—Si estoy prediciendo el futuro, ¿cómo es que siempre veo el pasado?
Cuando Ed le hizo esa pregunta a Sandra Shen, no fue de más ayuda que Annie Glyph. Todo lo que hizo fue encogerse levemente de hombros.
—Creo que necesitamos práctica, Ed —dijo. Encendió un cigarrillo y dirigió divertida su atención a algo que había en el rincón de la habitación—. Creo que necesitamos trabajar más duro.
Ed nunca podía decodificar aquella mirada distante suya. Si acaso, ella parecía complacida por la debacle en la carpa. La llenaba de energía: sus otros proyectos languidecían, y aparecía por allí diariamente. Echó a patadas a los viejos del bar del Motel Dunas. Él entró y la encontró trabajando con un equipo propio, que traía de noche en cajas sin marcar. Este material era uniformemente viejo. Contenía cable eléctrico cubierto de tela, fundas de baquelita, diales con diminutas agujas que subían y bajaban. Había una especie de amplificador que funcionaba con válvulas.
—Jesús —dijo él—. Esto es auténtico.
—Divertido, ¿verdad? —contestó Sandra Shen—. Cuatrocientos cincuenta años de antigüedad, más o menos. Ed, es hora de que empecemos a trabajar juntos en esto. Unamos nuestras mentes. Lo que necesito es atar estas cintas a tus muñecas…
La idea era que Ed se sentara atado de brazos y piernas a las patas y brazos de una gran silla tosca de madera que venía con el resto del equipo, mientras Sandra Shen se conectaba al amplificador de válvulas. Luego le colocaba la pecera en la cabeza y le hacía preguntas hasta que obtenía una respuesta que le convenía. Su voz le llegaba cercana e íntima, como si estuviera allí dentro con él y las anguilas de su extraño y agotador viaje bajo el mar de Alcubierre, hacia alguna revelación no deseada de su infancia. Las preguntas carecían de significado para Ed.
—¿Es la vida una mierda o no, Ed? —decía ella. O—: ¿Sabes contar hasta doce?
De todas formas, él nunca oía sus propias respuestas. La parte de él que estaba dentro de la pecera no estaba conectada a la parte exterior: no de una manera así de simple. El bar del Motel Dunas yacía sumido en su cálida oscuridad vespertina, hendido por un solo rayo de luz blanca. La mujer oriental se apoyaba contra la barra, fumaba, asentía para sí. Cuando conseguía una respuesta que le convenía, giraba una manivela en el aparato. Sus cátodos emitían inesperadamente curiosos rayos de luz azulina. El hombre de la silla gritaba y se convulsionaba.
Por las noches, Ed seguía teniendo que hacer su actuación. Estaba agotado. El público iba escaseando. Al final, sólo Madame Shen, ataviada con un vestido de fiesta esmeralda francamente escotado, estaba allí para verlo. Ed empezó a sospechar que el público no era lo importante. No tenía ni idea de lo que quería de él Sandra Shen. Cuando trataba de hablar sobre el tema antes del espectáculo, ella solamente le decía que no se preocupara.
—Más paciencia, Ed. Eso es todo lo que necesitas. —Se sentaba en los mejores asientos, fumando, aplaudiendo suavemente con sus fuertes manitas—. Bien hecho, Ed. Bien hecho.
Después dos o tres tramoyistas lo sacaban a rastras, O si Annie estaba por allí cerca, lo recogía con una especie de tierna diversión y lo llevaba de vuelta a su habitación.
—¿Por qué te estás haciendo esto a ti mismo, Ed? —le preguntó Annie una noche.
Ed tosió. Escupió en el lavabo.
—Es una forma de vivir —respondió.
—Oh, muy entradista —dijo ella sarcásticamente—. Háblame de eso, Ed. Háblame otra vez de las sumernaves, y de lo dura que la teníais todos. Cuéntame cómo te follaste a la famosa mujer piloto.
Ed se encogió de hombros.
—No sé a qué te refieres.
—Sí que lo sabes.
