Trece
La Playa del Monstruo

Kearney y Anna se quedaron una semana en Nueva York. Entonces Kearney volvió a ver al Shrander. Fue en la estación de Cathedral Parkway en la Calle 110, durante un rato perdido o una pausa, una parte vacía del día. Los andenes estaban desiertos, aunque se notaba que hacía poco habían estado llenos; las vigas centrales cubiertas de remaches se perdían en la resonante oscuridad en todas direcciones. A Kearney le pareció oír algo parecido al aleteo de un pájaro entre ellas. Cuando alzó la cabeza, allí estaba el Shrander, o al menos su cabeza.

—Intenta imaginar —le había dicho una vez a Anna—, algo parecido al cráneo de un caballo. No una cabeza de caballo —le advirtió—, sino su cráneo.

El cráneo de un caballo no se parece en nada a la cabeza, sino más bien a unas enormes tijeras curvas, o a un pico de hueso cuyas dos mitades se unen sólo en la punta.

—Imagina —le dijo—, un ser inteligente, retorcido, de aspecto indefinido que al parecer no puede hablar. Unos cuantos trozos o tiras de carne le cuelgan y aletean. Incluso su sombra es más de lo que puedes soportar ver.

Fue más de lo que él pudo soportar ver, solo en el andén de Cathedral Parkway. Alzó la cabeza un instante, luego se dio la vuelta y echó a correr. No tenía voz, pero desde luego le había dicho algo. Poco más tarde se encontró dando tumbos por Central Park. Llovía. Poco después de eso, volvió al apartamento. Estaba tiritando, y se había vomitado encima.

—¿Qué ocurre? —preguntó Anna—. ¿Qué demonios te pasa?

—Haz las maletas —le dijo él.

—Al menos cámbiate de ropa.

Él se cambió, y ella hizo las maletas, y alquilaron un coche en Avis, y Kearney condujo tan rápido como se atrevió a hacerlo hasta la carretera Henry Hudson y de allí al norte de la ciudad. El tráfico era agresivo, los carriles oscuros y sucios, anudados en cruce tras cruce como los nervios de Kearney, y poco menos de una hora más tarde Anna tuvo que hacerse cargo porque aunque Kearney no quería parar, no podía ver nada con el dolor de cabeza o el resplandor de los faros de frente. Incluso el interior del coche parecía lleno de noche y mal tiempo. Las emisoras de radio no se identificaban, sólo emitían gangsta rap como si fuera una nueva forma de vida.

—¿Dónde estamos? —Kearney y Anna se gritaban por encima de la música.

—¡Tira a la izquierda! ¡A la izquierda!

—Voy a parar.

—¡No, no, sigue!

Eran como marineros en medio de la niebla. Kearney miraba a través del parabrisas, sin ver nada, y luego se pasó al asiento trasero y se quedó dormido de pronto.

Horas más tarde despertó en una zona de descanso de la Interestatal 93. Había oído un ruido gótico, animal, quejumbroso. Era Anna, arrodillada delante del asiento de pasajeros, arrancando al azar páginas de la guía de carreteras de la AAA que traía el coche. Mientras hacia una bola de papel con cada página y la tiraba al suelo del coche, susurraba para sí:

—No sé dónde estoy, no sé dónde estoy.

Había una sensación de furia y tristeza tan grande llenando el Pontiac azul barato (porque Anna llevaba perdida toda la vida y ya nunca iba a encontrarse) que él se volvió a quedar dormido. Lo último que vio fue un cartel de la Interestatal a cuatrocientos metros de distancia, cambiante y luminoso a las luces de los camiones de paso. Entonces se hizo de día, y ya estaban en Massachusetts.

Anna les encontró una habitación en un motel en la playa de Mann Hill, no muy lejos al sur de Boston. Parecía haber superado la depresión de la noche. Estaba de pie en el aparcamiento bajo la pálida luz del sol, parpadeando por el resplandor del mar y agitando las llaves de la habitación ante la cara de Kearney hasta que él bostezó y salió del coche.

—¡Ven a ver! —le urgió—. ¿No es bonito?

