Era tarde. La gente entraba y salía presurosa de cines y restaurantes, con la cabeza agachada ante la lluvia y el viento de la noche. Los trenes funcionaban todavía. Michael Kearney se subió la cremallera de la chaqueta. Mientras caminaba, sacó su móvil e hizo un esfuerzo por localizar a Brian Tate, primero en su casa, luego en las oficinas de Sony en Noho. No contestó nadie (aunque en Sony una grabación trató de convencerle para que se internara en el laberinto de las respuestas corporativas automáticas) y pronto renunció al teléfono. Anna lo alcanzó dos veces. La primera vez fue en Hammersmith, donde tuvo que pararse a comprar un billete.
—Puedes seguirme todo lo que quieras —le dijo Kearney—. No servirá de nada.
Ella le dirigió una mirada obstinada y acalorada, y luego se abrió paso por el torniquete y se encaminó hacia el andén donde, con la luz de un fluorescente estropeado titilando ásperamente sobre la mitad superior de su cara, le desafió:
—¿Para qué ha servido tu vida? Sinceramente, Michael: ¿para qué ha servido tu vida?
Kearney la cogió por los hombros como para sacudirla; en cambio, la miró. Empezó a decir algo feo; cambió de opinión.
—Estás haciendo el ridículo. Vete a casa.
Ella frunció los labios.
—¿Ves? No puedes responder. No tienes ninguna respuesta.
—Vete a casa. No pasará nada.
—Es lo que decías siempre, ¿no? Y mírate. Mira lo asustado y trastornado que estás.
Kearney se encogió de hombros súbitamente.
—No tengo miedo —dijo, y se puso otra vez en marcha.
La risa incrédula de Anna lo siguió andén abajo. Cuando llegó el tren ella permaneció lo más apartada posible de él en el vagón abarrotado. La perdió brevemente en la multitud nocturna de Victoria, pero ella lo alcanzó de nuevo y lo siguió tenazmente a través de una muchedumbre de risueños adolescentes japoneses. Él apretó los dientes, se bajó del tren dos paradas antes y caminó lo más rápido que pudo durante un par de kilómetros, hasta llegar a la luz y el bullicio de West Croydon y las calles suburbanas del otro lado. Cada vez que miraba hacia atrás ella se había retrasado un poco más, pero siempre terminaba por alcanzarlo, y para cuando llamó a la puerta de Brian Tate lo había vuelto a hacer. Tenía el pelo pegado a la cabeza, la cara colorada y exasperada; pero parpadeó para expulsar la lluvia de sus ojos y le dirigió una de esas sonrisas brillantes y forzadas, como diciendo: «¿ves?».
Kearney volvió a llamar a la puerta, y se quedaron allí, en medio de una tregua furiosa, con el equipaje en la mano, esperando a que sucediera algo. Kearney se sintió como un idiota.
La casa de Brian Tate estaba situada en una calle tranquila, empinada, adornada con árboles, con una iglesia en un extremo y un hogar de retiro en el otro. Tenía tres plantas, un caminito de acceso entre laureles, madera imitación Tudor sobre piedra. En las noches de verano podías ver a los zorros olisqueando entre los manzanos cubiertos de liquen en el jardín trasero. Tenía el aire de una casa que ha sido usada con cariño y bien durante toda su existencia. Aquí habían educado a niños, y los habían enviado a los tipos de escuelas adecuados para este tipo de casas, y después habían hecho carrera como inversores bursátiles y habían tenido hijos propios. Era una casa modesta y de éxito, pero había algo sombrío en ella ahora, como si la ocupación de Brian Tate la hubiera desconcertado.
Como nadie respondía a la puerta, Anna Kearney soltó su maleta y se acercó a ponerse de puntillas en el macizo de flores que había bajo a una de las ventanas.
—Hay alguien dentro —dijo—. Escucha.
Kearney prestó atención, pero no pudo escuchar nada. Rodeó la casa y escuchó desde allí, pero todas las ventanas estaban oscuras y no había nada que oír. La lluvia caía suavemente sobre el jardín.
—No está aquí.
Anna se estremeció.
—Hay alguien dentro —repitió—. Lo vi mirándonos.
Kearney llamó a la ventana.
—¿Ves? —exclamó Anna, nerviosa—. ¡Se ha movido!
Kearney sacó el móvil y marcó el número de Tate.
—Vuelve a llamar a la puerta —dijo, acercándose el teléfono a la oreja. Le atendió un anticuado contestador—. Brian, si estás ahí, cógelo. Estoy en la puerta de tu casa y tengo que hablar contigo. —La cinta continuó durante medio minuto y luego se detuvo—. Por el amor de Dios, Brian, puedo verte ahí dentro.
