Quince
Mátalo, Bella

Ed siempre se aseguraba de hablar con Tig además de con Neena.

La calle era dura. La policía estaba por todas partes. Las hermanas Cray estaban por todas partes. (Ed las sentía ahí fuera, acrecentando su ira en la noche de Nuevo Venuspuerto, crueles como peces. Sabía que no debería sentirse a salvo en el cubil, donde sólo crecía plancton como él mismo, justo debajo de la superficie a la tenue luz azul). Tig llegaba cada vez más tarde por la noche. Siempre estaba hambriento pero no tenía tiempo para comer. Su paso era más inconexo cuando estaba cansado.

—Soy yo. Soy Tig —decía desde la puerta, como si se sintiera reacio a entrar en el cubículo sin el permiso de Ed.

Algunas noches, Ed lo acompañaba a la calle. Se quedaban en el centro, y se contentaban con poca cosa. Era un negocio de esquina, un poco de aquí, un poco de allá. Si Tig sospechaba que Ed se estaba tirando a su esposa, nunca lo dejó entrever. Siguiendo un acuerdo tácito, nunca mencionaban tampoco a las hermanas Cray. No tenían mucho más en común, así que la mayor parte del tiempo hablaban sobre Ed. Eso le parecía bien a Ed. Hablar ayudaba. A la tercera semana, gracias a la generosidad de Neena, había empezado a recuperar grandes partes del pasado. El problema era que ninguna de ellas casaba. Era súbita analepsis: imágenes, gente, lugares, hechos, capturados por una cámara temblorosa, mal iluminada. Faltaba el tejido conector. No había ninguna narrativa real de Ed.

—Conocí a unos tipos sorprendentes —empezó a decir de pronto una noche, con la esperanza de que hablar de ello lo aclarara—. Ya sabes, tipos realmente locos. Tipos con vidas afortunadas.

—¿Qué clase de tipos?

—Sabes, por toda la galaxia están esos tíos que sólo hacen eso —intentó explicar Ed—. Están ampliamente distribuidos. Se divierten.

—¿Hacen qué? —le preguntó Tig.

A Ed le sorprendió que Tig no lo supiera ya.

—Bueno, todo —dijo. Estaban en la esquina de Dioxina y Fotino en ese momento. Eran entre las dos y las tres de la madrugada. La calle estaba parada. De hecho, estaba vacía. El cielo nocturno estaba cubierto por un campo de estrellas. En un rincón el Canal Kefahuchi los miraba como un ojo malo. Sin pretenderlo realmente, Ed hizo un gesto que lo abarcaba todo.

—Todo —dijo.

Lo que quería decir era esto:

Desde muy temprana edad, Ed Chianese había sido una especie de vagabundo y sensacionista. No podía recordar de qué planeta era.

—¡Tal vez fuera incluso éste! —rió.

Se marchó de casa en cuanto pudo. No había nada para él allí. Era un chico grandullón y de pelo negro a quien le encantaban los gatos, excitado todo el tiempo sin ningún motivo, y se sentía menos atrapado que demasiado bien cuidado. Viajó en las naves de dinaflujo. Saltó de planeta en planeta durante tres años hasta que vino a dar a la Playa. Allí, se relacionó con gente para quien la vida no valía nada a menos que pareciera que estabas a punto de perderla. Eso significaba hacer el Boogie Kefahuchi. Significaba explorar, y la entrada[2]. Significaba surfear sobres estelares en los cohetes monoplaza llamados sumernaves, que no estaba hechas más que de matemáticas, campos magnéticos y una especie de carbono inteligente. No mucha gente hacía eso ya. Significaba recorrer los antiguos laberintos alienígenas dispersos por los sistemas artificiales del halo. Ed era bueno en eso. Hizo Cassiotone 9 en el mejor tiempo desde Al Hartmeyer de la vieja Capa Pesada, quien, como todo el mundo reconocía, fue un puñetero loco en sus tiempos. Nadie igualó jamás la marca de Ed en el laberinto de Askesis, porque nadie más consiguió salir. Tal vez estas cosas se hacían por dinero, por contrato con alguna subsidiaria CMT de mierda. Tal vez lo hacías porque era un deporte. De una manera o de otra, Ed frecuentó gente extrema durante años, entradistas, pilotos estelares, jinetes de partículas, gente pirada buscando puntuar entre maquinaria alienígena, grande y difícil. Algunos de estos tipos eran mujeres. Ed estaba en el Hotel Venecia en France Chance IV el día en que Liv Hula sacó su hipersumer Sal Sabrosa de la fotosfera del sol local. Nadie había entrado tan profundo antes. En el instante en que estuvo a salvo se pudieron oír los vítores a un año luz de distancia. Fue la primera en ir tan adentro: fue la jodida primera. Ed vivió cuatro años en un carguero en la órbita de atraque de Tumblehome mientras Dany LeFebre esperaba que la enfermedad desconocida que pilló en el planeta siguiera su curso. La sacó de allí al final. Medio loca. Medio muerta. Ni siquiera la conocía tan bien.

