Veintitrés
Desventurados

El comandante de la Tocando el Vacío intentó contactar con Seria Mau a través de espectro.

Algo salió mal con su señal. Había perdido parte de sí misma, o se mezcló con alguna otra cosa, algo de la materia barroca del universo, antes de alcanzarla. El espectro se agazapó delante de su tanque durante un minuto entero, apareciendo y desapareciendo de la vista, y luego se desvaneció. Era mucho más pequeño de lo que ella recordaba de tratos anteriores; un amasijo de miembros amarillentos apenas más grande que una cabeza humana, agachado en lo que parecía un charco de líquido pegajoso. Su piel tenía el brillo de un pollo asado. Seria Mau se preguntó si eso significaba que algo iba mal, no sólo con la señal sino con el comandante propiamente dicho. Le preguntó a la matemática qué pensaba.

—Contacto roto —dijo la matemática.

—Por el amor de Dios, eso pude deducirlo por mí misma.

A lo largo de los dos días siguientes la aparición se repitió a intervalos de un minuto o dos en partes distintas de la nave, captada por las cámaras móviles como un leve fluctuar subliminal. Los operadores sombra la empujaron a los rincones, donde se dejó llevar por el pánico. Al final acabó por cobrar vida delante del tanque de Seria Mau, y desde esa posición, estabilizándose rápidamente pero aún demasiado pequeño, observó a Seria Mau pacientemente con su montón de ojos e hizo varios intentos de hablar.

Seria Mau lo miró con disgusto.

—¿Qué? —dijo.

Al final, el espectro consiguió decir su nombre:

—Seria Mau Genlicher, yo… —Interferencia. Estática. Ecos de nada, con nada a lo que hacer eco—… importante advertirte sobre tu postura —dijo, completando algún argumento cuyo principio ella había perdido. La señal se desvaneció, luego regresó con fuerza—… modificó el paquete del Dr. Haends —dijo, y guardó silencio de nuevo. Se difuminó en humo marrón, agitando sus palpos: pero si intentaba seguir comunicándose, ella no pudo oír nada. Cuando desapareció, Seria Mau preguntó a la matemática:

—¿Qué están haciendo allí atrás?

—Nada nuevo. La manada Moire ha perdido un poco de impulso. La Tocando el Vacío sigue en fase con una nave-K desconocida.

—¿Puedes entender algo de todo esto?

—Creo que no —admitió la matemática.

¿Qué piensa un alienígena de todas formas? ¿Qué utilidad tiene para el mundo? En cuanto llegaban a un planeta, los násticos obligaban a la población indígena a proyectos de excavación. Querían silos, de un kilómetro y medio de ancho y unos nueve de profundidad. Después de que la litosfera estuviera cuajada de estas estructuras, los násticos revoloteaban por millones sobre ellas, con alas que parecían tan baratas y flamantes como un pasador de plástico. Nadie sabía por qué, aunque la mejor suposición era que tenía un significado religioso. Si tratabas de mantener algo más que una conversación práctica con un nástico, empezaba a decir cosas como: «El trabajo falla sólo cuando el trabajador se ha apartado de la rueda», y «Por la mañana, se vuelven hacia adentro como la Luna». Las colonias násticas, en grandes números, se extendían desde el borde de la galaxia hacia su centro, con forma de cuña de una gráfica de tarta. La deducción era obvia; se habían originado desde fuera. Siendo así, nadie podía sugerir cómo habían recorrido las distancias implicadas. Sus propios mitos, donde el enjambre primigenio viajaba sin naves, batiendo las alas por alguna fractura iluminada del continuo, alternativamente calentadas y fritas por la radiación, podían ser descartados.

No hubo más intentos de comunicación. La Gata Blanca volaba a través del espacio vacío, mientras sus perseguidores le mordían los talones como sabuesos astutos. No era fácil dilucidar qué hacer.

