Veintinueve
Cirugía

Los operadores sombra volaron hacia Seria Mau desde todas las partes de la nave. Dejaron los oscuros rincones superiores de los habitáculos humanos donde, llorando la pérdida de Billy Anker y su chica, se habían aferrado en sueltas madejas temporales como telarañas en los pliegues de una cortina vieja. Abandonaron las portillas, junto a las cuales habían estado mordiendo sus finos y huesudos nudillos. Emergieron de los puentes de software y archivos de librofalsos, el hardware despedazado en cuyas superficies de plástico inteligente habían yacido sin que fuera posible distinguirlos del polvo acumulado durante dos semanas en la casa de su padre. Habían pasado por un cambio radical. El chismorreo corría entre ellos, estallidos de datos fluctuando como colores plateados y aleatorios.

—¿Se ha…? —dijeron.

—¿Nos atrevemos…? —dijeron.

—¿Va a irse realmente con él? —dijeron.

Seria Mau los observó durante un momento, sintiéndose tan remota como el espacio. Entonces ordenó:

—Cortadme el cultivar que siempre habéis querido que tenga.

Los operadores sombra apenas daban crédito a sus oídos. Cultivaban el cultivar en un tanque muy parecido al suyo propio, en un proteoma llamado Sopa de Sastre, customizado con sustratos inorgánicos, código ni humano ni máquina, pizcas de ADN alienígena y matemática viva. Lo secaron y miraron con ojo crítico.

—Estarás guapísima, querida —le dijeron—, si te quitas el sueño de esos ojos azules. Guapísima, desde luego.

La llevaron a la habitación donde tenía el paquete del Dr. Haends.

—Aquí está —dijeron—. ¿No es linda? ¿No es encantadora?

—Podría haberme pasado sin el vestido —dijo Seria Mau.

—Oh, pero querida: tenía que llevar algo.

Era ella misma, a los doce años. Habían decorado sus pálidas manos con espirales de diminutas semillas de perla, y la habían ataviado con un vestido de satén blanco helado hasta el suelo con lazos de muselina y envuelta en encaje color crema. La cola iba sujeta en cada esquina por perfectos bebés flotantes. Miraba tímidamente a las cámaras situadas en cada rincón, susurrando:

—Lo que fue abandonado regresa.

—También puedo apañármelas sin eso —dijo Seria Mau.

—Pero debes tener una voz, querida…

No tenía tiempo para discutir. De repente, quiso acabar con todo de una vez.

—Conectadme —dijo.

La conectaron. Bajo el impacto de esto, la cultivar perdió el control psicomotor y cayó de espaldas contra un mamparo.

—Oh —susurró. Se deslizó hasta el suelo, contemplando aturdida sus propias manos—. ¿Soy yo? —preguntó—. ¿No quieres que yo sea yo? —No paraba de mirar arriba y abajo, frotándose compulsivamente la cara—. No estoy segura de dónde estoy —dijo, antes de temblar una vez más y ponerse en pie como Seria Mau Genlicher.

—Aah —susurraron los operadores sombra—. Es demasiado hermosa.

Los focos decorativos introdujeron en la habitación una iluminación gradualmente nacarada, imprecisa pero triunfante: mientras tanto, las obras corales redescubiertas de Janácek y Philip Glass llenaban el aire mismo. Seria Mau miró en derredor. No se sentía más «viva» que dentro del tanque. ¿De qué se había sentido tan asustada? Los cuerpos no eran nuevos para ella, y además, éste nunca había sido suyo.

—Aquí dentro el aire no huele a nada —dijo—. No huele a nada.

El paquete del Dr. Haends yacía en el suelo ante ella, encerrado en la caja roja con lazo verde de Tio Zip: ella vio ahora que era una especie de metáfora para los mecanismos de confinamiento que había empleado el sastre genético. Estudió la caja un momento, como si pudiera parecer distinta vista con ojos humanos reales, y luego se arrodilló y retiró la tapa. Al instante, una espuma blanca cremosa empezó a inundar la habitación. The Photographer (revisado a partir de cinco notas supervivientes en un disco de almacenamiento óptico corrupto por el compositor del siglo XXII Onotodo-Ra) se disolvió en el hilo musical al que tanto se parecía. Sobre él sonó un suave trino, y una voz de mujer llamó:

—Dr. Haends. Dr. Haends, a cirugía, por favor.