En todas partes donde había excitación que sentir y gente decidida a hacerlo, allí estaba Ed. Ve profundo, es lo que se decían unos a otros: Eh, ve profundo. Entonces sucedió algo que no recordaba, y se apartó de todo eso. Tal vez fue alguien que conocía, tal vez fue algo que hizo; tal vez fue Dany después de todo, mirándole incapaz de volver a hablar. Una lágrima le corrió por la cara. Después, la vida de Ed pareció ir cuesta abajo durante un tiempo, pero siguió estando llena de cosas. Se dio a la proasavina-D-2 en Badmarsh, y en las ciudades orbitales del cúmulo Kauffman se metió heroína cortada en la Tierra con los ribosomas de un tití alterado. Cuando andaba escaso de dinero era ladrón, traficante y chulo de poca monta. Bueno, tal vez de poca monta no. Pero aunque sus manos no estaban limpias, su corazón estaba loco por la vida, y donde más encontrabas la vida era al borde de la muerte. Eso es lo que creía desde que su hermana se marchó, cuando él no era más que un chaval. Acabó en la Playa en Sigma Fin, donde frecuentó a tipos como el legendario Billy Anker, en esa época obsesionado con Radio RX-1.

—Tío —le dijo Ed a Tig—. No puedo ni contarte las cosas que hizo este tipo —sonrió—. Estuve a bordo en unas cuantas. Pero no en las mejores. —Negó con la cabeza al recordarlo.

Vesicle estaba anonadado. Tenía hijos. Tenía a Neena. Tenía una vida. No podía ver el sentido de nada de eso. Pero ése no era el verdadero tema. Quería saber cómo terminó siendo un centella, cuando los centellas eran sin duda lo opuesto de todo eso. ¿Qué sentido tenía vivir fantasías baratas en un tanque, después de haber surfeado el radio de Schwarzschild de un agujero negro?

Ed sonrió lentamente.

—Tal como yo lo veo —explicó—, es así: cuando has hecho todas las cosas que merecen la pena, te ves obligado a empezar con las cosas que no.

La verdad era que no lo sabía. Tal vez siempre fue un centella. Centellear lo estuvo esperando toda la vida. Se tomó su tiempo. Entonces un día rodeó una esquina (ni siquiera podía recordar en qué planeta estaba), y allí estaba: SÉ LO QUE QUIERAS SER. Había hecho todo lo demás, así que, ¿por qué no? Desde entonces, ser lo que quisiera le había costado, si no todo, casi todo. Peor: si no era gran cosa en aquellos salvajes días de antaño, ahora era mucho menos.

Pensaba en privado que centellearía de nuevo en cuanto consiguiera algo de dinero.

No podía continuar. Ed lo sabía. Tenía sueños culpables. Tenía sensaciones de desastre cuando se despertaba por las noches. Al final todo sucedió de repente, una noche cuando se estaba tirando a Neena.

Cada día el cubil atravesaba un ciclo donde el clamor se convertía imperceptiblemente en silencio y vuelta a empezar. Esto sucedía tal vez tres o cuatro veces. Para Ed, los periodos de tranquilidad tenían una sensación fantasmal. Las corrientes de aire frío se abrían paso de cubículo en cubículo. Imágenes del Canal Kefahuchi destellaban en los pósters baratos como iconos religiosos. Los niños dormían, o jugaban en los basureros cerca de los muelles. De vez en cuando se oía un estornudo o un suspiro: eso hacía que todo fuera aún peor. Te sentías abandonado por todo. Las primeras horas de la noche eran siempre así: esa noche parecía como si la vida humana hubiera cesado en todas partes, no sólo allí.

Todo lo que Ed podía oír era la respiración irregular de Neena. Se había colocado en una postura incómoda, de frente con una rodilla doblada y la mejilla apretada contra una pared.

—Más fuerte —seguía diciendo. Esto hizo que Ed, lleno de memoria y melancolía, cambiara un poco su postura, lo que le permitía ver su larga espalda blanca hasta la puerta, donde una figura en sombras los observaba. Durante un minuto, Ed pensó que estaba alucinando con su propio padre. Una especie de pura tristeza lo abrumó, un recuerdo que no pudo identificar. Entonces se estremeció («Sí», dijo Neena; «Oh, sí»), y parpadeó.

—Jesús. ¿Eres tú, Tig?

—Sí. Soy yo.

—Nunca llegas a casa tan temprano.

