El día que regresó a Londres, Michael Kearney cerró la casa de Chiswick y se mudó al apartamento de Anna.
No había muchas cosas que trasladar, lo cual fue una suerte porque Anna acumulaba cosas como forma de aislarse contra sus propios pensamientos. El lugar era una leonera: de planta lineal, cada habitación tenía un tamaño diferente o actuaba como pasillo entre otras dos. Nunca sabías dónde estabas. No había mucha luz natural. Ella la había reducido más al pintar las paredes de una especie de amarillo toscano y sobre ello un color terracota pálido. La cocina y el lavabo eran diminutos, y éste último tenía pintados pececitos de colores azules y dorados. Había máscaras por todas partes, guirnaldas, lámparas chinas, trozos de cortina polvorienta, candelabros de cristal descascarillados, y grandes frutas secas de países en los que nunca había estado. Sus libros rebosaban de los estantes combados de madera plisada para repartirse por el suelo de color melaza.
Kearney tenía pensado utilizar el futón de la habitación del fondo, pero en cuanto se tumbó en él el corazón se le desbocó y se sintió asaltado por ansiedades inexplicables. Después de un par de noches empezó a dormir en la cama de Anna. Esto era, quizás, un error.
—Es como si volviéramos a estar casados —dijo Anna una noche, al despertar, y le dirigió una sonrisa dolorosamente alegre.
Cuando Kearney salió del cuarto de baño, ella había preparado huevos escalfados y tostadas rancias, y también croissants rancios. Eran las nueve de la mañana y la mesa estaba cuidadosamente adornada con salvamanteles y velas encendidas. Pero por lo demás ella parecía mejor. Se apuntó a clases de yoga en el Centro de Artes de Waterman. Dejó de escribirse notitas, aunque dejó pegadas las antiguas en la parte trasera de la puerta de su cuarto, donde enfrentaban a Kearney con olvidadas responsabilidades emocionales. Alguien te quiere. Se pasaba gran parte de cada noche contemplando el reflejo de las farolas de la calle en el techo de la habitación, escuchando el murmullo del tráfico ir y venir por el puente de Chiswick. En cuanto se sintió aclimatado, fue a Fitzrovia a ver a Tate.
Era un feo lunes por la tarde. La lluvia había vaciado las calles al este de la carretera de Tottenham Court.
El laboratorio de investigación (un anexo del Imperial College dejado recientemente al cuidado de la economía de libre mercado) tenía su acceso a través de un subsótano feo y limpio con una placa reluciente y verjas de hierro recién pintadas de negro. Unas calles más al este habría albergado una agencia literaria. Los ventiladores estaban funcionando y hacían ruido, y a través de las ventanas esmeriladas Kearney pudo ver a alguien moverse. El leve sonido de una radio se filtraba hacia el exterior. Kearney bajó los escalones y tecleó su clave de acceso en la placa junto a la puerta. Como no funcionó, pulsó el botón del intercomunicador y esperó a que Tate lo dejara entrar. El intercomunicador restalló, pero nadie habló desde el otro lado, ni nadie abrió.
—¿Brian? —preguntó después de un momento.
Pulsó de nuevo el botón, y luego dejó el dedo puesto. No hubo respuesta. Volvió a la calle y se asomó entre los barrotes. Esta vez no pudo ver a nadie moviéndose, y lo único que pudo oír fue el sonido de los ventiladores.
—¿Brian?
Después de un momento, aceptó que se había equivocado. El laboratorio estaba vacío. Kearney se subió el cuello de la chaqueta de cuero y se marchó caminando en dirección a Centre Point. No había llegado al final de la calle cuando se le ocurrió telefonear a Tate a su casa. Respondió la esposa de Tate.
—No está aquí —dijo—. Me alegra decirlo. Se fue antes de que nos despertásemos. —Pensó un instante, y luego añadió secamente—: Si es que vino a casa anoche. Cuando lo veas, dile que me llevo a los niños de vuelta a Baltimore. Lo digo en serio.
Kearney miró el teléfono, intentando recordar cómo se llamaba o qué aspecto tenía.
—Bueno —continuó ella—, en realidad no lo digo en serio. Pero lo haré pronto.
Como él no contestaba, dijo bruscamente:
—¿Michael?
Kearney pensó que se llamaba Elizabeth, pero la gente la llamaba Beth.
—Lo siento, Beth.
—¿Ves? —dijo la esposa de Tate—. Todos sois iguales. ¿Por qué no aporreas la puñetera puerta hasta que se despierte? —Luego dijo—: ¿Crees que tendrá a una mujer ahí dentro? Me sentiría aliviada. Sería una conducta humana.
—Mira, espera, yo… —dijo Kearney.
Se había dado la vuelta justo a tiempo para ver a Tate subir los escalones del laboratorio, hacer una pausa un momento para mirar a ambos lados, y luego cruzar la calle y caminar a paso rápido hacia la calle Gower.
—¡Brian! —llamó Kearney. El teléfono captó el tono de su voz y empezó a chillarle urgentemente. Él cortó la comunicación y echó a correr detrás de Tate, gritando—. ¡Brian! ¡Soy yo! Brian, ¿qué coño pasa?
Tate no dio muestras de escucharle. Se metió las manos en los bolsillos y encogió los hombros. Ahora llovía a cántaros.
—¡Tate! —gritó Kearney. Tate miró por encima de su hombro, sorprendido, y entonces echó a correr. Para cuando llegó a la plaza Bloomsbury, que fue donde Kearney lo alcanzó, los dos respiraban con dificultad. Kearney agarró a Tate por los hombros de su plumas gris y le hizo darse la vuelta. Tate emitió una especie de sollozo entrecortado.
—Déjame en paz —dijo, y se quedó allí de pie, súbitamente derrotado, mientras el agua le corría por la cara.
Kearney lo soltó.
—No comprendo. ¿Qué ocurre?
Tate jadeó un poco, y luego consiguió decir:
—Estoy harto de ti.
—¿Qué?
—Estoy harto de ti. Se suponía que estábamos en esto juntos. Pero nunca estás aquí, nunca respondes al teléfono, y ahora el maldito Gordon quiere vender el cuarenta y nueve por ciento de nosotros a un banco inversor. No puedo encargarme de la parte financiera. Se supone que no tengo que hacerlo. ¿Dónde has estado estas dos últimas semanas?
