Dieciocho
El circo de Pathet Lao

Algunas horas después de matar a Evie Cray, Ed Chianese se encontró en los vertederos tras el cubil de los Hombres Nuevos.

Estaba oscuro como boca de lobo allí fuera, apenas iluminado en ángulos extraños por destellos de luz blanca de los muelles. De vez en cuando, una nave-K dejaba su rastro en una línea vertical de producto de fusión, y durante tal vez dos o tres segundos Ed podía ver montículos, pozos, charcos, montones de objetos de ingeniería rotos. Todo el lugar olía a metal y a productos químicos. El vapor emanaba de los patios como una bruma a ras de tierra. Ed vomitaba de nuevo, y las voces de los tanques habían vuelto a su cabeza. Tiró las armas en la primera charca que encontró. Una vida como la suya, y al final había matado a alguien. Recordó haber alardeado ante Tig Vesicle:

—Cuando has hecho todas las cosas que merecen la pena, empiezas con las cosas que no.

Un poco de humo brotaba de la charca, como si hubiera en ella algo más que agua. Poco después de deshacerse de las armas, se encontró con un rickshaw abandonado. Se alzó ante él de pronto (fuera de contexto, una rueda en un agujero inundado), ladeado en ángulo extraño contra el cielo. Al detectar su aproximación, los anuncios resbalaron por los lados de su capota, uniéndose como luces suaves en el aire sobre él. Empezó a sonar música. Una voz resonó en el vertedero:

—Planta de Karma Nativo y Observatorio de Sandra Shen, Incorporando el Circo de Pathet Lao.

—No gracias —dijo Ed—. Iré andando.

A la luz de la siguiente llamarada de las pistas de los cohetes, descubrió a la chica rickshaw. Estaba de rodillas, inclinada entre las varas, respirando con una especie de silbido ronco, dejando salir el aire en forma de gruñido. De vez en cuando todo su cuerpo se tensaba como un puño y empezaba a temblar. Luego parecía relajarse de nuevo. Una o dos veces se rió para sí, y dijo: «Eh, tío». Estaba ocupada con su muerte como había estado ocupada con su vida, excluyendo todo lo demás. Ed se arrodilló junto a ella. Fue como arrodillarse junto a un caballo desfondado.

—Aguanta —dijo—. No te mueras. Puedes lograrlo.

Hubo una risa dolorosa.

—Qué carajo sabrás tú —contestó la muchacha con voz pastosa.

Ed pudo sentir el calor que brotaba de ella. Tuvo la sensación de que se escaparía así, a toda mecha, y luego cesaría y nunca seria sustituido. Intentó rodearla con los brazos para sujetarla. Pero ella era demasiado grande, así que le cogió una mano.

—¿Cómo te llamas?

—¿Y a ti qué te importa?

—Si me dices tu nombre, no puedes morir —explicó Ed—. Es como si de algún modo hiciéramos contacto, ¿sabes? Así me debes algo, y todo eso —pensó—. Necesito que no mueras.

—Mierda. Otra gente se puede morir en paz. A mí me toca un centella.

A Ed le sorprendió que se diera cuenta de eso.

—¿Cómo lo sabes? —dijo—. No puedes saberlo.

Ella tomó aire entrecortadamente.

—Mírate —aconsejó—. Estás tan muerto como yo, sólo que por dentro. —Entornó los ojos—. Estás todo manchado de sangre, tío. Todo manchado. Al menos yo no tengo sangre encima. —Esto pareció animarla un poco. Asintió para sí, se echó hacia atrás—. Soy Annie Glyph —dijo—. O era.

—¡Visita hoy! —tronó de pronto el chip publicitario del rickshaw—. Planta de Karma Nativo y Observatorio de Sandra Shen, Incorporando el Circo de Pathet Lao. También: el futuro descrito. Profecía. Adivinación. Aeromancia.

—Trabajé en esta ciudad cinco años, a base de café électrique y puras agallas —dijo Annie Glyph—. Son dos años más que la mayoría.

—¿Qué es la aeromancia? —le preguntó Ed.

—No tengo ni idea.

Ed contempló el rickshaw. Ruedas baratas con radios y plástico naranja, totalmente propio de la calle Pierpoint. Las chicas rickshaw corrían dieciocho horas al día por dinero para speed, y dinero para opio para quitarse la aceleración del speed; luego reventaban. Café électrique y agallas: ése era su lema. Todo lo que tenían al final era el mito de sí mismas. Eran indestructibles: eso las destruía. Ed negó con la cabeza.

—¿Cómo puedes vivir con eso?

Pero Annie Glyph ya no vivía con eso. Sus ojos estaban vacíos, y se había derrumbado sobre un lado, volcando el rickshaw consigo. Ed no podía creer que algo tan vivo como ella pudiera morir. Su enorme cuerpo todavía tenía la pátina de sudor. Su cara huesuda, empequeñecida por los músculos de su cuello y hombros, masculinizada por el parche de testosterona insertado que el sastre había especificado como parte del equipo de conversión barato, tenía una especie de belleza marcada. Ed lo estudió un momento o dos y luego se inclinó hacía adelante para cerrarle los ojos.

—Eh, Annie —dijo—. Duerme por fin.

Con esto, algo extraño sucedió. Los pómulos de ella ondularon y se agitaron. Ed lo achacó a la cambiante iluminación de los anuncios del rickshaw pero entonces toda su cabeza se difuminó, y pareció romperse en luces.

—¡Mierda! —dijo Ed. Se puso en pie de un salto y cayó hacía atrás.

Duró un minuto, tal vez dos. Las luces parecieron congregarse en la región de suave brillo donde los anuncios del rickshaw estallaban en el aire. Entonces luces y anuncios se desparramaron sobre el rostro de ella, que los recibió como una esponja seca empapada en lágrimas. Su pierna izquierda se contrajo, luego se agitó galvánicamente.