Mientras tanto, Billy Anker llenaba la nave. Hacía la mayoría de las cosas corrientes de manera demasiado grande. Seria Mau, atraída y repelida al mismo tiempo, lo observaba con cuidado a través de las cámaras ocultas mientras él se lavaba, comía, se rascaba los sobacos sentado en el retrete con el traje de presión bajado hasta las rodillas. Billy Anker olía a cuero, sudor y algo más que ella no podía identificar, aunque podría haber sido aceite de máquina. Nunca se quitaba su guante sin dedos.

El sueño no era ningún consuelo para él. Los sueños le hacían mostrar los dientes en una mueca asustada; por las mañanas se miraba de reojo en el espejo. ¿Qué había que ver? ¿Qué clase de recursos internos podía tener, con un principio en la vida tan indiferente? Inventado y puesto en marcha como una extensión de su propio padre, se había zambullido en el vacío como forma de darse a valer. Había hecho esa locura entre muchas otras locuras, y acabó tan quemado con ellas que se marchó y pasó diez años recuperándose, mientras la guerra se acercaba, y los grandes secretos se volvían más remotos en vez de más accesibles, y la galaxia se separaba un poco más, y todo se desviaba un poco más y ya no era fijo…

Renuncia a todo, Billy Anker, quería decirle ella. Si vives para el gran descubrimiento, sólo das de comer al gordo en tu interior. También saca beneficios de todo lo que encuentras. Quería suplicarle:

—Renuncia a todo, Billy Anker, y escápate conmigo.

¿Qué quería decir con eso? ¿Qué podía querer decir? Ella era una nave cohete y él era un hombre. Pensó en eso. Lo observaba mientras dormía, y tenía sus propios sueños.

En los sueños de Seria Mau, que se repetían con la misma falta de precisión que los recuerdos en el sensorium extendido de la Gata Blanca, Billy Anker se arrodillaba sobre ella, sonriendo interminablemente mientras ella le sonreía. Estaba enamorada, pero no sabía qué quería. Aturdida, simplemente se exhibía ante él en medio de una neblina. Quería sentir el peso de su mirada, en una habitación llena de luz, en una tarde de verano. Pero una especie de versión en sombras de este hecho acosaba su imaginación y a veces hacía que las cosas parecieran absurdas: hacía frío en la casa, había comida enfriándose en una bandeja, los suelos de madera estaban pelados, ella era mucho más pequeña que él: todo lo que sentía era vergüenza y una especie de irritación. En un intento por descubrir cómo debería actuar, pasó imágenes grabadas de los compañeros de Mona la clon en los días anteriores a su expulsión por la compuerta. Con esto aprendió a decir, con una especie de furiosa urgencia: «Quiero hacerlo. Quiero follar». Pero en el fondo Seria Mau no tenía ningún interés en ser penetrada; de hecho, la inquietaba bastante lo absurdo de la idea.

Mona la clon también se examinaba a sí misma en los espejos, francamente o ansiosamente según su estado de ánimo. Estaba interesada en su cuerpo y su rostro, pero la obsesionaba su pelo, que en el momento en que rescataron a Billy Anker de Linea Roja era una larga maraña rubio rosada que olía permanentemente a champú de menta. Lo acumulaba a un lado u otro de la cabeza, mirándolo desde ángulos diferentes hasta que lo dejaba caer con expresión de disgusto y decía:

—Voy a suicidarme.

—Ven aquí y come, querida —decían sin hacerle caso los operadores sombra.

—Lo digo en serio —amenazaba Mona.

Billy Anker y ella ocupaban los habitáculos humanos como dos especies de animales en el mismo terreno. No tenían nada que decirse mutuamente. Esto quedó claro el primer día que él llegó a bordo. Mona hizo que los operadores le produjeran una chaqueta de cuero blanco con una falda plisada a juego ala altura de la pantorrilla, que remataron añadiendo un cinturoncito dorado, y también sandalias de tacón grueso en uretano transparente. Tenía buen aspecto y lo sabía. Escalfó una lubina con hierba de limones salvajes, cocina que había aprendido en los enclaves de Motel Splendido, y (mientras comían un postre de bayas frescas rehogadas en grappa) le habló de sí misma. Su historia era sencilla, dijo. Era una historia de éxito. En el colegio había destacado en natación sincronizada. Su lugar en el orden corporativo se reafirmaba por un auténtico don para trabajar con otras personas. Nunca había sentido que su origen fuera una desventaja, nunca se sintió celosa de su hermana-madre. Su vida estaba encarrilada, confesó, con el ingrediente añadido de que apenas había comenzado.