Kearney lo agarró por los antebrazos.
—Mírame —dijo—. No pasa nada. —Se obligó a reír—. Jesús, Brian. Mira que llegas a ser difícil.
Tate lo observó enfadado durante un momento, luego también él se echó a reír.
—Mira —dijo Kearney—, vamos a ir al Club Manantial a tomar una copa.
Pero Tate no se dejó convencer tan fácilmente. Odiaba el Club Manantial, dijo. Además, tenía trabajo que hacer.
—Supongo que podrías venir conmigo —sugirió.
Kearney, permitiéndose una sonrisa, reconoció que eso sería lo mejor.
El laboratorio olía a gato, comida rancia y cerveza Giraffe.
—La mayoría de las noches duermo en el suelo —se disculpó Tate—. No tengo tiempo para ir a casa.
Los gatos estaban enroscados en una basura compuesta por cartones de hamburguesas en la base de su escritorio. Levantaron la cabeza cuando Kearney entró. El macho corrió hacia él y se frotó en sus pies, pero la hembra se quedó donde estaba, a la luz que creaba una corona transparente en su pelaje blanco, y esperó a que él se le acercara. Kearney le pasó la mano por la cabecita afilada y se rió.
—Vaya casa de prima donnas —le dijo a la gata.
Tate parecía sorprendido.
—Te han echado de menos. Pero mira aquí.
Había prolongado la típica vida útil de un q-bit en factores de ocho y diez. Despejaron la basura de alrededor del mueble situado al fondo de la habitación y se sentaron delante de una de las grandes pantallas planas. La gata se acercó con la cola al aire, y se sentó en el hombro de Kearney ronroneándole al oído. Los resultados de las pruebas se sucedieron unos a otros como vahídos de actividad sináptica en el espacio libre de decoherencia.
—No es un ordenador cuántico —dijo Tate, después de que Kearney lo felicitara—, pero creo que vamos por delante del equipo de Kielpinski, de momento. ¿Ves por qué te necesito aquí? No quiero que Gordon nos venda por ahí justo cuando podemos pedirle cualquier cosa a quien queramos. —Extendió la mano para pulsar el teclado. Kearney lo detuvo.
—¿Qué hay de lo otro?
—¿Lo otro?
—La pega en el modelo, fuera lo que fuese.
—Ah —dijo Tate—, eso. Bueno, hice lo que pude al respecto.
Pulsó un par de teclas. Un nuevo programa empezó a ejecutarse. Hubo un destello de luz azul ártico; la gata se enderezó en el hombro de Kearney, entonces el primer resultado de la prueba apareció ante ellos mientras el sistema Beowulf empezaba a falsificar espacio. Esta vez la ilusión fue mucho más lenta y clara. Algo se congregó tras el código en algún lugar y cruzó la pantalla. Un millón de luces de colores, girando y revolviéndose como un banco de peces asustados. La gata blanca se bajó del hombro de Kearney en un segundo, lanzándose hacia la pantalla con tanta fuerza que ésta se estremeció. Durante medio minuto los fractales se esparcieron y sacudieron por la pantalla. Entonces todo se detuvo. La gata, con su piel reflejando azul hielo en el halo de la pantalla, danzó durante medio minuto más y luego perdió interés y empezó a lamerse afectadamente.
—¿Qué conclusión sacas? —dijo Tate—. ¿Kearney?
Kearney permaneció sentado lleno de una especie de horror remoto, acariciando a la gata. Justo antes del estallido de fractales, justo cuando el modelo se colapsaba, había visto algo. ¿Cómo iba a salvarse? ¿Cómo iba a asimilar todo esto? Por fin, consiguió decir:
—Probablemente es un artefacto, entonces.
—Eso es lo que yo pensaba —dijo Tate—. No tiene sentido continuar con eso. —Se rió—. Excepto tal vez para divertir a la gata.
Como Kearney no hizo ningún comentario, se levantó y empezó a preparar otra prueba. Después de unos cinco minutos dijo, como si continuara una conversación anterior:
—Oh, vino a verte un maniaco. Vino más de una vez. Se llamaba Strake.
—Sprake —dijo Kearney.
—Es lo que he dicho.
Kearney sintió como si se hubiera despertado en mitad de la noche, sin suerte. Soltó con cuidado a la gata blanca y contempló la habitación, preguntándose cómo la había encontrado Sprake.
—¿Se llevó algo? —indicó el monitor—. ¿No vio esto?
Tate se echó a reír.
—Estás de guasa. No quise dejarlo entrar. Echó a andar de un lado a otro, agitando los brazos y dándome un discurso en un lenguaje que no reconocí.
—Ladra más que muerde.
—Después de la segunda vez cambié el código de la puerta.
—Ya me he dado cuenta.
—Fue por si acaso —dijo Tate a la defensiva.
Kearney había conocido a Sprake unos cinco años después de robar los dados. La reunión tuvo lugar en un tren abarrotado que pasaba por Kilburn camino de Euston. Las paredes del puente de Kilburn estaban cubiertas de grafiti, explosiones de rojo y púrpura y verde hechas con deliberación y exuberancia, formas como fuegos artificiales estallando, hinchadas como frutas tropicales empapadas, efectos de superficies deslumbrantes. Eddie, Daggo, Minee… no tanto nombres como dibujos de nombres. Después de haberlos visto todo se volvía opresivo y aburrido.
El andén de Kilburn estaba vacío pero el tren se detuvo allí largo rato, como si esperara a alguien, y al final un hombre llegó corriendo. Tenía el pelo rojo, los ojos claros y duros, y una vieja cicatriz amarilla le cruzaba toda la mejilla izquierda. Llevaba una capote militar sin chaqueta ni camisa debajo. Aunque las puertas se cerraron, el tren permaneció quieto. En cuanto entró, encendió un cigarrillo y empezó a fumar con deleite, sonriendo y saludando con la cabeza a los otros pasajeros. Los hombres se miraron los zapatos pulidos. Las mujeres estudiaron la masa de vello arenoso entre sus pectorales; intercambiaron miradas furiosas. Aunque las puertas se habían cerrado, el tren permaneció donde estaba. Después de un minuto o dos, se subió la manga para consultar el reloj, un gesto que reveló la palabra «fuga» tatuada por dentro de su sucia muñeca. Sonrió, e indicó los grafiti de fuera.
