearon a su alrededor, y luego se posaron en las furiosas pautas giratorias del extraño atractor. Kearney se sintió caer hacia él, y separarse lentamente, y empezó a perderse. No era nada. Lo era todo. Agitó brazos y piernas, como un suicida al pasar por el decimotercer piso.
—Calla —dijo el Shrander—. No más miedo. —Lo tocó y dijo—: Ahora puedes abrir los ojos.
Kearney se estremeció.
—Abre los ojos.
Kearney abrió los ojos.
—Es demasiado brillante —dijo. Todo era demasiado brillante para poder ver. La luz rugía en su interior, sin ataduras: la sentía en su piel, la oía como sonido. Era luz desatada, luz como sustancia, luz real. Grandes muros y arcos y pétalos de luz que flotaban y aleteaban, se endurecían, aguantaban un momento, se desmoronaban y caían hacía él, de algún modo lo atravesaban y desaparecían en un segundo, para ser sustituidos de nuevo. Él no tenía ni idea de dónde estaba. Notaba la más extraordinaria sensación de sorpresa y asombro y deleite.
Se echó a reír.
—¿Dónde estoy? ¿Estoy muerto?
El vacío a su alrededor olía a limones. Parecían rosas. Lo sintió desgarrándolo, por dentro y por fuera. Había un horizonte, pero parecía demasiado curvo, demasiado cercano.
—¿Dónde estamos? ¿Hay estrellas? ¿Existe algo como esto?
Ahora el Shrander se echó a reír también.
—Todo es como esto —dijo—. ¿No es estupendo?
Kearney miró y lo encontró a su lado, una cosa pequeña y gruesa con la forma de una mujer, quizás de metro y medio de altura, su rebeca de lana marrón abotonada, su gran pico huesudo alzado para enfrentarse al rugiente cielo. Tuvo la sensación de que habría parpadeado si hubiera habido ojos en sus cuencas.
—Eso es lo que nunca parecemos comprender —dijo—. Lo imposible de abarcar que es todo.
Lazos de colores aleteaban y brotaban de sus hombros con un viento completamente invisible; mientras el borde de su rebeca se arrastraba por el polvo de una antigua superficie rocosa.
—Por todas partes donde mires se extiende hasta el infinito. Lo que busques, lo encuentras. Y vosotros podéis tenerlo. Todo.
La cómoda generosidad de esta oferta sorprendió a Kearney, así que decidió ignorarla. Parecía no tener sentido de todas formas. Entonces, al mirar a las torres de luz que se colapsaban y se sustituían constantemente, cambió de opinión y empezó a preguntarse qué podría ofrecer él a cambio. Todo lo que se le ocurría era inadecuado. De repente recordó las dados. Todavía los tenía. Los sacó con cuidado de su bolsa de cuero y se los ofreció al Shrander.
—No sé por qué los cogí.
—Yo también me lo preguntaba.
—Bueno. Aquí están.
—Sólo son dados —dijo el Shrander—. La gente juega a algún tipo de juego con ellos —añadió vagamente—. Pero mira, sí que tengo un uso para ellos. ¿Por qué no los sueltas?
Kearney miró alrededor. La superficie en la que se encontraban se curvaba, cuajada de polvo, demasiado brillante para mirarla demasiado tiempo.
—¿En el suelo?
—Sí, ¿por qué no? Ponlos en el suelo.
—¿Aquí?
—Oh, en cualquier parte —dijo el Shrander, haciendo un gesto indiferente—. En cualquier lugar donde se les pueda ver.
—Estoy soñando, ¿verdad? Soñando o muerto.
Kearney depositó los dados con cuidado en el suelo rocoso. Después de un momento, sonriendo ante los temores de su yo desvanecido, los colocó de manera que el emblema que conocía como «el Alto Dragón» quedara hacia arriba. Entonces se apartó un poco de ellos y volvió el rostro hacia el cielo, donde imaginó que podía ver entre las nubes de estrellas y gases incandescentes las formas de todo lo que había sido en su vida. Sabía que aquellas cosas no estaban allí; pero no era malo imaginarlas. Vio guijarros en una playa. (Tenía tres años. «¡Ven corriendo!», llamaba su madre. «¡Ven corriendo!». Había agua en un cubo, borrosa con la arena que se movía). Vio una laguna en invierno, juncos marrones emergiendo del hielo acumulado en sus riberas. «¡Van a venir tus primas!». (Las vio correr riéndose hacia él, cruzando el jardín de una casa corriente). Incluso vio a Valentine Sprake, con aspecto casi humano, en un vagón de tren. En todo eso nunca vio Retama ni una vez, pero por encima de todo le pareció ver el rostro fuerte y decidido de Anna Kearney, guiándole hacia el autoconocimiento a través de las vicisitudes de las vidas de ambos.
—¿Comprendes? —dijo el Shrander, que después de haber permanecido cortésmente en silencio durante este proceso, ahora acudió a su lado y lo miró de manera afectuosa—. Siempre habrá más en el universo. Siempre habrá más después de eso. —Entonces admitió—: No puedo mantenerte con vida mucho más tiempo, ¿sabes? No aquí.
Kearney sonrió.
—Lo imaginaba —dijo—. No debes preocuparte. ¡Oh, mira! ¡Mira!
Vio la gloria desatada de la luz. Se sintió deslizarse hacia ella, a este lugar fabuloso. Estaba tan sorprendido. Quería que el Shrander lo supiera. Quería que estuviera seguro de que había comprendido.
—He estado aquí y he visto esto —dijo—. Lo he visto.
Sintió que el vacío lo vaciaba.
Oh, Anna, lo he visto.