Diecisiete
Las entradas perdidas

Los seres humanos, atraídos por el misterio del Canal Kefahuchi, llegaron a sus puertas doscientos años después de salir al espacio.

Eran recién llegados bisoños, impulsados por el entusiasmo ante las novedades de una economía cowboy. No tenían ni idea de para qué habían venido, o cómo conseguirlo: sólo sabían que lo harían. No tenían ni idea de cómo comportarse. Sentían que había dinero por ganar. Se zambulleron del tirón. Iniciaron guerras. Dejaron aturdidas a cinco de las razas alienígenas que encontraron en posesión de la galaxia y combatieron a la sexta (a la que llamaron «los násticos» por error de traducción de la palabra nástica para «espacio») hasta conseguir una tregua cautelosa. Después de eso lucharon entre sí.

Detrás de toda esta mala conducta había una inseguridad de enormes proporciones, de naturaleza metafísica. El espacio era grande, y los chicos de la Tierra se asombraban a su pesar de las cosas que encontraban allí: pero peor aún, su ciencia era un lío. Todas las razas que encontraron camino del Núcleo tenían un impulsor estelar basado en una teoría diferente. Todas esas teorías funcionaban, incluso cuando anulaban las suposiciones básicas de las otras. Se podía viajar entre las estrellas, parecía, asumiendo cualquier cosa. Si tu teoría te daba un espacio espumoso con el que trabajar (si tenías que coger una ola), eso no impedía que ningún otro motor que funcionara en una superficie einsteniana perfectamente lisa pudiera recorrer el mismo trecho de espacio vacío. Era incluso posible construir impulsores sobre la base de teorías del estilo de las supercuerdas, las cuales, a pesar de su prometedor arranque hacía cuatrocientos años, nunca habían llegado a funcionar.

Descubrir eso fue ofensivo. Así que cuando llegaron al borde del Canal, lo miraron a la cara, y empezaron a enviar sus entradas condenadas al fracaso. Los terrestres esperaban encontrar, entre otras cosas, algunas respuestas. Se preguntaban por qué el universo, que parecía tan áspero por encima, era por debajo tan dócil. Cualquier cosa funcionaba. Donde quiera que buscabas, encontrabas. Esperaban descubrir por qué. Y mientras los entradistas morían de formas que nadie podía imaginar, aplastados, fritos, expandidos o reducidos a brumas de partículas por el Canal mismo, corazones menos valientes se dedicaban con entusiasmo a la Playa, donde encontraron Bahía Radio. Encontraron nuevas tecnologías. Encontraron los restos de antiguas razas a las que atacaron como cachorrillos de bull terrier a un hueso viejo.

Encontraron soles artificiales.

Habían sido, en algún momento del pasado remoto, una moda tan grande en el espacio más cercano al Canal que había más soles artificiales que naturales en el cúmulo de Bahía Radio. Algunos habían sido remolcados desde otros emplazamientos; otros habían sido construidos de la nada, in situ. Se habían colocado planetas a su alrededor, e insertado en órbitas antinaturales diseñadas para mantener el Canal en máxima visión. Campos magnéticos ferozmente alineados y atmósferas amplificadas los protegían de la radiación. Entre los planetas, bajo los chaparrones de luz cegadora, lunas errantes se abrían paso en órbitas fantásticamente complejas.

No eran tanto sistemas estelares como faros, no tanto faros como laboratorios, no tanto laboratorios como experimentos en sí mismos: enormes detectores diseñados para reaccionar a las fuerzas inimaginables que brotaban de la singularidad no contenida hipotéticamente presente en el centro del Canal.

Este objeto era masivamente energético. Estaba rodeado por nubes de gases calentadas a cincuenta mil Kelvin. Bombeaba chorros y espumarajos de material bariónico y no bariónico. Sus efectos gravitatorios podían ser detectados, aunque débilmente, en el Núcleo. Era, como dijo un comentarista: «Un lugar que ya era viejo cuando los primeros grandes quásares empezaron a cruzar ardiendo el joven universo en la oscuridad inimaginable». Fuera lo que fuese, había convertido el Canal a su alrededor en una región de agujeros negros, enormes aceleradores naturales y materia basura: un guiso de espacio, tiempo, y palpitantes horizontes de sucesos; un océano impredecible de energía radiante, de profunda luz. Cualquier cosa podía suceder aquí, donde la ley natural, si alguna vez había existido una cosa así, quedaba suspendida.

Ninguna de las antiguas razas consiguió penetrar el Canal y traer noticias de vuelta; pero todas lo habían intentado. Habían intentado averiguarlo. Para cuando llegaron los seres humanos, había objetos y artefactos de hasta sesenta y cinco millones de años gravitando en el borde, algunos dejados claramente por culturas muchos órdenes de magnitud más extrañas o más inteligentes que nada de lo que se veía hoy. Todas venían preparadas con una teoría. Traían una nueva geometría, una nueva nave, un nuevo método. Cada día se lanzaban al fuego, y se convertían en cenizas.

Se lanzaban desde lugares como Línea Roja.

Quienquiera que construyese Línea Roja, quienquiera que construyese su sol actínico, ni siquiera era remotamente humano. Junto a eso, un peculiar movimiento orbital, diseñado para mantener el artefacto en su polo sur frente a un emplazamiento en la zona central del Canal Kefahuchi, producía sus ritmos mareantes, inestables. En Línea Roja la primavera llegaba dos veces en cinco años, luego durante un año entero en los siguientes veinte; luego cada día. Cuando venía tenía el color y la calidad del neón barato. Vaporosas junglas de radio y desiertos iluminados de azul y arrasados por ultravioletas impedían en gran parte el trato directo con los seres humanos. (Aunque, en una amplia metáfora de la exploración de la Bahía misma, los valientes, los desafortunados y los moralmente disléxicos todavía se lanzaban a entradas apresuradas y medio planificadas. ¿En busca de qué? Quién sabía. Se perdían rápidamente en las brumas entre las fétidas ruinas. Los que regresaban, tras haberse agrietado los visores para examinar mejor lo que encontraban, alardeaban en los bares de Motel Splendido durante una semana o dos a su vuelta, y luego morían en la tradición de la entrada, de enfermedades indescriptibles).