—Lo llaman «bombardear» —le dijo a una de las mujeres—. Deberíamos vivir así nuestras vidas.
Al instante, la mujer se dedicó a leer el Daily Telegraph.
Sprake asintió, como si ella hubiera dicho algo. Se sacó el cigarrillo de la boca y examinó el extremo aplastado, poroso, manchado de saliva.
—En cuanto a vosotros —dijo—. Bueno, parecéis un puñado de matones pagados de sí mismos.
Eran trabajadores corporativos de telecomunicaciones y agentes inmobiliarios de veintitantos años, que se hacían pasar, con una corbata de diseño o unas hombreras, por peligrosos contables de la City.
—¿Es eso lo que queréis? —rió—. Deberíamos bombardear nuestros nombres en las paredes de la cárcel —gritó. Ellos se fueron apartando de él, hasta que sólo quedó Kearney—. Y en cuanto a ti —dijo, mirando interesado a Kearney con la cabeza en un ángulo extraño, como de pájaro, y bajando la voz hasta un murmullo apenas audible—: Tienes que seguir matando, ¿verdad? Porque ésa es la manera de mantenerlo a distancia. ¿Tengo razón?
El encuentro ya tenía la misma sensación de incomodidad (el aura, el amplificado presagio epiléptico) que muchos acontecimientos tras la estela del Shrander, como si esa entidad proyectara una clase especial de iluminación propia. Pero en ese momento Kearney todavía se consideraba a sí mismo una especie de aprendiz o de buscador. Todavía esperaba conseguir algo positivo. Aún estaba tratando de ver su retirada del Shrander como algo acompañado por una trayectoria opuesta (un movimiento hacia él), del cual todavía podría producirse algo parecido a un encuentro transformacional. Pero la verdad era que, para cuando conoció a Sprake, estaba lanzando los dados, y haciendo viajes al azar, y yendo a ninguna parte, desde lo que parecía toda una vida. Sintió un arrebato de vértigo (o tal vez fue sólo el tren que arrancaba de nuevo, lentamente al principio y luego más y más rápido, en dirección a Hampstead South) y, pensando que iba a caerse, extendió una mano hacia el hombro de Sprake para sujetarse.
—¿Cómo lo sabe? —dijo. Su propia voz le sonó ronca y amenazante. Sonaba poco usada.
Sprake lo miró durante un segundo, y luego se rió de los ocupantes del vagón.
—Un codazo es tan bueno como un guiño —dijo—. Para un caballo cojo.
Se había apartado con destreza mientras Kearney extendía la mano hacia él. Kearney medio se cayó contra la mujer que se escondía detrás del Daily Telegraph, se enderezó con una disculpa, y en ese instante vio lo bueno que era el cuerpo haciendo metáforas. Vértigo. Estaba volando. Nada bueno podría surgir ahora de esto. Había estado cayendo desde el momento en que los dados llegaron a sus manos. Se bajó del tren con Sprake, y juntos recorrieron el ruidoso y pulido vestíbulo y salieron a la calle Euston.
En los años que siguieron desarrollaron su teoría del Shrander, aunque no contenía ningún elemento explicativo, y rara vez se articulaba más que con sus acciones. Un sábado por la tarde en un tren con destino a Leeds asesinaron a una vieja en el espacio entre vagones, y, antes de meterla en el cubículo del lavabo, escribieron en su sobaco con rotulador rojo las líneas: «Enviadme un corazón de eón / buscadlo dentro». Fue su primer trabajo conjunto. Más tarde, en una irónica inversión de la trayectoria habitual, flirtearon con los incendios provocados y la muerte de animales. Al principio Kearney se sintió algo aliviado, aunque sólo fuera por la camaradería (la complicidad) de todo eso. Su cara, que había adquirido una expresión tan hueca que parecía muerta, se relajó. Dedicó más tiempo a su trabajo.
Pero al final, no fue más que complicidad. A pesar de estos actos de propiciación, sus circunstancias permanecieron inalteradas, y el Shrander le perseguía a todas partes donde iba. Mientras tanto, Sprake fue ocupando más y más de su tiempo. Su carrera languideció. Su matrimonio con Anna terminó. Para cuando cumplió treinta años, estaba esclerótico de ansiedad.
Si se relajaba, Sprake volvía a encarrilarlo.
—Sigues sin creer que es real —decía de pronto, a su manera suave, insinuante—. ¿Verdad? Vamos, Mick. Mickey. Michael. A mí puedes reconocérmelo.
Valentine Sprake ya era cuarentón y seguía viviendo en casa. Su familia tenía una tienda de ropa de segunda mano en el norte de Londres. Había una vieja con acento vagamente centroeuropeo que se pasaba el tiempo mirando en una especie de trance exhausto el abigarrado espacio dedicado al arte religioso en las paredes. El hermano de Sprake, un chico de unos catorce años, se pasaba el día sentado tras el mostrador de la tienda, masticando algo que olía a bolitas de anís. Alice Sprake, la hermana, con sus pesados miembros, su pesada sonrisa hueca, su piel olivácea y su leve bigote, miraba a Kearney especulativamente con sus grandes ojos marrones. Si alguna vez se quedaban solos, se sentaba junto a él y ponía suavemente su mano húmeda sobre su paquete. Él se empalmaba inmediatamente, y ella le sonreía de manera posesiva, revelando que sus dientes no eran buenos. Nadie lo vio nunca, pero a pesar de sus otras limitaciones aquella familia tenía una asombrosa inteligencia emocional.
—Te gustaría echarle un polvo, ¿verdad? —decía Sprake—. Darle lo que se merece, Mikey, viejo amigo. Bueno, no me importa, ¿sabes? —aquí soltaba una carcajada—, pero los otros dos no te dejarían.
Fue Sprake quien los llevó a Europa.
Mataron prostitutas turcas en Frankfurt, a un diseñador de moda milanés en Amberes. Hacia el final de lo que acabó por ser una correría de seis meses, se encontraron en La Haya una noche, comiendo en un buen restaurante italiano frente al Hotel Kurrhaus. El viento de la tarde soplaba desde el mar, rociando la plaza de arena antes de morir. La lámpara oscilaba sobre la mesa y las sombras de las copas de vino se agitaban incómodas sobre el mantel, como las complejas umbras y penumbras de los planetas. La mano de Sprake se movía entre ellas, y luego se quedó quieta, como agotada.