Annie parecía exasperada casi hasta el límite, y salió para poder desahogarse sin romper nada.
—¿Qué sabes de ella, Ed? —gritó—. Nada. ¿Por qué te está haciendo esto? ¿Qué espera que veas? —Como él no respondió, dijo—: Es sólo otra versión del tanque. Los centellas aceptáis cualquier cosa por no enfrentaros al mundo.
—Eh, para empezar fuiste tú quien me la presentó.
Annie guardó silencio ante eso. Después de un momento, cambió de táctica.
—Hace una noche maravillosa. Vamos a pasear por la arena. Al menos deberías descansar de vez en cuando. ¡Déjame que te lleve a la ciudad, Ed! Volveré a casa temprano una noche y te llevaré allí. ¡Podríamos ver un espectáculo!
—Yo soy un espectáculo —dijo Ed.
Sin embargo, Ed comprendió su argumento. Empezó a ir a la ciudad. Iba de noche, y evitaba tanto la calle Pierpoint como Straint. No quería encontrarse otra vez con Tig ni con Neena. No quería que Bella Cray volviera a su vida. Se pasaba el tiempo en el barrio que llamaban Redoble Este, donde las calles estrechas estaban atestadas de rickshaws y las granjas de tanques lo llamaban desde sus pósters de reclamo animados. Ed pasaba de largo. Participaba en cambio en el Juego de las Naves, agachado en la calle en medio del olor a falafel y el sudor de cultivares que le doblaban en tamaño. Estos tipos estaban siempre al borde de la violencia cuando la vida los llevaba junto a alguien que tenía algo real que perder. Los dados caían y rodaban. Ed se marchaba entero pero limpio, y les daba las gracias por eso. Ellos lo veían marcharse y sonreían con sus monstruosos colmillos.
—Cuando quieras, tío.
Cuando se enteró, Madame Shen lo miró con curiosidad.
—¿Es esto inteligente? —fue todo lo que dijo.
—Todo el mundo se merece un respiro —respondió él.
—Y sin embargo, Ed, está Bella Cray.
—¿Qué sabes tú sobre Bella?
Como ella se encogió de hombros, él se encogió también.
—Si tú no le tienes miedo, yo tampoco.
—Ten cuidado, Ed.
—Tengo cuidado —dijo él. Pero Bella Cray ya lo había encontrado.
Una noche lo siguieron dos tipos de aspecto corporativo con jerseys de color melocotón anudados al cuello. Jugó a despistarlos durante media hora, por callejones infectos y arcadas, y luego se metió por un chiringuito donde vendían falafel de Foreman Drive y salió por la parte de atrás.
¿Los había perdido? No podía estar seguro. Le pareció ver a los dos mismos tipos al día siguiente, en el asfalto del espaciopuerto no corporativo. Era mediodía, y el calor blanco rugía en el asfalto, y ellos fingían mirar a uno de los alienígenas, asomándose a la portilla, dándose la vuelta y fingiendo reírse de lo que veían dentro. Lo que los delataba era que uno siempre andaba ojo avizor mientras el otro se acercaba al cristal. Ed estaba a veinte metros de ventaja cuando se internó tranquilamente en la multitud. Pero ellos debieron verlo, porque a la noche siguiente en Redoble Este, una turba de matones infantiles que se hacían llamar las Llaves Maestras de la Lluvia trataron de matarlo con una granada nova.
No tuvo mucho tiempo para pensar. Hubo un golpe húmedo característico. Al mismo tiempo, todo pareció brillar y desvanecerse simultáneamente. Media calle desapareció delante de sus ojos, y sin embargo fallaron.
—Jesús —susurró Ed, retrocediendo hasta una multitud de prostitutas cortadas para parecer y actuar como niñas japonesas de dieciséis años de los sitios de internet de finales del siglo XX—. No había ninguna necesidad de eso.
