Diecinueve
Campanas de libertad

Después de salir del laboratorio, Michael Kearney tuvo miedo de dejar de moverse.

Empezó a llover. Oscureció. Todo parecía rodeado por una corona preepiléptica, un destello como de neón estropeado. Un sabor metálico llenaba su boca. Al principio corrió por las calles, apestando a náusea, agarrándose a las verjas de los parques mientras pasaba.

Entonces llegó a la estación de la plaza Russell, y a partir de ahí fue cogiendo metros al azar. La hora punta de la tarde acababa de empezar. Los trabajadores de vuelta a casa se volvían para verlo agachado en el hueco de un sucio pasillo de azulejos o en el rincón de un andén, con los hombros encogidos protectoramente mientras agitaba los dados del Shrander en el hueco de sus manos; se volvían rápidamente cuando le veían la cara u olían el vómito de sus ropas. Después de dos horas en el metro su pánico disminuyó: le resultaba difícil dejar de moverse, pero al menos el ritmo de su corazón se había calmado en parte y podía empezar a pensar. Cuando volvió a pasar camino del centro, se tomó una copa en el Club Manantial, la soportó, pidió una comida que no pudo comer. Después de eso caminó un rato más, luego cogió un tren de la línea Jubilee con destino a Kilburn, donde vivía Valentine Sprake al fondo de una larga calle de feas casas victorianas de ladrillo y de dos pisos cuyos bajos repletos de basura y ventanas cubiertas por tablas atraían a una población flotante de camellos, estudiantes de arte y refugiados económicos de la antigua Yugoslavia.

En las farolas colgaban pósters políticos. Ninguno de los coches manchados y oxidados que ocupaban la acera entre las papeleras y la mierda de perro tenía menos de diez años. Kearney llamó a la puerta de Sprake una, dos veces, luego una tercera vez. Dio un paso atrás y con la lluvia cayéndole en los ojos gritó a la parte delantera del edificio:

—¿Sprake? ¿Valentine?

Su voz resonó en la calle. Después de un momento algo atrajo su atención hacia una de las ventanas del piso superior. Dobló el cuello para mirar, pero lo único que pudo ver fue un trozo de cortinilla de red gris y el reflejo de la farola en el cristal sucio.

Kearney apoyó la mano en la puerta. Ésta se abrió hacia adentro, como en respuesta. Kearney dio un paso atrás súbitamente.

—¡Jesús! —dijo—. ¡Jesús!

Durante un instante le había parecido ver una cara asomarse a la puerta. Estaba manchada de luz de la calle, más baja de lo que podía esperarse ver una cara, como si hubieran enviado a un niño pequeño a atender a la puerta.

Dentro no había cambiado nada. No había cambiado nada desde los años setenta, y nada cambiaría jamás. Las paredes estaban empapeladas de un color amarillento como suelas de pies. Bombillas de bajo voltaje con contadores te permitían veinte segundos de luz antes de inundar otra vez las escaleras de oscuridad. Olía a gas delante del cuarto de baño, a comida hervida y rancia en las habitaciones del primer piso. Y a bolitas de anís por todas partes, hasta cubrir las membranas de la nariz. Cerca de lo alto de la escalera una claraboya dejaba entrar el furioso resplandor anaranjado de la noche londinense.

Valentine Sprake estaba tendido bajo un halo de luz fluorescente, dentro de un círculo de tiza dibujado en las tablas peladas del suelo de una de las habitaciones superiores. Estaba apoyado contra un sillón, la cabeza echada hacia atrás y ladeada, como si le hubieran pegado un tiro. Estaba desnudo, y parecía haberse cubierto de algún tipo de aceite que brillaba en el escaso vello color jengibre entre sus piernas. Tenía la boca abierta y la expresión de su rostro era a la vez dolorida y descansada. Estaba muerto. Su hermana Alice estaba sentada en un sofá roto fuera del círculo, con las piernas extendidas. Kearney la recordó en su adolescencia, lenta de movimientos y difusa. Se había convertido en una mujer alta de treinta y tantos años, con pelo negro, piel muy blanca, y un leve bozo. Tenía la falda levantada y descubría unos muslos blancos y carnosos, y miraba más allá de la cabeza de Sprake un cuadro en la pared. Desde esta muestra barata de arte religioso, un Getsemaní conseguido estereoscópicamente con grises verdosos y azulados, el rostro y el cuerpo de Cristo asomaba a la habitación con un gesto de abrazo retorcido pero decidido.

—¿Alice? —dijo Kearney.

Alice Sprake hizo un ruidito como «Yoiy, yoiy, yoiy».

Kearney se cubrió la boca con la mano y se adentró un poco más en la habitación.

