Después de la discusión con Anna, Michael Kearney se vistió y se fue con el coche alquilado a Boston, donde bebió cerveza y pilló un Burger King antes de que cerrara, y después de eso corrió deliberadamente arriba y abajo por la carretera de la costa, entrando y saliendo de densos bolsillos blancos de niebla mientras se comía una hamburguesa doble con beicon y queso y patatas fritas. El océano, cuando podías verlo, era una franja plateada en la distancia, con las dunas del extremo sur de la bahía amontonadas en negro contra él. Las aves marinas gritaban en la playa incluso en la oscuridad. Kearney aparcó el coche, apagó el motor, escuchó el viento en la hierba. Caminó entre las dunas y permaneció de pie en la arena húmeda, sacudiendo con la punta de un zapato los guijarros traídos por la marea. Después de un instante, tuvo la impresión de que algo enorme cruzaba la bahía dirigiéndose hacia él. El monstruo regresaba a su playa. O tal vez no el monstruo mismo, sino lo que había detrás de él, alguna condición del mundo, el universo, el estado de las cosas, que es negro, revelador, y en el fondo, un alivio: algo que no quieres conocer pero que te alegras perversamente de que se confirme. Venía directamente del este, directamente del horizonte. Pasó sobre él, o quizás entró en él. Kearney se estremeció y se apartó de la playa, y se encaminó a través de las dunas hasta el coche, pensando en la mujer que había matado en las Midlands inglesas, donde su idea de un juego de sobremesa era preguntar: «¿Cómo te ves pasando el primer minuto del nuevo milenio?». Incluso mientras hablaba, él deseó poder responder de manera diferente. Deseó poder decir las cosas decentes y optimistas que ellos decían. Al recordar esto, vio claramente cómo había marginado su propia vida. Se había hecho merecedor de su vida. De vuelta a la casita, bajó el cristal de la ventanilla y tiró el envoltorio de Burger King a la noche.
Cuando volvió, la casita estaba en silencio.
—¿Anna? —llamó.
La encontró en la habitación principal. El televisor estaba encendido, con el sonido quitado. Anna había vuelto a quitar la colcha de la cama y ahora estaba sentada cruzada de piernas junto al fuego, con las manos descansando sobre sus rodillas, las palmas hacia arriba. El kilo o dos que había ganado en el último mes hacía que sus muslos, vientre y glúteos parecieran suaves y jóvenes: por encima, era tan costilluda como un caballo. Kearney tuvo la impresión de que en todo esto había algo que no era capaz de ver. Sus muñecas eran tan blancas que las venas en ellas parecían cardenales. A su lado había colocado el cuchillo de cocina de acero al carbono que él había comprado en su primera visita a la playa. Su hoja brillaba a la luz del televisor, insegura y gris, que llenaba la habitación.
—Estoy intentando hacer acopio de todo el valor que tengo —dijo ella, sin apartar la mirada del fuego. Su voz era amistosa—. Sabía que no me querrías si me ponía bien.
Kearney recogió el cuchillo y lo puso fuera de su alcance. Se inclinó sobre ella y le besó la columna vertebral donde sobresalía entre los finos omóplatos.
—Te quiero —dijo. Le tocó las muñecas. Estaban calientes, pero sin sangre—. ¿Por qué estás haciendo esto?
Ella se encogió de hombros. Soltó una risita falsa.
—Es una medida de último recurso. Un voto de no confianza.
El portátil de Kearney estaba abierto en lo alto del televisor, también conectado, aunque sólo mostraba el salvapantallas. Anna le había conectado el disco duro portátil que Tate les había dado. De todos estos gestos, pensó Kearney, éste era probablemente el más peligroso. Cuando así lo dijo, ella se encogió de hombros.
—Lo que más odio de todo es que ya ni siquiera necesitas matarme —dijo.
—¿Eso es lo que quieres? ¿Que te mate?
—¡No!
—Entonces, ¿qué?
—No lo sé —dijo ella—. Sólo que me folles como Dios manda.
Fue embarazoso para ambos. Anna, húmeda al instante, se ofreció decididamente; Kearney estaba menos seguro de cómo actuar. Cuando finalmente consiguió penetrarla, no pudo creer lo caliente que estaba. Empezaron con lo que sabían, pero ella pronto le hizo volverse para mirarla, urgiéndolo:
—Así. Así. Quiero verte, quiero ver tu cara. —Y luego—: ¿Es mejor? ¿Soy mejor que ellas?
Durante un segundo, él oyó la risa de sus primas; Retama se abrió a él, luego se tambaleó y desapareció para siempre. Kearney se rió.
—Sí —dijo—. ¡Sí!
No duró mucho, pero ella suspiró y se abrazó a él y emitió nuevos gemidos cálidos y sonrisas de un modo que nunca había hecho antes. Permanecieron tendidos delante del fuego durante un rato, y luego ella lo animó a intentarlo otra vez.
—Dios —dijo él—. Estás tan húmeda.
—Lo sé. Lo sé.
