La película de la pecera de Ed le mostró de nuevo la marcha de su hermana.
—Pero ¿volverás? —le suplicó el padre. No hubo respuesta a eso—. Pero ¿lo harás?
Ed volvió la cabeza tanto como pudo, mirando a cualquier cosa (las macetas de flores, los cúmulos blancos, el gato regordete) para no mirar a ninguno de los dos. No consintió que le diera un beso. No consintió decirle adiós. Ella se mordió el labio inferior y se dio media vuelta. Ed sabía que esto era un recuerdo. Deseó poder unirlo a las otras cosas que recordaba, sacar sentido del asqueroso proyecto retrospectivo de su vida. Pero el rostro de ella ondeó como si estuviera bajo agua, inconexo y extraño, y de repente él lo atravesó y se encontró al otro lado.
Todo se agitó mientras lo atravesaba, y no hubo más que negrura y una sensación de enorme velocidad. Unos cuantos puntos apagados de luz. Un atractor caótico girando e hirviendo con los pobres colores iridiscentes del arte informático de cuatrocientos años atrás. Como una herida en el firmamento.
—¿Crees en esta mierda? —dijo Ed.
Su voz resonó. Entonces salió al otro lado de aquello también, y dio vueltas en el espacio eternamente, donde pudo oír el preciso rugir de marea de las canciones del universo, anidadas unas dentro de otras como dimensiones fractales…
… y entonces despertó y descubrió que estaba todavía en el escenario. Era inusitado que eso sucediera, y tal vez lo que le había despertado era aquel ruido extraño que había oído, hinchándose para penetrar su coma profético como el sonido de las olas mientras se abatían sobre la Playa del Monstruo. Abrió los ojos. El público, todavía de pie, aplaudía fuertemente desde hacía tres minutos. De todos ellos, Sandra Shen era la única que estaba todavía sentada. Lo miraba desde la primera fila con una sonrisa irónica, batiendo lentamente sus pequeñas zarpas orientales. Ed se inclinó hacía adelante para intentar oír el sonido que hacían. Se desmayó.
A continuación despertó con el olor de la sal en la nariz. La gran masa de dunas se alzaba negra sobre él. Por encima de eso, el cuello de la noche con sus adornos baratos colgados. Estas dos cosas eran más reconfortantes que la silueta de la propietaria del circo, que el ascua roja de su cigarrillo de mierda de murciélago. Parecía complacida.
—¡Ed, lo hiciste tan bien!
—¿Qué dije? ¿Qué sucedió?
—Lo que sucedió es que se entusiasmaron contigo, Ed —respondió ella—. Lo clavaste. Yo diría que fuiste su chico. —Se echó a reír—. Diría que fuiste mi chico también.
Ed trató de sentarse.
—¿Dónde está Annie?
—Annie tuvo que ir a otra parte, Ed. Pero yo estoy aquí.
Ed se la quedó mirando. Estaba arrodillada tras su cabeza, inclinada para que pudiera verle la cara. Su rostro estaba boca abajo respecto al suyo, leve, lívido de pistas. Unas cuantas motas encendidas cayeron de sus ojos, se las llevó el viento marino. Sonrió y le acarició la frente.
—¿Todavía aburrido, Ed? No hace falta que lo estés. El circo es tuyo. Puedes poner tu precio. Podemos empezar a vender futuros. Oh, ¿Ed?
—¿Qué?
—Nos marchamos dentro de quince días.
Se sintió aliviado. Se sintió maldito. No sabía cómo decírselo a Annie. Bebía todo el día en los bares de la franja costera; o (cosa que no era propia de él) practicaba voluntariamente con la pecera por las tardes. Habría jugado al Juego de las Naves, pero los viejos ya no estaban desde hacía mucho en el Motel Dunas. Habría centelleado, pero tenía miedo de ir a la ciudad. Annie, mientras tanto, se ausentó de su vida. Trabajaba toda la noche, y volvía en silencio después de que considerara que Ed se había quedado dormido. Cuando se veían, ella se mostraba preocupada, silenciosa, retraída. ¿Lo había adivinado? Apartaba la mirada cuando él sonreía. Eso le hizo sentirse lo suficientemente molesto para decir:
—Tenemos que hablar.
