Michael y Anna Kearney, con su acento inglés, su ropa elegante y su aire levemente sorprendido, salieron de la ciudad de Nueva York y se dirigieron de nuevo al norte. Esta vez no tenían prisa. Kearney alquiló un pequeño BMW gris y se dirigieron a Long Island, y luego, de vuelta al continente, siguieron la costa hasta Massachusetts.
Se detenían a mirar todo lo que les llamara la atención, cualquier cosa que las señales de carretera sugirieran que podía ser de interés. No había mucho, a menos que contaras el mar. Kearney, con el aire de un hombre que de pronto es capaz de aceptar su pasado, visitaba los mercadillos y tiendas de segunda mano de cada población por la que pasaban, desenterrando libros usados, antiguas cintas de vídeo y cedés remasterizados de álbumes que le habían gustado en tiempos pero que nunca había podido reconocer en público. Títulos como The Unforgettable Fire y The Hounds of Love. Anna lo miraba de reojo, divertida, sorprendida. Comían tres veces al día, a menudo en restaurantes de los muelles especializados en pescado, y aunque Anna ganó peso, ya no se quejaba. Se quedaban una noche aquí, una noche allá, evitando los moteles, buscando en cambio los pintorescos albergues atendidos por lesbianas pintarrajeadas o corredores de bolsa de mediana edad que huían de las consecuencias de la Gran Burbuja. Mermelada inglesa genuina. Vistas de gaviotas, pecios, botes varados. Lugares limpios y marítimos.
De esta forma llegaron de nuevo a la Playa del Monstruo, donde Kearney consiguió una casita prefabricada que daba al océano tras cruzar una carretera estrecha y algunas dunas. Su interior era tan pelado como la playa, con ventanas sin cortinas, suelos de madera escamondada, y manojos de tomillo seco colgando de los rincones. Fuera, unos cuantos restos de pintura celeste se aferraban a las tablas grises acosadas por los vientos de la costa.
—Pero tenemos televisión. Y ratones —dijo Anna. Más tarde, preguntó—: ¿Por qué estamos aquí?
Kearney no estaba seguro de cómo responder a eso.
—Nos estamos escondiendo, supongo.
De noche todavía soñaba con Brian Tate y la gata blanca, fundiéndose como sebo en el fétido calor de la jaula de Faraday, pero ahora los veía cada vez más en situaciones que no tenían sentido. Asumiendo extrañas posturas sentadas, se alejaban de él contra una negrura fundamental. La gata, aunque parecía exactamente un adorno en una repisa, era tan grande como el hombre. (Este curioso detalle de escala, el comentario del sueño sobre sí mismo, provocó un arrebato de tristeza en Kearney; sin fuerza, rígido, increíblemente deprimente). Todavía cayendo, se hacían más y más pequeños, hasta desvanecerse de la vista, gesticulando hieráticamente, contra un fondo de estrellas y nebulosas que explotaban muy despacio.
Comparado con esto, la muerte de Valentine Sprake, aunque no perdía en la memoria nada de su carácter grotesco, había empezado a parecer un asunto secundario.
—Nos estamos escondiendo —repitió Kearney.
Durante su tercer año en Cambridge, antes de conocer a Anna, o de asesinar a nadie, se había asomado al escaparate de una papelería un día camino del Trinity College. Dentro había un puñado de invitaciones de boda grabadas que, al pasar, parecieron por un momento mezclarse de manera indistinguible con los billetes de autobús y los recibos de los cajeros automáticos que ensuciaban la acera a sus pies. El interior y el exterior, comprendió, el escaparate y la calle, eran sólo extensiones uno del otro.