Seria Mau consultó sus librofalsos.

—El Artefacto del Polo Sur —le informaron—, resiste los análisis, aunque parece ser un receptor más que un transmisor. —Y, más tarde—: Aunque puede decirse que hay «día» y «noche» en Línea Roja, su aparición no parece poder ser determinada de manera sencilla.

Éste era el lugar que tenía debajo, tan puro y poco ambiguo que contemplarlo era una alegría. También, su destino, al menos en cierto modo. Abrió una línea.

—Billy Anker —dijo—. He venido a verte.

Después de un rato contestó una voz, agrietada y débil, envuelta en estática.

—¿Quieres bajar? —dijo. Inmediatamente ella se puso nerviosa.

—Enviaré un espectro —contemporizó.

Billy Anker tenía una cara fina y sin afeitar, y el pelo oscuro recogido en una brutal cola de caballo veteada de gris. Su edad era incierta, su piel oscurecida por la luz de un millar de soles. Sus ojos eran gris verdoso, emplazados en cuencas profundas: si le gustabas te observaban durante algún tiempo, a menudo cálidamente divertidos; si no, se retiraban. No mostraban nada. A Billy Anker le entusiasmaba estar aquí en la Bahía (algunos decían que había nacido aquí, pero ¿qué sabían ellos? Eran entradistas yonquis y jinetes de partículas cuyas suaves voces, estropeadas por el bourbon Carmody entrelazado con ribosomas de murciélagos locales, contaban sólo su propia leyenda romántica interna), buscando siempre algo. No tenía paciencia con nadie que no sintiera lo mismo. O que al menos no sintiera algo.

—Estamos aquí para mirar y divertirnos —decía—. No estamos aquí para durar. Mirad esto. ¿Lo veis? ¡Mirad!

Era un hombre delgado, activo, emprendedor, piel y tendones, que en todo momento llevaba la parte inferior de un antiguo traje G de piloto aéreo, dos chaquetas de cuero, un pañuelo rojo y verde atado con un nudo caprichoso. Perdió dos dedos de una mano en un mal aterrizaje en Sigma Fin, en el borde del disco de acreción del infame agujero negro que llamaban Radio RX-1 (cerca estaba la entrada de un agujero de gusano artificial que, según creía en esa época, tenía su ojo en el mismo objetivo que el Artefacto del Polo Sur de Línea Roja). Nunca había reemplazado esos dedos.

Cuando Seria Mau espectró a sus pies, la estudió un instante.

—¿Qué aspecto tienes en realidad? —preguntó.

—No gran cosa —dijo Seria Mau—. Soy una nave-K.

—Sí que lo eres —dijo Billy Anker, consultando sus sistemas—. Ahora lo veo. ¿Cómo te ha ido?

—No es asunto tuyo, Billy Anker.

—No deberías ponerte tan a la defensiva —respondió él, y luego, tras un instante o dos, añadió—: ¿Qué hay de nuevo en el universo? ¿Qué has visto tú que no haya visto yo?

A Seria Mau le hizo gracia.

—¿Me preguntas eso cuando estás aquí en este montón de mierda, con un guante puesto en una mano? —dijo, contemplando el interior del habitáculo de Billy Anker. Se rió—. Un montón de cosas, aunque nunca he estado en el Núcleo.

Y le contó algunas de las cosas que había visto.

—Estoy impresionado —admitió él. Se meció en su asiento. Luego dijo—: Esa nave-K tuya. Irá profunda. ¿Sabes lo que quiero decir, «ve profundo»? He oído decir que una de ésas puede ir casi a cualquier parte. ¿Has pensado alguna vez en el Canal? ¿Has pensado alguna vez en ir allí?

—El día que me canse de esta vida.

Los dos se echaron a reír, y entonces Billy Anker preguntó:

—Tendremos que dejar la Playa algún día. Todos nosotros. Crecer. Dejar la Playa, sumergirnos en el mar…

—… porque para qué si no estamos vivos, ¿no? —dijo Seria Mau—. ¿No es eso lo que ibas a decir? He oído a un millar de hombres como tú decir eso. ¿Y sabes una cosa, Billy Anker?

—¿Qué?

—Todos tenían mejores chaquetas que tú.

Él la miró.

—No eres sólo una nave-K, eres la Gata Blanca —dijo—. Eres la chica que robó la Gata Blanca.

A ella le sorprendió que lo hubiera descubierto tan rápido. Él sonrió ante su sorpresa.

—¿Qué puedo hacer por ti?

Sería Mau apartó la mirada. No le gustaba que la descubrieran tan pronto, en un planeta basura en Bahía Radio, al fondo de ninguna parte. Además, ni siquiera en espectro podía soportar aquellos ojos suyos. Sabía de cuerpos, a pesar de lo que dijeran los operadores sombra. Eso era parte del problema. Y cuando vio los ojos de Billy Anker se alegró de no tener ahora uno que los encontrara irresistibles.

—Me envió el sastre —dijo.

El fino rostro de Billy Anker expresó comprensión.

—Compraste el paquete del Dr. Haends —dijo—. Ahora lo veo. Tú eres la que se lo compró a Tio Zip. Mierda.

Seria Mau cortó la conexión.

—Bueno, es guapo —dijo la clon.

—Ésa era una transmisión privada —le dijo Seria Mau—. ¿Quieres acabar otra vez en el vacío del espacio?

—¿Viste su mano? ¡Vaya!

—Porque puedo hacerlo si quieres —dijo Seria Mau—. Es demasiado rápido, ese Billy Anker —se dijo, y en voz alta añadió—: ¿Te gustó realmente esa mano? Me pareció que era pasarse.

La clon se rió, sarcástica.

—¿Qué sabe alguien que vive en un tanque?