Kearney estaba marcando otra vez cuando Tate abrió la puerta principal y se asomó, inseguro.
—Eso no sirve de nada —dijo—. Tengo el teléfono en otra parte.
Vestía una especie de parka plateada muy acolchada, unos pantalones de faena y una camiseta. Una oleada de calor salió con él por la puerta. La capucha de la parka le oscurecía el rostro, pero Kearney pudo ver que estaba demacrado y cansado, y que necesitaba un afeitado. Paseó la mirada de Kearney a Anna.
—¿Queréis pasar? —dijo vagamente.
—Brian… —empezó a decir Kearney.
—No entres —dijo Anna de pronto. Todavía estaba en el jardincillo junto a la ventana.
—No tienes que venir conmigo —le dijo Kearney.
Ella lo miró, enfadada.
—Oh, claro que sí.
La casa rebosaba de calor y humedad. Tate los condujo a un cuartito al fondo.
—¿Podrías cerrar la puerta? —dijo—. Para mantener el calor.
Kearney miró en derredor.
—Brian, ¿qué coño estás haciendo?
Tate había convertido la habitación en una jaula de Faraday pegando alambre de cobre a las paredes y al techo. Como precaución extra había cubierto las ventanas de papel de aluminio. Nada electromagnético podía entrar desde el exterior de la habitación; nada podía salir. Nadie podía saber qué estaba haciendo, si estaba haciendo algo. Había cajas de tachuelas, rollos de alambre y cartones de papel de aluminio por todas partes. La calefacción central estaba puesta a tope. Dos calentadores individuales con bombonas de gas rugían en el centro de la habitación junto a una mesa de formica y una silla. En la mesa Tate había colocado seis servidores G4 en paralelo, un teclado, un monitor cubierto, algunos periféricos. También tenía una cafetera eléctrica, café instantáneo, tazas de plástico. Cartones de comida para llevar cubrían el suelo. La habitación apestaba. El ambiente era inconmensurablemente ominoso y obsesivo.
—Beth se marchó —explicó Tate. Se estremeció y extendió la mano hacia uno de los calentadores. Era difícil ver su cara dentro de la capucha de su parka—. Volvió a Davis. Se llevó a los niños.
—Lamento oír eso —dijo Kearney.
—Apuesto a que sí. Apuesto a que sí —dijo Tate. Alzó la voz de pronto—. Mira, ¿qué quieres? Tengo el teléfono en la otra habitación, ¿sabes? Tengo trabajo que hacer aquí.
Mientras tanto, Anna Kearney lo contemplaba todo como si no pudiera creer nada. De vez en cuando su ojos se encontraban con Tate con el calmado desdén de un neurótico hacia otro, y negaba con la cabeza.
—¿Qué es eso? —preguntó de pronto. La gata blanca había salido cautelosamente de debajo de la mesa. Miró a Michael Kearney y se apartó corriendo. Entonces se desperezó con una especie de cuidada pose y caminó de un lado a otro ronroneando, la cola al aire. Parecía estar disfrutando del calor. Anna se arrodilló y le ofreció la mano.
—Hola, chiquitina —dijo—. Hola.
La gata la ignoró, saltó hacia el hardware, y de allí al hombro de Tate. Parecía más delgada que nunca, la cabeza más parecida a la hoja de un hacha, las orejas transparentes, la piel una corona de luz.
—Estoy viviendo en esta habitación —dijo Tate.
—¿Qué ha pasado, Brian? —preguntó Kearney amablemente—. Creí que dijiste que era una ilusión.
Tate alzó las manos.
—Me equivocaba.
Tras rebuscar en la maraña de cables USB, periféricos amontonados y tazas de café viejo que cubrían la mesa, encontró un disco duro portátil de 100 Gb en una carcasa de titanio pulido. Se lo ofreció a Kearney, quien lo sopesó cauteloso.
—¿Qué es esto?
—Los resultados de la última prueba. Estuvo libre de decoherencia durante un minuto entero. Tuvimos q-bits que sobrevivieron un puñetero minuto entero antes de que se estableciera la interferencia. Eso es como un millón de años aquí. Es como si el principio de indeterminación se suspendiera. —Soltó una risa forzada—. ¿Crees que un millón de años es suficiente para nosotros? ¿Valdrá? Pero claro… no sé qué sucedió entonces. Los fractales…
Kearney sintió que esto no iba a ninguna parte. Pensó que unos resultados así probablemente estarían equivocados, y que de cualquier forma no podrían explicar lo que había visto en el laboratorio.
—¿Por qué destrozaste los monitores, Brian?