—Es una habitación de motel —reconoció Kearney, mirando con desconfianza las cortinas arrugadas de guinga falsa.

—Es una habitación de motel de Boston.

Estuvieron en la playa de Mann Hill más tiempo que en Nueva York. Había bruma cada mañana, pero se dispersaba pronto y durante el resto del día todo quedaba iluminado por un claro sol de invierno. De noche, podían ver las luces de Provincetown al otro lado de la bahía. Nadie se les acercó. Al principio Kearney registraba la habitación cada par de horas y sólo dormía con la lámpara de la mesita de noche encendida. Al cabo del tiempo se relajó. Anna, mientras tanto, vagabundeaba por la playa, recogiendo con una especie de entusiasmo absurdo las cosas que el mar arrojaba; o se llegaba con el Pontiac a Boston, donde picoteaba en restaurantes italianos.

—Deberías venir conmigo —dijo—. Es como unas vacaciones. Te vendría bien. —Y luego, mirándose en el espejo—: He engordado, ¿verdad? ¿Estoy demasiado gorda?

Kearney se quedaba en la habitación con la tele encendida y el sonido quitado (una costumbre que había adquirido de Brian Tate), o escuchaba una emisora de radio local especializada en música de los ochenta. Le gustaba, porque le hacía sentirse convaleciente, medio dormido. Entonces una noche pusieron la vieja canción de Tom Waits, «Downtown Train».

Ni siquiera le había gustado nunca; pero con el primer acorde, volvió de manera tan absoluta a una versión anterior de sí mismo que una terrible desazón se apoderó de él. No podía comprender cómo había envejecido tan salvajemente, o cómo estaba en una habitación de motel con alguien a quien no conocía, alguien a quien aún tenía que encontrar, una mujer mayor que él quien, cuando le tocaba el delgado hombro, le miraba de reojo y sonreía. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Fue sólo un momento de confusión, pero fue carnívoro, y sintió que al reconocerlo lo había dejado entrar. A partir de entonces lo seguiría tan implacablemente como el Shrander. Siempre estaría intentando brotar de él. Tal vez en cierto modo era el Shrander, y se lo comería momento a momento si no hacía algo. Así que a la mañana siguiente se levantó antes de que Anna despertara y se fue con el Pontiac a Boston.

Allí, compró una videocámara Sony. Se pasó un rato buscando el tipo de suave alambre cubierto de plástico que usan los jardineros; pero encontró fácilmente un cuchillo de cocina de acero al carbono. Por impulso fue a Beacon Hill, donde compró dos botellas de Montrachet. De vuelta al coche se quedó un instante en la cara sur del Charles River Basin contemplando el MIT, y luego por impulso trató de telefonear a Brian Tate. No hubo respuesta. De regreso al motel, Anna estaba sentada en la cama, desnuda y con los pies encogidos, llorando. Las diez de la mañana y ya había clavado notitas en las puertas y paredes. ¿Por qué estás tan ansiosa?, decían, y: Nunca hagas más de lo que puedes. Eran como faros para un marinero malo, alguien perdido incluso en aguas familiares. Había un leve olor a vómito en la habitación, que ella había intentado disfrazar rociando perfume. Ya parecía más delgada. Él le pasó un brazo por los hombros.

—Anímate —dijo.

—Podrías haberme dicho a dónde ibas.

Kearney mostró la Sony.

—¡Mira! Vamos a dar un paseo por la playa.

—No quiero hablar contigo.

Pero a Anna le encantaba que la filmaran. El resto del día, mientras las gaviotas revoloteaban sobre la orilla o colgaban como cometas sobre la playa, ella corrió, se sentó, rodó, posó mirando el mar, contra la arena blanca a la claridad costera de la luz.

—¡Déjame mirar! —insistía—. ¡Déjame mirar!

Luego brotes de risa cuando las imágenes surgían como una corriente de joyas en el pequeño monitor. Ella no quiso esperar a verlas en el televisor. Tenía la impaciencia de una niña de catorce años: el hecho de que la vida no le hubiera permitido continuar teniendo catorce años, podía sugerir a veces, era su tragedia especial.

