Ed Chianese continuó su formación como visionario.
A Madame Shen le gustaba trabajar en el Observatorio, preferiblemente entre las propias atracciones. Le gustaba especialmente «Brian Tate y Michael Kearney mirando un monitor en 1999». Ed, nervioso por las miradas fijas y las expresiones poco dignas de confianza de los dos antiguos científicos, se sentía más cómodo en la oficina principal, o en el bar del Motel Dunas.
Su tutora era impredecible. A veces venía como ella misma; a veces como la recepcionista con sus tetas de Dolly Parton y su acento de country de Oort; a veces como una tramoyista hermafrodita de mal carácter llamada Harryette que llevaba camisetas negras para resaltar los pezones de sus pequeños pechos, a menudo a juego con pantalones de lycra que se abultaban alarmantemente en la entrepierna. A veces no venía, y Ed podía volver a lanzar los dados sobre la manta. (Aunque ahora había empezado a perder regularmente. Te cargas tu suerte cuando empiezas a intentar ver el futuro en esta vida, le dijeron los viejos, cloqueando diligentemente mientras contaban su dinero). Viniera como viniese, Sandra Shen era baja. Llevaba faldas cortas. Fumaba los cigarrillos locales cortos de tabaco y guano de murciélago, de sección ovalada, de uso acre. Él trataba de pensar en ella como en un ser humano: nunca llegó a conocerla bien. Ya no era joven, de eso estaba seguro.
—Estoy cansada, Ed —se quejaba—. Llevo haciendo esto demasiado tiempo.
No decía qué, aunque él entendía que se refería al Circo de Pathet Lao.
Sus estados de ánimo eran tan impredecibles como su apariencia. Un día, satisfecha con sus progresos, le prometía un espectáculo propio:
—Un espectáculo en la carpa principal, Ed. Un espectáculo de verdad.
Al día siguiente negaba con la cabeza, arrojaba su cigarrillo y decía con voz de disgusto profesional:
—Un chiquillo ve el futuro mejor que tú. No puedo venderles esto.
Una tarde, en el Dunas, le dijo:
—Eres un auténtico visionario, Ed. Ésa es tu tragedia.
Llevaban trabajando tal vez una hora, y Ed, desplomado en un rincón y tan cansado que le parecía que podía atravesar el suelo, se había quitado la pecera de la cabeza para respirar. Fuera, las aves marinas graznaban y revoloteaban sobre la playa. Una áspera luz violeta caía entre las persianas entornadas y resbalaba por el cheongsam verde esmeralda de Sandra Shen, dándole el color inquietante de un depredador de la jungla. Ella se quitó una hebra de tabaco del labio inferior. Negó con la cabeza.
—Es también mi tragedia —admitió—. También la mía.
Si Ed esperaba aprender de ella algo sobre el proceso en sí, se equivocaba. Parecía tan confusa como él.
—Lo que quiero saber es dónde está mi cabeza.
—Olvida la pecera, Ed —dijo ella—. Ahí dentro no hay nada. Eso es lo que quiero que comprendas: no hay nada en absoluto.
Cuando vio que esto no le tranquilizaba, pareció perdida. Una vez dijo:
—Nunca lo olvides: con la profecía se descubre tu propio corazón en su corazón.
Y finalmente recomendó:
—Tienes que zambullirte ahí dentro. Es un entorno darwiniano completo. Tienes que ser rápido para sacar los artículos.
Ed se encogió de hombros.
—Eso no describe la experiencia —le dijo.
Ed no sabía qué le sucedía cuando tenía la cabeza metida en la pecera, pero sabía que no era algo tan retorcido ni tan agresivo. Le parecía que ella mostraba su temperamento. Como descripción revelaba más sobre ella que sobre la profecía.
—De todas formas, siempre me ha resultado difícil orientarme —le dijo—. La velocidad nunca fue un problema.
Añadió, por ningún motivo concreto:
—Mis sueños han sido malos últimamente.