—Porque ya no era física. La física se acabó. Los fractales empezaron a… —no se le ocurrió una palabra, nada lo había preparado para lo que estaba viendo en su cabeza— manar. Entonces la gata se metió dentro tras ellos. Atravesó la pantalla y se metió en los datos. —Se echó a reír, mirando de Kearney a Anna—. No espero que me creáis.
Por debajo de todo aquello (debajo del temor inexplicable, la extrañeza, la simple culpa de vender el proyecto primero a Meadows y luego a Sony), Tate no era más que un adolescente bueno en física. No había evolucionado más allá de un corte de pelo moderno y la idea de que su talento le daba una especie de dominio sobre el mundo, siempre que los adultos le perdonasen. Ahora su esposa le había privado de eso. Peor aún, quizás, la física misma había venido a buscarlo de una manera insondable con la que no podía congraciarse. Kearney sintió lástima por él, pero tan sólo dijo, con cuidado:
—La gata está aquí, Brian. La tienes encima del hombro.
Tate miró a Kearney, luego a su propio hombro. No pareció ver a la gata blanca encaramada allí, ronroneando y jugueteando con el tejido de su chaqueta. Negó con la cabeza.
—No —dijo abyectamente—. Se ha ido.
Anna miró a Tate, luego a la gata, después otra vez a Tate.
—Me marcho —dijo—. Llamaré a un taxi, si no os importa.
—No se puede llamar desde aquí —le dijo Tate, como si estuviera hablando con una niña—. Es una jaula. —Y añadió, en un susurro—. No tenía ni idea de que Beth se sintiera tan mal.
Kearney le tocó el brazo.
—¿Para qué necesitas la jaula, Brian? ¿Qué pasó en realidad?
Tate empezó a llorar.
—No lo sé —dijo.
—¿Para qué necesitas la jaula? —insistió Kearney. Hizo que Tate lo mirara—. ¿Temes que algo pueda entrar?
Tate se frotó los ojos.
—No, tengo miedo de que salga —dijo. Se estremeció y dio un curioso giro a medias para apartarse de Kearney, alzando la mano para subirse la cremallera del cuello de su parka; esto hizo que se viera cara a cara con Anna. Se sobresaltó, como si hubiera olvidado que ella estaba allí—. Tengo frío —susurró. Palpó tras él con una mano, acercó la silla de detrás de la mesa y se sentó pesadamente. Todo el tiempo la gata blanca permaneció encaramada en su hombro, equilibrando hábilmente su peso, ronroneando. Tate miró a Kearney desde la silla y dijo—: Siempre tengo frío.
Guardó silencio durante un instante.
—En realidad no estoy aquí. Ninguno de nosotros lo está. —Las lágrimas corrieron por los oscuros huecos alrededor de su boca—. Michael, ninguno de nosotros está aquí.
Kearney dio un paso adelante rápidamente y, antes de que Tate pudiera reaccionar, echó atrás la capucha de la parka. La luz fluorescente cayó implacablemente sobre la cara de Tate, sin afeitar, exhausta, envejecida, y con los ojos enrojecidos, como si hubiera estado trabajando sin gafas o llorando toda la noche. Probablemente, pensó Kearney, había estado haciendo ambas cosas. Los ojos eran acuosos, un poco inyectados en sangre, el iris azul claro. No había nada extraño en ellos excepto las lágrimas que fluían en una corriente plateada de sus comisuras internas. Había demasiadas. Cada lágrima estaba compuesta de lágrimas exactamente similares, y esas lágrimas estaban también compuestas de lágrimas. En cada lágrima había una imagen diminuta. Por mucho que te alejaras, Kearney lo sabía, siempre estaría allí. Al principio supuso que era su propio reflejo. Cuando vio lo que era realmente cogió a Anna por el brazo y empezó a sacarla de la habitación. Ella se debatió por el camino, golpeándolo con su equipaje, mirando horrorizada lo que le estaba ocurriendo a Brian Tate.
—No —dijo razonablemente—. No. Mira. Tenemos que ayudarlo.
—¡Cristo, Anna! ¡Vamos!
La gata blanca lloraba también. Mientras Kearney miraba, volvió su cabecita fina y salvaje hacia ellos, y sus lágrimas se volcaron en la habitación como puntos de luz. Fluyeron y fluyeron hasta que la gata misma se disolvió y se desparramó desde el hombro de Brian Tate como un lento líquido resplandeciente, mientras que Tate se mecía adelante y atrás y hacía un ruidito como:
—Er, er, er.
Él también se estaba derritiendo.