—Qué carajo —dijo. Se aclaró la garganta y escupió. Arrastrándose por el lodo a cuatro patas, se levantó y enderezó consigo el rickshaw. Se sacudió y miró a Ed. De su espalda brotaba vapor que se fundía en la fría noche.

—Nunca me había pasado nada así —se quejó.

—Estabas muerta —susurró Ed.

Ella se encogió de hombros.

—Demasiado speed. Puedo arreglarlo con más speed. ¿Quieres ir a alguna parte?

Ed se levantó y retrocedió.

—No, gracias.

—Eh, sube, tío. Es gratis. Te llevo. —Miró las estrellas, y luego contempló lentamente el vertedero, como si no estuviera segura de cómo había llegado allí—. Te lo debo, aunque no puedo recordar por qué.

Fue el viaje más extraño que Ed había hecho en su vida.

Las dos y media de la madrugada: las calles estaban desiertas, silenciosas a excepción del suave golpear de los pies de Annie Glyph. Las varas se movían arriba y abajo mientras corría, pero la cabina tenía un chip para amortiguar el efecto. Para Ed era como deslizarse y estar inmóvil a la vez. Todo lo que podía ver de la muchacha rickshaw eran sus enormes muslos y glúteos, pintados de lycra azul eléctrico. Su paso era un arrastre para ahorrar energía. Estaba diseñada para correr eternamente. De vez en cuando sacudía la cabeza, y un aerosol de sudor se rociaba sobre la suave corona de luz de anuncios de la cabina. Su calor lo rodeaba, de modo que Ed estaba aislado contra la noche. Se sentía aislado de todo lo demás también, como si ser pasajero de Annie le permitiera retirarse del mundo y descansar de sus misterios.

Cuando se lo contó, ella se echó a reír.

—¡Centellas! —dijo—. Lo único que hacéis es descansar.

—Una vez tuve una vida.

—Es lo que dicen todos. Eh. ¿No sabes que no se habla con la chica rickshaw? Tiene trabajo que hacer, aunque tú no.

La noche pasó corriendo, el distrito de ropas se convirtió en la plaza Union y luego en East Garden. Por todas partes había anuncios de los CMT. «¡Guerra!», anunciaban los tablones holográficos: «¿Estás preparado?». Annie giró levemente hacia el centro de Pierpoint, que estaba tan desierta como si la guerra hubiera empezado ya. Los salones de tanques y las carnicerías estaban todos cerrados. Aquí y allá algún perdedor bebía whisky Roses en un bar vacío mientras un cultivar con delantal limpiaba la barra con un trapo sucio y se preguntaba cuál era la diferencia entre la vida y su semblanza. Estarían así hasta el amanecer y luego se marcharían a casa, todavía con la duda.

—¿Y qué hacías, en esa otra vida que tenías? —preguntó Annie de pronto—. ¿Esa vida «no siempre fui un centella» tuya?

Ed se encogió de hombros.

—Algo que hacía… —empezó a decir—. Pilotaba sumernaves.

—Eso lo dicen todos.

—Eh, no tenemos que hablar.

Annie se rió para sí. Viró a la izquierda para salir de Pierpoint y entrar en Impreza, y luego de nuevo en la esquina de Impreza y Skyline. Allí, tuvo que esforzarse en una pendiente de un kilómetro, pero su respiración apenas se alteró. Las pendientes, implicaba su lenguaje corporal, eran lo mínimo que la vida oponía a una muchacha rickshaw. Un rato después, Ed dijo:

—Algo que recuerdo es que tenía un gato. Cuando era un chaval.

—¿Sí? ¿De qué color era?

—Negro. Era un gato negro.

Podía recordar una clara imagen mental del gato, jugueteando con una pluma de colores en el salón. Durante veinte minutos ponía todo su corazón en lo que le ofrecieras (un papel, una pluma, un corcho pintado), y luego perdía interés y se quedaba dormido. Era negro y delgado, con movimientos nerviosos y fluidos, una carita puntiaguda y ojos amarillos. Siempre tenía hambre. Ed podía recordar una clara imagen mental del gato, pero no de la casa familiar. En cambio, tenía un montón de recuerdos del tanque, que sabía que no eran reales a causa de su brillante acabado, de la perfección de su estructura.

—Tal vez hubiera una gata también —dijo—. Su hermana.

Pero al reflexionar sobre el tema supo que no era verdad.

—Hemos llegado —dijo Annie de pronto.

El rickshaw se detuvo con un sobresalto. Ed, lanzado de vuelta al mundo, miró despistado a su alrededor. Verjas y cancelas, goteando de condensación, se agitaban con el viento venido de la costa. Tras eso, una helada tira de hormigón se extendía hasta las marismas y las dunas, donde podía verse una costra de hoteles baratos y bares castigados por el mar.

—¿Dónde estamos? Mierda.

—Si el cliente no pide un destino, lo traigo aquí —explicó Annie Glyph—. ¿No te gusta? Voy a porcentaje con el circo. ¿Ves? Allí. —Llamó su atención hacia un distante grupito de luces, y entonces, como él no se dejó impresionar, le dirigió una mirada ansiosa—. No es tan malo —dijo—. Tienen hoteles y esas cosas. Es el espaciopuerto no corporativo.

Ed miró más allá de la verja.

—Mierda —repitió.

—Me llevo un porcentaje por traer clientes —dijo Annie—. Puedo llevarte si quieres. —Se encogió de hombros—. O podría llevarte a otra parte. Pero tienes que pagar por eso.

—Iré andando. No tengo dinero.

—¿No tienes dinero?

Él se encogió de hombros.

—No tengo nada de nada.

Ella lo miró con una expresión que Ed no pudo interpretar.

—Me estaba muriendo en aquel sitio —dijo—. Pero tú te tomaste tu tiempo en ocuparte de mí. Así que te llevaré de vuelta a la ciudad.