Desde que cambió de opinión en Renta de Perkins, la clon (cuyo nombre era Mona o Moehne o algo parecido) había caído en una especie de rápido desorden bipolar. Cuando estaba animada, sentía que toda su vida iba a cambiar. Sus faldas se volvían más rosas y más cortas. Cantaba para sí todo el día, tonadillas como «Muere ion» y «Prisa por tocarte»; o los fantásticos ritmos antiguos que estaban de moda en el Núcleo. Cuando estaba deprimida, se quedaba en los habitáculos humanos mordiéndose las uñas o viendo pornografía holográfica y masturbándose. Los operadores sombra, que la adoraban, cuidaban de ella de la manera exagerada que Seria Mau nunca había permitido. Los dejaba vestirla con los atuendos que las hijas de Tío Zip podrían llevar a una boda; o llenar sus habitaciones con espejos de nivel óptico astronómico. Además, para ellos era importante ver que comía adecuadamente. Ella era lo bastante inteligente para comprender sus necesidades y seguirles la corriente. Cuando la brújula del ánimo señalaba hacia el norte, era cuando los tenía en la palma de la mano. Les hacía prepararle comida Elvis y camisetas sin mangas de lurex que resaltaban sus pezones. Les hizo cambiarle la anchura de sus caderas por medio de una rápida cirugía cosmética.

—Si eso es lo que quieres, querida —decían ellos—. Si crees que ayudará.

Hacían cualquier cosa por animarla. Hacían cualquier cosa por quitarle la bata con las manchas de comida, incluyendo animarla a fumar tabaco, que era ilegal en la ZLC desde hacia veintisiete años.

—No estaba escuchando adrede —dijo la clon.

—Apártate de esta frecuencia a partir de ahora —la advirtió Sería Mau—. Y haz algo con ese pelo.

Diez minutos más tarde envió de nuevo su espectro a Billy Anker.

—Tenemos un montón de interferencia aquí —dijo sabiamente—. Tal vez por eso te perdí.

—Tal vez.

Fuera lo que fuese que había hecho Billy Anker, aquello por lo que era famoso, no hacía gran cosa ahora. Vivía en su nave, la Espada Karaoke, y Seria Mau sospechaba que nunca volvería a dejar Línea Roja, La vegetación neón, azulina, pálida y fuerte, crecía sobre su kilómetro de largo como yedra radiactiva sobre una columna aflautada de piedra. La Espada Karaoke estaba hecha de metales alienígenas, marcada por veinte mil años de uso y diez de lluvia en Línea Roja. Sólo se podía imaginar su historia antes de que Billy la encontrara. Dentro, material terrestre corriente había sido acoplado a sus controles originales. Manojos de conductos, nidos de cables, cosas como pantallas de televisión de cuatrocientos años de edad y llenas de polvo. Esto no era tecnología-K. Era tan anticuada como los tornillos y las tuercas, aunque no tan Kitsch y deseable. Además, no había operadores sombra a bordo de la Espada Karaoke. Si querías hacer algo, tenías que hacerlo tú mismo. Billy Anker no se fiaba de los operadores sombra aunque nunca decía por qué. En cambio, se sentaba en lo que parecía un antiguo asiento de piloto, conectado a tubos de fluidos de colores y cables, y un casco que podía ponerse si se le antojaba.

Observó al espectro de Seria Mau olisqueando la basura a sus pies y dijo:

—En su día esta mierda me llevó a un montón de sitios extraños.

—Me lo imagino.

—Eh, si es bueno es bueno.

—Billy Anker, estoy aquí para decirte que el paquete del Dr. Haends no funciona.

Billy pareció sorprendido; luego no. Una expresión taimada apareció en su rostro.

—Quieres que te devuelta tu dinero —adivinó—. Bueno, no soy de los que…

—… devuelven el dinero. Lo sé. Pero mira, no es eso…

—Es mi política, nena —dijo Billy Anker. Se encogió tristemente de hombros, pero su mirada era cómoda—. ¿Qué puedo decir?

—Puedes no decir nada y escuchar por una vez. ¿Por eso estás solo aquí con todo este material histórico, porque nunca escuchas a nadie? No he venido a que me devuelvas el dinero. Si quisiera eso podría haberlo conseguido con Tío Zip. Sólo que no me fío de él.

—Bien hecho —admitió Billy Anker—. Entonces, ¿qué quieres?

—Quiero que me digas dónde lo encontraste. El paquete.

Billy Anker reflexionó sobre esto.

—Eso no es habitual —fue su respuesta.

—Me da igual, es lo que quiero.

Se miraron fijamente el uno al otro. Billy Anker tamborileó los dedos de su mano buena sobre el brazo de su sillón de aceleración. En respuesta, las pantallas que tenía delante se despejaron, y entonces empezaron a mostrar planetas. Eran grandes. Venían rápidamente hacia el espectador, hinchándose y floreciendo como algo vivo y luego se zambullían a izquierda y derecha en el momento en que desaparecían. Estaban veteados con revoloteantes bandas de nubes, magenta, verde, marrón sucio y amarillo.

—Son imágenes que saqué en una batida por aquí justo después de que lo descubrieran —dijo Billy Anker—. ¿Ves lo compleja que es esta mierda? Y la gente que la construyó ni siquiera tenía un sol con el que trabajar. Remolcaron una enana marrón hasta el sitio y la encendieron. Sabían cómo hacerlo, así que se convirtió en un tipo de estrella que no encaja en ninguna secuencia que conozcamos. Luego trajeron esos ocho gigantes gaseosos, junto con sesenta objetos planetarios más pequeños, e inyectaron Línea Roja en el callejón gravitatorio artificial más complejo que nadie haya visto jamás. Algún tipo de libración de resonancia hizo el resto. —Reflexionó sobre esto—. Esos tipos no jugaban. Esa operación debió de ocuparles un millón de años. ¿Por qué se empieza un proyecto como ése y luego no se termina nunca?