—Las cosas son duras en todas partes, Ed.
—Muchas gracias.
Sandra Shen le sonrió.
—Habla con Annie —aconsejó.
Unas cuantas motas blancas parecieron brotar de sus ojos. Sin saber si esto era una amenaza o una broma, él volvió a meter la cabeza en la pecera para no tener que mirarla. Después de un instante, la oyó decir:
—Estoy cansada de vender el pasado, Ed. Quiero empezar con el futuro.
—¿Digo algo cuando estoy aquí dentro?
Cuanto más trabajaba con la pecera, peores eran los sueños de Ed.
Espacio, pero no vacío. Una especie de oscuridad rudimentaria se envolvía sobre sí misma como la onda curvada del bucle Alcubierre, pero mucho peor. El agua fría de un mar sin sal ni significado, la supersustancia de la información, el sustrato de algún algoritmo universal. Luces que temblaban y se alejaban de él como un banco de peces. Éste era el trabajo que le había dado Sandra Shen, la profecía, o el fracaso de la profecía, nada revelado, un viaje que continuaba eternamente, y luego se detenía de pronto para dejarlo contemplando las cosas desde arriba.
Trozos y pedazos de paisaje, pero sobre todo una casa. Había un paisaje húmedo, una bonita estación de ferrocarril, setos, un prado inclinado, y luego esta casa, sobria, cuadrada, hecha de piedra. Había una sensación de que estos artículos se habían ensamblado sólo un momento antes. Pero que eran (o habían sido) reales de algún modo no había duda. Siempre se acercaba a la casa desde arriba, y desde un ángulo, como si llegara en avión: una casa alta con un tejado de pizarra gris púrpura, gabletes flamencos, grandes jardines tristes donde los laureles y prados estaban siempre como en invierno. Un poco más allá crecían abedules blancos, A menudo llovía, o había bruma. Era el amanecer. Eran las últimas horas de la tarde. Después de unos instantes, Ed se encontró entrando en la casa, y en ese punto despertó sacudido por su propio grito de desesperación.
—Tranquilo —dijo Annie Glyph—. Tranquilo, Ed.
—Recuerdo cosas que no he visto —gritó Ed.
Se abrazó a ella, escuchando su corazón, que latía treinta veces por minuto o menos. Siempre estaba allí para recuperarlo, aquel enorme corazón seguro, para rescatarlo de la ola a punto de romper de su propio error. En la parte negativa, lo tranquilizaba casi instantáneamente y lo devolvía a la inconsciencia, donde una noche el sueño continuó y estuvo en el único lugar donde no quería estar. Dentro de la casa. Vio escaleras.
—¡Waraaa! —gritó, emboscando a su hermana en el pasillo. Ella dejó caer la bandeja con el almuerzo y los dos contemplaron en silencio el estropicio. Un huevo duro rodó hasta una esquina. Era demasiado tarde para hacer nada. Él miró el rostro de su hermana, lleno de una furia que no podía situar. Echó a correr, gritando.
—Después de que ella se marchara, nuestro padre pisó al gatito —le dijo a Annie a la mañana siguiente—. Se murió. No lo hizo adrede. Pero fue entonces cuando decidí que yo también me marcharía.
Ella sonrió.
—A viajar por la galaxia —dijo.
—A pilotar las naves.
—A disfrutar de todos los coñitos que pudieras encontrar.
—Eso y más —dijo Ed con una sonrisa.
Permaneció sentado durante un momento después de que Annie se fuera al trabajo, pensando:
Ése era el gatito negro que recordaba, entonces: pero había algo más. Antes de que la hermana se fuera. Le pareció ver un río, un rostro de mujer. Dedos marcando un surco en el agua. Una voz diciendo encantada, pero remota:
—¿No tenemos suerte? ¿No tenemos suerte de tener esto?
Todos estábamos juntos entonces, pensó Ed.
Ed hizo su primera representación con un esmoquin.
