Dos días después de dejar Línea Roja, y la Gata Blanca cambiaba de rumbo cada doce nanosegundos. El dinaespacio envolvía la nave en una figurada e incalculable oscuridad, de la cual se extendían suaves dedos de materia de baja reacción. Los operadores sombra colgaban inmóviles de las portillas susurrándose unos a otros en los antiguos lenguajes. Habían adoptado su forma habitual de mujeres que se mordían los nudillos con resquemor. Billy Anker no dejaba que se acercaran a él.
—¡Eh, no sabemos lo que quieren! —decía. Trataba de mantenerlos apartados de los habitáculos humanos, pero se colaban como humo y se quedaban en los rincones viéndolo soñar sus sueños exhaustos.
Seria Mau lo observaba también. Sabía que pronto tendría que pedirle que hablara de sí mismo, y del objeto que le había comprado a Tío Zip. Mientras tanto, se pasaba el tiempo con la matemática de la nave, tratando de comprender qué estaba sucediendo tras ellos, donde, a varias luces de su estela, la manada Krishna Moire se enredaba caóticamente alrededor de la curiosa firma híbrida de la nave nástica, para crear una única, acuosa e incierta huella en la pantalla.
—Es difícil sentirse amenazada cuando están tan lejos.
—Tal vez no quieren que nos domine el pánico —sugirió la matemática—. O —con su equivalente a un encogimiento de hombros— quizás sí.
—¿Podemos despistarlos?
—Su éxito computacional es alto, pero no tan alto como el mío. Con suerte, podré mantenerlos a raya.
—Pero ¿podemos despistarlos?
—No.
Ella no podía soportar esa idea. Era una limitación. Era como volver a ser una niña.
—¡Bueno, pues entonces haz algo! —gritó. Después de pensárselo, la matemática la puso a dormir, cosa que agradeció para variar.
Soñó de nuevo con la época en que todos eran todavía felices.
—¡Vamos de excursión! —dijo la madre—. ¿Os gustaría ir de excursión?
Seria Mau aplaudió, mientras su hermano corría por toda la habitación familiar, gritando: «¡Vámonos de excursión! ¡Vámonos de excursión!», aunque cuando llegó el momento le dio un berrinche porque no podía llevarse a su gatito negro. Cogieron el Tren Cohete hacia el norte, a Saulsignon. Fue un viaje largo en una estación perdida (ni invierno, ni primavera), lento y emocionante por turnos.
—¡Si es un Tren Cohete debería ir más rápido! —gritaba el niño, corriendo arriba y abajo por el pasillo. El cielo era de un azul intenso sobre largas líneas hipnóticas de arado. Llegaron a Saulsignon la tarde del día siguiente. Era una estación diminuta, con postes de hierro forjado y macetas de flores terrestres, iluminadas y brillantes por los pequeños chubascos que caían a través de la luz del sol. El gato del andén se lamió el pelaje como de concha de tortuga en un rincón, el Tren Cohete partió, y una nube blanca oscureció el sol. Ante la estación caminaba un hombre. Cuando se detuvo a mirar atrás, la madre se estremeció y se arrebujó en su abrigo de piel color miel, apretándose el cuello con una mano larga y blanca.
Entonces se rió y el sol volvió a salir.
—¡Vamos, vosotros dos!
¡Y allí, momentos más tarde, apareció el mar!
Aquí terminó el sueño. Seria Mau esperó atentamente a que se repitiera, o hubiera un segundo acto donde apareciera el prestidigitador, vestido con su precioso sombrero de copa y su frac. Como no sucedió nada, se sintió decepcionada. En cuanto despertó encendió todas las luces de los habitáculos humanos. Los operadores sombra, pillados inclinados solícitos sobre la cama de Billy Anker en la oscuridad, huyeron en todas direcciones.
—Billy Anker —llamó Seria Mau—. ¡Despierta!
Unos minutos más tarde Billy Anker estaba de pie, parpadeando y frotándose los ojos, delante del paquete del Dr. Haends en su caja roja.
—¿Esto? —dijo.
Parecía aturdido. Hurgó tras la caja. Cogió una de las rosas de Tío Zip y la olió. Alzó con cuidado la tapa de la caja (sonó una campana, un suave punto de luz pareció brillar desde arriba), y miró el lento e hinchado desparramarse de espuma blanca. La campana volvió a sonar.