Una hora más tarde estaban sentados en el lugar más iluminado que pudieron encontrar en el centro de Londres, un bar de copas en el extremo de Cambridge Circus de la calle Old Compton. No era gran cosa, pero estaba lo más lejos que pudieron conseguir de los fríos barrios residenciales interminables y aquellas casas de decentes y gruesos corredores de comercio con una habitación iluminada visible entre laureles y rododendros. El bar servía comida (sobre todo aperitivos y tapas) y Kearney había intentado que Anna comiera algo, pero ella sólo miró el menú y se estremeció, Ninguno de los dos hablaba, y tan sólo contemplaban la calle, disfrutando del calor y la música y la sensación de estar con gente. El Soho estaba todavía despierto. Parejas, sobre todo gays, corrían ante la ventana cogidos del brazo, riendo y charlando animadamente. Había algo de calor humano que sentir al sostener el vaso con ambas manos y contemplar todo eso.
Al cabo de un rato, Anna terminó su bebida y dijo:
—No quiero saber qué es lo que pasó allí.
Kearney se encogió de hombros.
—No estoy seguro de que estuviera sucediendo nada —mintió—. Creo que fue una especie de ilusión.
—¿Qué vamos a hacer?
Kearney había estado esperando que le preguntara esto. Encontró el disco duro portátil que le había dado Tate, lo sopesó un momento y luego lo depositó en la mesa entre ambos, donde permaneció brillando suavemente bajo la luz de colores, un objeto bellamente diseñado no mucho más grande que un paquete de cigarrillos. El titanio tiene su atractivo, pensó él. El metal popular de hoy.
—Coge esto —dijo—. Si no vuelvo, llévaselo a Sony. Diles que es de Tate y sabrán qué hacer.
—Pero esa cosa —dijo ella—. Esa cosa está aquí dentro.
—No creo que tenga nada que ver con los datos —dijo Kearney—. Creo que Tate se equivoca al respecto. Creo que es a mí a quien quiere esa cosa, y creo que es lo mismo que me ha querido siempre. Sólo que ha encontrado una nueva manera de hablar conmigo.
Ella negó con la cabeza y empujó el disco duro hacia él.
—No voy a dejar que te vayas de todas formas. ¿A dónde puedes ir? ¿Qué puedes hacer?
Kearney la besó y le sonrió.
—Hay algunas cosas que todavía puedo intentar —dijo—. Las he reservado hasta el final.
—Pero…
Empujó hacía atrás su silla y se levantó.
—Anna, puedo salir de esto. ¿Me ayudarás? —Ella abrió la boca para hablar, pero él le tocó los labios con los dedos—. ¿Quieres irte a casa y guardar esta cosa en lugar seguro y esperarme? ¿Por favor? Volveré por la mañana, te lo prometo.
Ella lo miró, con los ojos duros y brillantes, y luego desvió la mirada. Extendió la mano y tocó el disco duro portátil y luego lo guardó rápidamente dentro de su abrigo. Sacudió la cabeza, como si lo hubiera intentado todo y ahora lo consignara al mundo.
—Muy bien —dijo—. Si eso es lo que quieres.
Kearney sintió un enorme alivio.
Dejó el bar y cogió un taxi hasta Heathrow, donde reservó el primer vuelo disponible a Nueva York.
El aeropuerto, dada la hora, estaba tranquilo, Kearney se sentó en una fila vacía de asientos en la terminal de espera, bostezando, mirando a través del cristal las enormes aletas de los aviones que maniobraban y lanzando compulsivamente los dados del Shrander mientras esperaba que la noche se convirtiera en amanecer. Tenía la mochila en el asiento de al lado. Iba a América no porque quisiera, sino porque eso era lo que habían sugerido los dados. No tenía ni idea de lo que haría cuando llegara. Se vio a sí mismo atravesando el continente tratando de leer un mapa de carreteras en la oscuridad; o mirando por una ventana de tren como alguien salido de una historia de Richard Ford, alguien cuya vida se ha volcado hace tiempo sobre su lado malo y está siendo retenida por su propio peso. Todas sus estrategias estaban destruidas. Habían sido vaciadas hacía años por una especie de insistente pánico interno. Lo que viniera a sucederle ahora, sin embargo, era nuevo. Tenía una sensación de culminación. Iba a huir de nuevo, y probablemente sería alcanzado, y quizás averiguaría de qué había tratado su vida. Todo lo demás que le había dicho a Anna era mentira. Ella debió darse cuenta, porque justo antes de las cinco de la mañana sintió que se inclinaba hacia él por detrás y le besaba y cerraba sus manos diminutas sobre las suyas para que no pudiera volver a lanzar los dados.
—Sabría que vendrías aquí —susurró ella.