Vesicle, asomándose inseguro a la habitación, parecía más aturdido que herido.

—¿Eres tú, Neena?

—Claro que sí. —Ella parecía furiosa e impaciente. Apartó a Ed y se levantó de un salto, alisándose el vestido y pasándose los dedos por el pelo—. ¿A quién esperabas?

Tig pareció pensárselo un momento.

—No lo sé. —Después de un instante le dirigió a Ed una mirada directa y dijo—: No esperaba que fuera nadie. Pensaba…

—Creo que debería marcharme —dijo Ed, ansioso por hacer un gesto.

Neena se lo quedó mirando.

—¿Qué? No —dijo—. No quiero que te vayas.

De repente les dio la espalda a ambos y se acercó a la estufa.

—Enciende las luces —dijo—. Hace frío aquí dentro.

—No podemos reproducirnos con ellos, lo sabes —dijo Tig.

El hombro izquierdo de ella pareció encogerse por cuenta propia.

—¿Queréis tallarines? —dijo—. Porque es todo lo que tenemos.

A estas alturas, el ritmo del corazón de Ed se había calmado, su concentración había regresado, y oía un ruido de nuevo en el cubil. Al principio parecía normal: los chillidos de los niños, la banda sonora de los hologramas, el estrépito doméstico general. Entonces oyó voces más fuertes. Gritos acercándose. Luego dos o tres explosiones, fuertes y sordas.

—¿Qué es eso? La gente está corriendo. ¡Escuchad!

Neena miró a Tig. Tig miró a Ed. Se miraron unos a otros, los tres.

—Son las hermanas Cray —dijo Ed—. Han venido a por mí.

Neena se volvió hacia la cocina, como si pudiera ignorarlo.

—¿Queréis tallarines o no? —dijo, impaciente.

—Coge el arma, Tig —dijo Ed.

Vesicle cogió el arma, que guardaba en una cosa que parecía una caja de carne. Estaba envuelta en un pedazo de tela. La desenvolvió, la miró un momento, y luego se la ofreció a Ed.

—¿Qué vamos a hacer? —susurró.

—Vamos a salir de aquí.

—¿Y los niños? —gritó Neena de repente—. ¡No voy a dejar a mis niños!

—Puedes volver más tarde —le dijo Ed—. Es a mí a quien quieren.

—¡No hemos comido nada! —dijo Neena.

Se agarró a la cocina. Consiguieron que se soltara y la empujaron por el cubil en dirección a la entrada de la calle Straint. Tardaron una eternidad. Tropezaron con miembros estirados a la luz azulina. No pudieron avanzar con velocidad. Neena se entretenía cuanto podía, o tomaba direcciones inadecuadas. Cada vez que atravesaban una puerta molestaban a algo o a alguien. Cada cubículo parecía conectado con otro. Si el cubil era como un laberinto en una pesadilla mala, también lo era la persecución: parecía remitir, luego, justo cuando Ed se relajaba, comenzaba desde otra dirección, más enérgica que antes. Empezó un tiroteo, se acabó por sí solo, sumido en silencio. Hubo gritos y explosiones. ¿Quién le disparaba a quién, entre los ecos de un cubículo lleno de humo? Matones armados en miniatura con gabardina. Cultivares de un solo uso con colmillos de un palmo de largo. Siluetas de hombres, mujeres y niños dispersándose con movimientos inconexos contra el súbito destello de las armas. Neena Vesicle miró hacia atrás. Un escalofrío la recorrió. Se echó a reír de pronto.

—¡Sabéis, hace años que no corría así!

Se agarró al brazo de Ed. Sus ojos, encendidos y levemente desenfocados por la excitación, se asomaron a los suyos. Ed lo había visto antes. Rió también.

—Cálmate, muchacha —dijo.

Poco después de eso, la luz se volvió más gris y menos azul. El aire se hizo más frío. En un momento estaban desparramando la cena de alguien por el suelo (Ed tuvo tiempo de ver un arco de líquido, un cuenco de cerámica girando sobre su borde como una moneda, una imagen del Canal Kefahuchi destellando en algún holograma al son de música catedralicia), y al siguiente estaban en la calle Straint, jadeando y dándose palmaditas en la espalda.

Volvía a nevar. La calle, una perspectiva hecha de paredes y farolas, se extendía en la distancia como un desfiladero lleno de confeti. Antiguos pósters políticos se agitaban en las paredes. Ed se estremeció. Chispas, pensó de pronto. Chispas en todo. Mierda, pensó.

Después de un minuto, empezó a reír.

—Lo logramos.

Tig Vesicle empezó a reírse también.

—¿Qué os parece?

—Lo logramos —dijo Neena experimentalmente. Lo dijo una o dos veces más—. Lo logramos.