—Billy Anker, no me importa.

—Tal vez se aburrieron y se largaron. Pero hay otra cosa: si puedes hacer todo eso, si puedes acumular la energía psíquica para hacer todo eso sólo para construir una especie de instrumento científico, ¿hasta qué punto es serio lo que estás buscando? ¿Lo has pensado alguna vez? ¿Por qué esa gente se molestó en invertir así su tiempo?

—Billy…

—Pues bien, como resultado de ése y otros importantes aspectos de su historia, este sistema es la pesadilla de un jinete de partículas. Como dicen los libros, la interferencia es común. Y probablemente por eso se interrumpió nuestra conexión anterior. ¿Qué te parece? Cosa que lamenté porque me estaba divirtiendo mucho.

Apagó las pantallas y contempló el espectro de Seria Mau.

—Cuéntame cómo robaste la Gata Blanca —la invitó.

La sala de control de la Espada Karaoke olía a polvo caliente. Los monitores resonaban y se enfriaban, o se encendían de pronto con pautas aleatorias. (Mostraban la superficie de Línea Roja, una meseta erosionada aquí, una estructura en ruinas allí, poca cosa entre las dos; siempre volvían al Artefacto del Polo Sur, tenuemente observable en sus extensiones de radionieve). Una luz fluctuante cruzaba las paredes de la sala de control, que originalmente tenían jeroglíficos similares a los de las antiguas civilizaciones de la Tierra. Billy Anker se frotó ausente la mano derecha como para aliviar el dolor de sus dedos perdidos. Seria Mau sabía que tenía que dar algo para conseguir algo, así que dejó que el silencio se extendiera, y luego dijo:

—No lo hice. La robó la matemática.

Billy Anker se rió, incrédulo.

—¿La matemática la robó? ¿Cómo es eso?

—No lo sé —contestó ella—. ¿Cómo quieres que lo sepa? Me puso a dormir. Puede hacerlo. Cuando desperté estábamos a mil luces de cualquier parte, contemplando el halo. —Había despertado del habitual sueño perturbador (aunque en aquellos días no aparecía el hombre del sombrero de copa y el frac) para encontrarse en ninguna parte. En su tanque, se estremeció al recordarlo—. Era espacio vacío —dijo—. Nunca había estado antes en el espacio vacío. No puedes imaginártelo. No puedes ni imaginártelo. —Sólo recordaba la dislocación, sentimientos de pánico que en realidad no tenían nada que ver con su situación—. ¿Sabes? Creo que estaba intentando mostrarme algo.

Billy Anker sonrió.

—Así que la nave te robó a ti —dijo, más para sí mismo que para ella.

—Supongo que sí —admitió ella—. Oh, me alegró que me robara. Estaba harta de los CMT de todas formas. ¡Todas esas acciones «policiales» en las Zonas de Libre Comercio! Estaba harta de la política de la Tierra. Sobre todo, estaba harta de mí misma… —Esto hizo que él la mirara interesado. Seria Mau se detuvo—. Estaba harta de un montón de cosas que no son asunto tuyo —se esforzó por formular algo—. Y sin embargo si la nave me robó, sabes, no tenía ningún plan. Se quedó allí. Se quedó allí en el espacio vacío durante horas. Después de que me calmara, la llevé de vuelta al halo. Estuvimos dando vueltas durante cuatro meses. Fue entonces cuando deserté de verdad. Fue entonces cuando hice mis propios planes.

—Te volviste renegada —dijo Billy Anker.

—¿Eso es lo que dicen?

—Trabajas para cualquiera que pague.

—¡Oh, y eso me hace tan distinta de todos vosotros! Todo el mundo tiene que ganarse la vida, Billy Anker.

—Los CMT te quieren de vuelta. Eres un valor para ellos.

Ahora le tocó a Sería Mau Genlicher el turno de echarse a reír.

—Tendrán que capturarme primero.

—¿A qué distancia están? —le preguntó Billy Anker. Agitó los dedos de su mano buena—. Así de cerca. Cuando viniste aquí, mis sistemas echaron un vistazo a tu casco. Estuviste en un intercambio de artillería superior hace poco. Tienes polvo de partículas de algún tipo de aparato de rayos X de alto volumen.

—No fue ningún «intercambio» —dijo Seria Mau—. Yo fui la única que disparó. —Se rió, sombría—. Se convirtieron en gas en ochenta nanosegundos —se pavoneó, esperando que fuera cierto.

Él se encogió de hombros para mostrar que aunque estaba impresionado no se iba a dejar desviar del tema.

—Pero ¿quiénes son? Van a por ti, muchacha.

—¿Qué sabes tú?

—No es lo que yo sepa. Es lo que tú sabes, lo que estás intentando negar. Está en todo tu porte. En la forma en que hablas.

—¿Qué sabes, Billy Anker?

Él se encogió de hombros.

—¡Nadie puede atrapar a la Gata Blanca! —le gritó.

En ese momento Mona la clon salió de entre los jeroglíficos de la pared de la sala de control de Billy Anker. Su espectro, una versión más pequeña y más barata de sí misma, fluctuaba como neón malo. Llevaba zapatillas rojas «fóllame» con tacones de diez centímetros, un tubo de látex hasta la pantorrilla (verde lima) y un top bolero de lana de angora rosa. Tenía el pelo recogido en bucles con lazos a juego.

—Oh, hola, lo siento —dijo—. Debo de haber pulsado algo equivocado.

Billy Anker parecía irritado.

—Ten más cuidado, muchacha —le aconsejó. Ella le dirigió una mirada casual de arriba a abajo, luego lo ignoró.

—Estaba intentando encontrar algo de música —le dijo a Seria Mau.

—Sal de aquí.

—No puedo manejar esta cosa —se quejó la clon.

—Si no recuerdas lo que le pasó a tus amigos —le advirtió Seria Mau—, puedo mostrarte la grabación.