El televisor trinaba casi para sí en la penumbra. Los anuncios cubrían su pantalla, para ser sustituidos por el logotipo de algún canal científico, y después de eso la imagen de una gran corriente lumínica rosácea de gas y polvo, cuajada de estrellas actínicas, moteada y envuelta de negrura aterciopelada, llena de la bella y falsa claridad de una imagen telescópica del Hubble.
—El Canal Kefahuchi —anunció el comentarista—, bautizado en honor a su descubridor, puede que dé un vuelco a todos nuestros…
De pronto pareció que la pantalla lo llenaba todo, rebosando. Silenciosas chispas de luz empezaron a derramarse sobre la habitación, rebotando y espumeando sobre las tablas peladas del suelo hasta la chimenea, donde encontraron a Anna Kearney, que se mordía el labio inferior y movía la cabeza adelante y atrás de manera ensoñadora, introvertida. Fluyeron dentro de su pelo, por sus mejillas arreboladas, por su esternón. Considerándolas parte de lo que sentía, ella gimió un poco, frotándolas a puñados por su cara y su cuello.
—Chispas —susurró—. Chispas en todo.
Kearney, al oír esto, abrió los ojos y salió de ella, aterrorizado. Cogió el cuchillo de cocina, y luego permaneció allí de pie, desnudo e inseguro.
—¡Anna! —dijo—. ¡Anna!
La luz fractal brotaba de la pantalla del televisor como la cola desplegada de un pavo real. Kearney corrió sin rumbo por la habitación durante un momento hasta que encontró los dados del Shrander en su suave escroto de cuero. Entonces miró a Anna, miró el cuchillo. Le pareció oírla advertirlo:
—Ya viene. Ya viene. —Y luego—: Sí, mátame. Rápido.
Disgustado consigo mismo eternamente, él soltó el cuchillo y salió corriendo de la casa. Eso fue todo: algo enorme se abalanzó hacia él en la noche, como una sombra salida del cielo. Tras él oyó reír a Anna, y luego murmurar de nuevo:
—Chispas. Chispas en todo…
Cuando Anna Kearney despertó, a las cinco y media de la mañana, estaba sola. El fuego se había apagado, la casa de la playa estaba fría. El televisor, todavía sintonizado con la CNN, zumbaba solo y mostraba imágenes de acontecimientos actuales: guerra en Oriente Medio, miseria en el Lejano Oriente, en África y Albania. Guerra y miseria en todas partes. Se frotó la cara con las manos, y luego, desnuda y tiritando, se levantó y recogió su ropa interior desperdigada con diversión. Conseguí que lo hiciera por fin, pensó: pero recordaba la noche sólo vagamente.
—¿Michael? —llamó. La casa de la playa tenía una puerta externa, y él la había dejado abierta, permitiendo que un poco de brillante arena blanca entrara hasta el umbral—. ¿Michael? —Se puso los vaqueros y un jersey.
En la playa el aire era ya brillante, agitado. Las gaviotas revoloteaban y luchaban por algo en un montón de basura traída por la marea. En las dunas Anna encontró la hierba aplastada, el residuo de algún olor químico, una larga depresión poco profunda, como si algo enorme se hubiera posado allí durante la noche. Contempló la Playa del Monstruo: no había huellas.
—¡Michael! —llamó.
Sólo los gritos de las gaviotas.
Se abrazó para protegerse de la fría brisa que llegaba del océano, y luego regresó a la casa, donde preparó huevos y salchichas y los comió ansiosamente.
—No he tenido tanta hambre desde… —le dijo a su propio rostro en el espejo del cuarto de baño. Pero no se le ocurrió qué más añadir, tanto tiempo había pasado.
Lo esperó tres días. Caminó por las dunas, fue hasta Boston, limpió la casa de arriba a abajo. Comió. Gran parte del tiempo tan sólo se sentaba en una silla con las piernas encogidas, escuchando la lluvia de la tarde en la ventana y recordando todo lo que podía sobre él. De vez en cuando encendía la televisión, pero casi siempre la dejaba apagada, mirándola pensativa, intentando imaginar las cosas que habían hecho la noche que él se fue.
A la mañana del día se plantó ante la puerta, a escuchar a las gaviotas pelearse en la playa.
—Ya no volverás —dijo, y entró a empaquetar sus cosas—. Te echaré de menos. De verdad.
Desconectó el disco externo del portátil de Kearney y lo escondió bajo una capa de ropa. Luego, sin saber cómo le afectaría el fluoroscopio del aeropuerto, lo metió en su bolso. Preguntaría en el mostrador. No tenía nada que ocultar, y estaba segura de que lo dejarían pasar. Cuando volviera buscaría a Brian Tate y esperaba (fuera lo que fuese lo que le había pasado) que continuara con el trabajo de Michael. Si no, tendría que telefonear a alguien de Sony.
Echó la llave a la casa de la playa y metió las maletas en el BMW. Una última mirada a las dunas. Allí arriba, con el viento robándole la respiración, tuvo un claro recuerdo de él en Cambridge, a los veinte años, contándole con una especie de urgente fascinación: «La información podría ser una sustancia. ¿Puedes imaginarte eso?».
Se rió en voz alta.
—Oh, Michael —dijo.