—Desde luego que sí, querida —reconoció Bella Cray.

—Pensamos que saldríais por este lado —dijo su hermana.

—De hecho, lo provocamos, querida.

Las dos estaban en medio de la calle, bajo la nieve revoloteante, donde habían estado esperando todo el tiempo. Estaban plenamente preparadas, y sostenían los bolsos contra sus pechos como mujeres que salen a divertirse al distrito de moda a las siete de la tarde, dispuestas a beber y a drogarse y a encontrar lo que el mundo tuviera que ofrecer. Para protegerse del frío cada una había añadido un pequeño chaleco corto de piel falsa a sus faldas negras y sus blusas de secretaria. Además, Bella llevaba un sombrerito del mismo material. Sus piernas desnudas estaban enrojecidas y cuarteadas por encima de las botas de caña. Evie Cray empezó a abrir la cremallera de su bolso. Alzó la cabeza a media operación.

—Oh, puedes marcharte, querida —le dijo a Neena, como si se sorprendiera de encontrarla todavía aquí—. No te necesitaremos.

Neena Vesicle miró a Ed y a su marido. Hizo un gesto torpe.

—No —dijo.

—Márchate —dijo Ed amablemente—. Es a mí a quien quieren. —Neena negó obstinadamente con la cabeza—. Puedes irte.

—Es a él a quien queremos —reconoció Evie Cray—. Puedes marcharte, querida.

Tig Vesicle cogió la mano de Neena. Ella dejó que la apartara un par de pasos pero seguía con los ojos y el cuerpo vueltos hacia Ed, quien le dirigió su mejor sonrisa. Márchate, silabeó en silencio. Entonces, en voz alta, dijo:

—Gracias por todo.

Neena le devolvió la sonrisa, insegura.

—Por cierto —dijo Evie Cray—, también queremos a tu puñetero marido.

Metió la mano en el bolso, pero Ed ya había sacado la Autocargadora Ultraligera, que le acercó tanto a la cara que la boca la tocó bajo el ojo izquierdo, marcando la carne de ese lugar.

—Deja la mano en el bolso, Evie —aconsejó—. Y no hagas nada. —La miró de arriba a abajo—. A menos que vayas en un cultivar.

—Nunca lo sabrás, sumermierda —dijo ella—. Mátalo, Bella.

Ed se encontró mirando por encima de su coronilla el cañón de la gran pistola Chambers de Bella Cray. Se encogió de hombros.

—Mátame, Bella.

Tig Vesicle observó esta situación de empate por un momento, mientras retrocedía en silencio. Todavía tenía a Neena cogida de la mano.

—Adiós, Ed —dijo. Se dio la vuelta y echó a correr calle abajo. Al principio tuvo que tirar de Neena, pero pronto ella pareció despertar, y empezó a correr con ganas. Eran como una especie de pájaros altos y torpes. La nieve se rebullía a su alrededor, medio oscureciendo sus miembros pobremente articulados y su curiosa manera de correr. Ed Chianese sintió una especie de alivio, porque les debía tanto a ambos. Esperó que pudieran resolver su situación, y regresar a por sus hijos, y ser felices.

—Eh —dijo, ausente—. Id profundo, tíos.

—Sumermierda —dijo Evie Cray.

Hubo un fuerte estampido cuando el arma que tenía en el bolso disparó. El bolso explotó y una bala Chambers rebotó por la calle. Ed saltó sorprendido y disparó a Evie a un lado de la cara. Ella se puso rígida y retrocedió hacia la mano de su hermana, de modo que Bella le disparó también, en la nuca. Ed dejó caer a Evie, se apartó y colocó la Ultraligera bajo la barbilla de Bella.

—Espero que fuera un cultivar, Bella —dijo. Entonces le advirtió—: Suelta la pistola a menos que tú también lleves uno.

Bella miró el cadáver de su hermana, luego a Ed.

—Maldito cabrón hijo de puta —dijo ella. Dejó caer la pistola—. No volverás a estar a salvo en ninguna parte. No volverás a estar a salvo nunca más.

—No era un cultivar, entonces —dijo Ed. Se encogió de hombros—. Lo siento.

Esperó hasta asegurarse de que Tig y Neena Vesicle habían escapado. Entonces recogió todas las armas y corrió calle abajo en la dirección opuesta a la que habían emprendido ellos. No tenía ni idea de a dónde iba, y la nieve ya se estaba convirtiendo en lluvia. Tras él pudo oír a Bella Cray llamando a sus matones. Cuando miró, estaba intentando sentar en el suelo a su hermana. Los restos de la cabeza de Evie cayeron hacia atrás como un trapo mojado a la luz de las farolas. A quemarropa, pensó él. Justo entre los ojos.