Once
Sueños mecánicos

El emplazamiento de Billy Anker, tal como le había revelado Tío Zip a Seria Mau, estaba varios días Playa abajo desde Motel Splendido. Poco se podía hacer en términos de navegación hasta que encontraran los complejos bajíos gravitatorios y vientos de partículas corrosivas de Bahía Radio. Seria Mau colocó su supercargamento en los habitáculos humanos y luego se encontró sin nada más que hacer. La matemática de la Gata Blanca se hizo cargo de la nave y la envió a dormir. No se pudo resistir. Sueños y pesadillas manaron de su interior como alquitrán caliente.

El sueño más corriente de Seria Mau era de una infancia. Se suponía que era la suya propia. Extrañamente iluminadas, pero sin embargo claras, las imágenes de este sueño iban y venían, enmarcadas como fotos antiguas sobre un piano. Había gente y pasaban cosas. Había un día hermoso. Una mascota. Una barca. Risa. Todo se reducía a nada. Había una cara cerca de la suya, labios moviéndose urgentemente, decididos a decirle algo que no quería oír. Algo intentaba darse a conocer, como una narrativa intenta darse a conocer. La imagen final era ésta: un jardín, oscurecido con laureles y manojos de plateados abedules; y una familia, centrada en una atractiva mujer morena con ojos pardos, redondos y sinceros. Su sonrisa era complacida e irónica a la vez: la sonrisa de una estudiante animosa, sorprendida de ser madre. Delante de ella dos críos de siete y ocho años, niña y niño, que se le parecían sobre todo en los ojos; el niño tenía el pelo muy negro y sostenía un gatito. Y allí, detrás de los tres, con la mano en el hombro de ella y el rostro ligeramente desenfocado, había un hombre. ¿Era el padre? ¿Cómo podía saberlo Seria Mau? Parecía muy importante. Miró la foto con la misma intensidad con que miraría a una cara, y entonces se difuminó lentamente en un humo gris oscilante que hizo que sus ojos lagrimearan. Siguió un nuevo sueño, como un comentario al primero: Seria Mau estaba contemplando el interior de una pared cubierta de seda de golilla color perla. Después de un rato, la parte superior del cuerpo de un hombre asomó lentamente en el marco de la imagen. Era alto y delgado; vestido con un frac negro y una camisa blanca almidonada. En una mano enguantada llevaba un sombrero de copa que sujetaba por el ala; en la otra un bastón corto de ébano. Su pelo azabache pegado al cráneo, engominado. Tenía ojos de un penetrante azul claro, y un bigotito negro. A ella se le ocurrió que estaba haciendo una reverencia. Después de un largo rato, cuando él se había inclinado todo lo posible ante su campo de visión sin meterse dentro, le sonrió. Con esto, el fondo de seda de golilla fue sustituido por un grupo de tres ventanas de arco que se asomaban al resplandor magistral del Canal Kefahuchi. La imagen, vio, estaba tomada en una habitación que atravesaba el espacio dando tumbos. Lentamente, el hombre del frac se marchó haciendo una reverencia.

Si el propósito de este sueño era aclarar el anterior, no consiguió nada. Seria Mau despertó en su tanque y experimentó un momento de profundo vacío.

—Estoy de vuelta —le dijo furiosamente a la matemática de la nave—. ¿Por qué me envías allí? ¿Qué sentido tiene?

No hubo respuesta.

La matemática la había despertado, le entregó el control de la nave, y volvió tranquilamente a ocupar su propio espacio, donde empezó a barajar las filtraciones cuánticas de los eventos de navegación en el espacio no local, usando una técnica llamada resonancia estocástica. Sin saber por qué, Seria Mau se quedó con una sensación de furia y descontrol. La matemática podía enviarla a dormir cuando quería. La despertaba cuando quería. Era el centro de la nave de un modo que ella nunca podría serlo. No tenía ni idea de qué era, de qué había sido antes de que la tecnología-K las uniera para siempre. La matemática estaba envuelta a su alrededor: amable, paciente, amistosa, inhumana, tan vieja como el halo. Siempre cuidaría de ella. Pero sus motivos eran completamente insondables.

—A veces te odio —le espetó. La sinceridad la hizo enmendarlo—. A veces me odio a mí misma —se vio forzada a admitir.