Mientras tanto, aunque muerto para sus propios parámetros desde la colisión con la nave-K de Tío Zip, el comandante de la nave nástica Tocando el Vacío aparecía y desaparecía a la vista en uno de los rincones oscuros de la habitación. Parecía una jaula hecha de patas de insecto goteante, pero mientras su nave permaneciera, lo mismo permanecería la carga de sus responsabilidades. Entre éstas incluía a Seria Mau Genlicher. Ella lo había impresionado y la consideraba capaz de una conducta aún más carente de significado que la mayoría de los seres humanos. La había visto matar a su propia gente con una ferocidad que traicionaba una pena auténtica. Pero era alguien, había decidido pronto, que se debatía con más fuerza con la vida de lo que era necesario: esto lo respetaba, incluso lo admiraba. Era una cualidad nástica. A causa de ello, se había sorprendido al descubrir que consideraba que le debía su cuidado; y había intentado hacerlo desde que murió. Había hecho lo posible para protegerla de la Krishna Moire. Más importante, había intentado decirle lo que sabía.

No estaba seguro de poder recordarlo todo. No tenía una idea clara, por ejemplo, de por qué había estado cooperando en primer lugar con Tío Zip: aunque suponía que tal vez Tío Zip había prometido compartir con él el descubrimiento de Billy Anker. ¡Un planeta entero de tecnología-K no explotada! Al borde de otra guerra con los seres humanos, esto sin duda habría parecido una oferta atractiva. Sin embargo, debía de haber empezado a parecer menos atractiva después del intento de modificar el paquete del Dr. Haends. Tío Zip había tenido poco éxito. Todo lo que había hecho era despertar algo que ya vivía en su interior. Qué era, ni él ni los sastres násticos lo sabían. Era algo mucho más inteligente que ninguno de sus predecesores. Era consciente de sí mismo de una manera que podía tardar años en ser comprendida. Si alguna vez había sido lo que Tío Zip decía que era (un paquete de medidas lo suficientemente poderosas para deshacer sin problemas el puente entre el operador y el código: una especie de firma inversa), ya no era nada de eso. Estaba vivo, y buscaba otro código-K con quien hablar.

—Si es defectuoso —dijo Seria Mau—, hay una forma de averiguarlo.

Todavía arrodillada, se inclinó hacia adelante y extendió los brazos, con las palmas hacia arriba. Los operadores sombra levantaron la caja roja y verde hasta colocarla sobre sus brazos, y luego se apartaron de ella como peces en un acuario, escurriéndose agitados a un lado y otro.

—No me preguntéis si sé lo que estoy haciendo —les advirtió ella—. Porque no lo sé.

Se puso en pie, y arrastrando la cola del vestido tras ella, caminó lentamente hacia la pared más cercana. De la caja brotaba espuma.

—Dr. Haends… —decía.

—Llévanos arriba —le dijo Sería Mau a la pared. La pared se abrió. Una luz blanca se esparció para recibirla, y Seria Mau Genlicher llevó el paquete al espacio navegacional, donde pretendía hacer lo que debería haber hecho siempre y presentarlo a la matemática de la nave. Los operadores sombra, súbitamente pensativos por esta decisión, la siguieron como si fueran parte del encaje. La pared se cerró tras todos ellos.

El comandante nástico observaba desde su rincón. Hizo un intento más por atraer su atención.

—Seria Mau Genlicher —susurró—, debes escucharme…

Pero (embelesada, disociada, desatinada como sólo un ser humano puede estarlo con el vértigo del compromiso) ella no dio ninguna muestra de haber reparado en él, y todo lo que sucedió fue que los operadores sombra lo expulsaron. Les preocupaba que se enzarzara con la cola de su vestido. Eso lo habría estropeado todo.

Odio sentirme tan débil e inútil, pensó él.

