Catorce
El tren fantasma

Seria Mau abrió una línea con los habitáculos humanos y los encontró congregados otra vez alrededor de la pantalla holográfica. Esta vez mostraba parte de la compleja maquinaria de la bodega de la Gata Blanca, que operaba en medio de un desierto de arena olivácea y montoncitos de roca de aspecto derretido que, estudiados con atención, resultaban ser ruinas.

—Estos tipos sabían cómo divertirse —dijo uno de los hombres—. Esto se produjo a doce mil Kelvin, tal vez más, por causa de algún emisor gamma de gran escala. Parece que vaciaron aquí la potencia de una estrella pequeña —dijo—. Hace un millón de años, y estaban luchando por cosas que eran un millón de años más antiguas. ¡Jesús! ¿Queréis mirar esto?

—Jesús —repitió aburrida la clon—. Qué coñazo.

Todos se reunieron y se congregaron en torno a la pantalla. Las dos mujeres, que vestían idénticas faldas de tubo rosa fuerte con aspecto de seda, se cogieron de las manos.

Seria Mau las miró. Le hacían sentirse furiosa. No era más que follar y luchar y empujar. De lo único que hablaban era de tratos comerciales, eventos artísticos que habían visto, vacaciones en el Núcleo. De lo único que hablaban era de la basura que habían comprado o les gustaría comprar. ¿Qué uso tenían para nadie, incluso para ellos mismos? ¿Qué habían traído a su nave?

—¿Qué habéis traído a mi nave? —exigió en voz alta. Ellos dieron un respingo, se miraron. Buscaron alrededor el origen de la voz—. ¿Por qué habéis traído esa cosa a bordo?

Antes de que pudieran responder los dejó para atender su pantalla. Allí estaba la firma de la nave-K, y unida a ella como un camello ciego a un trozo de cuerda estaba el destructor nástico. Lo había identificado ya. Había visto su firma en los librofalsos almacenados en los bancos de datos de la Gata Blanca. Un crucero de primera línea llamado Tocando el Vacío, la nave cuyo comandante le había pagado por la emboscada de La Vie Féerique. Le había dicho: «Sé a dónde vas». Seria Mau se estremeció en su tanque al recordarlo.

—¿Qué están haciendo? —le preguntó a la matemática.

—Siguen donde están.

—¡Van a seguirme donde quiera que vaya! —chilló Seria Mau—. ¡Lo odio! ¡Lo odio! Nadie puede seguirnos, nadie es lo bastante bueno.

La matemática pensó.

—Su sistema de navegación es casi tan listo como yo —concluyó—. Su piloto es militar. Es mejor que tú.

—Deshazte de ellos —ordenó ella—. Vosotros habéis provocado esto —acusó a los seres humanos. Los hombres empezaban a parecer ansiosos. Todavía lanzaban miraditas aquí y allá, como si ella tuviera una presencia real en la cabina con ellos. Las dos mujeres se cogieron de las manos y se susurraron la una a la otra. Por ahora, no se podía saber cuál era la cultivar—. Apagad eso —dijo Seria Mau. Ellos desconectaron el holograma—. Ahora decidme de qué le servís a nadie.

Mientras ellos intentaban pensar una respuesta para esto, un estremecimiento recorrió el tejido de la Gata Blanca. Un momento más tarde sonó una alarma.

—¿Qué? —dijo Seria Mau, impaciente.

—Vienen hacia nosotros —informó la matemática—. A media luz en los últimos treinta nanosegundos. De momento es una alarma leve, pero podría empeorar.

—¿A media luz? No puedo creerlo.

—¿Qué quieres que haga?

—Prepara la artillería.

—De momento creo que sólo están…

—Pon algo entre nosotros y ellos. Algo grande. Y asegúrate de que emite en todos los regímenes de partículas. Los quiero ciegos. Golpéalos si puedes, pero asegúrate de que no puedan vernos.

—Un cuarto de luz —dijo la matemática—. Alarma grave.

—Vaya —dijo Seria Mau—. Es bueno.

—Está aquí. Apenas kilómetros.

—Estamos a noventa y cinco nanosegundos del desastre. ¿Dónde está esa artillería?

Hubo un vago runruneo en el casco. Allá en el plano y gris vacío brotó una enorme llamarada. En un intento por proteger su hardware cliente, la enorme masa de la Gata Blanca se desconectó durante un nanosegundo y medio. Para entonces, la munición ya había sido lanzada a las longitudes de onda más altas. Los rayos X elevaron brevemente la temperatura del espacio local a veinticinco mil Kelvin, mientras que las otras partículas cegaban todo tipo de sensor, y los subespacios temporales eran despedidos como dimensiones fractales por la singularidad del arma. Las ondas de choque cantaron a través del medio de dinaflujo como las voces de los ángeles, igual que la primera música resonó a través del viscoso sustrato del joven universo antes de que protón y electrón se recombinaran. A cubierto por este movimiento (menos por gracia que por pura locura y metafísica literal), Seria Mau cortó los impulsores y lanzó su nave al espacio ordinario. La Gata Blanca volvió a cobrar existencia a diez años luz de cualquier parte. Estaba sola.