—Alice, ¿qué ha pasado aquí?

Ella lo miró, aturdida; luego se miró a sí misma; luego al cuadro de la pared. Empezó a masturbarse ausente, pasando los dedos por su entrepierna.

—Cristo —dijo Kearney.

Le echó otro vistazo a Sprake. Sprake tenía una cafetera eléctrica en una mano y una edición barata de Hodos Chameleontis de Yeats en la otra. Un momento antes, quizás, los había estado sujetando con los brazos extendidos en el gesto hierático de una figura del Tarot. El suelo ante él estaba cubierto de objetos que parecían haberse caído de su regazo mientras moría. Conchas, el cráneo de un pequeño mamífero: adornos de gitanos serbios que habían pertenecido a su madre. La sensación era de que algo más iba a suceder en la habitación. A pesar de la finalidad de lo que había tenido lugar, algo más podría suceder fácilmente.

—Era un buen chico —dijo Alice Sprake.

Gimió con fuerza. Los muelles rotos del sofá crujieron y guardaron silencio. Después de un instante se puso en pie y se alisó la falda. Medía metro ochenta, pensó Kearney, quizás más. Su gran tamaño tenía un efecto tranquilizador sobre él, y ella parecía consciente de eso. Olía poderosamente a sexo.

—Yo me encargaré de esto, Mikey —dijo—. Pero tienes que irte.

—Vine porque necesitaba su ayuda.

La idea no pareció producirle ninguna satisfacción.

—Es tu culpa que esté así. Desde que te conoció ha estado loco. Iba a hacer cosas maravillosas en la vida.

Kearney se la quedó mirando.

—¿Sprake? —dijo, incrédulo—. ¿Estás hablando de Sprake? —Se echó a reír—. El día que nos conocimos en aquel tren estaba como una cabra. Se hacía tatuajes con un boli Bic.

Alice Sprake se irguió.

—Era uno de los cinco magos más poderosos de Londres —dijo simplemente. Luego añadió—: Sé de qué tienes miedo. Si no te vas ya, lo enviaré a por ti.

—¡No! —dijo Kearney.

No tenía ni idea de qué podría ser ella capaz de hacer. Miró lleno de pánico al muerto, y luego salió corriendo de la habitación, bajó las escaleras y salió a la calle.

Anna estaba dormida cuando Kearney regresó al apartamento. Se había enroscado en el edredón, de modo que sólo se le veía la coronilla, y había notas nuevas por todas partes: Los problemas de los demás son cosa de ellos, había intentado recordarse; No eres responsable de los problemas de otras personas.

Kearney entró sin hacer ruido en la habitación del fondo y empezó a vaciar a oscuras los cajones de la cómoda, y a guardar ropa, libros, barajas de cartas y cosas personales en su mochila. La habitación daba al patio central del bloque, Kearney apenas llevaba unos minutos allí cuando empezó a oír voces que llegaban de una de las plantas de abajo. Parecía que un hombre y una mujer discutían, pero no pudo distinguir ninguna palabra, sólo una sensación de pérdida y amenaza. Se incorporó y corrió las cortinas. Las voces se apagaron. Cuando tuvo lo que quería, trató de correr la cremallera de la bolsa. La cremallera se quedó atascada. La observó. La bolsa y todo lo que había dentro estaban cubiertas de una suave capa uniforme de polvo. Esta imagen le provocó una sensación tan grande de que su vida se escapaba que se sintió de nuevo lleno de terror. Anna se despertó en la otra habitación.

—¿Michael? ¿Eres tú? Eres tú, ¿verdad?

—Sigue durmiendo —le aconsejó Kearney—. He venido a por algunas cosas.

Hubo una pausa mientras ella lo asimilaba. Entonces dijo:

—Prepararé una taza de té. Estaba a punto de hacerlo pero me quedé dormida. Estaba tan agotada que me quedé dormida.

—No tienes por qué hacerlo —dijo él.

Kearney oyó crujir la cama cuando se levantó. Ella se acercó y se asomó a la puerta, con su largo camisón de algodón, bostezando y frotándose la cara.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó. Debió de oler el vómito en su chaqueta, porque añadió—: ¿Has vomitado?

Encendió la luz de repente. Kearney hizo un fútil gesto con la bolsa en la mano. Los dos se miraron, parpadeando.

—Vas a marcharte.

—Anna, es para bien.

—¡Cómo puedes decir eso, joder! —gritó ella—. ¿Cómo puedes decir que es para bien?

Kearney empezó a hablar, luego se encogió de hombros.

—¡Creí que ibas a quedarte! Ayer dijiste que estaba bien, dijiste que estaba bien.