Después, por motivos obvios, preferiría un mono azul barato hecho de tela fácilmente lavable: pero la primera vez estaba resplandeciente. Le construyeron un escenario pequeño y estrecho, entre «Brian Tate y Michael Kearney mirando un monitor en 1999» y «Toyota Previa con escolares de Clapham, 2002», iluminado por antiguos focos de colores y algunos cuidados efectos holográficos diseñados para mantener el ambiente. En el centro del escenario Ed tenía la silla de madera donde permanecería sentado mientras usaba la pecera, y un micrófono tan antiguo como las luces.
—No estará conectado a nada —dijo Harryette—. Nos encargaremos del sonido como de costumbre.
El hermafrodita parecía nervioso. Había estado inquieto toda la tarde. Su especialidad era la dirección de escena, y siempre estaba contando cómo había ascendido desde que era un tramoyista ordinario. Fue Harryette quien insistió en el esmoquin.
—Queremos que parezcas imponente —dijo. Estaba orgulloso de sus ideas. En privado, Ed pensaba que bordeaban lo fatuo. Con su cabeza afeitada, sus tatuajes vivos y aquella maraña de pelo rojo en el sobaco, le parecía la menos atractiva de las manifestaciones de Sandra Shen. Siempre quería decir: «Mira, eres un operador sombra, podrías meterte en cualquier cosa. ¿Por qué esto?», pero no podía encontrar el momento adecuado. Además, no estaba seguro de cómo se tomaría un algoritmo ese tipo de crítica. Mientras tanto, tenía que escucharla explicar, mientras indicaba las atracciones a cada lado del diminuto escenario:
—Nos sentamos así en la cúspide para explotar sugerencias de impermanencia y cambio perpetuo.
—Lo comprendo perfectamente —decía Ed.
No comprendía por qué tenía que tener de fondo el holograma del Canal Kefahuchi, titilando detrás del escenario como si estuviera proyectado sobre un telón de seda. Pero cuando le preguntó a Harryette al respecto, ella cambió inmediatamente de tema, transformándose en Sandra Shen y aconsejándole:
—Lo que tienes que reconocer, Ed, es que te quieren muerto. Toda profecía es un aviso adelantado. El público necesita que estés muerto en su lugar.
Ed se la quedó mirando.
Por la noche, no estuvo seguro de qué quería de él el público. Entraron al espectáculo con una especie de silencio molesto, una amplia muestra de la vida de Nuevo Venuspuerto. Había corporativos de los enclaves, vestidos con cuidadosas imitaciones de las atracciones entre las sombras fuera del escenario; pardillos y cultivares de la calle Pierpoint; pequeñas prostitutas perfectas de puerto que olían a vainilla y miel; muchachas rickshaw, adictos al tanque, matones armados de ocho años y sus contables. Había un puñado de Hombres Nuevos con sus miembros de aspecto plegable y sus inadecuadas expresiones faciales. Estaban más callados de lo que era normal en un público circense, habían comprado menos comida y bebida de lo que Ed esperaba. Estaban ominosamente atentos. No parecía que lo quisieran muerto. Se sentó en la silla de madera vestido con su esmoquin ante las luces de colores y los miró. Se sentía acalorado y un poco mareado. Notaba la ropa demasiado estrecha.
—Ah —dijo.
Tosió.
—Damas y caballeros —dijo. Filas de caras blancas lo miraban—. El futuro. ¿Qué es?
No se le ocurrió nada más que añadir, así que se inclinó hacia adelante, cogió la pecera, que estaba colocada en el suelo entre sus pies, y la depositó sobre su regazo. El deber de Ed era ver. Era hablar. No tenía ni idea si la profecía era una diversión o una industria de servicios. Madame Shen no había sido clara al respecto.
—¿Por qué no meto la cara aquí dentro? —sugirió.