Se tocó la cara. La notó caliente. Las prostitutas se estremecieron, riendo nerviosas, sus ropas hechas jirones, la piel quemada de un rojo brillante. En cuanto pudo volver a pensar de nuevo, Ed echó a correr. Corrió hasta que no supo dónde estaba, excepto que ya había pasado la medianoche y era un vertedero. El Canal Kefahuchi casi llenaba el cielo, siempre creciendo mientras lo contemplabas, como el genio escapado de la botella, y sin embargo no se hacía más grande. Era una singularidad sin horizonte de sucesos, decían, la física equivocada suelta en el universo. Cualquier cosa podía salir de allí, pero nunca lo hacía. A menos que, por supuesto, pensaba Ed, lo que tenemos aquí sea ya el resultado de lo que pasa allí dentro… Se quedó mirando y pensó un rato en Annie Glyph. La noche que la conoció era como ésta, mala luz fluctuando sobre un vertedero. De algún modo la había devuelto a la vida al preguntarle su nombre. Ahora era responsable de ella.
Volvió al circo y la encontró dormida. La habitación estaba llena de su lento y tranquilo calor. Ed se acostó a su lado y enterró la cara donde deberían encontrarse cuello y hombro. Después de unos instantes ella medio se despertó y le hizo espacio dentro de la curva de su cuerpo. Él le puso una mano encima y ella emitió un gran gruñido gutural de placer. Tendría que dejar Nuevo Venuspuerto antes de que le sucediera algo por su culpa. Tendría que dejarla aquí. ¿Cómo se lo iba a decir? No lo sabía.
Ella debió leer sus pensamientos, porque volvió a casa unas cuantas noches más tarde y dijo:
—¿Qué pasa, Ed?
—No lo sé —mintió Ed.
—Si no lo sabes, Ed, deberías averiguarlo.
Se miraron aturdidos el uno al otro.
A Ed le gustaba pasear por el circo a la fría luz de la mañana, pasando del olor salino de las dunas al olor del caliente asfalto polvoriento que llenaba el aire alrededor de las lonas y pabellones.
Se preguntó por qué habría elegido este lugar Sandra Shen. Si aterrizabas aquí, era porque no tenías credenciales corporativas. Si salías desde aquí, nadie te deseaba buena suerte. Era un campamento de tránsito, donde los CMT procesaban mano de obra de refugiados antes de desviarla a las minas. El papeleo podía dejarte colgado en el puerto no corporativo durante un año, durante el cual tus malas elecciones tendrían la oportunidad de multiplicar ese tiempo por diez. Tu nave se oxidaba, tu vida se oxidaba. Pero siempre podías ir al circo. Esto preocupaba a Ed. ¿Qué significaba para Madame Shen? ¿Estaba atrapada aquí también?
—¿Se mueve alguna vez este negocio? —le preguntó—. Quiero decir, eso es lo que hace un circo, ¿no? Cada semana otra ciudad.
Sandra Shen le dirigió una mirada especulativa, mientras su rostro cambiaba de viejo a joven alrededor de los ojos, como si éstos fueran el único punto fijo de su personalidad (si la personalidad es una palabra que tenga algún significado cuando estás hablando de un algoritmo). Eran como ojos que se asomaran desde telarañas. Tenía un refresco a su lado. Su pequeño cuerpo estaba inclinado hacia atrás, los codos sobre la barra, un zapato rojo de tacón alto enganchado en la barandilla de bronce. El humo de su cigarrillo se alzaba en una corriente fina y exacta, convirtiéndose de pronto en remolinos y espirales. Se rió y negó con la cabeza.
—¿Ya estás aburrido, Ed?
La siguiente noche Bella Cray estaba entre el público en su espectáculo.