—Bien, ahí tienes —dijo Seria Mau—. No era tan bueno.

—Tengo que decir que tiró del enchufe antes que nosotros —le dijo la matemática—. Pero no puedo decir si se llevó consigo la nave nástica.

—¿Podemos verlo?

—No.

—Entonces llévanos a alguna parte y escóndenos —dijo Seria Mau.

—¿Te importa a dónde?

Seria Mau se agitó exhausta en su tanque.

—En este momento no —dijo.

A popa (si la expresión «a popa» puede tener algún significado en diez dimensiones espaciales y cuatro temporales), la explosión aún se consumía como una especie de imagen residual en el ojo del mismo vacío. Todo el encuentro había tenido lugar en cuatrocientos cincuenta nanosegundos. Nadie en los habitáculos humanos había advertido nada, aunque parecían sorprendidos de que ella hubiera dejado de hablar tan súbitamente.

En un segundo, o complementario, tramo de su sueño, Seria Mau estuvo de nuevo en el jardín:

Semanas después de la hoguera, la casa seguía repleta de ella. El humo se colaba por todas partes. Todo estaba manchado. Todas aquellas cosas viejas que el padre había quemado volvían en forma de su propio humo, y descendían sobre los estantes, los muebles y los alféizares de las ventanas. Volvían como olor. Los dos niños permanecían, con sus bufandas y abrigos, junto al círculo de cenizas, que era como una charca negra en el jardín. Se acercaban de puntillas hasta el borde exacto, y se miraban allí. Se miraban el uno al otro con una especie de solemne sorpresa, mientras el padre caminaba por la casa tras ellos. ¿Cómo podía haber hecho eso? ¿Cómo podía haber cometido un error tan grande? Se preguntaban qué sucedería a continuación.

La niña no quería comer. Se negaba a comer o a beber. El padre la miraba ansiosamente. La cogía de las manos para que lo mirara a los ojos. Sus ojos eran de un marrón tan claro que se acercaban al naranja. La gente consideraba atractivos esos ojos. Estaban llenos de súplica.

—Tendrás que ser la madre ahora —dijo—. ¿Puedes ayudarnos? ¿Puedes ser la madre?

La niña corrió al extremo del jardín y lloró. No quería ser la madre de nadie. Quería que alguien fuera la suya. Si este acontecimiento era parte de su vida, no le gustaba. No confiaba en una vida como ésa. Todo se reduciría a nada. Recorrió corriendo el jardín de un lado a otro con los brazos en los costados y haciendo ruidos raros hasta que su hermano se echó a reír y la imitó, y el padre salió y la hizo mirarlo a sus tristes ojos marrones y le preguntó de nuevo si sería la madre. Ella apartó la mirada con todas sus fuerzas. Sabía el enorme error que él había cometido: si es difícil escapar de una fotografía, es aún más difícil escapar de un olor.

—Podríamos recuperarla —sugirió—. Podríamos hacer que volviera como cultivar. Es fácil. Sería fácil.

El padre negó con la cabeza. Explicó por qué no quería eso.

—Entonces no seré ella —dijo la niña pequeña—. Seré algo mejor.

La matemática los escondió perfectamente. Incluso encontró un sol pequeño, clase G, un poco cansado, pero con una fila de planetas que brillaban en la distancia como portillas en la noche.

Lo que era memorable del sistema, que se llamaba Renta de Perkins, era el tren de vehículos alienígenas que flotaban cola con nariz en una larga órbita cometaria que en el afelio estaba a medio camino de la siguiente estrella. Tenían entre un kilómetro y treinta kilómetros de largo, con cascos tan duros y gruesos como pellejos, de un gris sin brillo, con forma tan aleatoria como asteroides (formas de patata, de campana, formas descentradas con agujeros en ellas), y todas bajo dos palmos del polvo traído por el viento cambiante que soplaba de alguna catástrofe estelar predecible y no muy reciente. El polvo de la vida, aunque aquí no había vida. A quienquiera que perteneciesen, las abandonaron antes de que las proteínas aparecieran en la Tierra. Sus enormes espacios nautiloides internos estaban tan limpios y vacíos como si nada hubiera vivido jamás aquí. De vez en cuando una parte del tren caía al sol, o se internaba nave a nave en los mares de metano del gigante gaseoso del sistema, pero una vez había sido perfecto.