—Aquí hay algo que no sabes —dijo. Se sentaron durante un rato en una duna, y ella le habló del Monstruo Marino de Mann Hill…

Noviembre de 1970: mil quinientos kilos de carne podrida son arrojados sobre la arena de Massachusetts. La gente se congrega durante todo el día, llegando a venir desde Providence y hasta de Boston. Los padres se asombran ante las aletas bulbosas. Los niños corretean y se acercan lo suficiente para asustarse también. Pero el bicho está demasiado deteriorado incluso para poder ser identificado; y aunque su estructura ósea se parece a un plesiosauro, por consenso se decide que la tormenta ha traído algo tan poco exótico como los restos de un tiburón gigante, Al final, todo el mundo se vuelve a casa, pero las discusiones continúan durante treinta años…

—¡Apuesto a que no lo sabías! —dijo Anna, apoyándose contra el pecho de Kearney y animándolo a rodearla con sus brazos—. Aunque dirás que sí lo sabías. —Bostezó y contempló la bahía, que oscurecía como la fina corteza de una gota de mercúrica—. Estoy cansada, pero de forma agradable.

—Tendrías que irte a la cama temprano —dijo él.

Esa noche ella se bebió casi todo el vino, se rió un montón y se quitó la ropa, y luego se quedó dormida de sopetón en la cama. Kearney la tapó, corrió las cortinas de guinga falsa, y conectó la videocámara al televisor. Apagó las luces y durante un rato estuvo pasando las imágenes que había tomado en la playa. Se frotó los ojos. Anna roncó de pronto, dijo algo ininteligible. Las últimas imágenes de la cámara, mal iluminadas y de aspecto granuloso, la mostraban en el rincón de la habitación. Había llegado a desabrocharse los vaqueros. Sus pechos estaban ya al descubierto, y volvía la cabeza como si Kearney acabara de hablarle, con los ojos muy abiertos, la boca dulce pero cansada y resignada, como si ya supiera lo que iba a sucederle.

Detuvo esa imagen en la pantalla, encontró un par de tijeras y cortó dos o tres trozos del alambre que había comprado por la mañana. Los colocó a mano sobre la mesilla de noche. Luego se quitó la ropa, sacó el cuchillo de cocina de su envoltorio de plástico, retiró las mantas y la miró. Anna yacía enroscada, con un brazo sobre las rodillas. Su espalda y hombros eran tan delgados y faltos de músculos como los de una niña, con la columna vertebral prominente y vulnerable. Su cara, de perfil, tenía un aspecto afilado y hueco, como si el sueño no fuera ningún descanso para el rompecabezas que suponía ser Anna. Kearney se colocó ante ella, siseando entre dientes, sobre todo enfurecido por los acontecimientos que la habían traído aquí, que lo habían traído a él. Estaba a punto de empezar cuando pensó en echar los dados del Shrander, sólo para asegurarse.

Ella debió oírlos crotalear sobre la mesilla de noche, porque cuando él se volvió estaba despierta y lo miraba, atontada e irritada por el sueño, con el aliento agrio por el vino. Sus ojos advirtieron el cuchillo, el alambre, la desacostumbrada erección de Kearney. Incapaz de comprender lo que estaba pasando, extendió una mano y trató de atraerlo hacia sí.

—¿Vas a follarme ahora? —susurró.

Kearney negó con la cabeza, suspiró.

—Anna, Anna —dijo, tratando se soltarse.

—Lo sabía —dijo ella, con voz distinta—. Sabía que acabarías por hacerlo.

Kearney se soltó suavemente. Depositó el cuchillo sobre la mesita de noche.

—Arrodíllate —susurró—. Arrodíllate.

Ella se arrodilló torpemente. Parecía confusa.

—Todavía tengo puestas las bragas.

—Shh.

Kearney la cogió con la mano. Ella se frotó contra él, emitió un ruidito y empezó a correrse inmediatamente.

—¡Quiero que te corras! —dijo—. ¡Quiero que te corras tú también!