La clon se mordió los labios durante un instante, la furia luchando en su gesto con la desesperación, y entonces las lágrimas le corrieron por el rostro y se encogió de hombros y se disolvió lentamente en humo marrón. Aunque debía de haberse preguntado qué había detrás de todo esto, Billy Anker contempló la escena con estudiada falta de interés. Después de un minuto, le dijo a Seria Mau:

—Cambiaste el nombre de la nave. Me interesa saber por qué.

Ella se echó a reír.

—No lo sé —dijo—. ¿Por qué se hacen esas cosas? Estábamos allí en la oscuridad, la nave, la matemática y yo. No había nada para orientarnos excepto el Canal… leve, lejano, parpadeando como un ojo malo. De repente recordé la leyenda que tenían los capitanes espaciales originales, cuando usaban las transformaciones Tate-Kearney hace todos esos cientos de años para encontrar el camino de estrella en estrella. Cómo en las largas guardias de la noche a veces podían ver, dentro de sus hologramas de navegación, una visión fantasmal del propio Brian Tate, atravesando el vacío con su gata blanca al hombro. Fue entonces cuando elegí el nombre.

Billy Anker la miró, parpadeando.

—Jesús —dijo.

Seria Mau espectró en el brazo de su sillón.

—¿Vas a decirme dónde conseguiste el paquete del Dr. Haends? —dijo, mirándolo a los ojos.

Antes de que pudiera responder, ella tuvo que retirarse de la Espada Karaoke y regresar a la Gata Blanca. Suaves y persistentes alarmas llenaban la nave. En los rincones, los operadores sombra se retorcían las manos.

—Aquí está ocurriendo algo —dijo la matemática.

Seria Mau se agitó inquieta en los estrechos volúmenes de su tanque. Los miembros que le quedaban hicieron movimientos vagos, nerviosos.

—¿Por qué me lo dices?

La matemática mostró el diagrama firma de un acontecimiento de quinientos o seiscientos nanosegundos de antigüedad. Se presentaba como débiles dedos grises retorciéndose y abriéndose contra la luz espectral.

—¿Por qué siempre parece sexo? —se quejó Seria Mau. La matemática, sin saber qué responder, permaneció en silencio—. Escoge un nuevo régimen —ordenó Seria Mau, irritada. La matemática escogió un nuevo régimen. Luego otro. Luego un tercero. Era como intentar ponerte gafas de colores hasta que veías lo que querías. La imagen fluctuaba y cambiaba como antiguas fotos de viaje en un proyector de diapositivas. Al final empezó a afianzarse regularmente entre dos estados. Si sabías exactamente cómo mirar en la abertura entre ambos podías detectar, como materia que reaccionaba débilmente, el fantasma de un evento. A dos UA de distancia, en lo profundo de una banda de gas caliente y basura asteroidal, algo se había movido y luego se había vuelto a quedar quieto. Los nanosegundos se alargaron, y nada más sucedió.

—¿Ves? —dijo la matemática—. Ahí hay algo.

—Éste es un sistema difícil para ver. Los librofalsos son claros en eso. Y Billy Anker dice…

—Lo comprendo. Pero ¿estás de acuerdo en que ahí hay algo?

—Ahí hay algo —admitió Seria Mau—. No pueden ser ellos. Esa artillería habría derretido un planeta. —Pensó durante un instante—. Lo ignoraremos —dijo.

—Me temo que no podemos hacer eso. Algo está pasando y no sabemos qué es. Escaparon, igual que nosotros, justo cuando el arma estallaba. Tenemos que asumir que son ellos.

Seria Mau se agitó en su tanque.

—¡Cómo pudiste dejar que sucediera! —chilló—. ¡Se convirtieron en gas en ochenta nanosegundos!

La matemática la sedó mientras estaba todavía hablando. Se oyó a sí misma dopplereando en el silencio como una demostración de algún punto de Relatividad General. Entonces soñó que estaba de vuelta en el jardín, un mes antes del primer aniversario de la muerte de su madre. Ahora reinaba una primavera húmeda, con narcisos terrestres en los macizos bajo los laureles, cielo azul claro terrestre entre altas nubes blancas. La casa, que abría reacia sus puertas y postigos después del largo invierno, los había soltado a los tres como el suspiro de un anciano. El hermano encontró una babosa. Se agachó y la azuzó con un palo. Luego la cogió y corrió con ella, diciendo «Yoiy, yoiy, yoiy». Seria Mau, con nueve años, vestida cuidadosamente con su abrigo de lana roja, no podía mirarlo, ni reírse. Todo el invierno había soñado con un caballo, ¡un caballo blanco que trotara con delicadeza! Vendría de ninguna parte y después la seguiría a donde fuera, tocándola con su suave nariz.

Sonriendo tristemente, el padre los veía jugar.

—¿Qué queréis? —les preguntó.

—¡Quiero esta babosa! —gritó el hermano. Se tiró al suelo y pataleó—. Yoiy, yoiy.

El padre se rió.

—¿Y tú, Seria Mau? ¡Puedes tener lo que quieras!

Había vivido solo todo el invierno, jugando al ajedrez en su fría habitación del piso de arriba, con las manos en sus mitones sin dedos. Lloraba a la hora de almorzar, cuando veía a Seria Mau traerle la comida. No quería que dejara la habitación. Le ponía las manos sobre los hombros y le hacía mirarlo a sus ojos heridos. Ella no quería eso todos los días de su vida. No quería sus lágrimas; no quería su jardín, tampoco, con su montón de cenizas y su olor a pérdida entre los abedules. ¡En el momento en que ella lo pensó, lo quiso, después de todo! Lo amaba. Amaba a su hermano. Al mismo tiempo, quería huir de ellos y navegar el río Perla Nueva.

Quería irse a algún espacio propio, agarrada a la crin de un gran caballo blanco cuyo suave aliento oliera a almendras y vainilla.

—No quiero tener que ser la madre —dijo Seria Mau.

El rostro de su padre cambió. Se dio la vuelta. Ella se encontró de pie ante el escaparate de una tienda retro bajo la lluvia.