—Aquí somos como osos en un pozo —dijo.
—¿Deseas que no hubiéramos venido?
—«Crespelle y ricotta» —dijo Sprake. Arrojó el menú sobre la mesa—. ¿Qué coño es eso?
Después de una hora o dos, pasó un muchacho exhibiéndose en el crepúsculo. Tenía un metro sesenta y unos veintiséis años. Se había recogido y trenzado hacia atrás el pelo, y vestía pantalones cortos hasta la cintura con sus propios tirantes amarillos. Llevaba un peluche amarillo a juego. Aunque era ligeramente fornido, sus hombros, caderas y muslos tenían un aspecto redondeado y carnoso, y en su cara tenía la expresión complacida y de algún modo pícara de alguien que ejecuta una fantasía en público.
Sprake le sonrió a Kearney.
—Mira eso —susurró—. Quiere que lo metas en un campo de exterminio por su sexualidad. Tú quieres ahogarlo porque es maricón. —Se limpió la boca y se levantó—. Tal vez os podáis llevar bien.
Más tarde, en la habitación del hotel, miraron lo que le habían hecho al muchacho.
—¿Ves eso? —dijo Sprake—. Si eso no te dice algo, nada lo hará.
Como Kearney tan sólo se lo quedó mirando, citó con el intenso disgusto del maestro al aprendiz:
—«Era un misterio para ellos que estuvieran en el Padre todo el tiempo sin saberlo».
—¿Disculpadme? —dijo el muchacho—. ¿Por favor?
Al final estas promesas de comprensión contaron bien poco. Aunque su asociación nunca llegó a parecer un claro error, Sprake se reveló a lo largo de los años como un cómplice en quien no se podía confiar, pues sus motivos estaban tan ocultos (incluso para sí mismo) como la metafísica con la que decía comprender lo que estaba ocurriendo. Aquella tarde en el tren de Euston había estado buscando una causa a la que agregarse, la folie á deux[3] que ampliaría sus propias ambiciones emocionales. A pesar de su cháchara, no sabía nada.
Era tarde. La luz de las velas fluctuaba en las paredes del apartamento de Anna Kearney, donde ella se volvió en su sueño, estirando los brazos y murmurando para sí. Un poco de tráfico salía de Hammersmith por la A316, cruzaba el puente y se perdía al oeste y el sur. Kearney lanzó los dados. Crotalearon y se dispersaron. Durante veinte años habían sido su acertijo secreto, parte del rompecabezas centralizador de su vida. Los recogió, los sopesó un instante en la palma de la mano, los volvió a lanzar, sólo para verlos esparcirse y rebotar en la alfombra como insectos en una ola de calor.
Éste era su aspecto:
A pesar de su color no eran de marfil ni de hueso. Pero cada cara tenía un agrietado regular de líneas finas y débiles, y en el pasado esto había hecho pensar a Kearney que podrían estar hechos de porcelana. Podrían haber sido de porcelana. Podrían haber sido antiguos. Al final no parecían nada de eso. Su peso, su solidez en la mano, le recordaban de vez en cuando los dados del póker, y las piezas usadas en el juego chino del mah-jong. Cada cara mostraba un símbolo profundamente marcado. Esos símbolos eran de colores. (Algunos de los colores, sobre todo los azules y rojos, siempre parecían demasiado brillantes con la iluminación ambiental. Otros parecían demasiado oscuros). Eran ilegibles. Kearney pensaba que procedían de un alfabeto pictográfico. Pensaba que eran los símbolos de un sistema numérico. Pensaba que de vez en cuando habían cambiado entre un lanzamiento y otro, como si los resultados de una tirada afectaran al sistema mismo. Al final, no sabía qué pensar. En cambio, les había puesto nombres: el Movimiento Voortman; el Alto Dragón; los Grandes Cuernos del Ciervo. No tenía ni idea de qué parte de su subconsciente procedían esos nombres. Todos ellos le hacían sentirse incómodo, pero las palabras «los Grandes Cuernos del Ciervo» le ponían la piel de gallina. Había una cosa que parecía un procesador de carne. Había otra que parecía un barco, un barco antiguo. Lo mirabas de una manera y era un barco antiguo. Lo mirabas de otra y no era nada en absoluto. Mirar no era ninguna solución: ¿cómo podías saber qué parte era hacia arriba? A lo largo de los años Kearney había visto a pi en los símbolos. Había visto las constantes de Planck. Había visto un modelo de la secuencia de Fibonacci. Había visto lo que pensaba que era un código para la disposición de los enlaces de hidrógeno en las primitivas moléculas proteínicas del conjunto autocatalítico.
Cada vez que los cogía, sabía tan poco como la primera vez. Cada día empezaba de cero.
Se sentó en el dormitorio de Anna Kearney y lanzó otra vez los dados.
¿Cómo podía saber de qué forma mirarlos?
Con un escalofrío vio que había sacado los Cuernos del Ciervo. Le dio la vuelta rápidamente, guardó los dados en su bolsa de cuero. Sin ellas, sin las reglas que había inventado para gobernar sus combinaciones, sin algo, ya no podía tomar decisiones. Se tumbó junto a Anna, apoyado en un codo, y la observó mientras dormía. Parecía consumida y sin embargo en paz, como alguien muy viejo. Susurró su hombre. Ella no despertó, pero murmuró, y abrió levemente las piernas. Un calor palpable brotó de ella.
Dos noches antes, él había encontrado su diario, y en él leyó este párrafo:
Miro las imágenes que Michael grabó de mí en América, y ya odio a esa mujer. Aquí contempla la bahía desde la Playa del Monstruo cubriéndose los ojos con una mano. Aquí se desnuda, borracha; o recoge madera a la deriva, con la boca llena de sonrisas. Baila en la arena. Ahora se la ve tendida de espaldas, apoyada en los codos, delante de una chimenea apagada, vestida con unos pantalones claros y un suave jersey de lana. La cámara la recorre. Se ríe del amante tras el aparato. Tiene las piernas levantadas y ligeramente abiertas. Su cuerpo parece relajado pero nada sensual. Su amante se sentirá decepcionado por esto, pero aún más porque parece tan bien. ¿Es algo de la habitación? Esa chimenea la traiciona instantáneamente, es un marco demasiado desnudo, la recorta demasiado. Su energía se proyecta más allá del espacio mostrado. Está mirando a los ojos. Es un desastre. Él está acostumbrado a una cara más delgada, mejillas más chupadas, a un lenguaje corporal que oscila entre las gramáticas del dolor y el sexo. Ni plegada en sí misma ni temblando de necesidad, ella ya no es la mujer que él conoce. Está acostumbrado a más urgencia.