—El hecho es que no tengo ningún sitio al que ir tampoco —admitió Ed—. No tengo dinero. Ningún sitio donde estar. Ningún motivo para estar allí. —Pudo ver que ella intentaba digerir eso. Sus labios se movían un poco mientras lo miraba. Comprendió de pronto que tenía buen corazón, y eso le hizo sentirse ansioso por ella. Le hizo sentirse deprimido—. Eh. ¿Qué pasa? No me debes nada, me ha gustado el paseo. —Miró su inmenso cuerpo de arriba a abajo—. Tu acción es buena.

Ella lo miró aturdida; luego se miró a sí misma, y luego miró el circo junto a la playa, más allá de la verja metálica y la cancela que se agitaba al viento.

—Tengo una habitación allí —dijo—. ¿Ves esas luces? Traigo clientes, y me dejan una habitación. Es el trato que tengo con ellos. ¿Quieres quedarte allí?

La verja se sacudió, el aire se hizo un poco más frío. Ed pensó en Tig y Neena, en lo que les sucedió.

—Vale.

—Por la mañana podrías pedir trabajo.

—Siempre quise trabajar en un circo.

Al abrir la puerta, ella lo miró de perfil.

—Les pasa a todos los niños —dijo.

La habitación apenas era más grande que ella, con paredes de fibratabla barata que crujían y dejaban entrar el viento marino. Las paredes eran de un blanco gastado, con un par de estantes sueltos. Había un cuartito de baño y una ducha en un cubículo de plástico transparente en un rincón; un horno de inducción y un par de sartenes y ollas en otro. Ella tenía un futón enrollado contra la pared. Era un espacio ominoso y transitorio, y olía a arroz frito y sudor. Sudor de café électrique. Sudor de muchacha rickshaw. Pero ella tenía algunas cosas propias en los estantes, que era más de lo que la mayoría podía decir. Tenía dos trajes de lycra, tres libros viejos y algunas flores de papel.

—Es bonito —dijo Ed.

—¿Por qué mientes? Es una mierda. —Señaló el futón—. Podría preparar algo para comer. ¿O prefieres acostarte?

Ed debió parecer reacio.

—Eh —dijo ella—. Soy amable. Nunca he herido a nadie todavía.

Tenía razón. Lo abrazó con cuidado. Su piel olivácea, con su leve borra de Pelo, tenía un olor extraño y fuerte, como a clavo y hielo. Lo acarició con suavidad, protegiéndolo de sus convulsiones rebuscando en su interior, y amablemente lo animó a frotarse contra ella tan duro como quisiera. Cuando él se despertó por la noche, encontró que se había enroscado a su alrededor con torpe consideración, como si no estuviera acostumbrada a tener a alguien aquí. La marea estaba alta. Ed permaneció tendido escuchando cómo el mar hacía rodar las piedras en la corriente. El viento siseaba. Pronto amaneció. Sintió que el circo empezaba a despertar a su alrededor, aunque no sabía todavía lo que eso podría significar para él. La suave respiración de Annie Glyph, el subir y bajar de su enorme caja torácica, pronto lo hizo quedarse dormido otra vez.

En una época como ésa, ¿quién necesitaba un circo? El halo era un circo en sí mismo. El circo estaba en las calles. Estaba dentro de las cabezas de la gente. ¿Comer fuego? Todo el mundo comía fuego. Todo el mundo tenía genes raros y una historia que contar. Los tatuajes sentientes hacían de todos el Hombre Ilustrado. Todo el mundo volaba alto, colgado de algún trapecio propio. Era la huida a lo grotesco. El cultivar con colmillos de la avenida Eléctrica, el centella enroscado fetalmente en el tanque: lo supieran o no, habían preguntado y respondido todas las preguntas que el universo podía soportar por ahora. Eran su propio público, también.

Lo único que uno no podía ser era alienígena, así que Sandra Shen mantenía a unos cuantos de ésos. Y la profecía era aún popular, porque nadie podía hacerla todavía. Pero ante la grotesca uniformidad, el Circo de Pathet Lao se había visto obligado a buscar en otra parte las emociones baratas que estaban el corazón de la actuación, y (a través de una serie de asombrosos actos de imaginación diseñados y a veces llevados a cabo por la propia Sandra Shen) presentar lo normal perdido.

Como resultado, la era de Ed Chianese podía definirse a sí misma como el opuesto cultural de «Desayunar, 1950». Podía extasiarse ante «Comprar un sujetador de aros en Dorothy Perkins, 1972», o «Lecturas de novelas, principios de los ochenta», y pasar al perverso «Un nuevo bebé» y «Toyota Previa con escolares de West London», ambos de 2002. Lo más extraordinario de todo (encaramado como estaba en la cúspide histórica) era el sorprendente «Brian Tate y Michael Kearney mirando un monitor, 1999». Estos cuadros preciosos, presentados tras cristal bajo potentes luces por los clones de hombres gordos a punto de tener ataques al corazón en un andén del metro de Zurich y mujeres anoréxicas vestidas con ropas de deporte provocativas de Los Ángeles en 1982, traían a la vida toda la extraña comodidad de la Vieja Tierra. Esas desesperadas fantasías eran las verdaderas atracciones. Como hadas madrinas de cuento de hadas habían bendecido el Circo en su principio, financiado sus primeros viajes a través del halo, y ahora apoyaban sus años de declive en la zona crepuscular de Nuevo Venuspuerto.

El éxito es a menudo su propia caída. La gente ya no venía a ver nada. Venía a conseguir sus propias ideas. No se contentaban con ser espectadores del pasado perdido; querían ser ese pasado. Los estilos de vida retro surgidos de los enclaves corporativos tenían menos precisión histórica que un espectáculo de Shen, pero resultaban más suaves, más comerciales. El aspecto era siempre «viernes informal». Era el teléfono Ericsson y un jersey de lana italiano llevado sobre los hombros con las mangas anudadas y sueltas por delante. Mientras tanto, en el aspecto radical, un sastre genético y ex entradista de Motel Splendido se hacia famoso por haberse convertido en la réplica exacta de una estrella de music hall victoriana, usando ADN real.