El tren fantasma era el sustento económico de Renta de Perkins. Explotaban esas naves como cualquier otro tipo de recurso. Nadie sabía qué hacían, o cómo llegaron allí, o cómo hacerlas funcionar; así que las cortaban y las fundían, y las vendían a través de una subcontrata a alguna corporación del Núcleo. Eso mantenía la economía local. Era la forma sencilla y directa de hacerlo. Las usadas estaban rodeadas por nubes impredeciblemente cambiantes de basura: escoria, estructuras internas sin significado hechas de metales que nadie quería o comprendía siquiera, productos residuales de los fundidores automáticos. La Gata Blanca encontró un escondite en una de aquellas nubes, donde la unidad individual más pequeña tenía dos o tres veces su tamaño. Se rindió al atractor caótico, apagó los motores y se perdió al instante: una estadística. Seria Mau Genlicher despertó enfurecida de su último sueño, abrió una línea con la supercarga.

—Aquí es donde os bajáis —les dijo.

Vació su equipo de la bodega y luego abrió los habitáculos humanos al vacío. El aire hizo un denso ruido sibilante cuando escapó. Pronto la nave-K tuvo una pequeña nube propia, compuesta de gases congelados, equipaje y prendas de ropa. Entre todo esto flotaban cinco cuerpos, azules, descomprimidos. Dos de ellos habían estado follando y aún estaban unidos. La clon fue la más difícil de eliminar. Se aferró a los muebles, gritando, y luego cerró la boca. El aire pasó rugiendo junto a ella, pero no se resignaba a ser expulsada. Después de un minuto, Seria Mau sintió lástima por ella. Cerró las escotillas. Devolvió la presión a los habitáculos humanos.

—Hay cinco cuerpos ahí fuera —le dijo a la matemática—. Uno de los hombres debe de haber sido un clon también.

No hubo respuesta.

Los operadores sombra se agazaparon en los rincones cubriéndose la boca con las manos. Apartaron la cabeza.

—No me miréis así —les dijo Seria Mau—. Esta gente tenía una especie de transmisor a bordo. ¿Cómo si no podrían habernos seguido?

—No había ningún transmisor —dijo la matemática.

Los operadores sombra se agitaron y ondularon como algas bajo el agua, susurrando:

—¿Qué ha hecho, qué ha hecho? —con voces suaves, fantasmales, de papel—. Los ha matado a todos —decían—. Matado a todos.

Seria Mau los ignoró.

—Tiene que haber habido algo —dijo.

—Nada —le prometió la matemática—. Esa gente era sólo gente.

—Pero…

—Era sólo gente —dijo la matemática.

—Venga ya —dijo Sería Mau tras un instante—. Nadie es inocente.

La clon estaba acurrucada en un rincón. La caída en la presión del aire le había arrancado la mayor parte de la ropa, y estaba sentada con los brazos envueltos alrededor del cuerpo. Su piel tenía un aspecto febril y magullado allá donde el aire evacuado la había rozado. Aquí y allá a lo largo de sus delgados costados, los moratones mostraban dónde habían chocado los objetos camino del espacio. Sus ojos estaban vidriosos y asombrados, llenos de una histeria que contenía debido al shock, el asombro, la incapacidad de apreciar cuanto había sucedido. La cabina olía a limones y vómito. Sus paredes estaban marcadas allá donde los apliques y accesorios se habían soltado. Cuando Seria Mau habló, la clon miró en derredor llena de pánico y trató de apretujarse más en el rincón.

—Déjame en paz —dijo.

—Bueno, ahora están muertos —dijo Seria Mau.

—¿Qué?

—¿Por qué los dejabas que te trataran así? Os vi. Vi las cosas que te hacían.

—Vete al carajo —dijo la clon—. No puedo creer esto. No puedo creer que una puñetera máquina me esté dando un sermón, que haya matado a todo el mundo que conozco.

—Los dejabas que te utilizaran.

La clon se abrazó a sí misma con más fuerza. Las lágrimas corrían a cada lado de su nariz.

—¿Cómo puedes decir eso? No eres más que una puñetera máquina. Yo los quería.

—No soy una máquina —dijo Seria Mau.

La clon se echó a reír.

—¿Qué eres entonces?

—Soy una capitana-K.

La clon mostró una expresión cansada y disgustada.

—Daría cualquier cosa por no terminar como tú —dijo.

—Y yo también.

—¿Vas a matarme ahora?

—¿Te gustaría que lo hiciera?

—¡No!

La clon se tocó el labio magullado. Escrutó sombría la cabina.

—Supongo que de mi ropa no ha sobrevivido nada —dijo. De pronto, empezó a tiritar y a llorar en silencio—. Está toda ahí fuera, ¿verdad? ¿Con mis amigos? ¡Toda mi ropa buena!

Seria Mau aumentó la temperatura de la cabina.