Todavía estaba haciendo viajes bajo los auspicios de las cartas del Tarot. Dos o tres días más tarde, en algún lugar entre Portsmouth y Charing Cross, su tren se retrasó primero debido a obras en la vía y luego por un fallo en una de las máquinas. Kearney se quedó dormido, luego despertó bruscamente. El tren no se movía y no tenía ni idea de dónde estaba, aunque debía ser una estación: los pasajeros se movían ante la ventanilla en medio del frío, entre ellos dos sacerdotes con esa uniforme blancura de pelo que ya no tienen los seglares. Se quedó dormido otra vez, para soñar brevemente con los placeres perdidos de Retama, y luego despertó súbitamente con la horrible certeza de que había hablado en sueños. Todo el vagón lo había oído. Tenía veinte años, pero su futuro estaba claro. Si continuaba viajando así se convertiría en alguien que hacía ruidos en sueños en el expreso de Londres: un hombre de mediana edad con dientes malos y una maleta de lona, con la cabeza apoyada incómodamente en la esquina del asiento trasero mientras su mente se daba la vuelta como un jersey y todo se volvía ilegible para él.
Ésa fue la última de sus epifanías. Bajo su luz el Tarot, generador de epifanías, parecía una trampa. Parecía la más monótona de las carreras. Los viajes (quizá números infinitos de ellos) anidaban dentro como dimensiones fractales, pero el medio se había vuelto tan transparente para él como el escaparate de la papelería, y eran demasiado fáciles. Tenía veinte años, y el morro amarillo claro de un tren Intercity, corriendo hacia el andén a la luz del sol, ya no le llenaba de emoción. Había dormido en demasiadas habitaciones con la calefacción demasiado alta, comido en demasiadas cafeterías de estación. Había esperado demasiados trenes.
Estaba preparado, sin saberlo, para la siguiente gran transición de su vida.
—¿Nos estamos escondiendo? —preguntó Anna.
—Sí.
Ella se plantó delante de él, tan cerca que podía sentir el calor de su piel.
—¿Estás seguro?
Tal vez no lo estaba. Tal vez esperaba. Se sentaba cada noche en la Playa del Monstruo después de que ella se hubiera quedado dormida. Si esperaba a su némesis, se sintió decepcionado; para empezar, no estaba cerca. Algo en esa relación había cambiado para siempre. Por primera vez desde su encuentro original, Kearney (aunque se estremecía de temor al aceptar la idea) estaba animando al Shrander a alcanzarlo. ¿Lo sentía detenerse? ¿Volver la cabeza, tan inteligentemente como un pájaro, para escucharlo? ¿Se preguntaba por qué dejaba una pista?
Allí fuera, de noche, no había mucho que hacer sino esperar y contemplar las olas del océano ir y venir bajo las duras estrellas. Los fríos vientos venidos del mar levantaban la arena y la esparcían, siseando, entre la hierba de las dunas. Había una luminiscencia titilante. Kearney tenía la sensación de que las cosas eran infinitas: en este esquema la playa se convertía en una metáfora de algún otro sitio de transición o de una frontera, una playa en cuya linde se extendía el universo entero. ¿Qué clase de monstruos podían aparecer en una playa como ésta? Más que el cadáver podrido de un tiburón gigante; más que el plesiosauro con el que había sido tan breve y rápidamente confundido en 1970. La mayoría de las noches regresaba a la casita y sacaba el disco duro portátil que contenía los últimos datos de Brian Tate. La mayoría de las noches le daba vueltas en las manos durante uno o dos minutos ante la fría luz azul de la pantalla del televisor, y luego lo guardaba. Una vez, sacó su ordenador portátil y le enchufó el disco duro, aunque no encendió ninguno de los dos, y acabó por irse al dormitorio donde se metió vestido en la cama junto a Anna y colocó la palma de su mano contra su sexo hasta que ella medio se despertó y gimió.
De día escuchaba aquellos discos antiguos, o pasaba los canales de televisión buscando algo que hiciera las veces de noticias científicas. Todo parecía divertirlo. Anna no sabía qué pensar. Una mañana, en el desayuno, le preguntó:
—¿Crees que me matarás?
—No lo creo —respondió él—. Ahora no. —Luego dijo—: No lo sé.
