Tig Vesicle, sumido en una especie de pasividad forzada cuando el subidón de adrenalina se agotó, estaba perdido pero se negaba a aceptarlo. Ed Chianese, con los oídos llenos de lejanas y débiles voces de demonios, continuó siguiendo a Vesicle porque no se le ocurría ninguna otra cosa que hacer. Tenía hambre, y se sentía levemente avergonzado de sí mismo. Después de su huida de las hermanas Cray, habían deambulado por las calles al este de Pierpoint hasta que se encontraron en un terreno elevado cerca de la esquina de Yulgrave y Demesne. Desde allí podían ver la ciudad entera, extendiéndose, repleta de luces en los cruces principales, hasta los muelles. Con aire de renovada confianza, Vesicle extendió los brazos.
—¡El cubil!
Bajaron la colina hacia el laberinto de luz y oscuridad, y pronto estuvieron de nuevo en ninguna parte, deambulando sin rumbo por las esquinas contra los repentinos dientes del viento hasta que se encontraron de vuelta en Yulgrave, cuya perspectiva negra, repetida y completamente desierta se extendía entre almacenes y patios, aparentemente para siempre. Allí, fueron testigos de un hecho tan extraño que Chianese lo apartó de su cabeza hasta mucho más tarde. Demasiado tarde, según resultó. En ese momento todo lo que pensó fue:
Esto no está sucediendo.
Luego pensó, está sucediendo pero sigo en el tanque.
—¿Estoy todavía dentro del tanque? —preguntó en voz alta.
No hubo respuesta. Pensó: tal vez soy otra persona.
Seguía nevando, pero el aire cálido de la bahía de Clinker, teñido con el olor de las plataformas petrolíferas de la costa y las fábricas de craqueo, la había disuelto en aguanieve, que caía a través de las lámparas de vapor de mercurio como chispas de algún yunque invisible. Caminando entre las chispas hacia ellos vino una mujer pequeña, regordeta y de aspecto oriental, vestida con un cheongsam de hojas doradas abierto hasta el muslo. Su paso tenía la rápida irritabilidad que prestan los tacones altos con mal tiempo. En un instante, Chianese estuvo seguro, ella no estaba allí: al siguiente sí estaba. Parpadeó. Se frotó la cara con las manos. Flashbacks, alucinaciones, todos los malos sueños de un centella.
—¿La ves también? —le preguntó a Vesicle.
—No lo sé —dijo Vesicle, distraído.
Ed Chianese miró a la mujer, y la mujer lo miró a él. Había algo tan extraño en su cara. Desde un ángulo parecía hermosa, de esa manera oriental, ovalada y con pómulos altos. Entonces se giró, o Ed alteró su ángulo de visión, y pareció emborronarse y convertirse en algo viejo, amarillo y arrugado. Era la misma cara. No había duda. Pero siempre se movía, siempre borrosa. A veces era joven y vieja a la vez. El efecto era extremo.
—¿Cómo lo haces? —susurró Ed.
Sin quitarle ojo de encima, extendió una mano hacia Tig Vesicle.
—Dame el arma.
—¿Por qué? —contestó Vesicle—. Es mía.
—Dame el arma —repitió Ed lentamente.
La mujer sacó una cajita dorada, la abrió, y tomó de ella un cigarrillo oval.
—¿Tienes fuego? —dijo—. ¿Ed Chianese?
Se le quedó mirando, la cara difuminándose y cambiando, difuminándose y cambiando. Una súbita vaharada de aguanieve los rodeó a ambos, chispas anaranjadas desprendidas del yunque de la circunstancia. Ed le arrancó de las manos a Tig Vesicle la Autocargadora Ultraligera y disparó a quemarropa.
—Justo entre los ojos —diría más tarde—. Le disparé a quemarropa, justo entre los ojos.
No sucedió nada durante un instante. Ella continuó allí de pie, mirándolo. Entonces pareció disolverse en una corriente de diminutas y enérgicas motas doradas que brotaron del punto de impacto para unirse a las chispas de la lluvia. Primero se disolvió su cabeza, luego su cuerpo. Desapareció muy despacio, como un fuego artificial que se consume a sí mismo para producir luz. No hubo ningún sonido.