—¿Sí, Ed?
—Mientras aún nos recordemos el uno al otro.
Una semana después de que él diera en el clavo, ella no volvió a casa.
Estuvo fuera tres días. Durante ese tiempo, Madame Shen se preparó para dejar Nuevo Venuspuerto. Las exposiciones se cerraron. Las atracciones se empaquetaron. La gran carpa fue retirada. Su nave, El Triunfo Perfecto, bajó del aparcamiento una brillante mañana azul. Resultó ser un grueso carguero de dinaflujo HS-SE de color latón, de cuarenta o cincuenta años de antigüedad, de aspecto cutre y alegre con una nariz puntiaguda y largas aletas curvas en la parte trasera.
—Bien, Ed, ¿qué te parece el cohete? —preguntó Sandra Shen. Ed contempló la geometría de aguacate maduro de su casco, ennegrecida por los aterrizajes de cola desde Motel Splendido hasta el Núcleo.
—Es una mierda —le dijo—. Si quieres mi opinión.
—Preferirías una hipersumer —dijo ella—. Preferirías estar de vuelta en France Chance IV, lanzándote de zambullida en zambullida con Liv Hula en un bonito casco de carbono. Ella no podría haberlo hecho sin ti, Ed. Lo dijo más tarde: «Tan sólo me arriesgué tanto porque temía que Ed Chianese llegara allí primero».
Ed se encogió de hombros.
—Ya hice todo eso —dije—. Ahora preferiría estar con Annie.
—Oh, oh. Ahora que puede irse, no puede decidirse a hacerlo. Annie tiene cosas que hacer en este momento, Ed.
—¿Cosas para ti?
Ahora le tocó a Sandra Shen el turno de encogerse de hombros. Continuó contemplando de reojo su nave.
—¿No quieres saber qué les encanta de tu espectáculo? —dijo después de un momento—. ¿No quieres saber por qué cambiaron de opinión respecto a ti? —Ed se estremeció. No estaba seguro de quererlo—. Porque dejaste de hablar de la guerra, Ed, y de todas esas cosas sobre las anguilas. En cambio les diste un futuro. Les diste el Canal, brillando ante ellos como una posesión que se pueden permitir. Los llevaste allí, les enseñaste lo que pueden encontrar, lo que podría ser de ellos. Todo está agotado aquí abajo, y ellos lo saben. No les ofreciste algo retro, Ed. Dijiste que no todo estaba hecho. Dijiste: «¡Id profundo!». Eso es lo que querían oír: ¡un día, pronto, dejarán por fin la playa y se lanzarán al mar! —Se echó a reír—. Fuiste muy persuasivo. Luego vomitaste.
—Pero nunca he estado allí —dijo Ed—. No ha estado nadie.
Sandra Shen se quitó una brizna de tabaco de la comisura de su labio inferior.
—Así es —dijo—. No han estado, ¿verdad?
Ed esperaba a Annie, y ella no venía. Un día, luego dos. Limpió la habitación. Lavó su ropa de lycra. Miró la pared. De repente, cuando no quería ir a ninguna parte, ni que le recordaran que había alguna parte a donde ir, el puerto estaba lleno de actividad. El resplandor de los cohetes iluminaba las dunas toda la noche. Los rickshaws iban y venían. El circo embarcó, excepto los alienígenas en sus catafalcos decorados que veías en la distancia después del amanecer, siguiendo a sus cuidadores por el asfalto en algún encargo desconocido. El tercer día, Ed cogió una silla plegable de aluminio y se sentó al sol con una botella de Black Heart. A las diez y media de la mañana, un rickshaw de la calle Pierpoint entró en el puerto desde la parte de la ciudad y se acercó a buen ritmo.
Ed se puso en pie de un salto.
—¡Eh. Annie! ¡Annie! —llamó. La silla se volcó, pero salvó el ron—. ¡Annie!
—¡Ed!