Kearney negó con la cabeza. Continuó acariciándola en silencio en la oscuridad hasta que ella enterró la cara en la almohada y dejó de intentar controlarse. Cogió la botella de vino y le dio medio sorbo y se tumbaron en la cama y vieron la televisión. Primero Anna en la playa, luego Anna desnudándose, mientras la cámara se movía lentamente de un lado a otro; luego, cuando ella se aburrió, un segmento de noticias de la CNN. Kearney subió el sonido a tiempo de oír las palabras:

—… el Canal Kefahuchi, nombrado en honor a su descubridor.

En la pantalla, con colores que no podían ser naturales, aparecieron objetos cósmicos que nadie podía comprender. No se parecía a nada. Una película de gas rosado con un puntito de luz más brillante en el centro.

—Es hermoso —dijo Anna, con voz asombrada.

Kearney, sudoroso de pronto, apagó el sonido.

—A veces creo que todo son chorradas —dijo.

—Pero es bonito —objetó ella.

—No es así —le dijo Kearney—. No se parece en nada. Son sólo datos de algún telescopio de rayos X. Sólo números, forzados a componer una imagen. Mira alrededor —le dijo, más tranquilo—. Eso es todo lo que hay. Nada más que datos estadísticos.

Trató de explicarle la teoría cuántica, pero ella sólo pareció confusa.

—No importa —dijo—. Es que en realidad ahí no hay nada. Algo llamado decoherencia sostiene el mundo y hace que lo veamos así: pero gente como Brian Tate va a descubrir matemáticas que le darán la vuelta. Cualquier día encontraremos la decoherencia tras las matemáticas y todo esto —indicó la tele, las sombras en la habitación—, significará tanto para nosotros como para un fotón.

—¿Cuánto es eso?

—No mucho.

—Parece horrible. Parece inseguro. Parece como si todo fuera… —hizo un gesto vago—, a darse la vuelta. A disolverse.

Kearney la miró.

—Ya es así —dijo. Se apoyó en un codo y bebió más vino—. En el fondo es sólo desorden —se vio obligado a admitir—. El espacio no parece significar nada, y eso significa que el tiempo no significa nada. —Se echó a reír—. En cierto modo, ésa es su belleza.

Ella dijo, con voz trémula:

—¿Quieres volver a follarme?

Al día siguiente él consiguió contactar por teléfono con Brian Tate.

—¿Has visto esa mierda en televisión? —le dijo.

—¿Cómo?

—Ese objeto de rayos X, como se llame. Oí a alguien de Cambridge hablar sobre Penrose y de la idea de una singularidad sin horizonte de sucesos, una gilipollez por el estilo…

Tate parecía distraído.

—No he oído hablar de ningún objeto —dijo—. Mira, Michael, necesito hablar contigo…

La conexión se cortó. Kearney miró enfadado su teléfono, pensando en la definición de Penrose del horizonte de sucesos no como una limitación del conocimiento humano sino como protección contra el colapso de las leyes físicas que de otro modo podría filtrarse al universo. Encendió el televisor. Todavía estaba sintonizado con la CNN. Nada.

—¿Qué pasa? —preguntó Anna.

—No lo sé. Mira, ¿te importa si volvemos a casa?

Llevó el coche al Logan International. Tres horas más tarde estaban en un avión, sobrevolando la costa de Newfoundland, que en ese punto parecía una mancha de verdín sobre el mar. Ascendieron atravesando una capa de nubes, y luego emergieron a un sol cegador. Anna parecía haber olvidado los acontecimientos de la noche. Se pasó gran parte del viaje contemplando la superficie de las nubes, con una sonrisa leve, casi irónica, en el rostro. Aunque una vez cogió la mano de Kearney brevemente y susurró:

—Me gusta estar aquí arriba.

Pero la mente de Kearney estaba en otros viajes.

Durante su segundo año en Cambridge, trabajaba por las mañanas y echaba las cartas en su habitación por la tarde.

Para representarse a sí mismo, siempre escogía el Loco.