—¡Cristo! —susurró Ed. Buscó a Sandra Shen: ella estaba por ahí, haciendo otras cosas. Ed se sintió atrapado bajo el resplandor de las viejas luces de candilejas, del frío resplandor blanco de la sonrisa de Bella Cray. Allí estaba, sentada en la primera fila ni a dos metros de distancia, con las rodillas juntas y el bolso sobre el regazo. Su blusa blanca de secretaria tenía una pequeña mancha de sudor bajo cada axila, pero su lápiz de labios era brillante y fresco y estaba silabeando algo que él no pudo distinguir. La recordó diciendo, justo antes de que matara a su hermana: «¿Qué podemos hacer, Ed? Todos somos peces». Para escapar de ella, metió la cabeza en la pecera. Mientras el mundo se apagaba, la oyó gritar:
—¡Eh, Ed! ¡Mucha mierda!
Cuando despertó ella se había ido. Tenía la cabeza llena de un sonido puro, agudo, resonante. Annie Glyph lo llevó hasta las dunas, donde lo tendió para que sintiera el aire fresco y el sonido lejano de la marea. Ed apoyó la cabeza en su regazo y le cogió la mano. Ella le dijo que había profetizado de nuevo guerra, y peor; él no le contó que había visto a Bella Cray en el público. No quería preocuparla. Además, había pasado una hora agotadora dentro de la pecera. Había visto tirar a la hoguera las cosas de su madre muerta, había visto a su hermana marcharse a otros mundos, se cabreó con su padre por ser corriente y débil, se marchó a otros mundos él mismo: entonces dejó atrás su propio pasado, hacia un estado completamente desconocido. Estaba exhausto.
—Me alegro de que estés aquí —dijo.
—Deberías dejar de hacer esto, Ed. No merece la pena.
—¿Crees que me dejarán hacerlo? ¿Crees que ella me dejará parar? Todo el mundo menos tú quiere matarme o utilizarme. Tal vez ambas cosas.
Annie sonrió y sacudió lentamente la cabeza.
—Eso es ridículo.
Contempló el mar. Después de un par de minutos dijo con voz diferente:
—Ed, ¿no quieres a veces a alguien más pequeña? ¿De verdad? ¿Alguien bonita y pequeña para follar, y no sólo eso, para estar con ella?
Él apretó su manaza.
—Eres una roca —le dijo—. Todo se rompe contra ti.
Ella lo apartó y se fue al agua.
—Jesús, Ed —gritó al viento marino—. Puto centella.
Ed la vio caminar por la orilla, recogiendo piedras grandes y trozos de madera a la deriva para lanzarlos con fuerza al océano. Él se puso cuidadosamente en pie y la dejó allí con sus demonios.
El espaciopuerto estaba vacío. Todo el mundo se había ido a casa hacía largo rato. La noche era sólo la cadena de la verja sacudida por el viento, el olor de la marea, una voz llamando desde la habitación de algún motel. La luz de vapor de mercurio hacia que todo pareciera medio real. Cobertizos vacíos, tráfico intermitente. Era como la mayoría de las noches. Nada durante horas, luego cuatro naves en veinte minutos: dos gruesos cargueros venidos del Núcleo; el tender de una enorme nave de Alcubierre que flotaba sobre el lugar de atraque como un asteroide; algún transpone semicorporativo que se marchaba a cumplir asuntos que nadie podía permitirse conocer. Había estallidos de llamas del color anaranjado del pelo de los Hombres Nuevos, luego oscuridad y viento frío hasta el amanecer. A Ed no le apetecía volver a la habitación hasta que Annie estuviera dormida. En cambio, deambuló y esperó entre los cobertizos de los cohetes, contemplando las enormes naves, disfrutando de sus olores de metal tensado y combustible pSi quemado.
Después de un rato advirtió a una figura que empujaba un contenedor de basura lentamente en su dirección. Era Bella Cray. Desde la muerte de su hermana sus faldas eran más estrechas. Bella se maquillaba por las dos, con varios colores de sombra de ojos y labios que parecían un capullo de rosa hinchado. Esos labios eran lo primero que veías acercarse a ti. De espaldas, sólo era culo. En alguna parte intermedia estaba su bolso lleno de armas.
—Eh, Ed —dijo—, ¡mira esto!