Entonces Ed oyó su voz, un susurro resonante.
—Ed —dijo—. Ed Chianese.
La calle estaba vacía otra vez. Ed miró el arma en su mano, y a Tig Vesicle, que contemplaba el cielo, la cara alzada para que la lluvia le cayera en la boca abierta.
—Jesucristo —dijo Ed.
Apartó el arma y ambos echaron a correr. Después de un minuto o dos, Ed se detuvo y se apoyó contra una pared.
—No estoy preparado para esto —dijo—. ¿Y tú? —Se frotó la boca—. Odio vomitar con el maldito estómago vacío.
Miró deslumbrado las estrellas. Eran como chispas, también, corriendo y girando en el cielo para unirse, justo encima de los tejados del almacén, en el borrón rosáceo del Canal. Esto le recordó a Ed algo que quería preguntar.
—Eh, ¿en qué planeta estoy?
Vesicle se le quedó mirando.
—Vamos —dijo Ed—. Sé comprensivo. Cualquiera puede tener un problema con eso.
Nuevo Venuspuerto, el enclave original de la Tierra en el halo.
Las ciudades militares se extendían por el hemisferio sur. No eran tanto ciudades como complejos CMT, administrados como si fueran zonas de libre comercio que atraían trabajo inmigrante de todo el halo igual que un agujero negro sorbe gas de un disco de acreción. Atraían a las razas derrotadas. Atraían a los debilitados y estúpidos. Atraían a los Hombres Nuevos como una llama a las polillas. Ibas a Nuevo Venuspuerto porque no tenías otro sitio al que ir.
El hemisferio sur de Nuevo Venuspuerto era esencialmente una operación de mantenimiento. Las naves-K llenaban sus cielos, o se lanzaban verticalmente a la órbita a Mach 50. Noche y día ocupaban las bodegas de servicio con luces de arco iluminando sus flancos gris oscuro. Eran incansables. Aparecían y desaparecían de la vista mientras sus sistemas de navegación atravesaban diez dimensiones espaciales. Nunca desconectaban sus sistemas de defensa ni de adquisición de blancos, de modo que el aire a su alrededor estaba constantemente rebullendo con todo lo existente desde gamma a microondas. Para trabajar cerca de ellas, hacía falta un traje de plomo. Incluso la pintura de sus cascos era letal. Las bodegas de mantenimiento no lo eran todo: por todas partes, los contratistas de recursos de los CMT tenían el hemisferio sur dividido en minas tan grandes como naciones estado, usando máquinas impulsadas y dirigidas por la antigua tecnología alienígena. Las conectaban, se hacían a un lado, se miraban unos a otros con complacida presunción.
—¡Eh, esta cosa podría mondar un planeta!
En las ciudades, el aire y la comida eran pestilentes, y uno no sabía qué podía traer la lluvia. Los Hombres Nuevos, apretujados en sus cubiles, acosados por el abanico habitual de gánsteres, fanáticos políticos de alto perfil y policía de los CMT, iban a trabajar cada gris amanecer, tosiendo y tiritando y confundidos, encogiendo torpemente los hombros. Pero no todo era malo. Las nuevas medidas de seguridad corporativa en el trabajo, autoimpuestas y autocontroladas, habían aumentado las expectativas de vida de un trabajador varón en un par de puntos, hasta los veinticuatro años. Cualquiera podía ver que eso era un avance.
Mientras tanto, dispersos por el hemisferio norte, los enclaves corporativos se construían al estilo de la Vieja Tierra.