Ante ese tipo de competencia, Madame Shen estaba pensando en cambiar de negocio. Pero había otros motivos también.

Si vas demasiado profundo, es de esperar que te quemes. No hay más remedio. Ed soñó con una sumernave que se hundía a cámara lenta en la fotosfera de una estrella tipo G. La sumernave era Ed. Luego soñó que estaba de vuelta en el tanque de centelleo pero el mundo del tanque se había roto y podía oír las voces desde todos los armarios, desde todos los rincones, desde todas las enaguas de todas las niñas hermosas. Luego despertó con un sobresalto y era de día ya, y podía oír el mar a un lado de las dunas y el circo al otro. Encontró dos samosas vegetales envueltas en un trozo de papel antigraso, y algo de dinero, junto con una nota que decía: Ve a ver a la recepcionista para el trabajo. La letra de Annie Glyph era tan culta y cuidadosa como su forma de hacer el amor. Ed se comió las samosas, contemplando cómodamente la habitacioncita iluminada por la luz marina e inundada por el aire del mar. Luego hizo una pelota con el papel, se dio una ducha para limpiarse la sangre, y salió.

La Planta de Karma Nativo y Observatorio de Sandra Shen, Incorporando el Circo de Pathet Lao, ocupaba una zona de hormigón de dos acres en la linde del espaciopuerto no corporativo.

El Observatorio, albergado en una serie de extraños tanques de presión y receptáculos magnéticos, ocupaba menos de una cuarta parte de todo esto, mientras que el Circo en sí mismo quedaba contenido en un único edificio cuyas curvas y volutas habían sido diseñadas para que recordaran una carpa de feria. El resto del compuesto eran habitáculos. Todo exactamente como era de esperar: matojos, vías muertas de aleación cubiertas de sal, pintura descascarillada, viejos hologramas de carnaval sin memoria de sí mismos como humanos y que, ajados pero enérgicos, cobraban vida a tu paso, persiguiéndote, intimidándote, engatusándote. Todos los que trabajaban aquí serían igual: vivaces pero inconexos. Ed se sentía así. Tuvo que cruzar toda la instalación para encontrar la oficina principal, que estaba en otro edificio de madera, gris blancuzca bajo un cartel de neón estropeado.

La recepcionista llevaba una peluca rubia.

Tenía mucho pelo, de color platino, acumulado en lo alto, de ése que venden barato. Delante tenía un terminal holográfico de un tipo que Ed desconocía. Parecía una anticuada pecera, donde le pareció distinguir una corriente de burbujas, una falsa concha abierta sobre una sirena en miniatura. La recepcionista era igual que una sirena también. Más vieja de lo que parecía, permanecía sentada tranquilamente bajo aquel montón de cabello, una mujer pequeña con un sentido del humor muy personal y un acento que él no podía situar.

Cuando Ed explicó su propósito todo el asunto adquirió un curioso aire formal. Le preguntó sus detalles, que inventó a excepción de su nombre. Le preguntó qué sabía hacer. Eso fue más fácil.

—Pilotar cualquier tipo de nave —alardeó él.

La recepcionista fingió mirar por la ventana.

—No necesitamos a ningún piloto de momento —dijo—. Como puede ver, estamos en tierra.

—Saltasoles, cargueros profundos, astronaves, sumernaves. He estado allí —continuó Ed—, y lo he pilotado todo. —Le sorprendió lo cerca de la verdad que estaba todo eso—. Desde motores de fusión a impulsores de dinaflujo. Algunas cosas que ni siquiera supe qué eran, controles terrestres atornillados a equipo alienígena.

—Lo comprendo —dijo la recepcionista—. Pero ¿hay algo más que sepa hacer?

Ed pensó.

—Fui navegante en naves Alcubierre —dijo—. ¿Las conoce? ¿Esas grandotas que retuercen la realidad ante ellas sobre la marcha? Es como una arruga en la tela. —Sacudió la cabeza, tratando de visualizar el bucle Alcubierre—. O tal vez no sea así. De cualquier forma, el espacio se retuerce, la materia se retuerce, el tiempo salta por la ventana con todo lo demás. Dentro de la nave apenas se puede sobrevivir. Los navegantes surfean esa parte de la ola. Salen en vainas AEV y aparcan en el bucle, intentando ver qué viene a continuación. Una cosa que pueden ver desde allí son sus vidas alejándose ante ellos. —Se sintió triste ahora que hablaba de ello—. Lo llaman la ola curva —explicó.

—El tipo de trabajos que tenemos… —empezó a decir la recepcionista.

—Se ven cosas raras siendo navegante. Todo se ve como esas anguilas plateadas, bajo el mar. Migrando. Es una especie de radiación, eso es lo que me explicaron, pero no se ve así. Tu vida se va moviendo como anguilas bajo el mar, y tú la ves. Después, no puedes comprender por qué te dedicas a un trabajo como ése. —Ed se miró las manos—. Surfeé esa ola y unas cuantas más. Puedo pilotar cualquier tipo de cohete. Excepto naves-K, claro.

La recepcionista negó con la cabeza.

—Quería decir si puede hacer algo como almacenar cajas, limpiar las jaulas de animales… Ese tipo de trabajo. —Consultó de nuevo el terminal y añadió—. O profecías.

Ed se rió.

—¿Cómo dice?

Ella lo miró severamente.

—Predecir el futuro —dijo, como si hablara con alguien que no conociera la palabra pero fuera lo bastante listo para aprenderla.

Ed se inclinó hacia adelante y miró al terminal.

—¿Qué está pasando aquí?