El contenedor de basura era casi tan grande como ella. Doblados torpemente en su interior, con sus largas piernas asomando por el lado, estaban Tig y Neena Vesicle. Sus expresiones eran de asombro. Estaban muertos. Del contenedor llegaba un olor a fluidos alienígenas, amargo y sin esperanza. Los ojos de Neena estaban abiertos todavía, y miraba el Canal Kefahuchi igual que había mirado a Ed mientras se la tiraba en el cubil, de modo que él casi esperó que se riera sin aliento y dijera: «¡Oh, estoy tan dentro de ti!», Tig Vesicle ni siquiera se parecía ya a Tig.
Bella Cray se echó a reír.
—¿Te gusta, Ed? —dijo—. Esto es lo que va a sucederte a ti. Pero primero va a sucederle a todos los que conoces.
Las largas piernas de Neena Vesicle sobresalían del contenedor de basura. Bella Cray, como si necesitara algo con lo que entretenerse, empezó a intentar meterlas de nuevo.
—Si pudiera doblar a la cabrona un poco más —dijo. Se inclinó sobre el contenedor hasta que sus pies se despegaron del suelo, luego lo dejó—. Tus amigos son tan jodidamente torpes como cuando estaban vivos —dijo. Tiró de su falda y su blusa hasta ponerlas en su sitio. Se arregló el pelo—. Bien, Ed —dijo.
Ed contempló esta actuación. Sentía frío; no sabía qué sentía. Annie seria la siguiente, eso estaba bastante claro. Annie era la única persona que conocía.
—Podría pagarte algo ahora —dijo.
Bella sacó un pañuelo de encaje de su bolso para limpiarse las manos. Mientras lo hacía comprobó su aspecto en un espejito de oro.
—¡Vaya! ¿Ésa soy yo? —dijo. Sacó la barra de labios—. ¿Sabes lo que te digo, Ed? —continuó, aplicándola libremente—. El dinero no va a ayudarte.
Ed tragó saliva.
Echó otro vistazo al contenedor.
—No tenías que hacer esto —dijo. Bella Cray se echó a reír.
En ese momento Annie Glyph, que había calmado su irritación lanzando piedras al mar, salió de la oscuridad.
—¿Ed? ¿Ed, dónde estás? —Lo vio allí de pie—. Ed, no deberías estar aquí fuera con el frío que hace —dijo. Entonces pareció advertir el contenido del contenedor de basura. Se lo quedó mirando aturdida, y luego a Bella Cray, y después a Ed, con una especie de lenta furia que despertaba pacientemente. Por fin, le dijo a Bella—: Esta gente no tiene a nadie que hable por ellos, viven en un cubil, siempre se llevan la peor parte; no tienes derecho a meterlos también en un cubo de basura.
Bella Cray parecía divertida.
—No tienes derecho —remedó. Contempló interesada a Annie, quien quizás la doblaba en altura, y luego continuó aplicándose el lápiz de labios—. ¿Quién es este caballo? —le preguntó a Ed—. Eh, déjame adivinar. Apuesto a que te la estás follando, Ed. ¡Apuesto a que te estás follando a este caballo!
—Mira —dijo Ed—. Es a mí a quien quieres.
—Muy listo por tu parte al darte cuenta.
Bella guardó el espejo en su bolso y empezó a correr la cremallera. Entonces pareció recordar algo.
—Espera —dijo—. Tienes que ver esto…
Casi había sacado la pistola Chambers cuando las manos de Annie Glyph (torpes y de grandes nudillos, cubiertas de callos tras cinco años tirando del rickshaw, temblando un poco por todo aquel café électrique) se cerraron sobre ella. Ed amaba aquellas manos pero nunca había sentido su parte dura. Hubo una pugna apenas perceptible y entonces Annie le pasó la pistola. Ed comprobó la carga, que parecía un negro fluido aceitoso pero era en realidad una especie de pesadilla de jinete de partículas contenida por campos magnéticos. Escrutó las sombras en busca de signos delatores de matones, que eran generalmente gabardinas, zapatos con suelas grandes, cualquiera con una granada nova o un feo corte de pelo. Mientras tanto, Annie sujetaba con una sola mano las dos de Bella: con esta simple tenaza izó lentamente a Bella del suelo.