Le preguntó si sabía pilotar la Gata Blanca.

Billy Anker no pareció pillarlo. Se rascó la barbilla sin afeitar.

—¿Qué vida es ésa, chica? —dijo vagamente.

A un metro de distancia el uno de la otra, parecía como si los hubieran filmado en habitaciones diferentes.

—Aquí es donde yo vivo —le informó Mona al día siguiente—. Y allí es donde vives tú.

Hizo que los operadores sombra preparan los habitáculos humanos para que parecieran un bar de desayunos o un restaurante del lejano pasado de la Tierra, con un suelo limpio de losas a cuadros y antiguas máquinas de batidos que no necesitaban funcionar. Billy Anker dejó su mitad tal como estaba, y se sentaba desnudo en el suelo por las mañanas, con su cuerpo correoso que se dirigía hacía una especie de edad madura y flaca, y realizaba los ejercicios de una complicada rutina satori. Mona veía hologramas en su habitación. Billy se pasaba casi todo el día mirando el espacio y tirándose pedos. Si lo hacía demasiado fuerte, Mona se plantaba en la puerta que los comunicaba y decía «¡Jesús!» con voz de asco, como si lo encomendara a la atención de una tercera persona.

Seria Mau seguía estos encuentros domésticos con una especie de divertida tolerancia. Era como tener mascotas. Sus acciones a menudo la sacaban de sus recurrentes agobios, malos humores y berrinches allá donde la farmacopea hormonal de la Gata Blanca no podía. Mona y Billy la tranquilizaban. No esperaba nada nuevo de ellos.

Tanto más sorprendente pues, cuatro o cinco días después de salir de Línea Roja, fue pillarlos en el dormitorio de Mona.

La luz remedaba la tarde filtrándose por persianas medio cerradas en algún lugar de las zonas templadas de la Tierra. Prevalecía una atmósfera de cinco a siete. Había un plato de agua de rosas junto a la cama para que Billy Anker mojara los dedos si empezaba a correrse demasiado pronto. Mona llevaba una bata corta de seda gris, que tenía subida hasta la cintura, y montones de color de labios para hacer parecer que ya se los había mordido. Se había agarrado al cabezal de cromo de la cama con ambas manos. Tenía la boca abierta y a través de los barrotes sus ojos tenían una expresión distante. Un pecho se le había salido de la bata.

—Oh, sí, fóllame, Billy Anker —dijo de pronto.

Billy Anker, que estaba encorvado sobre ella de una manera a la vez protectora y depredadora, parecía más joven. Sus antebrazos eran largos y marrones, encordelados a la luz amarilla. El pelo suelto le caía por la cara; todavía tenía puesto su guante sin dedos.

—Oh, fóllame a través de la pared —dijo Mona.

Esto lo hizo detenerse; entonces se encogió de hombros, perdió su expresión distraída y continuó con lo que estaba haciendo. Mona se arreboló y dejó escapar un gritito delicado y aleteante. Eso fue la gota que colmó el vaso para Billy, quien después de una serie de espasmos gruñó con fuerza y se derrumbó sobre ella. Se separaron inmediatamente y empezaron a reírse. Mona encendió un cigarrillo y dejó que él se lo quitara sin preguntar. Billy Anker se sentó contra la cabecera de la cama, rodeándola con un brazo. Fumaron durante un rato y luego, tras buscar algo alrededor con lo que aplacar su sed, él se bebió el agua de rosas del platillo junto a la cama.