—Dr. Haends. Dr. Haends, por favor —susurró una voz femenina.
Billy Anker se rascó la cabeza. Volvió a cerrar la tapa. La levantó otra vez. Extendió la mano para tocar con el dedo el material blanco.
—¡No hagas eso! —advirtió Seria Mau.
—Shh —dijo Billy Anker, ausente, pero se lo pensó mejor—. Miro dentro y no veo nada. ¿Y tú?
—No hay nada que ver.
—Dr. Haends al quirófano, por favor —insistió la suave voz.
Billy Anker ladeó la cabeza para escuchar, luego cerró la caja.
—Nunca he visto nada parecido antes. Naturalmente, no sabemos qué le hizo Tío Zip. —Se enderezó. Hizo chasquear los nudillos de su mano ilesa—. No tenía este aspecto cuando la encontré. Era como es siempre la tecnología-K. Pequeña. Resbaladiza pero compacta. —Se encogió de hombros—. Empaquetada en esos metales de poca monta que había entonces, hermosa como una concha. No tenía estos valores teatrales. —Sonrió de un modo que ella no entendió, mirando la distancia—. Ésa es la firma de Tío Zip, por si te interesa —dijo con voz amarga. El espectro de Seria Mau se enroscó nervioso alrededor de sus tobillos.
—¿Dónde la encontraste? —preguntó.
En vez de responder, Billy Anker se sentó en el suelo para estar más al nivel de ella. Parecía perfectamente cómodo allí, con sus dos chaquetas de cuero y su barba de tres días. Miró a los ojos del espectro durante un rato, como si intentara ver a la auténtica Seria Mau, y la sorprendió al decir:
—No podrás escapar de los CMT eternamente.
—No van a por mí —le recordó ella.
—Es igual. Acabarán por cogerte.
—Mira los millones de estrellas que nos rodean. ¿Ves algo que te guste? Es fácil perderse aquí.
—Ya estás perdida —dijo Billy Anker—. Admiro que robaras una nave-K. ¿Quién no? Pero estás perdida, y no te estás encontrando. Cualquiera puede verlo. Te estás equivocando, ¿sabes?
—¿Cómo te atreves a decir esas cosas? —gritó ella—. ¿Cómo te atreves a hacer que me sienta así de mal?
Él no pudo contestar a eso.
—¿Qué es lo que tengo que hacer, Billy Anker? ¿Varar mi nave en algún cagadero y ponerme dos chaquetas que crujen? Oh, ¿y alardear de que soy uno de esos tipos que no devuelven el dinero?
Lamentó haberlo dicho inmediatamente. Él pareció herido. Desde el principio le recordaba a alguien. No eran sus ropas, ni todo aquel jaleo de consolas antiguas y tecnología obsoleta. Era su pelo, pensó. Algo referido a su pelo. No paraba de mirarlo desde ángulos diferentes, tratando de recordar a quién le recordaba.
—Lo siento —dijo—. No te conozco lo suficientemente bien para decir eso.
—No.
—Me he equivocado —dijo ella, después de permitirle una pausa que él no llenó—. Ha estado mal por mi parte.
Tuvo que contentarse con un encogerse de hombros.
—Bien. ¿Y ahora qué? ¿Qué debo hacer? Dímelo tú, con tu inteligencia emocional de la que estás tan claramente orgulloso.
—Lleva esta nave a lo profundo —dijo él—. Llévala al Canal.
—No sé por qué hablo contigo, Billy Anker.
Él se echó a reír.
—Tenía que intentarlo —dijo—. Muy bien, respecto a cómo encontré el paquete. Primero, tienes que saber algo sobre la tecnología-K.
Ella se rió.
—Billy Anker, ¿qué puedes decirme tú sobre eso?
Él continuó de todas formas.
Doscientos años antes, la humanidad se topó con los restos de la cultura más antigua del halo. Apenas estaba representada en comparación con otras, dispersa a lo largo de cincuenta luces cúbicas y media docena de planetas con avanzadillas agrupadas tan cerca del Canal que pronto fue conocida como la cultura Kefahuchi o cultura-K. No había ninguna pista de qué aspecto tenía esta gente, aunque por su arquitectura se podía decir que eran bajitos. Las ruinas estaban vivas con código, que resultó ser una especie de interfaz mecánico inteligente.