No se sentirá tan atraído hacia alguien tan feliz.
Kearney se apartó de la mujer dormida y reflexionó sobre la justicia de este argumento. Pensó en lo que había visto en la pantalla plana de Tate esa tarde. Tendría que volver a hablar con Sprake pronto; se quedó dormido pensando en eso.
Cuando se despertó, Anna estaba arrodillada sobre él.
—¿Te acuerdas de mi sombrero ruso?
—¿Qué?
Kearney se la quedó mirando, sintiéndose estúpido por el sueño. Miró el reloj: las diez de la mañana, y las cortinas estaban abiertas de par en par. Ella también había abierto la ventana. La habitación estaba inundada de luz, del sonido de gente, del tráfico. Anna tenía un brazo a la espalda, y se inclinaba hacia adelante apoyando el peso en el otro. El cuello de su camisón de algodón blanco había resbalado hacia adelante, de modo que él podía verle los pechos, que por algún complicado motivo propio nunca le había animado a acariciar. Olía a jabón y pasta de dientes.
—Fuimos al cine en Fulham, a ver una película de Tarkovsky, creo que era El espejo. Pero yo me equivoqué de cine, y hacía mucho frío, y estuve esperándote sentada en la puerta más de una hora… Cuando llegaste, lo único a lo que mirabas era a mi sombrero ruso.
—Me acuerdo de eso —le dijo Kearney—. Dijiste que hacía que tu cara pareciera plana.
—Ancha —dijo Anna—. Dije que hacía que mi cara pareciera demasiado ancha. Y tú dijiste, sin un instante de vacilación: «Hace que tu cara sea tu cara. Eso es todo, Anna: tu cara». ¿Sabes qué más dijiste?
Kearney negó con la cabeza. Lo único que recordaba era haber recorrido enfadado los cines de Fulham buscándola.
—Dijiste: «¿Por qué no dejas de pasarte la vida pidiendo disculpas?». —Ella lo miró, y tras una pausa, añadió—: No te imaginas cuánto te amé por eso.
—Me alegro.
—¿Michael?
—¿Qué?
—Quiero que me folles con el sombrero ruso puesto.
Sacó la mano de la espalda y allí lo tenía, un gorrito de piel gris sedosa del tamaño de un gato. Kearney empezó a reír. Anna se rió también. Se puso el sombrero en la cabeza e instantáneamente pareció diez años más joven. Su sonrisa era amplia y hermosa, tan vulnerable como sus muñecas.
—Nunca pude comprender que hubiera que ponerse un sombrero ruso para ver a Tarkovsky —dijo él. Metió la mano por detrás del camisón y empezó a abrirse camino hacía abajo. Ella gimió. Él todavía pudo pensar, como pensaba a menudo: Tal vez esto sea suficiente, me liberará por fin, me hará atravesar la pared que me separa de mí mismo.
Pensó: Tal vez esto la salve de mí.
Más tarde hizo una llamada telefónica, y esa tarde, como resultado, encontró a Valentine Sprake deambulando de un lado a otro en una parada de taxis en la estación Victoria con dos o tres palomos negros correteando entre sus pies. Todos eran cojos. Sprake parecía irritado.
—No me vuelvas a llamar a ese número —dijo.
—¿Por qué?
—Porque no quiero, joder.
No mostró signos de recordar lo que había sucedido la última vez que se vieron. Su encuentro con el Shrander (su huida, si podía describirse así) era tan privado como el de Kearney, tan privado como la locura: un diálogo tan interno que sólo podía deducirse, en parte y sin lógica, por la suma de sus acciones. Kearney lo metió en un taxi y atravesaron el congestionado tráfico del centro de Londres y luego se dirigieron a Lea Valley, donde los centros comerciales y plantas industriales estaban todavía imbuidos de un vestigio de calles residenciales, ni limpias ni sucias, ni nuevas ni viejas, habitadas por deportistas de mediodía y gatos salvajes medio muertos. Sprake miraba hosco por las ventanas las vías muertas y los edificios vacíos. Parecía estar susurrando para sí.
—¿Has visto lo de Kefahuchi? —le preguntó Kearney tentativamente—. ¿En las noticias?
—¿Qué noticias?
De repente señaló un adorno de flores en la acera, delante de una floristería.
—Creía que eran coronas —dijo, con una risa helada—. Sombrías pero pintorescas —añadió. Después de eso, su estado de ánimo mejoró, pero no paró de decir «¡Noticias!» entre dientes, con desdén, hasta que llegaron a las oficinas de MVC-Kaplan, que estaban silenciosas, cálidas y vacías al final del día de trabajo.
Gordon Meadows había iniciado su carrera de patentes genéticas y luego, después de una serie de lanzamientos de medicamentos de alto nivel para una casa farmacéutica suiza, se dedicó a ganar dinero. Estaba especializado en ideas, improvisaciones, investigaciones originales. Su estilo era soplar una burbuja pura, sin peso: lanzar la capitalización, flotar, hacer que se hablara del material, y recoger beneficios un paso o dos antes de que el producto estuviera en el mercado. Si no llegabas hasta tan lejos, te daba la patada por lo que obtuviera. Como resultado, Meadows Venture Capital tenía una curiosa estructura de cristal que brillaba inquieta entre las fachadas de aleación de un parque de «excelencia» de Walthamstow; y nadie recordaba a Kaplan, un sorprendido erudito que, incapaz de enfrentarse al desafío del pensamiento de libre mercado, había regresado brevemente a la biología molecular antes de convertirse en profesor en un instituto de Lancashire.