Cientos de pequeños artículos se mostraban tras el cristal empañado. Todos ellos eran falsos. Dientes falsos, narices falsas; labios de rubí falsos, pelo falso, gafas de rayos X que nunca funcionaban. Material viejo, corrompido, hecho de hojalata o plástico, cuyo única finalidad era convertirse en otra cosa en el momento que lo cogieras. Un caleidoscopio que te manchaba de negro el ojo. Rompecabezas que, una vez desmontados, nunca volvían a ensamblarse. Cajas de doble fondo que se reían cuando las tocabas. Instrumentos musicales que se tiraban pedos cuando los soplabas. Todo era falso. Era un paradigma de la inseguridad. En mitad de todos los otros objetos, en un lugar destacado, se encontraba la caja de regalo de Tío Zip con su lazo de satén verde y su docena de rosas de largo tallo. La lluvia cesó. La tapa de la caja se alzó por su cuenta. Brotó un sustrato nanotecnológico como espuma blanca y empezó a llenar el escaparate, mientras la suave campana trinaba y la voz de la mujer susurraba:

—¿Dr. Haends? Dr. Haends, por favor. ¡Dr. Haends a quirófano!

Entonces se produjo un leve pero urgente golpecito en el interior del cristal. La espuma se aclaró, revelando que el objeto estaba vacío a excepción de un solo artículo. Contra un fondo de satén de golilla color ostra había un cartoncito blanco donde se reproducía el burdo y vivaz dibujo de un hombre con sombrero de copa y frac que se disponía a encender un cigarrillo turco. Había descubierto las mangas con un gesto. Había colocado el tabaco en el dorso de su larga mano blanca. Petrificado en ese momento, estaba lleno de elegante potencial. Sus negras cejas se arqueaban irónicamente. «¿Quién sabe qué pasará a continuación?», parecía estar diciendo. El cigarrillo desaparecería. O desaparecería el mago. Daría un golpecito con el extremo de su bastón de ébano a su sombrero y se difuminaría lentamente en la nada mientras el Canal Kefahuchi se deslizaba sobre el satén de golilla tras él como un collar Victoriano barato y la luz de la calle hacía destellar (¡ting!) uno de sus blancos y afilados incisivos. Todo desaparecería.

Bajo esta imagen, en letras art déco, alguien había impreso las palabras:

DR. HAENDS, CIRUJANO PSÍQUICO.

Aparece dos veces cada noche.

Seria Mau se despertó aturdida, para encontrar que el tanque estaba lleno de hormonas benignas. La matemática había cambiado de opinión.

—Creo que después de todo estamos solas —dijo, y se marchó a su propio espacio antes de que ella pudiera contestar. Eso la obligó a recuperar las pantallas relevantes y dedicarles su atención.

—Ahora no estoy tan segura —dijo.

No hubo respuesta.

A continuación, se abrió una línea desde el planeta de abajo.

—¿Qué pasó pues? —quiso saber Billy Anker—. ¿En un momento estás hablando, y al otro no?

—¡Toda esta interferencia! —dijo Seria Mau alegremente.

—Vale, bien, no me hagas ningún favor —gruñó él—. Si quieres saber la historia de ese paquete, tal vez pueda ayudarte. Pero primero tienes que hacer algo por mí.

Seria Mau se echó a reír.

—Nadie podrá ayudarte con tu peculiar sentido de la moda, Billy Anker; quiero decirlo desde el principio.

Esta vez, fue Billy Anker quien rompió la conexión.

Ella envió un espectro.

—Eh, vamos —dijo—, era una broma. ¿Qué quieres que haga?

Se notó que él se tragó su orgullo. Se notó que tenía sus propios motivos para mantener su atención.

—Quería que vinieras conmigo a ver algunas cosas en Línea Roja, eso es todo. —Ella se sintió conmovida, hasta que la voz de él adquirió aquella nota que ya reconocía—. Nada especial. O tan especial como todas las demás cosas que conocemos allá en la frontera…

—Vamos —interrumpió ella—. Si es necesario.

Al final, sin embargo, no hubo tiempo para hacerlo. Sonaron las alarmas. Los operadores sombra revolotearon. La Gata Blanca se puso en alerta total. Sus relojes de batalla, dispuestos a cero, empezaron a descontar femtosegundos, la última parada antes del incognoscible tiempo real del universo. Mientras tanto, desvió producto de fusión a los motores y armas y empezó, como medida de precaución, a entrar y salir del dinaflujo al azar. Por esta conducta, Seria Mau juzgó que se trataba de una emergencia.

—¿Qué pasa? —le exigió a la matemática.

—Mira —recomendó ésta, y empezó a aumentar las conexiones entre ella y la Gata Blanca hasta que, en aspectos importantes, Seria Mau se convirtió en la nave. Estaba en tiempo nave. Tenía consciencia de nave. Los ritmos de proceso aumentaron varios órdenes de magnitud a partir de los miserables cuarenta bits por segundo de los humanos. Sus sensores, analogados para representar catorce dimensiones, resonaron con réplicas de sí mismos como una catedral construida en membranoespacio. Seria Mau estaba ahora viva de un modo, en un lugar (y a una velocidad) que la consumiría si duraba más de un minuto y medio. Como medida de precaución la matemática estaba ya inundando el proteoma del tanque con endorfinas. Inhibidores de adrenalina y hormonas que, operando a velocidades biológicas, tendrían efecto sólo después de que el encuentro hubiera terminado.

—Me equivoqué —dijo—. ¿Ves? ¡Allí!

—Veo —dijo Seria Mau—. ¡Veo a los mamones!