Restos tecnológicos en funcionamiento, de sesenta y cinco millones de años de antigüedad.
Nadie sabía qué hacer con ello. El brazo investigador de los Contractos Militares Terrestres llegó. Pusieron un cordón en torno a lo que llamaron la «zona afectada» y, trabajando en colonias de refugios presurizados de usar y tirar, modificaron herramientas de varias especies de operadores sombra, que ejecutaron sobre sustratos nano y biotecnológicos. Con éstos, trataron de manipular el código directamente. Fue un desastre. Las condiciones de los refugios eran brutales. Los investigadores y sujetos experimentales por igual vivían en lo alto de las instalaciones de contención. «Contención» era otra palabra sin significado de los CMT. No había cortafuegos, ni máscaras, nada por encima de un armario clase IV. La evolución corrió a velocidades de virus. Hubo escapes, híbridos no planeados. Hombres, mujeres y niños traídos por la Línea Carling desde las macizas prisiones que orbitaban Cor Caroli ingirieron accidentalmente los sustratos, y luego gritaron toda la noche y por la mañana hablaron en lenguas[4]. Fue como tener una oleada de insectos luminosos saliendo de la máquina, corriéndote por el brazo y metiéndosete por la boca antes de que pudieras detenerlos. Hubo estallidos de conducta tan incomprensible que tenía que ser una imitación de los rituales religiosos de la cultura-K misma. Baile. Cultos de sexo y drogas. Cánticos de himnos.
Después de la Plaga Tamplin-Praine de 2293, que escapó al halo e infectó partes de la propia galaxia, los intentos por tratar directamente con el código, o la maquinara que controlaba, fueron abandonados. La gran idea posterior fue contener y conectar al operador humano a través de un sistema de buffers y compresores, cibernéticos y biológicos, que imitaban la manera en que la consciencia humana trata con su propio input sensorial de once millones de bits por segundo. El sueño de un enlace directo en tiempo real con la matemática se difuminó, y, una generación después de los descubrimientos originales, los CMT instalaron lo que consiguieron en naves híbridas, impulsores, armas y (sobre todo) sistemas de navegación que habían funcionado por última vez sesenta y cinco millones de años antes.
Los refugios presurizados fueron demolidos, y las vidas de las personas que había en ellos fueron rápidamente olvidadas.
Había nacido la tecnología-K.
—¿Y qué? —dijo Seria Mau—. Eso no es ninguna novedad. —Sabía todo esto, pero le cortaba oírlo mencionar en voz alta. Sentía algo de culpa por toda aquella gente muerta. Se echó a reír—. Nada de esto es nuevo para mí, ¿sabes?
—Lo sé —dijo Billy Anker—. Los CMT nacieron en aquellos refugios presurizados también. Antes de eso había un cártel disperso de corporaciones de seguridad, diseñadas para que las democracias neoliberales pudieran echar la culpa a subcontratas de cualquier acción policial que se escapara de las manos. Así que todos esos presidentes de aspecto decente y juvenil podían mirarte a los ojos desde la pantalla holográfica y decir con voz de santo: «Nosotros no hacemos las guerras», y luego mandar matar a «terroristas» por millares. Después de la tecnología-K, bueno, los CMT se convirtieron en las democracias: mira ese mierdecilla con el que acabamos de hablar. —Hizo una mueca—. Pero hay una buena noticia. La tecnología-K se ha agotado. Durante un tiempo, fue la fiebre del oro. Siempre había algo nuevo. Los primeros prospectores cogían cosas con las manos desnudas. Pero para cuando llegó la generación de Tío Zip, no quedaba nada. Ahora están añadiendo refinamientos a los refinamientos, pero sólo en la interfaz humana. No pueden construir un código nuevo, ni reconstruir las máquinas originales.
»¿Comprendes? No tenemos una tecnología. Tenemos artefactos alienígenas: una fuente minada hasta agotarse. —Miró a su alrededor, hizo un gesto para indicar la Gata Blanca—. Ésta puede haber sido una de las últimas. Y ni siquiera sabemos para qué servía.
—Eh, Billy Anker —dijo ella—. Yo sí sé para qué sirve.
Él miró al espectro a los ojos y Seria Mau se sintió menos segura.
—La tecnología-K se ha agotado —repitió.