Meadows era alto y delgado, con una especie de fortaleza esbelta. La primera vez que Kearney lo vio, recién salido de sus triunfos farmacéuticos, llevaba el implacable corte de pelo azafrán y la perilla típicas del empresario de internet. Ahora vestía trajes de Piombo, y su lugar de trabajo (que tenía una sombría vista de árboles a lo largo del camino del viejo canal de navegación de Lea Valley) parecía haber sido amueblado a partir de un número de Wallpaper. Un asiento de B&B Italia ante un escritorio hecho con una sola plancha de cristal refundido, donde se alzaba, como si una cosa tuviera algo que ver con otra, una cafetera Mac Cube and Sottsass. Estaba sentado, mirando a Valentine Sprake con curiosa diversión.
—Tienes que presentarnos —le dijo a Kearney.
Sprake, que se había mostrado frenético en el ascensor, ahora estaba de pie con la cara apretada contra la pared de cristal del edificio, contemplando dos o tres paquetes de material embalado del tamaño de frigoríficos que flotaban por el canal en el crepúsculo.
—Ya hablaremos de él más tarde —recomendó Kearney—. Tiene una gran idea para un medicamento nuevo. —Se sentó en el extremo de la mesa de Meadows—. Tienes preocupado a Brian Tate, Gordon.
—¿Sí? Lo siento si es así.
—Dice que estás presionando. Le preocupa que vayas a vendernos a Sony. No queremos eso.
—Creo que Brian es…
—¿Te digo por qué no lo queremos, Gordon? No queremos eso porque Brian es una prima donna. A una prima donna hay que mostrarle confianza. Intenta este experimento mental. —Kearney alzó las manos, las palmas hacia arriba. Se miró la izquierda—. No hay confianza —dijo, y luego se miró a la derecha—, no hay ordenador cuántico. —Repitió la pantomima—. No hay confianza, no hay ordenador cuántico. ¿Eres lo bastante inteligente para ver la conexión, Gordon?
Meadows se echó a reír.
—Creo que eres menos ingenuo de lo que pareces —dijo—. Y Brian está desde luego menos nervioso de lo que pretende. Ahora, veamos… —Pulsó un par de teclas. En su monitor brotaron hojas de cálculo como fruta madura—. Vuestra tasa de fracasos es bastante alta —concluyó después de un momento. Alzó las manos, las palmas hacia arriba, e imitó el gesto que había hecho Kearney—. No hay dinero, no hay investigación. Necesitamos capital nuevo. Y un movimiento como éste, mientras nosotros pensemos que será bueno para la ciencia, ampliaría nuestras oportunidades, no las limitaría.
—¿Quiénes somos «nosotros»? —dijo Kearney.
—No estás escuchando. Brian tendría su propio departamento. Eso sería parte del lote. Se pregunta si trabajas lo bastante duro, Michael. Está preocupado por esa idea.
—Creo que te dispones a darnos la patada. Un consejo: no lo intentes.
Meadows se examinó las manos.
—Estás paranoico, Michael.
—Imagínate.
Valentine Sprake se apartó del ventanal y caminó a saltitos por la sala, como si hubiera visto, allá en los oscuros páramos, algo que le hubiera sorprendido. Se inclinó sobre el escritorio de Meadows, cogió la cafetera y bebió directamente del pitorro.
—La semana pasada —le dijo a Meadows—, descubrí que Urizen había vuelto entre nosotros, y Su nombre es Vieja Inglaterra. Vamos todos a la deriva en el mar del tiempo y el espacio. Piense también en eso. —Se marchó del despacho con los brazos cruzados sobre el pecho.
Meadows parecía divertido.
—¿Quién es ése, Kearney?
—No preguntes —contestó Kearney, ausente. Al salir, dijo—: Y deja tranquilo a Brian.
—No puedo protegeros eternamente —gritó Meadows tras él. Fue entonces cuando Kearney supo que ya los había vendido a Sony.
Los separadores ligeros de colores pastel servían para crear intimidad dentro de la, por lo demás, tienda de cristal soldado desprovista de rasgos que era MVC-Kaplan. Lo primero que vio Kearney fuera del despacho de Meadows fue la sombra del Shrander, proyectada de algún modo desde dentro del edificio hacia uno de éstos. Era de tamaño natural, un poco borrosa y difusa al principio, luego endurecida y afinada y girando lentamente sobre su propio eje como una crisálida colgando en un seto. Mientras giraba, había una especie de rumor que Kearney no oía desde hacía veinte años; un olor que todavía reconocía. Sintió que todo su cuerpo se quedaba helado y rígido de miedo. Retrocedió unos pasos, y luego echó a correr hacia el despacho, donde arrancó a Meadows de su asiento tras el escritorio de cristal cogiéndolo por la pechera del traje y lo golpeó con fuerza dos, tres o cuatro veces sucesivas, en el pómulo derecho.
—Cristo —dijo Meadows con voz pastosa—. Ah.
Kearney lo sacó por encima del escritorio, lo arrastró por el suelo y lo sacó de la habitación. En el mismo momento llegó el ascensor y de él salió Sprake.
—Lo he visto, lo he visto —dijo Kearney.
Sprake mostró los dientes.
—No está aquí ahora.
—Hay que ponerse en marcha. Está más cerca que nunca. Quiere que haga algo.
Juntos metieron a Meadows en el ascensor y bajaron tres plantas. Meadows pareció despertar cuando lo arrastraban por el vestíbulo y lo llevaban a la orilla del canal.
—¿Kearney? —dijo varias veces—. ¿Eres tú? ¿Me ocurre algo?
Kearney lo soltó y empezó a darle patadas en la cabeza. Sprake se interpuso entre ambos y sujetó a Kearney hasta que se calmó. Llevaron a Meadows al borde del agua, donde lo introdujeron, boca abajo, mientras le sujetaban las piernas. Meadows trató de mantener la cabeza por encima de la superficie arqueando la espalda, y luego se rindió con un gemido. Brotaron burbujas. Sus entrañas se soltaron.
—Cristo —dijo Kearney, retrocediendo—. ¿Está muerto?
Sprake sonrió.
—Yo diría que sí.
Echó atrás la cabeza hasta mirar directamente las débiles estrellas sobre Walthamstow, alzó los brazos hasta los hombros y bailó lentamente siguiendo el canal hacia Edmonton.
—¡Urizen! —llamó.
—Al carajo —dijo Kearney. Corrió en dirección contraria, hasta el puente de Lea, y luego cogió un minitaxi hasta Grove Park.