Eran CMT. No había ninguna necesidad de diagramas de firma o librofalsos. Los conocía. Conocía sus formas. Incluso conocía sus nombres. Una manada de naves-K (los comunicadores chillando con falso tráfico, los señuelos destellando en varias dimensiones) se deslizó por el callejón gravitatorio de Línea Roja siguiendo una trayectoria diseñada para impredictibilidad máxima. Cambiando de rumbo de un instante a otro, aparecían en los sensores de la Gata Blanca como neón, trazado recurrentemente contra la noche del halo. La manada Krishna Moire, en operación de larga distancia salida de Nuevo Venuspuerto, incluía: la Norma Shirike, la Kris Rhamion, la Sharmon Kier y la Marino Shirike, y estaba dirigida por la propia Krishna Moire. Se acercaron, sus matemáticas entrelazadas haciendo que intercambiaran constantemente posiciones en una especie de trenza o tejido aleatorio. Era una clásica treta de nave-K. Pero el hilo central del tejido (aunque «centro» era un término sin significado en estas circunstancias) se presentaba como un objeto que Seria Mau reconocía: un objeto con una extraña firma relacionada, medio nástica, medio humana.

Mientras se cernían sobre ella, la Gata Blanca fluctuó y se agitó, remedando incertidumbre y tal vez un ala rota. Desapareció de su órbita. La manada tomó nota. Se podía oír su risa sarcástica. Asignaron una fracción de su inteligencia a encontrarla: se centraron en ello. Seria Mau (su firma deshilachada para imitar la de un satélite abandonado en el L2 de Línea Roja) no necesitó más pruebas. Su intuición operaba también en catorce dimensiones.

—Sé a dónde van.

—¿A quién le importa? —dijo la matemática—. Vamos a salir de aquí en veintiocho nanosegundos.

—No. No es a nosotras. ¡No es a nosotras a quien quieren!

Hubo una erupción de luz blanca en la atmósfera superior de Línea Roja cuando las armas de medio alcance, lanzadas al dinaflujo antes de que empezara el ataque, estallaron al enzarzarse con los campos de minas y satélites de Billy Anker. En la superficie, bajo la lluvia, la Espada Karaoke empezó a despertar a su situación, los comunicadores reacios, los motores lentos en calentarse, las contramedidas medio ciegas a la situación: un cohete con resaca de diez años que entraba en los sensores de Seria Mau como un dolorido y perezoso gusano de luz.

¡Demasiado lento!, pensó. Demasiado viejo.

Abrió una línea.

—¡Demasiado lento, Billy Anker! —gritó. No hubo respuesta. El entradista, golpeando lleno de pánico los brazos de su sillón de aceleración, se había dislocado el índice izquierdo—. ¡Voy a bajar!

—¿Es aconsejable? —quiso saber la matemática.

—Desconéctame —dijo Seria Mau.

La matemática vaciló.

—No.

—Desconéctame. Somos un asunto secundario. Esto no es una batalla, es una redada policial. Han venido a por Billy Anker, y no tiene ni idea de cómo evitarlo.

La Gata Blanca reapareció a doscientos kilómetros sobre Línea Roja. Las armas estallaban a su alrededor. Alguien había predicho que saldría allí y entonces.

—Oh, sí —dijo Seria Mau—, muy listos. Al carajo con vosotros también. —Una por otra, hizo estallar una mina de gama alta que había lanzado al camino de la manada—. Aquí tenéis una que preparé antes —dijo. La manada se quebró, cegada temporalmente, y se dispersó en varias direcciones—. No nos perdonarán por eso —le dijo Seria Mau a la matemática—. Son un equipo de hijos de puta arrogantes.

La matemática, que estaba utilizando el momento de tregua para normalizar su relación con la Gata Blanca, no hizo ningún comentario. Los sensores de la nave se colapsaron a su alrededor. Todo se refrenó.

—Entrar y salir ahora —dijo—. Tan rápido como podamos.

La Gata Blanca se lanzó una altura de entrada. El retrofuego latía y destellaba. Fuera, los colores del espacio dieron paso a extraños rojos y verdes derramados. Seria Mau frenó implacablemente en la atmósfera cada vez más densa, dejando que la velocidad se convirtiera en calor y ruido hasta que su nave fue una rugiente bola de fuego amarilla que cruzaba el cielo nocturno. Fue una dura cabalgada. Los operadores sombra correteaban, con sus alas membranosas ondeando tras ellos, con sus largas manos cubriendo sus rostros. Mona la clon, que se había asomado a una portilla mientras la nave frenaba en seco, vomitaba enérgicamente en los habitáculos humanos.

Quebraron la base de nubes a quinientos metros, para encontrar a la Espada Karaoke directamente bajo ellos.

—No me lo puedo creer —dijo Seria Mau. La vieja nave se había alzado un palmo o dos del lodo y giraba vacilante a un lado y otro, temblando como una aguja de brújula barata. Una antorcha de fusión disparaba en la parte trasera, encendiendo la vegetación cercana y generando brotes de vapor radiactivo. Después de veinte segundos, sus proas cayeron de pronto y todo el aparato se desplomó de vuelta a la tierra con un gemido, partiéndose en dos a un centenar de metros por delante del motor.

—Jesucristo —susurró Seria Mau—. Bájanos.

La matemática dijo que no estaba dispuesta a obedecer.

—Bájanos. No voy a dejarlo aquí.

—No vas a dejarlo aquí, ¿verdad? —llamó Mona la clon ansiosamente desde los habitáculos humanos.

—¿Estás sorda? —dijo Seria Mau.

—No te lo perdonaría nunca, eso es todo.

—Cállate.

La manada Krishna Moire, advirtiendo lo que había sucedido, se aproximó, se desplegó en la órbita de atraque con una especie de bravuconería ociosa, como los muchachos sombra en cultivares de un solo uso ocupan un portal para poder escupir, jugar y limpiarse las uñas con réplicas de antiguas y preciosas navajas. Podían permitirse esperar. Mientras tanto, para sacudir las cosas, el propio Krishna Moire abrió una línea con la Gata Blanca. Se había alistado más joven que Seria Mau, y su espectro, aunque tenía metro ochenta de altura y se presentaba con ropa de Contratos Militares Terrestres, incluyendo botas negras, polainas de montar hasta la cintura y una chaqueta cruzada gris paloma con charreteras, tenía la exigente boca de un niño.