Les gustaban las ciudades pequeñas (con pequeñas plazas de mercado) llamadas Saulsignon o Brandett Hersham; con pequeñas vías de tren atravesando campos de tierra de labranza del color del chocolate. Los hombres de los CMT escogían a mujeres altas y hermosas y les regalaban abrigos para el invierno de color miel hechos de piel auténtica. Las mujeres elegían a los hombres de los altos cargos, a quienes amaban con feroz devoción enloquecida, y les daban hermosos hijos de pelo color miel. Había iglesias de piedra gris con campanarios de sombrero de bruja, castillos y casetas de tiro. Praderas regadas flanqueaban los afluentes del río Perla Nueva; había flores silvestres todo el verano, largos y helados arroyos de un kilómetro de ancho para patinar cada invierno. Ibas a Nuevo Venuspuerto si tenías suerte y eras un trabajador duro. La corporación te enviaba allí para hacer un trabajo, pero ibas por los cielos celestes de acuarela y los cúmulos blancos. Los caballos, tan hermosamente aprestados. Los deportes de campo. Y la comida era tan buena en Saulsignon… ¡todos esos quesos distintos!
Nuevo Venuspuerto, decían los folletos de reclutamiento: el planeta de los que saben elegir.
El cubil ocupaba una manzana entera, rodeado por los muelles por dos lados, el basurero de un antiguo accidente industrial por otro, y por el cuarto la calle Straint, la frontera occidental del distrito de la ropa.
Dentro, siempre estaba iluminado, pero sólo por los canales de hologramas, o con lámparas diseñadas para los ojos de los Hombres Nuevos, de modo que lo que en realidad reinaba era una especie de crepúsculo gris azulado, como la luz de un antiguo monitor. Dentro se estaba apretujado y caliente, un caos de cubículos de madera prensada sin puertas. Estos cubículos no estaban unidos por pasillos. Nunca sabías dónde estabas. Para llegar de uno a otro, tenías que atravesar un tercero. Podías atravesar treinta habitacioncitas para llegar a una puerta al exterior. A veces habían sido divididas todavía más.
—Bueno, ésta es mi casa —dijo Tig Vesicle.
Ed Chianese, temblando por el mono del tanque, miró alrededor.
—Bonito —dijo—. Es bonito.
Dentro de las habitaciones, siempre había ocho o nueve personas haciendo algo, nunca podías decir sí cocinaban o lavaban. A veces había más. Tenían un olor que resultaba difícil de describir: era como canela mezclada con manteca. Dormían en colchones directamente en el suelo. Los hombres estiraban las piernas de esa manera torpe que tenían, así que era imposible no tropezar con ellos cuando pasabas: ellos dejaban un segundo de masturbarse, los ojos tan vacíos y reflexivos como los ojos de los animales a la extraña luz gris. Las mujeres llevaban el pelo en una especie de suave pelusa sobre los cráneos, ovalados y bastante hermosos. Llevaban vestidos de lana sin mangas de colores ocre, que caían de sus hombros sin ningún estilo. Tenían un lenguaje corporal que decía que si no se mantenían ocupadas seria demasiado fácil recordar dónde estaban. Los niños correteaban por todas partes, fingiendo ser naves-K. En todas las paredes había pósters populares del Canal Kefahuchi. Los Hombres Nuevos tenían una especie de culto, centrado en la idea de que aquí era donde se habían originado. Era tan triste como todo lo demás respecto a ellos. Hasta los niños sabían de dónde venían, y no era de allí.
Al cabo de un rato Tig Vesicle se detuvo, inseguro, en un cubículo que se parecía a todos los demás.
—Sí. Éste es mi hogar —dijo.
Contemplando vagamente un holograma en un rincón del cubículo había una mujer que se parecía a él.
—Ésta es Neena —dijo Tig Vesicle—. Es mi esposa.
Ed la miró. Una gran sonrisa se apoderó de su rostro.
—Hola —dijo—. Encantado de conocerte, Neena. ¿Tienes algo de comer?
Tenían un hornillo barato en cada cubículo. Los Hombres Nuevos comían una especie de sopa de tallarines (a veces había objetos dentro que parecían cubos de hielo, sólo que tibios y azulinos). Ed estuvo en su cubil durante cuatro semanas. Durmió en el colchón del suelo, como todos los demás. Durante el día, cuando Tig Vesicle iba a la ciudad (para rular un poco de AbH por aquí, un poco de speed alterado por allá, intentando evitar a las hermanas Cray), Ed contemplaba los hologramas y comía la comida que cocinaba Neena. La mayor parte del tiempo pasaba lentamente. Estaba con el mono. Era doloroso. Además, las cosas reales eran muy distantes un montón del tiempo y la simple extrañeza de estar entre Hombres Nuevos lo hacía aún peor. Seguía intentando recordar quién era en realidad. Sólo podía recordar al Ed ficticio, una mezcla de acontecimientos claros como el diamante que nunca sucedieron. La tarde del tercer día que estuvo allí, Neena Vesicle se arrodilló junto a él, mientras permanecía sentado en el colchón.