Poco después, intervinieron los acontecimientos de su propio puente. Tío Zip, sorprendido por lo que estaba pasando y súbitamente receloso, lo hizo abatir. Una unidad de comando de vacío en tiempo real, que había estado abriéndose paso torvamente por la nave nástica desde la colisión, finalmente irrumpió en la sección de mando y control y la roció con láseres manuales de rayos gamma. Las paredes se fundieron y gotearon. Los ordenadores se apagaron. El comandante se notó desvanecerse. Era una sensación de intolerable cansancio, de súbito frío. Durante un nanosegundo flotó en el equilibrio, seducido por un fragmento de memoria, la parte más diminuta de un sueño. Las estructuras de papel de su hogar, un zumbido mareante, algún gesto complejo que alguna vez había amado, pasaron demasiado rápidamente para ser captados. Curiosamente, su último pensamiento no fue para eso sino para Seria Mau Genlicher, encadenada a su horrible nave y sin embargo luchando todavía por ser humana. Le divirtió encontrarse pensando en esto.

Después de todo, se recordó, ella era el enemigo.

Dos horas más tarde y a un millar de kilómetros de distancia, envuelto en luz azul de las pantallas de firma en los habitáculos humanos de Le Rayón X, Tío Zip el sastre estaba sentado en un taburete de madera de tres patas que había traído consigo de Motel Splendido, tratando de comprender qué había sucedido.

La Tocando el Vacío estaba bajo su control. No tenía que preocuparse más en ese aspecto. En aquella manzana podrida no había nada con vida, excepto sus entradistas. Como el buen equipo de abogados que eran, habían empezado a disolver su contrato inadvertido con la nave nástica. Era un proyecto de ingeniería civil, con todas las contusiones sordas y los súbitos encontronazos que cabía esperar. Los tipos mantenían una línea abierta y decían: «Eh, Tío, ¿podrías darle un poco más?». «¿Podrías darle un poco menos, Tío?». Competían por su atención. Y todo el tiempo su nave intentaba separarse suavemente del abrazo del crucero. Tío Zip consideraba ese abrazo como el tipo de suave podredumbre húmeda del que se alegraría de zafarse. Hilillos de partículas fluctuaban por el casco de Le Rayón X, residuos de la destrucción del puente nástico. Todavía había radiactividad allá abajo. Había que reconocerle a los tipos su mérito: estaban trabajando en un entorno enormemente comprometido. Llevaban ya dos horas muriendo.

La Tocando el Vacío era suya. Pero ¿qué estaba pasando en la Gata Blanca? Había silencio radial absoluto por su parte. Las naves-K no tenían nada que se pudiera considerar tráfico de comunicaciones interno: a pesar de eso normalmente se podía saber si había alguien vivo dentro. No en este caso. Trece nanosegundos después de la muerte del comandante nástico, todo en la Gata Blanca se había desconectado. Los motores de fusión estaban apagados. Los impulsores de dinaflujo estaban apagados. Esa nave ni siquiera hablaba consigo misma, mucho menos con Tío Zip.

—No tengo tiempo para esto —se quejó—. Tengo negocios en otra parte.

Pero continuó observando. Durante otra hora no sucedió nada. Entonces, muy lentamente, un brillo pálido y titilante rodeó a la Gata Blanca. Era como un campo magnético que brotara levemente del casco de la nave: o un débil diagrama de algún tipo de efecto de supercavitación fluida. Era de color violeta.

—¿Qué es esto? —se preguntó Tío Zip.

—Radiación ionizante —dijo su piloto con voz aburrida—. Oh, y recibo tráfico interno.

—Eh, ¿quién te ha preguntado? ¿Qué clase de tráfico?

—Ahora que lo pienso, no tengo ni idea.

—Jesús.

—Ya se ha parado de todas formas. Algo estaba produciendo materia oscura allá dentro. Parece que todo el casco se llenó de ella durante un segundo.

—¿Tanto?

El piloto consultó sus pantallas.

—Fotinos, principalmente —dijo.

Después de eso, la radiación ionizante se consumió y no sucedió nada durante otras dos horas. Entonces la Gata Blanca pasó de apagada a encendida sin ningún estado intermedio.

—¡Jesucristo! —gritó Tío Zip—. ¡Sácanos de aquí!

Le pareció que había explotado. Su piloto pasó a tiempo nave e (ignorando los débiles gritos de los equipos de trabajo todavía atrapados en el interior) sacó los últimos pocos metros de Le Rayón X de las ruinas de la nave nástica. Era bueno. Los liberó y los puso en la dirección adecuada justo a tiempo de ver a la Gata Blanca acelerar desde una posición inmóvil al noventa y ocho por ciento de la velocidad de la luz en menos de catorce segundos.