Serie Mau tenía siete años la primera vez que vio una nave-K. Impresionada a su pesar por la determinación de sus líneas, exclamó entusiasmada:

—No quiero tener una de ésas. Quiero ser una. —Era una niña callada, enfrentada ya a las fuerzas de su interior—. Mira. Mira.

Algo la cogió y la sacudió como a un trapo; algo (una sensación que al cabo del tiempo dominó todas sus otras sensaciones) onduló a través de ella. Eso fue lo que quiso entonces.

Ahora había cambiado de opinión, temía que demasiado tarde. El paquete de Tío Zip la tentó con su promesa, pero luego no entregó nada. Una sensación de cautela le había hecho aislarlo del resto de la nave.

Su parte visible se encontraba en el departamento de equipaje de una pequeña sala en la zona humana, en una pequeña caja de cartón roja atada con un brillante lazo verde. Tío Zip se la había entregado a su manera típica, con una tarjeta firmada con dibujitos de querubines, coronas de laurel y velas encendidas; también dos docenas de rosas de largo tallo. Las rosas yacían ahora esparcidas por la cubierta, con sus pétalos sueltos agitándose levemente como en una corriente de aire frío.

La caja, sin embargo, era lo de menos. Todo en su interior era muy viejo. No importaba cómo lo disfrazara Tío Zip, ni él ni nadie más podían estar seguros de su función original. Algunos de estos artefactos tenían identidades propias, con expectativas pasadas de moda hacía un millón de años. Estaban locos, o rotos, o habían sido construidos para hacer cosas inimaginables. Habían sido abandonados, habían sobrevivido a sus usuarios originales. Cualquier intento por entenderlos entraba dentro de la naturaleza de la suposición. Hombres como Tío Zip podían instalar puentes de software, pero ¿quién podía estar seguro de qué había al otro lado? Había un código en la caja, y eso podría ser bastante peligroso en sí mismo, pero había también algún tipo de sustrato nanotécnico con el que se suponía que debía funcionar el código. Se suponía que debía construir algo. Pero cuando lo marcabas, una amable campanita sonaba en el aire vacío. Algo parecido a espuma blanca parecía brotar y cubrir las rosas, y una voz amable y femenina, bastante remota, preguntaba por el Dr. Haends.

—No sé quién es —le dijo Seria Mau al paquete, enfadada—. No sé quién es.

—Dr. Haends, por favor —repitió el paquete, como si no la hubiera oído.

—No sé qué es lo que quieres.

—Dr. Haends a cirugía, por favor.

La espuma continuaba cubriendo el suelo, hasta que cerró de nuevo el software. Si pudiera olerla, pensó, olería con fuerza a almendras y vainilla. Por un momento tuvo un recuerdo tan claro de aquellos olores que se mareó. Todos sus sensores parecieron romper su conexión de veinte años con la Gata Blanca, lanzándose a la noche y el vértigo. Seria Mau se agitó dentro de su tanque. Estaba ciega. Había perdido pie. Le aterraba perderse, y morir, y no ser nada. Los operadores sombra se congregaron ansiosamente, aferrándose a las esquinas como telarañas, susurrando y murmurando, aferrándose las manos.

—Lo que está hecho —le recordó uno a otro—, y lo que queda por hacer.

—Es pequeña —dijeron al unísono.

Su grito de respuesta apenas pudo contener la fuerza de toda su pena y autodesprecio y muda ira. Fuera lo que fuese lo que les había dicho en la órbita de atraque de Motel Splendido, había cambiado de opinión. Seria Mau Genlicher quería ser humana de nuevo. Aunque cuando miraba a sus pasajeros, a menudo se preguntaba por qué.

Había cuatro o cinco, pensaba. Desde el principio fueron difíciles de contar porque una de las mujeres era un clon de la otra. Habían subido a bordo con una tonelada de equipo generador de campo y un paso confiado. Sus ropas parecían prácticas hasta que veías lo suaves que eran los tejidos. El pelo de las mujeres estaba cortado a cepillo y levemente fijado para tener una semiótica de afirmación. Los hombres llevaban discretos implantes de marca, logos animados, homenajes a los grandes corporativos del pasado. La Gata Blanca, con su aire de sigilo y clara procedencia militar, sacaba a relucir al niño que había en ellos. Ninguno de ellos había hablado jamás a una capitana-K antes.

