Treinta
Radio RX-1

En los días que siguieron El Triunfo Perfecto se abrió paso a través del halo. Era todo bullicio, repleta hasta los topes, un cálido y oloroso nódulo de humanidad volando en los dientes de la enorme mueca newtoniana del espacio vacío. Prevalecía la sensación de propósito. Conscientes de su estatus y competitivos en espacios cerrados, los tramoyistas siempre estaban descontentos con su alojamiento, siempre, y trasladaban a niños y ganado de una parte de la nave a otra. Ed se abrió camino por los abarrotados compartimentos durante un par de días; luego se albergó con una bailarina exótica llamada Alice.

—No busco complicaciones —le advirtió.

—¿Y quién lo hace? —dijo ella con un bostezo.

Alice tenía buenas piernas y brillantes ojos carentes de expresión. Apoyaba los codos en el camastro, mirando por la portilla mientras él se la tiraba.

—¿Hola? —dijo él.

—Mira esto. ¿Qué te parece?

En el vacío, a ochenta metros de la portilla, flotaba un objeto que Ed reconoció: un catafalco de unos cuatro metros de largo, de color latón, y decorado con pináculos, aristas y gárgolas, su proa roma con forma de cabeza fundida y estilizada por el tiempo. Era uno de los alienígenas de Sandra Shen. Nunca subían a bordo de El Triunfo Perfecto. En cambio, el día que el circo salió de Nuevo Venuspuerto ellos zarparon también, cada uno disparando algún extraño motor propio (algo que producía una bruma de luz azul, o curiosos pulsos de energía que se presentaban como un sonido, un olor, un sabor en la boca), y daban nuevo significado a las palabras «navío de contención». Desde entonces, habían seguido a la nave con una especie de tranquilidad implacable, volando en perezosas y complejas pautas alrededor de su dirección de viaje, dando vueltas a su alrededor cuando descansaba como los aborígenes de noche en las películas antiguas.

—¿Qué es lo que quieren? —se preguntó Alice—. ¿Lo sabes tú? Me pregunto cómo piensan. —Y como Ed sólo se encogió de hombros, añadió—: Porque no son como nosotros. Igual que ella.

Volvió su atención al mundo que orbitaban ahora, que podía verse (si estirabas un poco el cuello y pegabas la cara a la portilla) como un bulto entrelargo iluminado por su propia atmósfera.

—Y mira este vertedero —dijo—. El Planeta de los Malditos.

Tenía razón. El curso de El Triunfo Perfecto era, en términos de circo, tan poco eficaz como predecible. Desde el principio habían evitado los lugares adinerados del halo (Polo Sport, Anais Anais, Motel Splendido) en favor de aterrizajes nocturnos en planetas agrícolas como Weber II y Renta de Perkins. Daban pocas actuaciones. Después de algún tiempo, Ed advirtió que la dotación de la nave se hacía más pequeña. Nunca logró comprender qué estaba pasando. Sandra Shen no ofrecía ninguna ayuda. Él la veía a lo lejos, mediando en una discusión entre tramoyistas; para cuando lograba alcanzarla, ya no estaba. Llamaba a la puerta de la sala de control. No había respuesta.

—Si no actúo, no sé por qué me haces ensayar tanto.

Ed volvía a su camastro y sus sudorosas relaciones con Alice mientras la materia oscura arrastraba sus dedos debilitados por el casco exterior.

—Anoche se fueron otro montón más —decía ella morosamente después de terminar. La nave se quedaba cada vez más vacía. La siguiente vez que aterrizaron, Alice se fue también.

—No estamos trabajando —dijo—. No actuamos. —No tenía sentido quedarse en esas circunstancias—. Puedo encontrar una conexión desde aquí hasta el Núcleo.

—Cuídate —dijo Ed.

Al día siguiente miró alrededor y el circo se había ido: Alice había sido la última. ¿Se había quedado por él? Más bien por nervios, pensó. Había un largo camino hasta el Núcleo.

Las atracciones de Madame Shen todavía llenaban una bodega. Todo lo demás había desaparecido. Ed se plantó ante «Michael Kearney y Brian Tate mirando un monitor, 1999». Había algo feroz y asustado en sus expresiones, como si hubieran agotado todas sus energías para sacar al genio de la botella y empezaran a preguntarse si alguna vez lo convencerían para que volviera al interior. Ed se estremeció. Las escaleras olían a comida, sudor, ron Black Heart. Los pasos de Ed parecían llenar la nave, resonar más allá del casco hasta el espacio vacío.