Anguilas plateadas brotaron de él, algo que se escapaba de su vida, y Ed las siguió como una corriente de agua más caliente en un mar frío. Esa noche no fue diferente a ninguna otra experiencia en la pecera, excepto quizás por una distancia añadida y pegajosa a todo lo que veía. Todo fue un esfuerzo esa noche. Despertó sobre el asfalto del espaciopuerto quizás una hora más tarde. Soplaba un viento nocturno y salado. Se sentía mareado y helado. Annie Glyph estaba arrodillada junto a él. Tuvo la sensación de que llevaba aquí un rato. Que estaba preparada para esperar el tiempo que hiciera falta. Tosió y se estremeció. Ella le secó la boca.
—Tranquilo —dijo.
—Jesús —dijo Ed—. Eh. ¿Cómo estuve?
—Fue un espectáculo breve. En cuanto te pusiste la pecera en la cabeza, tuviste una especie de espasmo. Eso fue lo que pareció. —Annie sonrió—. A ellos no les convenció hasta que te levantaste de la silla.
Se había levantado de la silla, le contó, para plantarse ante el público durante un minuto tal vez, y durante ese tiempo tembló y lentamente se meó encima.
—Fue un verdadero momento centella, Ed. Me sentí orgullosa de ti.
Después de eso, algunos sonidos ahogados surgieron de la sustancia con aspecto de humo de la pecera. Él gritó de pronto y empezó a intentar quitársela de la cabeza. Entonces se desmayó y cayó cuan largo era en la primera fila del público.
—No les gustó, y tuvimos algunos problemas con ellos después. Ya sabes, eran corporativos que habían pagado por asientos especiales y tú les vomitaste encima de su ropa buena. Madame Shen habló con ellos, pero parecían decepcionados. Tuvimos que sacarte por la puerta de atrás.
—No recuerdo eso.
—No fue gran cosa. Estropeaste tu esmoquin, todo manchado de tu propia orina.
—Pero ¿dije algo?
—Oh, dijiste el futuro. Eso lo hiciste bien.
—¿Qué dije?
—Hablaste de la guerra. Dijiste cosas que nadie quería oír. Bebés azules flotando en el espacio vacío entre naves destruidas. Bebés congelados en el espacio, Ed. —Se estremeció—. Nadie quiere oír ese tipo de cosas.
—No hay ninguna guerra —señaló Ed—. Todavía no.
—Pero la habrá. Ed. Eso es lo que dijiste: «¡Guerra!».
Eso no significaba nada para Ed. Después de pasar la parte con las anguilas, en vez de ver su infancia en la casa del tejado gris, se había visto salir de su primer cohete (un carguero regordete de dinaflujo llamado el Pollo Kino) y pisar el suelo parcheado de su primer planeta alienígena, con una ancha sonrisa de adolescente en la cara. Tenía el mono encima. Flipaba con ideas del viaje infinito y el espacio vacío. Siempre más. Siempre más después de eso. Se plantó en lo alto de la rampa de carga y gritó:
—¡Planeta alienígena!
Nunca lamentes nada, se prometió a sí mismo allí y entonces. Nunca vuelvas atrás. Nunca vuelvas a verlos jamás, madres, padres, hermanas que te abandonan. No hubo ninguna distancia desde esa posición hasta la muerte de Dany LeFebre que tanto daño le hizo. Todo condujo inevitablemente desde el Pollo Kino, a través de hiperinmersión, al tanque de centelleo.
Le dijo esto a Annie Glyph, mientras regresaban a su habitación.
—Tenía otro nombre entonces —dijo.
De repente le pareció que iba a volver a vomitar. Se agachó y colocó la cabeza entre las rodillas. Se aclaró la garganta. Annie le tocó el hombro. Después de un rato se sintió mejor, y pudo mirarla a la cara.
—Decepcioné a esa gente esta noche —dijo. Ella le hizo ver, como hacía siempre, aquella enorme paciencia tranquila que tenía. Se lanzó contra ella porque era lo único que tenía—. Si lo que predigo es el futuro —dijo, desesperado—, ¿por qué siempre veo el pasado?