Seria Mau los observó en silencio durante unos instantes, pensando: «¿es así como habría sido conmigo?».

Entonces tomó el control de los habitáculos humanos. Redujo la temperatura varias decenas de grados. Aumentó las luces hasta que tuvieron el brillo de fluorescentes de hospital. Introdujo desinfectantes en el acondicionador de aire. Mona la clon se cubrió los ojos con un brazo y entonces, advirtiendo lo que debía de haber sucedido, apartó de un empujón a Billy Anker.

—Aléjate de mí antes de que sea demasiado tarde —dijo—. Oh, Dios, aléjate de mí. —Saltó de la cama y se abalanzó hacia un rincón del cuarto, donde se aferró con ambas manos al objeto fijo más cercano, temblando de miedo y susurrando—: No fui yo. No fui yo.

Billy Anker la miró sin comprender. Se limpió el aerosol de desinfectante que le cubría la cara como si fuera sudor. Se miró la palma de la mano. Se echó a reír.

—¿Qué está pasando? —dijo.

Seria Mau lo examinó con atención. Parecía un pollo desplumado con esa luz. Su carne parecía tan gris como su pelo. No estaba del todo segura de qué había visto en él.

—Ésta es tu parada, Billy Anker —dijo con su voz de nave.

La clon gimió, se agarró con más fuerza, cerró los ojos todo lo que pudo.

—Haces bien —la advirtió Seria Mau—. También es tu parada.

Contactó con la matemática.

—Abre la compuerta —ordenó.

Se lo pensó durante un instante.

—No, espera —dijo.

Dos minutos más tarde, algo salió de ninguna parte siguiendo una curva remota de la Playa, en el borde de un sistema al que nadie se había molestado en poner nombre. El espacio vacío se convulsionó. Un chisporroteo de partículas se organizó en un milisegundo o dos y pasó de ser un despliegue de fuegos artificiales a convertirse en las feas líneas de una nave-K: la Gata Blanca, con su antorcha encendida ya, dirigiéndose sistema adentro en un ángulo agudo respecto a la eclíptica siguiendo una línea brutalmente recta de productos de fusión.

Las exploraciones del sistema, llevadas a cabo cincuenta años después de que la humanidad llegara a la Playa, habían encontrado un único objeto sólido en un retorcido baile orbital con los gigantes gaseosos. Aunque un poco grande, era estrictamente una luna. El calor periódico de su núcleo había elevado la superficie a temperaturas parecidas a las de la Tierra, generando también una atmósfera suelta e inquieta que contenía los gases que permitían la vida. Contra un curioso arco de cielo verdoso flotaba la masa rosa salmón del gigante gaseoso más cercano. Una única estructura fractal ocupaba todo el planeta. Aunque desde la distancia parecía vegetación, no estaba viva ni muerta. Era tan sólo algún algoritmo loco que, expulsado por algún sistema de navegación de paso, se había vuelto salvaje y luego agotó la materia prima. El efecto era el de infinitas plumas de pavo real de un millón de tamaños diferentes: un dibujo inteligente alzado en tres dimensiones. La matemática intentando salvarse a sí misma de la muerte.

Afelpada y aterciopelada, rodeada por una finísima bruma evanescente de sí misma, esta estructura derrotaba al ojo en todas las escalas. Le hacía a la luz algo extraño y absorbente. Se extendía quebradiza y exfoliada, fragmentándose en un polvo viral de sí misma, un cálculo viejo e inútil que accidentalmente se había convertido en un entorno. Había un biomedio: entre sus prístinas brácteas y tallos, formas de vida locales se movían con una especie de sigilo aturdido. La lógica de la ecología no estaba clara, su fauna terminal era provisional. Al amanecer o al atardecer, podía verse algo entre pájaro y marmota abriéndose paso dolorosamente hasta la punta de alguna gran pluma para contemplar ansiosamente el rostro del gigante gaseoso, antes de que cerrara los ojos y empezara una aflautada alborada territorial. Nadie se había quedado el tiempo suficiente para averiguar nada más.