Cada asesinato le recordaba la casa del Shrander, que en cierto sentido nunca había dejado. Su caída había empezado allí, su conocimiento profundamente caído lo aprisionaba allí. En otro sentido, la persecución a la que lo sometió el Shrander en años sucesivos era ese conocimiento; era la caída constante en la consciencia de caer. Cuando mataba, sobre todo cuando mataba mujeres, se sentía liberado de lo que sabía. Se sentía por un instante como si hubiera vuelto a escapar.
Tablones pelados de polvo grisáceo, cortinas de red, fría luz gris. Una casa sombría en una calle sombría. El Shrander, intacto y permanente, se hallaba en la habitación de arriba asomado magistralmente a la ventana como el capitán de un barco. Kearney huyó de él porque, más que nada, le asustaba el abrigo que llevaba. Le asustaba el olor de la lana mojada. Ese olor sería su última sensación antes de la caída.
El pico se abrió. Se pronunciaron palabras. El pánico (era suyo) llenó la habitación como un líquido claro, un albumen o un colapez tan denso que se vio obligado a darse la vuelta y abrirse paso nadando a través de la puerta abierta. Sus brazos funcionaban en una especie de brazada mientras sus piernas corrían bajo él en inútil cámara lenta. Tropezó en el rellano y bajó por las escaleras (lleno de terror y éxtasis, con los dados en la mano), salió a las calles lluviosas, buscando alguien a quien matar. Sabía que no se salvaría a menos que lo hiciera. Una especie de gravedad lateral jugaba a su favor: cayó de la casa del Shrander todo el camino hacia la estación de ferrocarril. Viajar, esperaba, seria dejar de caer, adoptar un ángulo más aceptable, más piadoso.
Era una húmeda tarde de invierno. Los trenes eran lentos, sofocantes, vacíos. Todo era lento, lento, lento. Cogió un cercanías, y salió de Londres con destino a Buckinghamshire. Cada vez que miraba los dados que tenía en la mano, el mundo daba un vuelco y tenía que apartar la mirada. Permaneció allí sentado sudando hasta que, dos o tres paradas después de Harrow-on-the-Hill, una mujer bronceada pero de aspecto cansado ocupó el vagón. Iba vestida con un traje de chaqueta negro. En una mano llevaba un maletín, en la otra una bolsa de plástico de Marks & Spencer. Se entretuvo con su teléfono móvil, hojeó un libro de autoayuda que parecía llamarse ¿Por qué no debería tener las cosas que quiero? Dos estaciones más al norte, el tren redujo la marcha y se paró. Ella se puso en pie y esperó a que la puerta se abriera, contemplando el andén oscuro, la taquilla iluminada más allá. Daba golpecitos con el pie. Miró la hora. Su marido estaría esperando en el aparcamiento con el Saab, y se irían directamente al gimnasio. Por todo el tren, otras puertas se abrían y se cerraban, la gente salía a toda prisa. Ella miró nerviosa a derecha e izquierda. Miró a Kearney. En el vacío acalorado, su viaje se extendía como chicle, luego explotó.
—Disculpe —dijo—. Parece que no me dejan salir.
Se echó a reír.
Kearney se rió también.
—Veamos qué podemos hacer —dijo.
Cinco o seis cadenas de oro, cada una con su inicial o su nombre, colgaban de los prominentes tendones de su cuello.
—Veamos qué podemos hacer, Sophie.
Mientras extendía la mano para tocar con la yema del dedo el maquillaje seco en la comisura de su boca, el tren arrancó lentamente. Las compras se le habían desparramado cuando cayó. Algo (le pareció que era una lechuga blanca) rodó de la bolsa por el vagón vacío. El andén se fue quedando atrás y fue sustituido por la negra noche. Las puertas no se habían abierto nunca.
Kearney, esperando ser descubierto en cualquier momento, vivía de noticiario en noticiario: pero no hubo ninguna mención a Meadows. La mitad superior de un cuerpo recuperado en el Támesis cerca del puente de Hungerford resultó estar descompuesta, y pertenecer a una mujer. Un segundo muchacho nigeriano fue encontrado muerto en Peckham. Aparte de estos incidentes, nada. Kearney contemplaba la pantalla con incredulidad creciente. No podía comprender cómo se había librado. A nadie le gustan los especuladores, se encontró pensando una noche, pero esto es ridículo.
—Y ahora —dijo el presentador alegremente—, pasamos a los deportes.
Descubrió que tenía menos miedo a ser descubierto que al Shrander mismo. ¿Sería suficiente Meadows para mantenerlo a raya? Un minuto se sentía confiado, al siguiente no tenía ninguna esperanza. Un ruido fuera en la calle era suficiente para acelerar su corazón. Ignoraba el teléfono, que a menudo sonaba dos o tres veces cada mañana. Los mensajes atestaban su contestador automático, pero no se atrevía a escucharlos. En cambio, tiraba los dados obsesivamente, viéndolos rebotar por el suelo y alejarse de él como trozos de hueso humano. No podía comer, y la menor subida de temperatura le hacía sudar. No podía dormir, y cuando lo hizo, soñó que era a él a quien asesinaban. Cuando despertó de este sueño (lleno de una mezcla de depresión y ansiedad que se parecía muchísimo a la pena) fue para encontrar a Anna tendida encima de él, gimiendo y susurrando ferozmente:
—No pasa nada. Oh, por favor. No pasa nada.
Torpe y falta de práctica, ella había envuelto con fuerza sus brazos y piernas a su alrededor, como para sofocar sus gemidos. Era tan poco propio de Anna intentar consolar a alguien que Kearney la apartó aterrado y voluntariamente se sumergió de nuevo en el sueño.
—No te comprendo —se quejó ella a la mañana siguiente—. Eras tan amable hasta hace unos pocos días.
Kearney se miró con cautela en el espejo del cuarto de baño, por si veía alguna otra cosa. Su cara, advirtió, parecía hinchada y arrugada. Detrás, a través del vapor, pudo ver a Anna metida en un baño que olía a aceite de rosas y miel, su color ampliado por el calor, su expresión convertida en petulante por el asombro genuino. Soltó la cuchilla, se inclinó sobre el baño, y la besó en la boca. Puso la mano entre sus piernas. Anna se rebulló, tratando de darse la vuelta y ofrecerse, jadeando y derramando agua por el borde de la bañera. El móvil de Kearney sonó.