—Hola —dijeron tímidamente, sin saber a dónde mirar cuando Seria Mau habló.

Y luego, unos a otros, en cuanto pensaron que estaban solos:

—¡Eh! ¡Sí! ¿Es raro o qué?

—Por favor, mantengan limpios los camarotes —les interrumpió Seria Mau.

Observaba sus movimientos, sobre todo su casi constante actividad sexual, a través de nano cámaras emplazadas en rincones, o pliegues de ropa, o flotando sobre los habitáculos humanos como motas de polvo. Conectar, casi en cualquier momento, traía mal iluminadas imágenes submarinas de vida humana: comían, hacían ejercicio, defecaban. Copulaban y se lavaban, luego volvían a copular. Seria Mau perdió la cuenta de las combinaciones, los glúteos alzados y las piernas a horcajadas. Si subía el sonido, alguien estaba susurrando siempre: «Sí». Todos los hombres se follaron a una de las mujeres; luego la mujer se folló a su clon mientras los hombres miraban. En la vida diaria, la clon era dócil, tierna, tendente a estallidos de súbitos llantos airados o a pedir consejo financiero. Era tan insegura, decía. Respecto a todo. Se la follaban, dormían, y luego le preguntaban a Seria Mau si podía desconectar la gravedad artificial.

—Me temo que no —mintió Seria Mau.

A la vez la disgustaban y la fascinaban. La pobre resolución de las nanocámaras daba a sus acciones parte de la cualidad de los sueños. ¿Había alguna conexión?

Practicó murmurar: «Oh, sí, así».

Al mismo tiempo examinó el equipo almacenado en la bodega de la Gata Blanca. Por lo que pudo ver tenía poco que ver con la exogeología, sino que estaba diseñado para mantener pequeñas cantidades de isótopos en estados salvajemente exóticos. Sus pasajeros eran prospectores. Estaban en la Playa, igual que todo el mundo, buscando una ganancia. Se sintió inexplicablemente airada, y la matemática de la nave la envió a dormir otra vez.

La despertó casi de inmediato.

—Mira esto —dijo.

—¿Qué?

—Hace dos días desplegué detectores de partículas a popa —dijo, aunque el término «a popa», se sintió obligada a advertirla, era una dirección casi sin significado en términos de la geometría relacionada—, y empecé a contar eventos cuánticos significativos. Éste es el resultado.

—¿Hace dos días?

—La resonancia estocástica lleva tiempo.

Seria Mau recibió los datos en su tanque en forma de pantalla de firma y los estudió. Lo que vio quedaba limitado por la habilidad de la Gata Blanca para representar diez dimensiones espaciales como cuatro: un espacio gris de aspecto irradiado, cerca de cuyo centro se podían ver, retorcidos, algunos gusanos de espectral luz amarilla, constantemente agitándose, pulsando bifurcándose y cambiando de color. Se podían trazar varias cuadrículas sobre este modelo, para representar diferentes regímenes y análisis.

—¿Qué es esto? —preguntó.

—Creo que es una nave.

Seria Mau estudió de nuevo la imagen. Hizo estudios comparativos.

—No es ningún tipo de nave que yo conozca. ¿Es antigua? ¿Qué está haciendo ahí afuera?

—No puedo responder a eso.

—¿Por qué?

—Todavía no estoy del todo segura de dónde es «ahí fuera».

—No me digas —dijo Seria Mau—. ¿Sabes algo útil?

—Nos sigue el ritmo.

Seria Mau observó el rastro.

—Eso es imposible —dijo—. No se parece en nada a una nave-K. ¿Qué hacemos?

—Seguir barajando cuantos —dijo la matemática.

Seria Mau abrió una línea con los habitáculos humanos de la nave.

Allí, uno de los hombres había lanzado una imagen holográfica y claramente estaba haciendo algún tipo de presentación para los demás, mientras la hembra clónica se sentaba en un rincón pintándose las uñas, riéndose con una especie de débil malicia por todo lo que decía, y hacía comentarios inadecuados.

—Lo que no entiendo es por qué ella nunca tiene que hacer eso —decía—. Tengo que hacerlo yo.