La Gata Blanca quemó un claro entre las plumas, flotó sobre ellas momentáneamente, y descendió. Durante un minuto o dos no sucedió nada más. Entonces una portilla de carga se abrió y desembarcaron dos figuras. Después de una pausa en la que se volvieron y parecieron discutir con la nave misma, bajaron rápidamente la rampa que ya se estaba cerrando y permanecieron de pie, en silencio. Estaban desnudos, aunque entre ellos tenían lo que parecían ser algunas ropas de fiesta y la mitad inferior de un viejo traje G. Mientras miraban, la Gata Blanca se alzó sobre su cola, se lanzó hacia el cielo y desapareció, todo con el mismo gesto cómodo, lleno de práctica.

Mona la clon miró indefensa alrededor.

—Podría al menos habernos dejado cerca de una ciudad —dijo—. La muy puta.

Arrojada a una fuga a la que (por una vez) la matemática de la Gata Blanca no había hecho ninguna contribución, Seria Mau Genlicher, piloto de los caminos del espacio, soñó que tenía diez años otra vez. En un instante su madre estaba sonriente y nerviosa; al siguiente estaba muerta y en fotografía que poco después se perdió en el húmedo aire de la tarde en forma de humo gris.

El padre no podía soportar nada que le recordara a su esposa. Esa fotografía era demasiado dura de soportar, decía. Demasiado dura de soportar. Todo el invierno se encerró en su estudio, y cuando Seria Mau le llevaba el almuerzo, le acariciaba la mejilla y lloraba. Quédate un momento, le instaba. Sé la madre sólo un momento. Ella no era capaz de articular la vergüenza que sentía por esto. Miraba a la puerta, cosa que sólo lo empeoraba todo. Él la besaba tiernamente en la coronilla, y luego, con un dedo bajo su barbilla, amablemente la obligaba a volver a mirarlo. Te pareces a ella, decía. Te pareces tanto a ella. Dejaba escapar un sollozo. Siéntate aquí; no, aquí, así. Así. Metía los dedos entre las piernas de Seria Mau y entonces sollozaba y rompía a llorar. Seria Mau cogía la bandeja y se marchaba. ¿Por qué hacía esto? Se sentía tan envarada y torpe como alguien que aprende a andar.

—¡Waraaa! —dijo su hermano, emboscándola en el rellano. Ella dejó caer la bandeja con el almuerzo y los dos contemplaron en silencio el estropicio. Un huevo duro rodó hasta un rincón.

Todo ese invierno, las naves-K sobrevolaron el río Perla Nueva. Dibujaban sucios arcos blancos en el cielo. El padre llevó a Seria Mau y su hermano a la base, para ver llegar a esas naves. Habría guerra. Habría paz. ¿Quién sabía qué pasaría, allá en el borde de la galaxia, con los násticos sólo a tres sistemas de distancia, y partidas desconocidas sueltas por el Cinturón de Kuiper, presentándose como bloques de hielo sucio? A los niños les encantó. Siguieron los mejores y peores tiempos, marcados por desfiles y marchas, cracs económicos, discursos políticos, el vuelco de los paradigmas científicos: noticias nuevas cada día. Fue entonces cuando Seria Mau tomó su decisión. Fue entonces cuando hizo sus propios planes. Coleccionaba hologramas (pequeños cubos negros llenos de estrellas, nebulosas rosadas, hilillos de gas flotante), como las otras niñas coleccionaban cosméticos.

—Esto es Eridon Omega —le explicaba a su hermano—, al sur del Pote Blanco. Allí manda la manada Vittor Neumann. ¡Que los násticos intenten lo que quieran contra ellos! —Sus ojos brillaban—. Tienen armas que evolucionan solas, generación tras generación, en un medio externo a la nave. ¡Mundos enteros estén en juego!