Ella se reía. La oyó pronunciar su nombre por el camino. Pero cuando el rickshaw se detuvo ante él en medio de una nube de anuncios como humo de colores y papel de seda, no era Annie quien estaba entre las barras, sólo otra chica con piernas grandes que lo miró irónicamente de arriba a abajo.
—Eh, ¿quién eres tú?
—No quieras saberlo —dijo la chica rickshaw. Indicó con el pulgar por encima del hombro—. Tu amorcito está aquí dentro.
En ese momento, Annie Glyph bajó del rickshaw. Había empleado a fondo aquellos tres días que había estado fuera, y se había hecho reconstruir: una inversión subvencionada inadvertidamente por la humillada Bella Cray. El corte era radical. Nueva carne fresca había florecido como magia en las manos del sastre. La antigua Annie había desaparecido. Lo que Ed vio fue esto: una chica de no más de quince años. Llevaba una falda de seda rosa hasta la pantorrilla con una abertura en la parte de atrás, y un chaquetilla estilo bolero de angora verde lima que le marcaba los pezones. Como accesorio llevaba una cadenita de oro, sandalias de tacón grueso de uretano transparente. Su pelo, una maraña rubia, estaba recogido en trenzas con un lazo a juego. Incluso con los zapatos medía menos de metro setenta.
—Hola, Ed —dijo—. ¿Te gusta? Se llama Mona. —Se miró a sí misma. Lo miró a él y se echó a reír—. ¡Te gusta! Te gusta, ¿verdad? —dijo ansiosamente—. Oh, Ed. Estoy tan feliz.
Ed no supo qué decir.
—¿Te conozco?
—¡Ed!
—Era una broma. Ahora veo el parecido. Es bonito, pero no sé por qué lo has hecho. Me gustaba como eras.
Annie dejó de sonreír.
—Jesús, Ed. No lo hice por ti. Lo hice por mí.
—No lo entiendo.
—Ed, quería ser más pequeña.
—Esto no es ser más pequeña —dijo Ed—. Es calle Pierpoint.
—Oh, magnífico. Al carajo. Es lo que soy, Ed. La calle Pierpoint.
Volvió a subir al rickshaw.
—Llévame lejos de este mamón —le dijo a la chica rickshaw.
Se bajó del vehículo otra vez y dio un golpe con el pie en el suelo.
—Te quiero, Ed, pero hay que decir que eres un centella. ¿Y si quería que me follara alguien más grande que yo? ¿Y si eso era lo que yo necesitaba para correrme? No lo comprendes, por eso eres un centella.
Ed se la quedó mirando.
—Estoy teniendo una discusión con alguien a quien ni siquiera reconozco —se quejó.
—Mírame entonces. Me ayudaste cuando estaba deprimida, sólo que descubrí demasiado tarde que ser tu madre era el precio. Los centellas siempre necesitan una madre. ¿Y si ya no quiero seguir siéndolo? —Suspiró. Podía ver que él no lo comprendía—. Mira —dijo—. ¿Qué es mi vida para ti? Me salvaste, y no lo olvido. Pero tengo mis propias ideas. Tengo mis ambiciones, siempre las tuve. Vas a marcharte con Madame Shen de todas formas. ¡Oh, si! ¿Crees que no lo sabía? Ed, estuve allí antes que tú. Sólo un centella podría creer que no lo estuve.
»Ya nos hemos salvado el uno al otro, ahora es el momento de que nos salvemos a nosotros mismos. Sabes que tengo razón.
Una larga ola curva de negrura corrió hacia la orilla de Ed Chianese: el rompiente Alcubierre, que es la negra gravedad de la marea; que es el pozo retorcido del espacio vacío que absorbe un acontecimiento significativo de tu vida tras otro y si no te mueves te quedas allí mirando la nada a través de la nada.
—Supongo —dijo él.
—Eh, mírame. —Ella se acercó y lo obligó a mirarla a los ojos—. Ed, estarás bien.
Sus feromonas alteradas hicieron que a él le diera vueltas la cabeza. Su misma voz le provocó una erección. La besó.
—Mmmm —dijo ella—. Está bien. Pronto saldrás de aquí, en una de esas famosas damas piloto. Y tengo que decir que estoy celosa de ellas.