—Ahora podemos hablar cara a cara —dijo.
—¿Qué es esto? —dijo Bella—. ¿Es tu intento de saltar a la fama? ¿Crees que no saldrás lastimada por esto? —alzó la voz—. Eh, Ed, ¿crees que no tengo a nadie ahí fuera?
—Es un buen argumento —le dijo Ed a Annie.
—No hay nadie ahí fuera —respondió Annie—. Sólo la noche.
Alzó la mano libre, la cerró en torno al cuello de Bella, sus dedos se encontraron. Bella emitió un ruido. La cara se le puso roja, agitó los brazos como un bebé. Uno de sus zapatos se cayó.
—Jesús, Annie —dijo Ed—. Suéltala y vámonos de aquí.
Lo cierto era que le llenaba de ansiedad ver a una de las hermanas Cray tratada de esta forma. Debía su reciente personalidad a ser su víctima. Bella estaba en todas partes. En esta ciudad al menos era poderosa, Ganaba de todos a quienes veía. Tenía el dedo metido en cada tarta, desde heroína terrestre a papel de regalo. Bella compraba matones callejeros y niñitos amorosos. Para relajarse tenía un parche que la hacía correrse todo el día y luego, como una mantis femenina, se comía a Don Afortunado con su salsa favorita. Ésta era la mujer que había jurado vengarse después de que Ed matara a su hermana. Si le importaba tan poco dejarse ver, ¿dónde dejaba eso a Ed? Además, nadie, como sabía por la prueba personal en el contenedor de basura, le llevaba la contraria a Bella Cray durante mucho tiempo. Se estremeció.
—Se está levantando niebla, Annie —dijo.
Annie estaba explicando a Bella:
—No ves las consecuencias de tus actos, bien podrías estar en un tanque de centelleo. —Obligó a Bella a mirar el contenedor de basura—. Quiero que comprendas lo que hiciste cuando hiciste esto. Lo que hiciste realmente.
Bella trató de reírse. Lo que consiguió decir fue «guck, guck, guck».
La presa de Annie se tensó. El color de Bella se hizo más profundo. Consiguió decir un «guck» más y se quedó fláccida. Con eso, Annie pareció perder interés. Dejó caer a Bella al suelo y recogió su bolso.
—¡Eh, Ed, mira! ¡Está lleno de dinero!
Contó el dinero y lo alzó y se rió como una niña. El placer de Annie nunca conocía barreras. Era una muchacha rickshaw. Todo lo que hacía, lo hacía de corazón. En otro tiempo la habrían llamado simple, pero eso era lo último que era.
—¡Ed, nunca había visto tanto dinero!
Mientras lo contaba, Bella Cray se levantó del suelo y se marchó cojeando, perdiéndose en la niebla. Parecía un poco trastornada.
Ed alzó la pistola Chambers, pero era demasiado tarde para disparar. Bella se había marchado. Suspiró.
—De esto no va a salir nada bueno —dijo.
—Oh, sí que lo hará —contestó Annie. Guardó el dinero—. Mejor que lo tenga yo que esa pequeña vaca. Ya verás.
—No descansará hasta que tú también estés muerta.
Hacía el amanecer los dos consiguieron llevar el contenedor de basura hasta las dunas, donde Ed enterró a Tig y Neena y clavó el cartel de Playa del Monstruo en la arena sobre ellos. Annie permaneció de pie, cubierta por la niebla durante un momento, y luego dijo:
—Lamento lo de tus amigos, Ed.
Luego se fue a la cama, pero Ed se quedó hasta que la niebla se despejó, y las aves marinas empezaron a llamar y el viento agitó la hierba, pensando en Neena Vesicle y cómo cuando la penetraba temblaba y decía «Empuja con más fuerza. Oh. Yo». Algo cambió para Ed esa noche. En el siguiente número que hizo, pasó directamente en sueños de su infancia a otro lugar.