Ella puso su mano sobre la suya.
—Lo harás, ¿sabes? No podrás detenerte al final.
Kearney contempló el océano a través de la ventana.
—No lo sé.
Ella retiró la mano y se mantuvo reservada toda la mañana. Equivocarse siempre la aturdía y, según él, la enfurecía. Tenía que ver con su infancia. Su problema con la vida era realmente el mismo que el problema de él: como no le daba mucha importancia, había buscado algo que pareciera más exigente. Pero había más que eso. Habían ido más allá de las normas de su relación, no tenían ni idea de qué hacer el uno del otro. Él no quería que ella estuviera sana. Ella no quería que él fuera digno de confianza o simpático. Caminaban alrededor el uno del otro por las noches, buscando aberturas, buscando actitudes menos corrientes que forzar mutuamente sobre el otro. Anna era buena en eso. Le sorprendía invitándolo, con una de aquellas brillantes y vulnerables sonrisas suyas:
—¿Te gustaría meterme la polla?
Habían quitado la colcha de cuadros de la cama y la habían colocado delante de la chimenea, donde la madera de la playa se quemaba creando pura ceniza blanca. Anna, casi igual de blanca, yacía de costado a la luz del fuego. Él miró pensativo los huecos y sombras de su cuerpo.
—No —le dijo—. Creo que no me gustaría.
Ella se mordió los labios y le dio la espalda.
—¿Qué pasa conmigo?
—Nunca lo quisiste —dijo él cautelosamente.
—Sí que quise —respondió ella—. Lo quise desde el principio, pero era fácil ver que tú no querías. La mitad de las chicas de Cambridge lo sabían. Todo lo que hacías era masturbarlas, y ni siquiera te corrías. A Inge Neumann, la chica de las cartas de Tarot, ¿recuerdas?, le sorprendía mucho. —Él pareció tan mortificado por esto que Anna se echó a reír—. Al menos yo conseguí que te corrieras.
El único desquite que le quedó a él fue hablarle de Retama.
—Nunca se veía la casa desde la carretera —dijo. Se inclinó hacia adelante, ansioso por el esfuerzo de imaginarlo todo—. Estaba tan bien escondida. Sólo árboles cubiertos de yedra, unos cuantos metros de carretera mohosa, la placa. —En el terreno, todo era fresco y en sombras excepto donde el sol iluminaba el césped como una ancha laguna—. Parecía tan real. —La misma luz entraba en la habitación del segundo piso, donde, con el calor del tejado, siempre era por la tarde y siempre había un profundo sonido de respiración, como el aliento de alguien que ha perdido toda consciencia de sí mismo—. Entonces llegaban mis primas y empezaban a quitarse la ropa —se rió—. Eso es lo que imaginaba, al menos —continuó. Como Anna parecía aturdida, añadió—: Yo las miraba y me masturbaba.
—Pero ¿no era real?
—Oh, no. Era sólo una fantasía.
—Entonces no…
—No me relacioné con ellas jamás en vida. —Nunca se había acercado a ellas en vida. Parecían demasiado enérgicas, demasiado brutales—. La fantasía de Retama lo estropeó todo para mí. Cuando llegué a Cambridge no pude hacer nada.
Se encogió de hombros.
—No sé por qué —admitió—. No pude olvidarlo. Su promesa.
Ella se le quedó mirando.
—Pero eso es tan abusivo, usar a otras personas para algo que solo pasa en tu interior…
—Huí de las cosas que quería… —trató de explicar él.
—No. Eso es horrible.
Cogió el cobertor por una esquina y lo llevó de vuelta al dormitorio. Él oyó la cama crujir cuando se acostó. Se sentía abatido, agotado. Dijo tristemente medio creyéndolo él mismo al menos:
—Siempre pensé que el Shrander era mi castigo por eso.
—Márchate.
—Tú me usaste a mí.
—No. Nunca.