Los ojos de la mujer eran de un color confuso. A veces era jade, a veces el verde de una ola marina; a veces, de algún modo, ambas cosas a la vez. Había puntos de plata en sus pupilas que parecían a punto de soltarse y escapar. De repente, ella apagó el terminal y se levantó como si tuviera que estar en otra parte y no le quedara más tiempo para hablar con Ed. De pie, parecía más alta y más joven, aunque en parte era debido a sus zapatos, y todavía tenía que levantar la cabeza para mirarlo directamente a los ojos. Llevaba una chaqueta vaquera pálida con bolsillos de cowboy y dibujitos de rinocerontes, y una falda de tubo de charol negro. Se alisó la falda por delante y dijo:

—Siempre estamos buscando profetas.

Ed se encogió de hombros.

—Nunca me ha interesado eso. Conmigo siempre es cuestión de no saber el futuro, ¿sabe?

Ella le dirigió una súbita sonrisa cálida.

—Imagino que sí. Bueno, hable con ella. Nunca se sabe.

—¿Con quién?

La recepcionista terminó de alisarse la falda y se dirigió a la puerta. Su espalda oscilaba, equilibrando la gran peluca. Esto le daba un paso interesante, pensó Ed, para una persona mayor. Curiosamente, le pareció recordar aquella forma de andar. La siguió a la salida y se quedó al pie de las escaleras, protegiéndose los ojos. Ya era plena mañana. La luz marítima se reflejaba en el asfalto desnudo, luz marítima y calor para deslumbrar e irritar a los incautos.

—¿Hablar con quién? —repitió.

—Con Madame Sandra —dijo ella, sin volverse.

Por algún motivo este nombre le hizo echarse a temblar. Vio a la recepcionista cruzar el lugar en dirección al Circo de Pathet Lao con su cegadora lona blanca.

—¡En! ¿Y dónde la encuentro? —preguntó él.

La recepcionista siguió andando.

Madame Sandra te encontrará, Ed. Ella te encontrará.

Más tarde, esa misma mañana, Ed contempló el mar desde las dunas. La luz era áspera y violeta. Pequeños lagartos de cuello rojo correteaban por entre los hierbajos a sus pies. Podía oír un redoble lejano latiendo en alguna fiesta más allá de la carretera de acceso. Delante de él un ajado cartel en un poste de madera inclinado en la arena anunciaba «Playa del Monstruo». No podía saberse en qué dirección señalaba, pero a Ed le pareció que todo recto. Sonrió. Me tiene intrigado, se dijo, pero estaba pensando menos en el cartel la playa que en la elusiva Sandra Shen. Volvía a tener hambre. De vuelta a la habitación de Annie, oyó unos sonidos que reconoció como procedentes del bar del desierto Motel Dunas, una caja de tablones en un solar cubierto de conchas y matorrales y un poco apartado del motel mismo.

Ed asomó la cabeza por la puerta abierta, para escapar de la luz cegadora y entrar en la fresca penumbra del interior, donde encontró a tres viejos delgaduchos con gorras blancas y pantalones de poliéster color bronce que les quedaban demasiado grandes, lanzando dados sobre una manta en el suelo.

—Eh —dijo Ed—. El Juego de las Naves.

Ellos lo miraron sin interés, y retiraron la mirada inmediatamente. Sus ojos eran como botones marrón oscuro, con el blanco cuajado por la edad. Bigotes manchados. La piel tostada por el sol. Manos finas cargadas de venas que parecían frágiles pero no lo eran. Vidas vividas cada vez más y más despacio, ancladas en el conservante del ron Black Heart. Al cabo de un rato uno de ellos dijo con voz suave y distante:

—Se paga para jugar.

—Es la narrativa del capital —coincidió Ed, y rebuscó en su bolsillo.

El Juego de las Naves…

También conocido como Entreflex o Intermediario, esta colisión de tabas y juego de azar, con su jerga que ponía los pelos de punta, sus piezas de hueso como nudillos de muerto, sus doce caracteres de colores cuyo significado nadie conocía ya, era endémica. Se jugaba en toda la galaxia. Algunos decían que llegó con los Hombres Nuevos, a bordo de su nave insignia, la Retiren Todo el Embalaje. Algunos decían que se originó en las antiguas y lentas naves sublumínicas del Crédito de Icenia. Era un pasatiempo que había visto muchas formas. En la actual, un irónico subtexto a todo lo que sucedía en el espacio vacío, los caracteres, y los nombres que los jugadores les daban, se suponía que representaban el infame Encuentro N=1000, uno de los primeros encontronazos humanos-násticos durante el cual, al enfrentarse al número de acontecimientos y condiciones del espacio de lucha (tantas naves, tantas dimensiones que maniobrar, tantas físicas diferentes tras las que ocultarse, tantas estrategias de nanosegundos en operación a la vez), el almirante de los CMT Stuart Kauffman abandonó las transformaciones Tate-Kearney y simplemente lanzó los dados para decidir sus movimientos. Ed, que lo veía menos como un subtexto que como una fuente de ingresos, había practicado el juego toda su vida de adulto, desde la primera nave en la que se coló como polizón hasta la última con la que saltó. Las suaves voces de los ancianos llenaban el bar.

—Dame un final.

—No quieres ningún final. La has cagado.

—¿Ah, sí? ¿Y qué te parece esto?

—Creo que la has cagado doblemente.

Ed depositó su dinero. Sonrió y apostó a Ojos de Serpiente Vegana.

—Eso te admite en el juego —reconocieron los viejos.

Sopló los dados: eran pesados y fríos al contacto, hechos de algún hueso alienígena que te absorbía el calor de las manos, la energía del movimiento, para cambiar los caracteres mientras caían. Los dados se dispersaron y rebotaron. Brincaron como saltamontes. Los símbolos brillaron fluorescentes un instante (pautas de interferencia, antiguos hologramas azules, verdes y rojos) mientras pasaban por un cono de luz. A Ed le pareció ver el Caballo, el Canal, un velero en una torre de nubes como humo. Luego los Gemelos, lo cual le produjo un súbito escalofrío. Uno de los viejos tosió y echó mano al ron. Unos minutos más tarde, cuando el dinero empezó a cambiar de manos, hubo un aire brusco pero reverente en cada transacción.