—Si eso es buena cosa, ¿por qué estás tan fastidiado?
Billy Anker se levantó y caminó para estirar las piernas. Le echó otro vistazo al paquete del Dr. Haends. Entonces volvió junto a ella y se arrodilló de nuevo.
—Porque encontré un planeta entero —dijo.
En los habitáculos humanos, el silencio se extendió como un mensaje en un cable. Bajo las tenues luces fluorescentes los operadores sombra se susurraban entre ellos, volviendo los rostros hacia la pared. Billy Anker estaba sentado en el suelo, rascándose una pantorrilla. Tenía los hombros encogidos, el rostro sin afeitar surcado por arrugas tan habituales como las arrugas de sus chaquetas de cuero. Seria Mau lo observaba atentamente. Cada una de las diminutas cámaras que revoloteaban por la sala le daba una visión diferente.
—Hace diez años yo estaba obsesionado con el agujero de gusano de Sigma Fin —dijo él—. Quería saber quién lo puso allí, cómo lo hicieron. Más que eso, quería lo que hubiera al otro lado. No estaba solo. Durante un año o dos, todos los pirados con una teoría se acercaban al borde del disco de acreción, dedicándose a la «ciencia» producida a partir de algún trozo de chatarra encontrada Playa abajo. Un montón de ellos acabaron como plasma. —Se rió en voz baja—. Un millar de pilotos, entradistas, locos. Tipos sorprendentes como Liv Hula y Ed Chianese. En esa época todos pensábamos que Sigma Fin era el pórtico al Canal. Fui yo quien descubrió que no lo era.
—¿Cómo?
Billy Anker se echó a reír. Toda su cara cambió.
—Lo recorrí —dijo.
Ella se lo quedó mirando.
—Pero… —dijo. Pensó en todos los que habían muerto intentándolo—. ¿No te importó?
Él se encogió de hombros.
—Quería saberlo.
—Billy Anker…
—Oh, no es manera de viajar —dijo él—. Me destrozó. Destrozó la nave. Ese extraño retorcimiento de luz está allí como una grieta en ninguna parte. Apenas puedes verlo contra las estrellas, pero atraviésalo y es como… —Examinó su mano dañada—. ¿Quién sabe cómo es? Todo cambia. Allí pasaron cosas que no puedo describir. Fue como volver a ser niño, un mal sueño donde corres interminablemente por un pasillo en la oscuridad. Oí cosas a las que aún no puedo darles un significado, filtrándose a través del casco. ¡Pero, eh, salí de allí! ¿Sabes?
El recuerdo lo hizo mecerse adelante y atrás, emocionado. Parecía veinte años más joven que cuando ella lo despertó. Las arrugas habían desaparecido de alrededor de su boca. Sus ojos verdigrises, más difíciles de soportar que de costumbre, estaban iluminados desde dentro por su chiste, su narrativa oculta, su feroz construcción de sí mismo; al mismo tiempo le hacían parecer vulnerable y humano.
—Estuve en un lugar donde ningún entradista había estado antes. Fui el primero, por primera vez. ¿Puedes imaginar eso?
Ella no podía.
Si no puedes dejar de intentar atraer a la gente así, Billy Anker, es porque no tienes ninguna autoestima, pensó ella. Queremos un ser humano, y todo lo que te atreves a mostrar es la sota de corazones. Entonces advirtió de pronto a quién le recordaba. La coleta, si todavía hubiera sido negra; la cara fina y de piel oscura, si no hubiera estado tan cansada, tan quemada por los rayos de soles distantes: ninguna habría estado fuera de lugar en la fiesta de la sastrería de la calle Henry en el centro de Carmody, en la suave noche húmeda de Motel Splendido…
—Eres uno de los clones de Tío Zip —dijo ella.
Al principio pensó que esto le haría decir algo nuevo. Pero él solamente sonrió y se encogió de hombros.
—La personalidad no cuajó —dijo. Una expresión compleja cruzó su rostro.
—Te hizo para esto.
—Quería un sustituto. Sus días de entradista se habían terminado. Pensó que el hijo seguiría al padre. Pero yo soy mi propio hombre —dijo Billy Anker. Parpadeó—. Se lo digo a todo el mundo, pero es verdad.
—Billy…
—¿Quieres saber qué encontré?