—Síguelos —le dijo Tío Zip en voz baja.

—Difícil lo tenemos —respondió el piloto—. Eso no es un motor de fusión.

Fieras ondas de choque anulares sobre ningún medio detectable borboteaban tras la estela de la Gata Blanca. Eran del color del mercurio. Un momento o dos después alcanzó el punto en donde el universo de Einstein ya no podía con ella, y se desvaneció.

—Estaban construyendo un nuevo impulsor —dijo el piloto—. Nuevos sistemas de navegación. Tal vez una teoría nueva de todo. No puedo con eso. Creo que estamos atascados.

Tío Zip permaneció sentado en su taburete durante treinta largos segundos, contemplando las pantallas vacías. Al final se frotó la cara.

—Irán a Sigma Fin —decidió—. Haz el mejor tiempo que puedas.

—Estoy en ello —dijo el piloto.

Sigma Fin, el antiguo caladero de Billy Anker, era un amasijo de viejas estaciones de investigación y satélites de entradistas entrelazados situados en y alrededor del disco de acreción de Radio RX-1. Allí todo estaba abandonado o lo parecía. Cualquier cosa nueva atraía la atención como un fuego de campamento visto en la distancia una noche en una costa vacía. Esto era lo más profundo de Bahía Radio. En lugares como éste, la Tierra estaba fuera del alcance. La logística se acababa. Las líneas de suministro se agotaban. Todo estaba para quien lo cogiera, y la loca energía del disco de acreción se extendía por encima de todo. El agujero negro giraba y giraba, extrayendo material de su estrella acompañante, V404 Stueck-Manibel, una supergigante azul al final de su vida. Las dos llevaban juntas unos cuantos miles de millones de años o así. Esto era el final: la ruptura de una bonita relación. Parecía que todo se iba al garete para ellas.

—Lo cual probablemente sea verdad —le dijo el piloto a Tío Zip—. ¿Sabes?

—No te he pedido que me trajeras aquí por tus opiniones religiosas —dijo Tío Zíp. Contempló el disco, y una leve sonrisa cruzó su gorda cara blanca—. Lo que estamos viendo aquí es el sistema de transferencia de energía más eficaz del universo.

El disco era un rugiente bajío einsteniano. El pliegue gravitacional de RX-1 significaba que podías verlo todo, incluso la parte inferior, no importaba desde qué ángulo te acercaras. Cada diez minutos, los estados de transición ondeaban, haciendo que creara alzas en la banda de rayos X blandos, enormes bengalas que resonaban adelante y atrás para iluminar las dispersas estructuras experimentales de Sigma Fin. Acercarse lo suficiente a esta loca luz te permitía vez amasijos de navíos apenas presurizados como bañeras agrietadas, cada uno albergando una vieja granja hidropónica y dos o tres terrestres con ojos perdidos, barba sucia, úlceras de radiación. Podías ver planetas con antiguos impulsores de masa insertados, manteniendo posición en la última órbita estable ante el radio de Schwarzschild. Podías toparte con un grupo de ocho objetos de hierro niquelado perfectamente esféricos, cada uno del tamaño de Motel Splendido, colocados en una relación orbital que en sí misma parecía ser una especie de motor. Pero el premio gordo, dijo Tío Zip, era el siguiente: veinte millones de años antes de que llegara la humanidad, algún cabrón había drenado la millonésima parte del uno por ciento de la energía del sistema RX-1 y había abierto un agujero de gusano desde aquí mismo a algún destino que nadie conocía. No habían dejado ningún tipo de arqueología. Ninguna pista de cómo hacerlo. Sólo el agujero en sí.

—Tipos profundos —dijo—. Tipos verdaderamente profundos.

—Eh —le interrumpió el piloto—. Los tengo. —Entonces añadió—: Mierda.

—¿Qué?

—Están entrando. Allí. Mira.

Era difícil distinguir el agujero de gusano de la firma general del disco de acreción. Pero Le Rayón X estaba equipado para hacerlo, y en las pantallas Tío Zip pudo verlo, en los hirvientes rápidos gravitacionales fuera de la última órbita estable: una frágil vulva de luz dentro de la cual podía verse a la Gata Blanca impulsándose como una diminuta astilla de hielo, con aquellas curiosas ondas de choque anulares deslizándose regularmente a lo largo de su brillante estela de productos de fusión.