Sus ojos eran del color de la verónica en los prados acuáticos de un pueblo corporativo de Nuevo Venuspuerto. El pelo le olía a champú de menta. A pesar de todo esto, tenía líneas completamente naturales. Era arte, no artificio. Nunca se sabría que había ido a un sastre. Era sexo en bandeja, Mona la clon, porno en tu bolsillo.
—Tengo lo que quería, Ed…
—Me alegro —se obligó Ed a decir—. De verdad que me alegro mucho.
—… y espero que tú también.
Él la besó en la coronilla.
—Cuídate, Annie.
Ella dejó que la viera sonreír.
—Lo haré.
—Bella Cray…
Annie se encogió de hombros.
—Tú no me reconociste, Ed. ¿Cómo lo hará ella?
Se separó de él lentamente y volvió al rickshaw.
—¿Estás segura? —preguntó la chica rickshaw—. Porque ya te has subido y bajado antes.
—Estoy segura —dijo Annie—. Lo siento.
—Eh, no pidas disculpas —dijo la chica rickshaw—. Si trabajas en el puerto, todos los días comes sentimientos puros.
Annie se echó a reír. Sorbió por la nariz y se secó los ojos.
—Cuídate tú también —le dijo a Ed.
Con eso, se marchó. Ed vio al rickshaw hacerse cada vez más pequeño mientras cruzaba el asfalto pelado hasta la verja del espaciopuerto, con los anuncios ondeando tras él como una nube de pañuelos de colores y mariposas al sol. La manita de Annie apareció durante un instante, para saludar a Ed, desdichada y alegre al mismo tiempo. Él la oyó decir algo que más tarde interpretó como «¡No pases demasiado tiempo en el futuro!». Entonces giró la esquina hacia la ciudad, y él nunca volvió a verla en esa vida.
Ed fue y se emborrachó el resto del día en el Café Surf y sus antiguos compañeros de juego del Motel Dunas tuvieron que llevarlo a rastras a casa en la oscuridad. Allí encontró a Sandra Shen esperándolo con la pecera bajo el brazo. Los viejos se rieron y se soplaron las manos para indicar que se quemaban.
—¡Ahora sí que tienes problemas, tío! —predijeron.
Toda esa noche, pálidas motas blancas fluctuaron en la oscuridad en la antigua habitación de Annie Glyph; luego, más tarde, en las dunas de fuera. Al día siguiente Ed se despertó exhausto a bordo de El Triunfo Perfecto. Estaba solo, y la nave se preparaba para el despegue. Sintió el zumbido de los motores a través del casco. Sintió el temblor en la punta de sus aletas. El aceitoso rumor prevuelo de los impulsores de dinaflujo le llegaba desde algún lugar por debajo y los pelos de la nuca se le pusieron de punta por enésima vez porque estaba vivo en ese lugar y ese momento, y lo dejaba todo para encontrar otra cosa ahí fuera.
Siempre más. Siempre más después de eso.
El pequeño carguero se estremeció también de emoción. Se equilibró cuidadosamente sobre una columna de llamas y a su propio modo regordete se abalanzó hacia el cielo.
—Eh, Ed —dijo la seca voz de Sandra Shen un minuto o dos más tarde—. ¡Mira esto!
La órbita de atraque de Nuevo Venuspuerto estaba llena de naves-K. Manadas y supermanadas se extendían hasta donde podía ver Ed, cientos de ellas, en interminables capas y formaciones cambiantes. Entraban y salían del espacio local, mostrando sus armas, tan recelosas unas de otras como animales, con los cascos brillando suavemente en una bullabesa de partículas. Titilaban con campos gravitacionales, campos defensivos, campos para adquisición de blancos y control de armamento, campos que lo cubrían todo desde los suaves rayos X a la luz dura. El espacio local espejeaba y se retorcía a su alrededor. Estaban cazando sin moverse. Ed casi pudo oír el venenoso latido de sus motores.
¡Guerra!, pensó.
El Triunfo Perfecto, tras recibir permiso, se internó entre ellas y salió de la órbita.