—¿Puedo ayudarte de alguna forma? —preguntó.
Ed la miró.
—Sabes, creo que sí.
Puso las manos en sus caderas, y con un poco de presión lateral intentó hacer que se arrodillara sobre él. Ella tardó un momento en comprender lo que estaba sugiriendo. Luego, torpe y seria, intentó acceder.
—Soy todo brazos y piernas —dijo. Apenas olió hasta que él la tocó. Luego una especie de denso dulzor emanó de ella. Cada vez que la tocaba en algún lugar nuevo, una de sus piernas daba una sacudida, o contenía la respiración y exclamaba al mismo tiempo, o se estremecía y medio se enroscaba. Miró las manos de Ed, que le levantaban el vestido de algodón hasta la cintura.
—Oh —dijo—. Mírate. —Se echó a reír—. Me refiero a mí.
Sus costillas se articulaban de un modo que él no podía entender del todo.
—¿Está todo bien? —dijo más tarde—. Somos raros para vosotros. Un poco raros —siseó. Elevó una mano, se la pasó por la cara, por el cráneo—. ¿Está todo bien?
El mono del tanque estaba en los huesos. Era celular, orgánico. Pero también era una especie de ansiedad de separación. Era el grito contenido de querer volver a un mundo perdido que habías amado. No había cura, pero el sexo ayudaba. Los centellas con el mono andaban desesperados por el sexo. Para ellos era como morfina.
—Está bien —dijo Ed—. Ah, sí. Está bien.
Las cuatro semanas que estuvo en el cubil, todo el mundo lo imitó. ¿Habían estado antes tan cerca de un ser humano? ¿Qué significaba exactamente para ellos? Se acercaban a la puerta del cubículo y lo miraban con una especie de sombría pasividad. Un gesto típico suyo, una manera de hablar, pasaban por todo el lugar en una hora. Los niños corrían de habitación en habitación imitándolo. Neena Vesicle lo imitaba incluso cuando se la estaba tirando.
—Ábrete un poco más —sugería, o—: Ahora, déjame penetrarte. —Se reía—. Quiero decir, tú a mí. Oh, Dios. Oh, joder. Joder.
Era perfecta para él porque era más extraña e incluso más difícil de comprender que él. Después de terminar, yacía torpemente en sus manos.
—Oh, no, está bien, es muy cómodo —decía—. ¿Quién eres, Ed Chianese?
Había más de una manera de responder a eso, pero ella tenía sus preferencias. Si él decía «No soy más que un centella», ella se enfadaba. Después de unos cuantos días Ed sintió que se recuperaba del tanque. Estaba muy, muy lejos y entonces estuvo más cerca y fueron las voces del mono que se habían retirado hasta el borde. Empezó a recordar cosas sobre el verdadero Ed Chianese.
—Tengo deudas —explicó—. Probablemente le debo a todo el mundo en el universo.
La miró. Ella lo miró a su vez durante un momento, y luego apartó súbitamente la mirada, como si no pretendiera haberlo hecho.
—Shh, shh —dijo, ausente. Luego añadió—: Supongo que todos querrán cobrarme o joderme. Lo que pasó en la granja de tanques fue por ver quién me jodía primero.
Neena puso la mano sobre la suya.
—Ése no eres tú —dijo.
Después de un minuto, él dijo:
—Recuerdo cuando era niño.
—¿Cómo era?
—No lo sé. Mi madre murió, mi hermana se fue. Lo único que yo quería hacer era montarme en las naves cohete.
Neena sonrió.
—Es lo que quieren los niños pequeños —dijo.