—Nos movemos —le había dicho Inge antes de encontrar a alguien que se la tirara como Dios manda—, por la acción profundamente subyacente del deseo. Igual que el Loco salta continuamente de su montaña y sale al espacio, nosotros somos presencias que intentan llenar la ausencia que nos ha creado.

En esa época, él no tenía ni idea de lo que quería decir. Suponía que era una especie de cháchara que había aprendido para hacer las cosas más interesantes. Pero empezó con esta imagen de sí mismo en mente: para que cada viaje fuera, en todos los sentidos, un periplo.

Tenía que quitar al Loco de la baraja antes de poder echar las cartas. A últimas horas de la tarde, mientras la luz abandonaba la habitación, lo colocaba en el brazo de su sillón, desde donde fosforecía, más un acontecimiento que un dibujo.

A través de reglas sencillas, echar las cartas determinaba el viaje que se basaría en ellas. Por ejemplo: si la carta era una Vara, Kearney iba al norte sólo si el viaje iba a tener lugar en la segunda mitad del año; o si la carta siguiente era un Caballero. Otras reglas, cuyas cláusulas y contracláusulas intuía con cada barajar y repartir de las cartas, cubrían las opciones sur, oeste y este; del destino; incluso de las ropas que llevaría.

Nunca echaba las cartas una vez había empezado el viaje. Había demasiadas cosas que lo ocupaban. Cada vez que miraba había algo nuevo en el paisaje. El argomón caía por el costado de una empinada colina que tenía una granja en lo alto. Un periódico se abría de pronto en la parte trasera del vagón, como un golpe de lluvia contra una ventana. Entre cada acontecimiento su embelesamiento se extendía, tan continuo como sirope dorado. Se preguntaba qué tiempo haría en Leeds o Newcastle, abría el Independent para averiguarlo, leía: «La economía global entrará probablemente en recesión». De repente, advertía el reloj de pulsera de una mujer sentada al otro lado del pasillo. ¡Era de plástico, con un dial transparente que mostraba sus engranajes, de modo que, en la complejidad de las tuercas verdes y fluctuantes, la mirada perdía la posición de las manecillas!

¿Qué estaba buscando? Lo único que sabía era que la parte delantera amarilla clara de un tren Intercity lo llenaba de excitación.

Kearney trabajaba por la mañana. Por la tarde echaba el Tarot. Los fines de semana hacía viajes. A veces veía a Inge en la ciudad. Le hablaba de las cartas, ella le tocaba el brazo con una especie de triste afecto. Siempre se mostraba agradable, aunque un poco aturdida.

—No es más que un juego —repetía.

Kearney tenía diecinueve años. La física matemática se abría a él como una flor, revelando su futuro dentro. Pero el futuro no era suficiente. Al seguir los viajes según iban saliendo, creía entonces, abriría para sí mismo lo que consideraba como una «quinta dirección». Lo llevaría a la auténtica Retama, tal vez; haría cumplir aquellos sueños de infancia, cuando todo estaba lleno de promesa, y predestinación, y luz.

—¡Michael!

Kearney miró alrededor, inseguro por un momento de dónde se encontraba. La luz lo transforma todo: un vaso de plástico lleno de agua mineral, los vellos del dorso de tu mano, el ala de un avión a treinta mil pies sobre el Atlántico. Todas estas cosas pueden ser redimidas y volverse ellas mismas esencialmente durante un tiempo. El personal de vuelo había empezado a recorrer los pasillos arriba y abajo, recogiendo las bandejas. Poco después los motores rugieron y empezaron a bajar, mientras el aparato viraba y se internaba en una nube. El vapor rodó en la turbulencia de la punta del ala, y luego la pista fue visible, y el día iluminado se transformó súbitamente en los húmedos y ventosos espacios del aeropuerto de Heathrow.

—¡Vamos a aterrizar! —dijo Anna, nerviosa. Lo agarró por el brazo y se asomó a la ventana—. ¡Vamos a aterrizar!

Al final todos los viajes le habían llevado, naturalmente, al Shrander. El Shrander había estado esperando todo el tiempo a que él llegase.