Ed estuvo varios días en el circo antes de que sucediera nada. Annie Glyph iba y venía a su manera tímida y calmada. Siempre tenía algo para él. Siempre parecía un poco sorprendida al encontrarlo todavía allí. Él se acostumbró a ver su enorme cuerpo moviéndose detrás de la cortina de plástico de la ducha. ¡Era tan cuidadosa! Sólo de noche, cuando ella sudaba el café électrique, él tenía que apartarse para no resultar herido.

—¿Te gusta alguien tan grande como yo? —le preguntaba ella—. Todas las que te has tirado eran pequeñas y bonitas.

Esto lo enfurecía, pero no sabía cómo decírselo.

—Estás bien —decía—. Eres preciosa.

Ella se reía y apartaba la mirada.

—Tengo que mantener vacía la habitación, por si rompo algo.

Siempre se marchaba por las mañanas. Ed se despertaba tarde, desayunaba en el Café Surf en el paseo marítimo, donde también se enteraba de las noticias. La guerra se acercaba más cada día. Los násticos estaban matando a mujeres y niños que viajaban a bordo de naves civiles. ¿Quién sabía por qué? Despojos espaciales llenaban los hologramas. En algún lugar cerca de Eridani IV, ropas infantiles y artefactos domésticos flotaban lentamente dando vueltas en el vacío como si hubieran sido removidos. Alguna emboscada sin significado, tres cargueros y un balandro armado, La Vie Féerique, destruidos. Tripulaciones y pasajeros, gas en ochenta nanosegundos. No se podía entender nada. Después de comer, Ed recorría el circo buscando trabajo. Hablaba con un montón de gente. Todos eran amables, pero ninguno de ellos le podía ayudar.

—Es importante que vea a Madame Shen primero —decían.

Buscarla se convirtió en un juego. Cada día elegía a alguien nuevo para representarla, alguna figura vista desde lejos, sexualmente ambigua, medio visible al resplandor violento del asfalto. Por la tarde presionaba a Annie Glyph:

—¿Está aquí hoy?

Y Annie Glyph sólo se echaba a reír.

—Ed, ella siempre está ocupada.

—Pero ¿está aquí hoy?

—Tiene cosas que hacer. Está trabajando para los demás. La conocerás pronto.

—Vale, bien, mira: ¿es ésa de allí?

Annie se sentía encantada.

—¡Eso es un hombre!

—Vale, ¿es ésa?

—¡Ed, eso es un perro!

Ed disfrutaba del bullicio del circo, pero no podía comprender las atracciones. Se plantaba delante de «Brian Tate y Michael Kearney» y se sentía confundido por el brillo maniaco de los ojos de Kearney mientras contemplaba el monitor por encima del hombro de su amigo, la extrañeza del gesto de Tate cuando alzaba la cabeza y miraba hacia atrás, los principios de la comprensión asomando a sus rasgos agotados. Su ropa era interesante.

Le iba un poco mejor con los alienígenas. Los enormes tanques de presión de bronce o los catafalcos que flotaban a tres o cuatro palmos del suelo con una especie de aceitosa elasticidad (de manera que si tocabas uno de ellos, aunque débilmente, podías sentirlo responder de una manera sencilla, masivamente newtoniana), lo llenaban de ansiedad. Tenía miedo de sus circuitos, y los barrocos salientes que podrían haber sido tanto adornos como maquinaria. Tenía miedo de la manera en que seguían a sus cuidadores en la distancia a la luz engañosa del mediodía. En el fondo, apenas podía obligarse a mirar la diminuta ventana de cristal blindado que le permitía ver el microhotep o el azul o el hysperion que se suponía que contenían. Zumbaban en silencio, o desprendían destellos apenas visibles de radiación ionizada. Imaginaba que asomarse a ellos era como hacerlo a algún tipo de telescopio. Le recordaban a los tanques de centelleo. Tenía miedo de verse a sí mismo.

Cuando le reconoció esto a Annie, ella se echó a reír.

—Los centellas siempre tenéis miedo de veros a vosotros mismos.

—Eh, miré una vez —dijo él—. Una vez fue suficiente. Parecía que había un gatito allí dentro, una especie de gatito negro.

Annie sonrió, como si contemplara algo invisible.

—¿Te viste a ti mismo y viste un gatito? —dijo.

Él se la quedó mirando.

—Lo que quiero decir —explicó pacientemente—, es que me asomé a una de esas cosas de latón.

—Y viste un gatito, Ed. Qué lindo.

Él se encogió de hombros.

—Apenas se podía ver nada —dijo—. Podría haber sido cualquier cosa.

Madame Shen era una ausencia cotidiana. Sin embargo, a Ed le parecía que podía sentirla allí fuera: aparecería cuando quisiera, y él tendría su empleo. Mientras tanto se despertaba tarde, bebía Black Heart a morro, y jugaba con los viejos en el suelo del bar del Motel Dunas, escuchando su cháchara engañosa mientras los dados bailaban y caían. Ed ganaba más que perdía. Desde que se marchó de casa tenía ese tipo de suerte. Pero seguía sacando los Gemelos y el Caballo y en consecuencia sus sueños se volvieron tan inquietos como los de Annie. Los dos sudaban, se agitaban, despertaban, seguían entonces la única ruta que les quedaba.

—Fóllame, Ed. Fóllame con la fuerza que quieras.

Ed estaba ya enganchado con Annie. Era su parapeto contra el mundo.

—Eh; concéntrate. ¿O juegas a perder ahora? —le decían los viejos alegremente.