Como cualquier nave, El Triunfo Perfecto tenía sus operadores sombra.

Colgaban en los rincones como telarañas polvorientas; parecían menos faltos de uso que acobardados y ansiosos. Una o dos veces, mientras Ed recorría la nave vacía, se despegaron y revolotearon en cardúmenes como si algo los persiguiera. Se congregaban alrededor de las portillas, susurrando y tocándose unos a otros, y luego miraban a Ed como si fuera a traicionarlos. Huían de él cuando entraba en la sala de control, y se aplastaban contra las paredes.

—¿Hola? —llamó Ed.

El equipo se conectó al sonido de su voz.

Tres ventanas holográficas se abrieron en el dinaflujo, sin rasgos y vacías. Al reconocer a un piloto, las conexiones directas se ofrecieron a los impulsores, los comunicadores internos, la matemática Tate-Kearney.

—No —dijo Ed.

Se sentó en el asiento de piloto y contempló pasar los finos lazos de fotinos. No había ninguna señal de destino. No había ningún rastro de Sandra Shen. Junto al asiento encontró su pecera, familiar pero incómoda, cargada de débiles residuos de memoria, profecía, aplauso. Tuvo cuidado de no tocarla: sin embargo, la pecera sabía que él estaba allí. Algo pareció agitarse en su interior. Al mismo tiempo, sintió cambios en el medio de dinaflujo. Se había hecho una corrección de rumbo. Ed se levantó del asiento como si lo hubiera mordido.

¿Madame Shen? ¿Hola?

Nada. Las sirenas de alarma se dispararon por toda la nave y ésta salió del dinaflujo repentinamente, y el Canal Kefahuchi llenó las tres pantallas como un ojo malo. Estaba muy cerca.

—Mierda —dijo Ed.

Volvió a ocupar el asiento de piloto.

—Conexión directa —ordenó—. Y dame los librofalsos. —Contempló las pantallas. De ellas brotaba luz—. He estado aquí —dijo—, pero no puedo… ¡Ahí! Gira eso. Otra vez. ¡Jesús, es Bahía Radio!

Era peor que eso. Estaba en su antiguo paradero: el callejón gravitatorio de Radio RX-1. El disco de acreción rugía ante él, temblando con suaves pulsos de rayos X. Él se acercaba en ángulo agudo con su antorcha de fusión a plena marcha. Sus comunicadores no recibían más que las señales de identificación de los cascos naufragados de las naves de investigación (Easyville, Moscar 2, La Cuchara; luego, muy débilmente, la legendaria Estación Transustanciación de Billy Anker), comunicaciones viejas como el óxido, el pasado de Ed corriendo de vuelta, parcial, incoherente, apagado. En cualquier momento, quedaría atrapado en la corriente de Schwarzschild, condenado a hacer el Boogie del Agujero Negro en una bañera.

—Sácanos de aquí —le dijo a la conexión directa. No sucedió nada—. ¿Soy yo quien da las órdenes o no? —les preguntó a los operadores sombra—. ¿Podéis verme mover los labios?

Ellos apartaron la mirada y se cubrieron las caras. Entonces Ed vio una torsión de frágil luz en el borde interno del disco de acreción.

Ed empezó a reírse.

—Oh, joder —dijo.

Era el agujero de gusano de Billy Anker.

—Vamos, Billy —dijo Ed, como si Billy estuviera sentado a su lado, en vez de muerto por causa de esta misma aventura desde hacía más de una década—. ¿Qué hago ahora?

Algo había entrado en la matemática de la nave. Estaba dentro de las transformaciones Tate-Kearney, fractalmente plegado entre los algoritmos. Era enorme. Cuando Ed trató de hablarle, todo se desconectó. Las pantallas se oscurecieron, los operadores sombra, que lo habían captado tres días antes, huyeron llenos de pánico, rozando la cara de Ed como si fueran trapos de muselina muy viejos.

—No queríamos esto —le dijeron—. ¡No queríamos que estuvieras aquí!

Ed los espantó con las manos. Entonces las pantallas se iluminaron de nuevo, y el agujero de gusano apareció súbitamente a la vista, muy claro y cercano, un huso de nada contra la mueca expuesta de RX-1.