Se vio decir esto ante el espejo, sin tener ni idea de por qué parecía tan emocionada, con los ojos tan brillantes. La mañana que cumplió los trece años, se alistó. Los CMT siempre estaban buscando reclutas, y para las manadas-K sólo querían a los más jóvenes, los más rápidos que pudieran encontrar.

—Deberías estar orgulloso de mí —le dijo al padre.

—Yo estoy orgulloso —dijo su hermano. Se echó a llorar—. Yo también quiero ser una nave espacial.

Saulsignon era ya un campamento de instrucción. Había alambradas por todas partes. La pequeña estación de tren había perdido su aspecto de la Antigua Tierra, sus macizos de flores y el gato regordete que tanto molestaba a su hermano porque le recordaba a su gatito negro. Allí estuvieron los tres, en el último día de ella, molestos por el viento y la lluvia.

—¿Te darán permisos? —dijo el padre.

Seria Mau se rió triunfante.

—¡Nunca!

En cuanto dijo esta palabra, el sueño se redujo a la nada, como luces que se apagaran. Cuando se encendieron de nuevo, aparecieron en el escaparate de la tienda de magia. Labios de plástico de color rubí. Plumas teñidas de naranja brillante y verde. Montones de pañuelos de colores que entraban en el brillante sombrero del mago y luego salían en forma de palomas blancas. Todas esas cosas que, aunque a veces eran bonitas, eran siempre falsas: siempre hechas para confundir y despistar. Sería Mau permaneció ante el escaparate un rato, pero el prestidigitador nunca apareció. Justo cuando se daba la vuelta para marcharse, oyó sonar un timbre lejano, y una voz susurró:

—¿Cuándo vendrá a por mí, Dr. Haends?

Seria Mau contempló sorprendida la calle vacía. No había ninguna duda al respecto. La voz era la suya propia. Cuando despertó, pensó por un momento que había alguien inclinado sobre ella: en el mismo instante, se vio a sí misma dejando varados a Billy Anker y Mona la clon a la sombra del gigante gaseoso. El recuerdo de una acción tan mala sólo podía hacer que te sintieras absurda.

—¿Por qué me permitiste hacerlo? —dijo.

La matemática respondió con su equivalente a un encogerse de hombros.

—No estabas dispuesta a escuchar.

—Llévanos de vuelta.

—Yo no recomendaría eso.

—Llévanos.

La Gata Blanca apagó su antorcha y cayó tan silenciosamente como un pecio entre los gigantes gaseosos. Los cambios de rumbo se hicieron de manera incremental, usando diminutos y feroces motores pSi que funcionaban insuflando oxígeno en compuestos porosos de silicio. Mientras tanto, los detectores de partículas y las enormes arboladuras, extendiéndose como sistemas venosos en una hoja, rebuscaron en el vacío la pista de la manada Krishna Moire.

—Aumento energía —instruía la matemática suavemente—. Reduzco energía.

Lo que quedaba del cuerpo de Seria Mau se movía impaciente en su tanque. Tenía una necesidad de ver a Billy Anker que cualquier otra persona habría descrito como física. Si hubiera recordado cómo, se habría mordido los labios.

—¿Por qué lo hice? —se preguntaba. Los operadores sombra negaban con la cabeza: tarde o temprano tenía que suceder algo así, respondieron. Al final la Gata Blanca se acercó lo suficiente para poder examinar el planeta. Algo se movía entre las plumas. Podría haber sido lo que vivía allá abajo; podrían haber sido antiguos cálculos desmoronándose en polvo.

—¿Qué es eso? —dijo la matemática.

—Nada —respondió Seria Mau—. Entra —ordenó—. Ya he tenido suficiente.