Si Annie trabajaba hasta tarde, él jugaba también entonces. Los viejos nunca encendían la luz de su bar vacío. El brillo de neón del Canal, que entraba por la puerta abierta, era suficiente luz para ellos. Ed pensaba que estaban más allá de la mayoría de las cosas que necesitan los jóvenes. Estaba agitando los dados una noche a eso de las diez cuando una sombra cayó sobre el juego. Alzó la cabeza. Era la recepcionista. Esta noche llevaba una falda vaquera lavada, con flecos. Tenía el pelo recogido, y ese terminal con aspecto de pecera suyo agarrado bajo un brazo, como si fuera una compra que acabara de hacer. Observó el dinero que había sobre la manta.

—¿Y vosotros decís que sois jugadores? —desafió a los viejos.

—¡Sí que lo somos! —fue su respuesta al unísono.

—Bueno, pues yo no —respondió ella—. Dadme esos dados, y os mostraré cómo se juega.

Cogió el hueso con una mano, flexionó la muñeca y los lanzó. Dobles Caballos.

—¿Creéis que esto es algo?

Ella volvió a tirar. Y una vez más. Dos Caballos, seis seguidos.

—Bueno —admitió—, esto va camino de convertirse en algo.

Este truco, claramente familiar, hizo que los viejos se animaran más de lo que Ed los había visto antes. Se rieron y se soplaron los dedos para indicar que les quemaban. Se dieron codazos, le sonrieron a Ed.

—Ahora verás algo —prometieron.

Pero la recepcionista negó con la cabeza.

—No he venido a jugar —dijo. Pudo ver que ellos se molestaron—. Es simplemente que tengo otras cosas que hacer esta noche —añadió, mirando significativamente a Ed. Ellos asintieron como si comprendieran, y luego se miraron a los pies para ocultar su decepción—. Pero, eh —dijo ella—, también hay ron Black Heart en el Bar Largo, y sabéis que os gustan las chicas que hay allí. ¿Qué decís?

Los viejos guiñaron y sonrieron. Admitieron que eso podía interesarles, y se fueron.

—¡Viejos salidos! —les reprendió la recepcionista.

—Yo también iré —dijo Ed. No le apetecía quedarse a solas con ella.

—Tú te quedarás —le aconsejó ella en voz baja—, si sabes lo que te conviene.

Después de que los viejos se marcharan, la habitación pareció volverse más oscura. Ed se quedó mirando a la recepcionista y ella se quedó mirándolo a él. Leves destellos en la pecera bajo su brazo. Se acarició el pelo.

—¿Qué tipo de música te gusta? —preguntó. Ed no respondió—. A mí me gusta mucho el country de Oort, como probablemente te habrás dado cuenta. Me gustan sus temas adultos.

Volvieron a guardar silencio. Ed apartó la mirada, fingió estudiar los muebles rotos del viejo bar, los postigos torcidos. Una brisa llegaba de las dunas del exterior, acariciando los objetos de la habitación como si intentara decidir qué hacer con ellos. Después de un par de minutos, la recepcionista dijo suavemente:

—Si quieres conocerla, ella está aquí ahora.

Ed sintió que se le erizaban los pelos de la nuca. Se mantuvo firme, sin volverse.

—Necesito un empleo.

—Y nosotros tenemos uno para ti —dijo una voz diferente.

Luces diminutas empezaron a inundar la habitación desde algún lugar detrás de Ed. Sabía de dónde debían proceder. Pero no ganaría nada con admitirlo: una admisión como ésa podía estropearlo todo. He visto mucho, se dijo Ed, pero no quiero operadores sombra en mi vida. La recepcionista había depositado la pecera en el suelo. Motas blancas surgían de su nariz, de su boca y sus ojos. Algo tiró de la cabeza de Ed y le hizo dar la vuelta, de modo que le gustara o no tuvo que ser testigo de lo que ocurría: darle forma reconociéndolo. Las luces eran como espuma y diamantes. Tenían una especie de música, como el sonido del algoritmo mismo. Pronto no hubo ninguna recepcionista, sólo el operador que la había estado dirigiendo, reagrupándose ahora como la pequeña mujer oriental a la que había disparado ya en la calle Yulgrave. Cambió tela vaquera por cheongsam abierto, el acento de country de Oort por cejas ferozmente depiladas y una delicadísima omisión de consonantes. Después de que la transición se completara, su cara cambió entrando y saliendo de sus propias sombras, vieja después joven, joven después vieja. Extraña después perfecta. Ella tenía el carisma de alguna cosa alienígena e irreal, más poderosa que el sexo aunque lo sintieras así.

—Las cosas aquí están verdaderamente jodidas —susurró Ed—. Por suerte puedo escapar.

Sandra Shen le sonrió.

—Me temo que no, Ed. Esto no es un salón de tanques. Hay consecuencias ahí fuera. ¿Quieres el trabajo o no? —Antes de que él pudiera responder, ella añadió—: Si no, a Bella Cray le gustaría tener unas palabras contigo.

—Eh, eso es una amenaza.

Ella sacudió un poco la cabeza. Ed la miró, intentando ver de qué color eran sus ojos. Ella sonrió al ver su ansiedad.

—Déjame que te diga algo sobre ti mismo —sugirió.

—Ajá. Ahora llegamos al tema. ¿Cómo sabes tanto sobre mí si nunca me has visto antes? —Hizo una mueca—. ¿Qué hay en la pecera? —dijo, intentando verla en el suelo—. Me lo estaba preguntando.

—Lo primero es lo primero, Ed, voy a contarte un secreto sobre ti mismo. Te aburres fácilmente.

Ed se sopló los dedos para indicar que se quemaba.

—¡Vaya! —dijo—. Eso es algo que no se me había ocurrido nunca.