Mientras tanto, todo el espacio local de El Triunfo Perfecto se convirtió en una especie de agitada nube púrpura, a través de la cual podían verse los catafalcos alienígenas tejiendo sus caóticas órbitas, más y más rápido, como las lanzaderas de un telar. Podía sentirse la nave temblar hasta los huesos con la aproximación de algún acontecimiento catastrófico, el cambio de fase, el salto al siguiente estado estable.

—Mierda —dijo Ed—. ¿Qué está pasando ahí fuera?

Hubo una risa suave.

—Son el motor, Ed —dijo una voz de mujer—. ¿Qué creías que eran?

En la calma que siguió a este anuncio, Ed alucinó que había un gato blanco a sus pies: engañado así para mirar hacia abajo, vio en cambio un chorro de luz emergiendo como espuma brillante de la pecera de Sandra Shen y extendiéndose hacia él.

—¡Eh! —gritó.

Se levantó de un salto del asiento de piloto. Los operadores sombra extendieron los brazos y huyeron de él hacía la nave oscura y vacía, crujiendo de terror. Continuó manando luz de la pecera, un millón de puntos de luz que se arremolinaron en torno a los pies de Ed en una fría danza fractal, hasta convertirse en una forma que casi reconoció. Sabía que cada punto (y cada punto que comprendía, y cada punto que comprendía el punto anterior) también tendría la misma forma.

—Siempre más —oyó decir a alguien—. Siempre más después de eso.

Vomitó de pronto. La entidad que se llamaba a sí misma Sandra Shen había empezado a componerse ante él.

Fuera lo que fuese, tenía energía. Primero se presentó como Tig Vesicle, con su maraña de pelo rojo, comiendo pescado muranés al curry con un tenedor de plástico desechable.

—Hola, Ed —dijo—. ¡Somos la caña! ¿Sabes?

Pero eso no la satisfizo, así que se deshizo de él y se presentó como la esposa de Tig, medio desnuda en la penumbra del cubil.

—Neena, yo… —dijo Ed, sorprendido.

Neena despareció inmediatamente y fue sustituida por las hermanas Cray.

—Sumermierda —dijeron. Se rieron. Entre cada versión de sí misma, Sandra Shen llenaba la sala de control con motas chispeantes de luz, como una de sus propias atracciones, «Espuma de detergente en un cuenco de plástico, 1958». Finalmente se convirtió en la Sandra que Ed había visto por primera vez caminando rápidamente por Yulgrave en medio de la nieve: una mujer oriental pequeña, rolliza, con su cheongsam de hojas doradas abierto hasta el muslo, y su perfecto rostro ovalado cambiando constantemente mientras intercambiaba juventud y amarilla vejez, sus ojos sexys e insondables con el carisma de algo nunca humano.

—Hola, Ed —dijo.

Ed se la quedó mirando.

—Eras todos ellos. Nada de aquello era real. Fuiste todas las personas en esa parte de mi vida.

—Eso me temo, Ed.

—No eres sólo un operador sombra —adivinó él.

—No, Ed, no lo soy.

—No había ningún Tig.

—Ningún Tig.

—No había hermanas Cray.

—Teatro, Ed, en todo momento.

—No había ninguna Neena…

—Eh, Neena fue divertida. ¿No fue divertida?

A Ed no se le ocurría nada que decir. Se sentía más utilizado y manipulado, más asqueado consigo mismo, que en ningún otro momento anterior de su vida. Sacudió la cabeza y se dio la vuelta.

—Doloroso, ¿verdad? —dijo Sandra Shen.

—Vete al carajo.

—Ésa es una actitud decepcionante, Ed, incluso para un centella. ¿No quieres conocer el resto? ¿No quieres saber por qué?

—No. No quiero.

—Te metió la cabeza en la pecera, Ed.

—Otra cosa —dijo él—. ¿De qué iba todo eso? ¿Qué me sucedía ahí dentro? ¿Qué era esa cosa donde tenía que meter la cabeza? Porque, sabes, es repugnante hacerlo día tras día.