—Queremos a Billy Anker —dijo.

—Pasad primero por mí —invitó Seria Mau.

Moire parecía menos seguro.

—Cometes un error al resistirte a nosotros —le informó—. Un detalle más que añadir a todas esas fechorías que has hacido. Pero, eh, no hemos venido a por ti, no esta vez.

—¿Hacido? —dijo Seria Mau—. ¿Fechorías que he hacido?

Fuera, las explosiones marchaban firmemente por el lodo, sacudiendo rocas y vegetación. Algunos elementos de la manada, impacientándose con la espera de medio minuto, habían entrado en la atmósfera y habían empezado a bombardear la superficie al azar. Seria Mau suspiró.

—Vete al carajo, Moire, y aprende a hablar bien.

—Sólo estás viva porque a los CMT no les importas ni viva ni muerta —le advirtió él mientras se difuminaba en humo marrón—. Podrían cambiar de opinión. Esta operación es doble rojo. —Su espectro fluctuó, se desvaneció, se reformó de pronto en una especie de postdata—. ¡Eh, Sería, ahora tengo mi propia manada!

—Ya lo sabía. ¿Y qué?

—Que la próxima vez que te vea dejaré hablar a la máquina.

—Capullo —dijo Seria Mau.

A estas alturas ya tenía abierta la bodega de carga. Billy Anker, vestido con un añejo traje EV, corría con la cabeza gacha hacia ella con toda la sombría impaciencia de los que no están en forma. Se cayó. Se levantó. Volvió a caer. Se limpió el visor. Allá en la estratosfera, la manada Krishna Moire se agitó y giró en ansiosa formación rota; mientras por encima, en la órbita de atraque, la nave híbrida esperaba a lo que podría suceder, su firma ambivalente fluctuando como una descripción de los acontecimientos que tenían lugar abajo. Seria Mau se preguntó quién estaría allá arriba junto con el comandante de la Tocando el Vacío. ¿Quién presidía esta torpe operación? En la bodega de carga, Mona la clon gritó el nombre de Billy. Se asomó, le cogió la mano, lo aupó al interior. La rampa de carga se cerró de golpe. Como si esto fuera una señal, largas columnas de vapor emergieron de la capa de nubes en empinados ángulos. La nave de Billy Anker estalló. Sus motores se perdieron en un suspiro de luz gamma y visible.

—Vamos —le dijo Seria Mau a la matemática. La Gata Blanca aceleró en un arco bajo y rápido sobre el Polo Sur, transmitiendo firmas fantasma, disparando señuelos y perros de partículas.

—¡Mira! —gritó Billy Anker—. ¡Allá abajo!

El Artefacto del Polo Sur destellaba bajo ellos. Seria Mau apenas lo atisbo: un zigurat de metalarma sin rasgos de un millón de años y siete kilómetros de lado en la base. Entonces se desvaneció a popa.

—¡Se está abriendo! —gritó Billy Anker. Y luego añadió, en un susurro asombrado—: Puedo ver. Puedo ver dentro…

El cielo se iluminó de blanco tras ellos, y su voz se convirtió en un gemido de desesperación. La manada, frustrada, había alcanzado el zigurat con algo extraído del último estante de su arsenal, algo grande. Algo CMT.

—¿Qué viste? —preguntó Seria Mau tres minutos más tarde, cuando se pusieron al socaire en Línea Roja L2 mientras la matemática de la Gata Blanca trataba de encontrar una salida ante las narices de sus perseguidores.

Billy Anker no quiso decirlo.

—¿Cómo han podido hacer eso? —se quejó—. Era un artefacto histórico único, y funcionaba. Todavía estaba recibiendo datos de algún lugar del Canal. Podríamos haber aprendido algo de esa cosa. —Permaneció sentado con la cara blanca en los habitáculos humanos, jadeando y quitándose el sudor producido por la adrenalina con el pañuelo, la mitad superior del sucio traje EV abierto. Los operadores sombra arrullaban y fluctuaban a su alrededor, tratando de arreglar su dedo dislocado, pero él no paraba de espantarlos con la otra mano—. Estas cosas viejas son todo lo que tenemos —dijo—. ¡Son nuestros únicos recursos!

—Donde buscas, encuentras —le dijo ella—. Siempre habrá más, Billy Anker. Siempre habrá más después de eso.

—Sin embargo, todo lo que aprendí, lo aprendí de esa cosa.

—¿Y qué aprendiste, Billy Anker?

Él se dio un golpecito a un lado de la nariz.

—Te gustaría saberlo —dijo, riendo como si esta afirmación demostrara lo aguda y clara que era su intuición—. Pero no te lo voy a decir. —Era un peinador de playas, con toda la purga de la personalidad que eso implica. Su gran descubrimiento lo varaba. Tenía que creer que ella estaría interesada en la retorcida reflexión sobre la naturaleza de las cosas que pensaba que esa cosa le había dado—. Pero puedo decirte qué quieren los CMT —ofreció en cambio.

—Eso ya lo sé. Te quieren a ti. Me siguieron desde Motel Splendido para encontrarte. Y hay otra cosa en la que pensar: la manada Moire quería eliminarme. Creen que son lo bastante buenos. Pero quien está en esa otra nave no los dejó, por si te pillaban en el fuego cruzado. Por eso se cargó Krishna Moire tu artefacto, Billy. Está jodido con sus superiores.

Billy Anker sonrió, astuto.

—¿Y son lo bastante buenos? ¿Para eliminarte?

—¿Tú qué crees?

Billy Anker contempló con aprobación esta respuesta. Entonces dijo:

—Los CMT no me quieren a mí. Quieren lo que encontré.

Seria Mau sintió frío en su tanque.

—¿Está a bordo de mi nave?

—En cierto modo —reconoció él. Hizo un gesto para abarcar toda Bahía Radio, tal vez incluso la vasta extensión de la Playa misma—. Está ahí fuera también.