—Claro que si —respondió ella. No le importaba ni una cosa ni otra en ese momento, tan agobiada estaba por su destino—. Claro que sí.
Él guardó silencio durante un rato. Una o dos veces empezó a hablar, pero el lenguaje pareció fallarle. Finalmente, empezó:
—Ese lugar: está tan pegado al Canal que prácticamente puedes oír su rugido y su clamor. Sales del agujero de gusano, dando vueltas y vueltas, con todos tus sistemas de control en rojo, y allí está. Luz. Luz profunda. Fuentes, cascadas, chaparrones de luz. Todos los colores que puedas imaginar y algunos que no. Formas que solían verse a través de los telescopios ópticos, en los viejos tiempos allá en la Tierra. ¿Sabes? Como nubes de gas, y nubes de estrellas, pero evolucionando en tiempo humano delante de ti. Subiendo y bajando como la marea. —Guardó silencio de nuevo, mirando en su interior como si hubiera olvidado que ella estaba allí. Al cabo de un rato, dije—: Y sabes, es pequeño, ese sitio. Una luna vieja y gastada que enviaron a través del agujero de gusano para sus propios fines. Sin atmósfera. Se puede distinguir la curvatura del horizonte. Y pelada. Sólo polvo blanco en una superficie como un suelo de cemento…
»Un suelo de cemento. Oyes el código-K resonando en él como el sonido de un coro —alzó la voz—. Oh, no me quedé. No estaba preparado. Lo vi de inmediato. Estaba demasiado asustado para quedarme. Pude sentir el código, canturreando en el tejido, pude oír la luz vertiéndose sobre mí. Pude sentir el Canal a mi espalda, como algo que me observara. No pude creer que atravesaran un agujero de gusano para llegar a un lugar tan loco. Agarré unas cuantas cosas (igual que los antiguos prospectores, las primeras cosas que vi) y salí de allí tan rápido como pude. —Indicó por encima del hombro con el pulgar el paquete de Haends—. Ésa fue una de ellas —dijo, después de un momento se estremeció—. Hice despegar la Espada Karaoke de la luna, pero pasó mucho tiempo antes de que pudiera ir a ninguna parte. Nos quedamos allí envueltos en luz. Incluso la nave sentía una especie de terror. No pude entrar de nuevo en el agujero de gusano. Un agujero de gusano es una lotería. Es una cosa a cara o cruz, incluso para un hombre como yo. Al final tomé parámetros de navegación absolutos (absolutos desde la onda gravitatoria estándar, también parámetros en los que confiaba menos, de la anisotropía de todo el universo) para averiguar dónde estaba. Luego volví dando el rodeo largo, por dinaflujo. Estaba sin blanca, así que cogí unas cuantas de las cosas que había encontrado y las vendí. Fue un error. Después de eso, supe que todo el mundo en la galaxia querría saber lo que yo sabía. Me escondí.
—Pero podrías volver a encontrar el lugar —dijo Seria Mau. Contuvo la respiración.
—Sí.
—Entonces llévame allí, Billy Anker. ¡Llévame a ese planeta!
Él se miró las manos, y después de un rato negó con la cabeza.
—Es importante que no los guiemos hasta allí. Lo comprendes. —Alzó la mano para cortar sus argumentos—. Pero ése no es el motivo. Oh, te llevaría a pesar de ellos, porque me doy cuenta de lo mucho que ese paquete significa para ti. Entre tú y yo y la Gata Blanca, podríamos despistarlos por el camino…
—Entonces, ¿por qué no me llevas? ¿Por qué?
—Porque no es un lugar para ti ni para mí.
Seria Mau apartó su espectro de él y atravesó un mamparo. Billy Anker pareció sorprendido. La siguiente vez que él escuchó su voz, fue la voz de la nave. Procedía de todas partes a su alrededor.
—Sé cómo eres, Billy Anker —dijo. Hizo un leve sonido despectivo—. Toda esa cháchara sobre abandonar la Playa, y te da demasiado miedo nadar.
Él pareció enfadado, luego obstinado.
—Ése no es lugar para los seres humanos —insistió.
—¡Yo no soy un ser humano!
Él sonrió. Su cara se iluminó suavemente y se descargó de años, y ella vio que era fiel a sí mismo después de todo.
—Oh, sí que lo eres —dijo.