—Ah —dijo Sandra Shen—. Era yo. Siempre estuve allí contigo, Ed. No estabas solo. Yo era el medio. ¿Sabes? Como el proteoma en el tanque de centelleo. Navegaste el futuro a través de mí. —Fumó su cigarrillo, meditabunda—. Eso no es cierto del todo —admitió—. Te engañé en eso. Te estaba entrenando, pero no tanto para ver el futuro como para serlo. ¿Qué te parece esa idea, Ed? ¿Ser el futuro? Cambiarlo todo. Todo. —Negó con la cabeza, como si fuera un mal día para dar explicaciones—. Veámoslo de otra forma —intentó—. Cuando solicitaste este trabajo, dijiste que habías pilotado todo tipo de naves menos una. ¿Cuál es el único tipo de nave que no pilotaste jamás?

—¿Quién eres? —susurró Ed—. ¿Y a dónde me llevas?

—Pronto lo sabrás, Ed. ¡Mira!

Una membranoso quiebro de luz, una leve sonrisa vertical de setecientos kilómetros de altura, flotaba sobre ellos. El Triunfo Perfecto se estremecía y resonaba mientras las fuerzas que mantenían abierto el agujero de gusano conectaban con elementos del motor improvisado de Sandra Shen.

—Aquí hay más tipos de física en juego —le informó a Ed— que sueños en vuestra filosofía.

Fuera de la nave, los alienígenas redoblaron sus esfuerzos, girando más rápido y en pautas más complejas. De repente los ojos de Madame Shen se llenaron de emoción.

—No mucha gente ha conseguido este logro, Ed —le recordó—. Vas por delante, tienes que admitirlo.

Ed sonrió a su pesar.

—Míralo —se maravilló—. ¿Cómo crees que lo hicieron? —Entonces negó con la cabeza—. En cuanto a logros, Billy Anker ya llegó aquí. Lo vi hacerlo hace diez, doce años. Si recuerdo algo, recuerdo eso. —Se encogió de hombros—. Naturalmente, Billy nunca regresó. No te llevas el premio a menos que vuelvas.

Algo en esta filosofía absurda hizo que Sandra Shen sonriera para sí. Contempló durante unos instantes la imagen en las pantallas.

—Eh, Ed —dijo en voz baja.

—¿Qué?

—Yo no era Annie, Annie era real.

—Me alegro.

El agujero de gusano se abrió para recibirle.

Durante el tránsito, se quedó dormido. No comprendía por qué, aunque incluso en sueños sospechaba que Madame Shen lo había organizado. Se desplomó en el asiento del piloto con la cabeza a un lado, encogido y respirando pesadamente por la boca. Tras sus párpados cerrados, sus ojos fluctuaban con maniobras REM, un código simple pero urgente.

Lo que soñó fue esto:

Estaba de vuelta en la casa familiar. Era otoño: aires pesados y olorosos y lluvia. Su hermana bajó del estudio de su padre con la bandeja del almuerzo. Ed acechaba en las sombras del rellano, y entonces saltó sobre ella.

—¡Haraaar! —dijo—. ¡Uy!

Demasiado tarde. La bandeja se le cayó de las manos bajo la luz húmeda de la ventana. Un huevo duro rodó trazando arcos excéntricos, y luego resbaló por las escaleras. Ed corrió tras él, diciendo «¡Yoiy, yoiy, yoiy!». Su hermana se molestó. Después de eso no quiso hablarle. Él lo sabía por lo que había visto antes de saltar. Ella sujetaba la bandeja con una mano. Con la otra, se arreglaba la ropa como si no le estuviera bien. Sus manos ya estaban relajadas, blandas y sin fuerza. Ya estaba llorando.

—No quiero ser la madre —se estaba diciendo.

Ése fue el punto donde todo empezó a salir mal en la vida de Ed. Nada fue tan malo después, ni siquiera cuando su padre pisó al gatito negro; y si alguien decía que había sido malo antes, no sabía nada.

—Hora de perdonarte estas cosas —dijo una voz.

Ed, medio despierto, sintió el suave interior del agujero de gusano tocar la nave y contraerse. Sonrió blandamente, se frotó los labios con el dorso de la mano, durmió una vez más, esta vez sin sueños. Protegido por el violento brillo de los motores alienígenas, acunado y mimado por la irónica sonrisa y los motivos incognoscibles de la entidad que en ese momento se llamaba a sí misma Sandra Shen, atravesó con gracia y sin incidentes un conducto uterino de un millón de años de antigüedad. O más. Al final de éste, una profunda luz explotaría ante él, de maneras que ninguno de nosotros puede imaginar.