—Estábamos follando, Anna. Dije que eso estaba bien.

—Lo sé. Lo sé. Estaba bien.

—Dije que estábamos echando un buen polvo, eso es todo. Es todo lo que dije.

Ella resbaló por la puerta y se sentó en el suelo con las rodillas encogidas.

—Me hiciste creer que ibas a quedarte.

—Fuiste tú misma —trató de persuadirla Kearney.

Ella lo miró, enfadada.

—Tú también lo querías —insistió—. Prácticamente me lo dijiste. —Sorbió por la nariz, se secó los ojos con el dorso de la mano—. Oh, bueno. Los hombres son siempre tan estúpidos y asustadizos. —Se estremeció de pronto—. ¿Hace frío aquí dentro? Estoy despierta ya, de todas formas. Al menos tómate un té. No tardaré ni un minuto.

Tardó más tiempo. Anna se entretuvo. Se preguntó si había leche suficiente. Empezó a fregar, luego lo abandonó. Dejó que Kearney se terminase el té solo mientras iba al cuarto de baño y abría los grifos. Después de eso la oyó haciendo otras cosas en el apartamento. Abría y cerraba cajones.

—Vi a Tim el otro día —dijo. Esto era tan transparente que Kearney no se molestó en responder—. Se acordaba de ti.

Kearney se quedó en la cocina, mirando las cosas en los estantes y bebiendo el suave té Earl Grey que ella había preparado. No soltó la mochila, sintiendo que si lo hacía eso debilitaría su posición. De vez en cuando una oleada de ansiedad lo barría, empezando en algún lugar del bulbo raquídeo, como si una parte muy antigua de él pudiera detectar al Shrander mucho antes de que el propio Kearney pudiera verlo u oírlo.

—Tengo que irme —dijo—. ¿Anna?

Vació la taza en el fregadero. Cuando llegó a la puerta ella ya estaba allí, situada para que no pudiera abrirla. Se había vestido para salir, con un jersey de lana gruesa y una falda de Versace de imitación, y había una gran bolsa a sus pies. Ella lo vio mirándola.

—Si tú puedes ir, yo puedo ir también —dijo. Kearney se encogió de hombros y extendió la mano hacia el pomo de la puerta—. ¿Por qué no confías en mí? —preguntó, como si ya estuviera establecido que él no lo hacía.

—No es nada de eso.

—Sí que lo es. Intento ayudarte… —Él hizo un gesto impaciente—… pero tú no me dejas.

—Anna —dijo él rápidamente—, yo te ayudo a ti. Eres una borracha. Eres anoréxica. Estás enferma casi todos los días, y en un día bueno apenas puedes caminar por la acera. Siempre tienes pánico. Apenas vives en el mundo que conocemos.

—Hijo de puta.

—Así que, ¿cómo puedes ayudarme?

—No voy a dejar que te vayas sin mí. No voy a dejarte abrir esta puerta.

Se debatió contra él.

—Jesús, Anna.

Abrió la puerta y pasó. Ella lo alcanzó en la escalera y se agarró al cuello de su chaqueta y no quiso soltarlo ni siquiera cuando empezó a arrastrarla hacia abajo.

—Te odio —dijo ella.

Él se detuvo y la miró. Los dos estaban jadeando.

—¿Por qué haces esto, entonces?

Ella lo golpeó en la cara.

—¡Porque no tienes ni idea! —gritó—. Porque nadie más te va a ayudar. Porque tú eres el inútil, el dañado. ¿Tan estúpido eres que no puedes verlo? ¿Tan estúpido?

Ella lo soltó y se sentó de pronto. Lo miró, luego desvió la mirada. Las lágrimas le corrían por la cara. La falda se le había abierto mientras caía, y él se encontró mirando sus muslos largos y delgados como si nunca los hubiera visto antes. Cuando ella se dio cuenta, se secó las lágrimas y se subió aún más la falda.

—Cristo —susurró Kearney. Le dio la vuelta y la colocó contra los fríos escalones de piedra, mientras ella se apretaba fuerte contra su mano, sollozando y gimiendo.

Cuando, diez minutos más tarde, él se separó y se dirigió hacia la estación de metro, ella simplemente le siguió.

La había conocido en Cambridge, unos dos años antes de robar los dados. Buscaba a alguien a quien asesinar, pero Anna se lo llevó a su habitación. Allí Kearney se sentó en la cama mientras ella abría una botella de vino, le mostraba fotos de su más reciente encontronazo con la anorexia, caminaba nerviosamente con una rebeca larga y nada más.

—Me gustas, pero no quiero sexo —le dijo ella—. ¿Te parece bien?