—Los operadores sombra pueden arreglar eso —dijo, sin darle importancia—. ¿Hay algo más que pueda hacer por ti?

La clon reflexionó al respecto.

—Puedes llevarme a algún sitio donde haya gente real.

El planeta ocupado del sistema se llamaba Perkins IV, aunque sus habitantes se referían a él como Nueva Midland. Había sido terraformado, más o menos. Tenía una agricultura basada en principios tradicionales, algunas plantas de montaje estilo ZLC en compuestos cerrados, y dos o tres ciudades de cincuenta o sesenta mil habitantes, todo en un continente aislado en el hemisferio norte. La agricultura se dedicaba a puerros y patatas, más una variedad local de calabaza que había sido lanzada con éxito al mercado Playa arriba hasta que algún cortador descubrió cómo hacerla más barata; ése había sido el destino de las agriculturas con base tradicional desde hacía tres siglos y medio. La ciudad más grande contaba con cines, edificios municipales, iglesias. Se consideraban gente corriente. No hacían mucho trabajo de sastre, porque tenían la vaga sensación de que no era natural. Tenían una religión menos estricta que prosaica. En la escuela enseñaban sobre el tren fantasma y cómo explotarlo.

El primer lunes de una primavera temprana y borrascosa, algunos de los niños más jóvenes estaban jugando a «Fui al mercado de partículas y compré…».

Habían llegado a «un bosón de Higgs, algunos mesones K neutros, y un kaón neutral de larga vida que se desintegró en dos piones por procesos de violación PC» cuando un estampido estremeció las ventanas y un objeto en forma de cuña, gris pardo, cubierto de tomas, frenos de inmersión y de apliques de energía cruzó la ciudad a treinta metros de altura y se detuvo dentro de su propia longitud. Era la Gata Blanca. Los niños corrieron a las ventanas del colegio, gritando y aplaudiendo.

Seria Mau sacó a la clon por una puerta de carga.

—Adiós —dijo.

La clon la ignoró.

—Los amaba —se dijo—. Y sé que ellos me amaban a mí.

Llevaba cinco horas diciéndoselo. Contempló los edificios municipales, el parque de tractores y el patio del colegio, donde los papeles de envoltorios revoloteaban con el polvo.

Qué vertedero, pensó. ¡Renta de Perkins! Rió. Se apartó un poco de la nave-K, encendió un cigarrillo, y esperó en la calle a que alguien la recogiera.

—Parece eso mismo —se dijo—. Parece un lugar que tendría que llamarse Renta de Perkins.

Empezó a llorar otra vez, pero no se notaba desde el otro lado del patio, donde los niños estaban todavía pegados a las ventanas, las niñas mirando envidiosas su falda de tubo rosa satén, sus tacones altos de charol y su laca de uñas carmesí, mientras que los niños la observaban tímidamente por el rabillo del ojo. Cuando crecieran, pensaban los niños, la rescatarían de alguna mala situación en la que se encontrara, allá en el Núcleo entre los médicos genéticos y los cultivares renegados. Ella se sentiría agradecida y los recompensaría enseñándoles las tetas. Incluso se las dejaría tocar. Qué buenas y cálidas parecerían esas tetas en tus manos.

Tal vez advirtiendo algo de todo esto, la clon se dio la vuelta y llamó al casco de la Gata Blanca.

—Déjame volver.

La puerta de carga se abrió.

—Tendrías que decidirte —dijo Sería Mau.

Escuadrones interceptores locales, alertados cuando la nave-K alcanzó la atmósfera exterior, aparecieron un minuto o dos más tarde. Fijaron el objetivo e iniciaron una maniobra de ataque.

—Mira a esos idiotas —dijo Seria Mau. Entonces, por un canal abierto, añadió—: Os dije que no iba a quedarme.

Dio caña y dejó el pozo de gravedad verticalmente un poco por debajo de Mach 40, dejando una leve pero visible columna de gas ionizado. Los niños volvieron a aplaudir. Un trueno rugió sobre Perkins IV y se encontró consigo mismo por el otro lado.

Desde más allá de la atmósfera, Renta de Perkins parecía un ojo con cataratas. La clon se sentó en su cabina mirándolo sin ver, mientras los operadores sombra se agrupaban a su alrededor, como para tocarla, susurrando apesadumbrados en sus lenguajes de culpa.

—Podéis dejar eso —les advirtió Seria Mau Genlicher—, antes de empezar.

Eliminó un par de interceptores orbitales con uno de sus recursos menores; luego consultó a la matemática, disparó los impulsores de dinaflujo y zambulló su nave en la infinita oscuridad.

Unas pocas decenas de nanosegundos más tarde, un objeto familiar se separó subrepticiamente del tren fantasma y la siguió. Su casco mostraba algunas magulladuras por un reciente incidente a alta temperatura.