—No, no ese aburrimiento —contestó ella—. No el aburrimiento que se consigue en una sumernave o un tanque de centelleo. Has estado ocultando el aburrimiento que hay detrás de eso toda tu vida. —Ed se encogió un poco de hombros, intentó apartar la mirada, pero ahora los ojos de ella contenían de algún modo los suyos, y no pudo—. Tienes un alma aburrida, Ed: te la entregaron antes de que nacieras. ¿Disfrutas del sexo, Ed? Es para llenar ese agujero. ¿Te gusta el tanque? Llena el agujero. ¿Prefieres las cosas complicadas? No estás entero, Ed: es para llenarte, ésa es la teoría. Otra cosa que cualquiera puede ver en ti, incluso Annie Glyph: te falta una pieza.

Ed había oído todo esto más a menudo de lo que ella creía, aunque tuvo que admitir que normalmente en circunstancias diferentes.

—¿Y bien?

Ella se hizo a un lado.

—Ahora puedes mirar en la pecera.

Ed abrió la boca. La volvió a cerrar. Engañado de algún modo que no entendía. Sabía que lo haría, por el aburrimiento que ella mencionaba. Miró de reojo a la luz que se filtraba por la puerta abierta, Luz Kefahuchi, que hacía más difícil ver a Sandra Shen, no más fácil. Abrió la boca para decir algo, pero ella llegó primero.

—El espectáculo necesita un profeta, Ed. —Empezó a darse la vuelta—. Ése es el trabajo. Ése es el trato. Y además, a Annie le vendría bien algo de dinero. No le queda mucho después del café électrique.

Ed tragó saliva.

El mar susurra tras las dunas. Un bar vacío lleno de polvo y luz del Canal. Un hombre se arrodilla con la cabeza metida dentro de una especie de pecera, incapaz de liberarse, como si la sustancia humeante pero gélida que lo llena lo hubiera agarrado y ya estuviera empezando a digerirlo. Sus manos tiran del tanque, los músculos de sus brazos se hinchan. El sudor surge de él a la sucia luz, sus pies patalean y se agitan contra los tablones del suelo, y creyendo que está gritando, produce un leve gemido, muy agudo.

Después de unos minutos esta actividad declina. La mujer oriental enciende un cigarrillo sin filtro, observándole intensamente. Fuma durante un rato, se quita una brizna de tabaco del labio, luego le insta:

—¿Qué ves?

—Anguilas. Como anguilas alejándose de mí.

Una pausa. Sus pies vuelven a tamborilear sobre el suelo. Entonces dice pastosamente:

—Pueden pasar demasiadas cosas, ¿sabes?

La mujer exhala humo, sacude la cabeza.

—Eso no valdrá para el público, Ed. Inténtalo de nuevo. —Hace un gesto complejo con el cigarrillo—. Todas las cosas que podrían ser —le recuerda, como si se lo hubiera recordado antes—, la cosa que es.

—Pero el dolor.

A ella no parece importarle el dolor.

—Continúa.

—Pueden pasar demasiadas cosas —repite él—. Lo sabes.

—Lo sé —dice ella, con voz más compasiva. Se agacha para tocarle brevemente los hombros encogidos de manera ausente, como alguien que calma a un animal. Es una especie de animal que ella conoce muy bien, un animal con el que ella tiene considerable experiencia. Su voz está llena del carisma sexual de las cosas antiguas, extrañas, inventadas—. Lo sé, Ed, sinceramente. Pero intenta ver en más dimensiones. Porque esto es el circo, chico. ¿Comprendes? Es diversión. Tenemos que darles algo.

Cuando Ed Chianese se recuperó, eran las tres de la madrugada. Tendido boca abajo en la parte trasera del Motel Dunas, frente al océano, se palpó suavemente la cara. No estaba tan pegajosa como esperaba: aunque la piel parecía más suave que de costumbre y levemente irritada, como si hubiera utilizado un exfoliante barato antes de salir una noche. Estaba cansado, pero todo (las dunas, el sonido de las olas, la marea) se veía y olía y sonaba muy claramente. Al principio pensó que se encontraba solo. Pero allí estaba Madame Shen, junto a él, sus zapatitos negros hundidos en la suave arena, el Canal iluminando el cielo nocturno tras ella.

Ed gimió. Cerró los ojos. El vértigo se apoderó de él instantáneamente, una imagen residual del Canal picoteando contra la negrura de la nada.

—¿Por qué me estás haciendo esto? —susurró.

Sandra Shen pareció encogerse de hombros.

—Es el trabajo —dijo.

Ed trató de reírse.

—No me extraña que no encuentres quien lo haga.

Se frotó de nuevo la cara, se palpó el pelo. Nada. Al mismo tiempo supo que nunca podría librarse de aquella sensación que lo absorbía. Y de esto se trataba: no estaba realmente en el tanque. O si lo estaba, estaba también en otro lugar…

—¿Qué he dicho? ¿He dicho que he visto algo?

—Lo has hecho bien para ser la primera lección.

—¿Qué es esa cosa? ¿Está todavía sobre mí? ¿Qué me ha hecho?

Ella se arrodilló brevemente a su lado, y le acarició el pelo apartándolo de la frente.

—Pobre Ed —dijo. Él sintió su aliento en la cara—. ¡Profecía! Es todavía un arte negra, y tú estás en el principio. Pero intenta verlo de esta manera: todo el mundo está perdido. La gente corriente camina por la calle y todo lo que tiene son malas direcciones: todo el mundo tiene que encontrar su camino. No es tan difícil. Lo hacen diariamente.

Por un momento pareció que ella iba a decir algo más. Entonces le dio una palmadita en la espalda, recogió la pecera y se marchó con ella bajo el brazo, remontando las dunas y volviendo al circo. Ed se arrastró por entre los hierbajos hasta un lugar donde poder vomitar tranquilo. Descubrió que se había mordido la lengua mientras intentaba quitarse la pecera de la cabeza.

Ya había decidido intentar olvidar lo que había visto allí. Cosas que hacían que el mono del tanque pareciera divertido.