A Kearney, quien (constreñido por las fantasías de Retama y agotado por las evasiones que normalmente tenía que practicar en estas ocasiones) a menudo se encontraba diciendo lo mismo, le pareció bien. Cada vez que la rebeca se abrió después, le dirigió una vaga sonrisa y desvió amablemente la mirada. Esto sólo pareció ponerla más nerviosa.

—¿Quieres dormir a mi lado? —le preguntó cuando ya era la hora de irse—. Me gustas de verdad, pero no estoy preparada para el sexo.

Kearney pasó una hora acostado junto a ella, y luego, quizás a eso de las tres de la mañana, se levantó de la cama y se masturbó violentamente en el cuarto de baño.

—¿Te encuentras bien? —preguntó ella con voz apagada y adormilada—. Me gustas mucho —le dijo cuando él volvió—. Abrázame.

Él se la quedó mirando en la oscuridad.

—¿No estabas dormida?

—Por favor.

Ella se apretujó contra él. En cuanto la tocó, gimió y se dio la vuelta, alzando la espalda al aire y enterrando la cara en la almohada mientras él la manipulaba con una mano y a sí mismo con la otra. Al principio ella trató de imitarlo, pero él no la dejó que lo acariciara. La mantuvo al borde del orgasmo, respirando en grandes sollozos entrecortados, gimiendo contra la almohada entre cada jadeo. La observó hasta que observarla se la puso tan dura de nuevo que le dolió la polla. Finalmente la hizo correrse con dos o tres rápidas caricias circulares y se corrió él mismo en la base de su espalda. Retama nunca había estado tan cerca. Nunca se había sentido tan al control. Conseguir esto, suponía, era la manera en que ella se sentía al control. Con la cara todavía en la almohada, ella dijo:

—No pretendía hacerlo hasta el mismo momento en que lo hice.

—¿No?

—Me has dejado toda pegajosa.

—Quédate aquí, quédate aquí —le ordenó él—. No te muevas. —Y cogió papel para secarla.

Fue a todas partes con ella después de eso. Le atraían su ropa inteligentemente elegida, sus súbitos estallidos de risa, su narcisismo inconexo. A los diecinueve años, su fragilidad ya era obvia. Ella tenía una complicada relación con su padre (un académico de alguna especie en el norte) que quería que asistiera a una universidad más cercana a casa.

—Más o menos me desheredó —dijo ella, mirando a Kearney con expresión de sorpresa y comprensión, como si acabara de suceder—. ¿Puedes comprender por qué nadie haría eso?

Había intentado suicidarse dos veces. Sus amigos, siendo como son los estudiantes, estaban casi orgullosos de esto; cuidaban de ella. Kearney, insinuaron ferozmente, tenía responsabilidades también. Anna parecía tan solo cohibida: pero la olvidabas un minuto, y empezaba a deprimirse.

—Creo que no estoy comiendo mucho —decía, indefensa, al teléfono. Tenía el aire de alguien cuyos niveles más simples de personalidad tienen que estar sostenidos, de la mano, día a día.

Kearney se sentía atraído hacia ella por todo esto (por no mencionar una especie de profunda simpatía que detectaba en ella, la presencia a algún nivel bajo todos aquellos gestos de pánico y derrota de una mujer decidida a tener la vida que le permitieran sus demonios). Pero era su forma de practicar el sexo lo que le mantenía allí. Aunque Kearney no era precisamente un voyeur, Anna no era del todo una exhibicionista. Ninguno de ellos sabía lo que eran. Eran un misterio mutuo.

Con el tiempo eso los enfurecería, pero aquellos primeros encuentros fueron como agua en el desierto. Se casaron por lo civil dos días después de que él se doctorara; él se compró para la ocasión un traje de Paul Smith. Estuvieron juntos diez años después de eso. Nunca tuvieron hijos, aunque ella decía que quería tenerlos. Él soportó dos terapias, tres arrebatos más de anorexia, un último y casi nostálgico intento de suicidio. Ella lo vio buscar fondos de universidad en universidad, hacer lo que llamaba «MacCiencia» para empresas, seguir la pista de la nueva disciplina de la complejidad y las propiedades emergentes, mientras permanecía por delante del juego, el Shrander, los cadáveres. Si ella sospechó algo, no lo dijo nunca. Si se preguntaba por qué se mudaban con tanta frecuencia, nunca lo dijo. Al final él se lo contó todo una noche, sentado al borde de su cama en el hospital de Chelsea y Westminster, mientras le miraba las muñecas vendadas y se preguntaba cómo habían llegado a esto.

Ella se echó a reír y le cogió las manos.

—Ahora no tenemos más remedio que seguir juntos —dijo, y menos de un año más tarde estaban divorciados.