—Ignóralo —dijo Anna—. No lo atiendas. Oh.
Más tarde, Kearney se obligó a escuchar sus mensajes.
La mayoría eran de Brian Tate. Había estado llamando dos o tres veces al día, dejando a veces sólo el número del laboratorio, como si pensara que Kearney lo había olvidado, hablando a veces hasta que el servicio contestador lo cortaba. Al principio su tono era herido, paciente, acusador; pronto se volvió más urgente.
—Michael, por el amor de Dios. ¿Dónde has estado? Me estoy volviendo loco aquí.
La llamada era de las ocho de la tarde, y estallidos de risa al fondo sugerían que estaba telefoneando desde un pub. Soltó el teléfono de pronto, pero el siguiente mensaje se produjo menos de cinco minutos más tarde, desde un móvil:
—Hay sólo una señal de mierda —decía, seguido por algo indistinguible, y luego—: Los datos son inútiles. Y los gatos…
Después de dos o tres días las cosas parecieron empeorar.
—Si no apareces —amenazó—, voy a renunciar. Estoy harto de todo esto. —Una pausa, entonces—: ¿Michael? Lo siento. Sé que querías que esto fuera…
No hubo más llamadas después, hasta la más reciente. Y todo lo que decía era:
—¿Kearney?
Había un ruido de fondo como de lluvia al caer. Kearney intentó devolver la llamada, pero el teléfono de Tate parecía estar desconectado. Cuando repitió el mensaje original, oyó tras la lluvia otro ruido, como una señal de fondo que luego desaparecía bruscamente.
—¿Kearney? —decía Tate. Lluvia y señal—. ¿Kearney?
Era difícil describir lo inseguro que parecía.
Kearney sacudió la cabeza y se puso el abrigo.
—Sabía que te irías otra vez —dijo Anna.
En cuanto Kearney entró, el gato negro, el macho, corrió hacia él, adulador, maullando en busca de atención. Pero Kearney extendió la mano demasiado súbitamente, y el animal, agachando los cuartos traseros como si lo hubieran golpeado, salió corriendo.
—Shh —dijo Kearney, ausente—. Shh.
Prestó atención. Se suponía que la temperatura y humedad de la habitación estaban férreamente controladas, pero no podía oír los ventiladores ni los deshumidificadores. Tocó un interruptor y los fluorescentes se encendieron, zumbando en el silencio. Parpadeó. Todo menos los muebles había sido recogido cuidadosamente y trasladado a otra parte. Había material plástico esparcido sobre la alfombra, junto con tiras descartadas de cinta de sellado al calor. Dos cajas de cartón dañadas, con el logotipo de una firma llamada Blaney Research Logistics, yacían tiradas en un rincón. Las mesas y escritorios estaban vacías a excepción del polvo que se había acumulado durante los meses de ocupación, creando pautas como circuitos entre las instalaciones.
—¿Minino? —dijo Kearney. Pasó el dedo por el polvo.
En el mueble de Tate encontró una nota amarilla. Había un número de teléfono, y una dirección de correo electrónico.
«Lo siento, Michael», había garabateado Tate debajo.
Kearney miró en derredor. Recordó de pronto todo lo que había dicho Gordon Meadows sobre Tate. Eso le hizo sacudir la cabeza.
—Brian —murmuró—, hijo de puta retorcido.
Casi era divertido.
Tate se había llevado sus ideas a Sony, con o sin la ayuda de MVC-Kaplan. Llevaba claramente planeándolo semanas. Pero algo más había sucedido aquí, algo menos fácil de comprender. ¿Por qué había dejado los gatos? ¿Por qué había desconectado las pantallas planas, y luego las había arrastrado por el suelo y apartado a patadas? No asociabas a Tate con la furia. Kearney sacudió las piezas con el pie. Se habían acumulado entre la podredumbre habitual de envoltorios de comida basura y otros despojos, algunos de los cuales tenían más de una semana de antigüedad. Los gatos lo habían estado usando como retrete. El macho se escondía entre los restos ahora, mirándolo como una pequeña gárgola viva.
—Shh —dijo Kearney.
Extendió la mano con más cuidado, y esta vez el gato se frotó contra ella. Sus costados temblaban, enflaquecidos, la cabeza afilada como un hacha, los ojos hinchados de desconfianza y alivio, temor y gratitud. Kearney lo recogió y se lo acercó al pecho.
Le acarició las orejas, llamó a la gata, buscó alrededor, esperanzado. No hubo respuesta.
—Sé que estás aquí —dijo.
Kearney apagó las luces y se sentó en el mueble de Tate. Pensó que si la hembra se acostumbraba a que estuviera aquí acabaría por salir de donde estuviera escondida. Mientras tanto, su hermano dejó de temblar y empezó en cambio a ronronear, un rumor entrecortado, irregular, ronco como una maquinaria.
—Es un ruido extraño para un animal de tu tamaño —le dijo Kearney—. Imagino que al final acabó por llamarte Schrödinger. ¿Ése nombre te puso? ¿Tan tonto es?
El gato ronroneó un poco más y de pronto se envaró. Miró el montón de equipo destrozado y cartones de hamburguesas.
Kearney miró también.
—¿Hola? —susurró.
Esperaba ver a la hembra, y de hecho hubo un destello blanquecino cerca de sus pies; pero no era un gato. Era un silencioso derrame de luz, emergiendo como fluido de una de las pantallas rotas y extendiéndose por el suelo hacia los pies de Kearney.
—¡Jesús! —gritó. Dio un salto. El gato emitió un siseo de pánico y se escabulló de sus brazos. Lo oyó golpear el suelo y perderse corriendo en la oscuridad. Continuaba brotando luz de la pantalla rota, un millón de puntos de luz que se arremolinaban a sus pies en una fría danza fractal, convirtiéndose en la forma que más temía. Cada punto, lo sabía (y cada punto que lo comprendía, y cada punto que comprendía al punto anterior a ése), también tendría la misma forma.
—Siempre hay más —susurró Kearney—. Siempre hay más después de eso.
Vomitó de pronto. Se apartó tambaleándose, chocando con cosas en la oscuridad, hasta que encontró la puerta de salida.
No había sido la furia lo que había hecho que Tate destruyera el equipo: había sido el miedo. Kearney salió corriendo a la calle sin mirar atrás.