Encontraron a Billy Anker y Mona la clon tendidos a larga sombra de cobalto. Mona ya estaba muerta, con su hermosa cabeza rubia descansando en la parte superior del pecho de Billy. Él rodeaba sus hombros con un brazo. Con la otra mano estaba acariciándole todavía el pelo. Al morir, ella lo estaba mirando intensamente a la cara, y había colocado una pierna entre las suyas, tratando de obtener algún último consuelo de la vida. Bajo las instrucciones del viejo algoritmo (el cual, provisto de pronto de materia prima para su interminable repetición, se había cernido rápidamente sobre ellos desde las estructuras superiores), sus células se estaban convirtiendo en plumas. Las piernas de Billy Anker parecían las de un sátiro pavo real. Mona había desaparecido hasta el diafragma, plumas negriazules que parecían cambiar y crecer y hacerle algo extraño a la luz.

El espectro de Seria Mau (en estas condiciones poco más que una sombra también) se rebulló nervioso ante los amantes. ¿Cómo he podido hacer esto?, se preguntó, mientras decía en voz alta:

—Billy Anker, ¿hay algún modo de que pueda ayudar?

Billy Anker nunca cesó de acariciar el pelo de la mujer muerta, ni de mirarla.

—No.

—¿Duele?

Billy Anker sonrió para sí.

—Chica, es más cómodo de lo que piensas —dijo—. Como una buena inmersión. —Se rió de pronto—. Eh, el agujero de gusano sí que era un espectáculo. ¿Sabes? Eso es lo que no paro de recordar. Así es como esperaba irme. —Silencio un momento, mientras él reflexionaba sobre eso—. Ni siquiera podría empezar a describir cómo era —dijo. Luego añadió—: Puedo oír a esta cosa contar. ¿O es algún tipo de ilusión?

Seria Mau se acercó a él tanto como pudo.

—No puedo oír nada. Billy Anker, lamento haber hecho esto.

Con esto, él se mordió los labios y finalmente apartó la mirada de Mona la clon.

—Eh —dijo—. Olvídalo.

Se estremeció. Se formó polvo en la superficie de su cuerpo, que se agitaba lentamente. El algoritmo lo estaba reorganizando a todas las escalas. Por un momento sus ojos se llenaron de horror. No se esperaba esto.

—¡Me está comiendo! —gritó. Agitó los brazos, se agarró a la mujer muerta como si ella pudiera ayudarlo. Olvidando que era sólo un espectro, trató de agarrar también a Seria Mau. Entonces recuperó el control de sí mismo—. Cuanto más niegas las fuerzas interiores, chica, más te controlan —dijo. Su mano la atravesó como si fuera de humo. La miró sorprendido—. ¿Está sucediendo esto? —preguntó.

—Billy Anker, ¿qué puedo hacer?

—Esa nave tuya. Llévala profundo. Llévala al Canal.

—Billy, yo…

Sobre ellos, vetas de ionización violeta cruzaron la cara del gigante gaseoso. Hubo un gran rumor sibilante de aire desplazado; luego otro; luego una enorme bola de fuego esmeralda en algún lugar de la órbita, mientras la Gata Blanca empezaba a defenderse contra lo que debían ser las atenciones de la manada Krishna Moire. De repente, Seria Mau estuvo medio allí con su nave, medio aquí con Billy Anker. Las alarmas sonaban por todas partes en el continuo entre estos dos estados, y la matemática intentaba desconectar su espectro.

—¡Déjame! ¡Quiero quedarme con él! ¡Alguien debe quedarse con él!

Billy Anker sonrió y sacudió la cabeza.

—Sal de aquí, chica. Ahí arriba está Tío Zip. Sal de aquí mientras puedas.

—¡Billy Anker, los he conducido hasta ti!

Él parecía cansado. Cerró los ojos.

—Yo los he conducido hasta mí, chica. Sal de aquí. Ve profundo.

—Adiós, Billy Anker.

—Eh, chica…

Pero cuando ella se volvió para responder, él estaba muerto.

He caído, se dijo desesperada. Tanto follar y pelear. A pesar de todo lo que me prometí, he caído también.

Entonces pensó: ¡Tío Zip! El terror la disolvió, porque había subestimado a aquel gordinflón, lo inteligente que era, cuánto dominaba la galaxia. Había estado en su poder desde el momento en que empezó a hacer tratos con él.

¿Qué iba a hacer ahora?