La pantalla era como un gran cubo ahumado, mostrando imágenes fugaces del cúmulo de Bahía Radio, que contenían entre otros a Suntory IV y 3-alfa-Ferris VII. Nubes gaseosas de baja temperatura giraban y se agitaban, ajadas enanas marrones parpadeando a través de ellos como borrachos que cruzan una carretera en medio de la niebla. Un planeta adquirió resolución, de color de champiñón, con franjas cremosas de aspecto sulfuroso. Entonces hubo imágenes desde la superficie: nubes, lluvia caótica, menos clima que química. Un puñado de edificios no humanos abandonados doscientos mil años antes: algo que parecía un laberinto. Ellos a menudo dejaban laberintos.

—Lo que tenemos aquí es antiguo —concluyó el hombre—. Podría ser realmente antiguo.

De repente la cámara saltó a un asteroide a un tiro de piedra del Canal, que destelló en la imagen como bisutería sobre terciopelo negro.

—Creo que dejaremos eso para un viaje posterior —dijo.

Todos se rieron menos la clon, que extendió las manos ante sí.

—¿Por qué todos me odiáis tanto —dijo, mirándolos por encima de sus brillantes uñas rojas—, que me obligáis a hacerlo a mí y no a ella?

Él se acercó y la puso amablemente en pie. La besó.

—Nos gusta que lo hagas porque te amamos —dijo—. Todos te amamos. —Cogió una de sus manos y examinó las uñas—. Esto es muy histórico.

El holograma parpadeó, aumentó hasta medir un metro o metro y medio de lado, y de repente mostró la cara de la clon en los estertores del clímax sexual. Tenía la boca abierta, los ojos desencajados por el dolor o el placer, Seria Mau no podía decirlo. No se podía ver qué le estaban haciendo. Todos se sentaron y observaron, dando al holograma su consideración plena como si todavía mostrara imágenes de Bahía Radio, antiguos artefactos alienígenas, grandes secretos, las cosas que más querían. Pronto estuvieron follando otra vez.

Seria Mau, que había empezado a preguntarse si conocía sus verdaderos motivos para estar a bordo, los observó con recelo durante unos cuantos minutos más. Luego desconectó.

Sus sueños continuaron inquietándola.

Le hacían considerar que era una especie de origami de mala calidad, un acordeón espacial plegado para contener más de lo que parecía posible o aconsejable, tan lleno de materia invisible como el mismo halo. ¿Era así como los seres humanos soñaban consigo mismos? No tenía ni idea.

A los diez días de viaje, soñó con un viaje en barca por un río. Se llamaba el río Perla Nueva y tenía más de un kilómetro de ancho, le explicó la madre. Desde cada orilla, vegetación benigna pero exóticamente alterada se asomaba al agua, cuyas ondas en la superficie parecían firmes y nacaradas y desprendían olores de almendras y vainilla. A la madre le encantaba tanto como a los niños. Metía los pies descalzos en el agua fría y perlada, riendo.

—¡Mira que tenemos suerte! —no paraba de decir—. ¡Mira que tenemos suerte!

A los niños les encantaban sus ojos marrones. Amaban su entusiasmo por todo lo que había en el mundo.

—¡Mira que tenemos suerte!

Estas palabras resonaron a través de un cambio de escena, primero a la negrura, luego de nuevo al jardín, con sus laureles oscuros.

Era por la tarde. Llovía. El viejo (era el padre, y se podía ver lo mucho que lo asombraba esa responsabilidad, el esfuerzo que era) había encendido una hoguera. Los dos niños lo observaban mientras le arrojaba cosas. Cajas, papeles, fotos, ropas. El humo se extendía por el jardín en largas capas planas, atrapado por las inversiones del principio del invierno. Ellos observaban el caliente corazón del fuego. Su olor, que era como el de cualquier otra hoguera, los excitaba a su pesar. Iban vestidos con abrigos y bufandas y guantes, tristes y culpables en la fría tarde moribunda, contemplaban las llamas y tosían con el humo gris.

Era demasiado viejo para ser padre, parecía estar suplicando. Demasiado viejo.

Justo cuando se volvía insoportable, alguien apartó este sueño. Seria Mau se encontró mirando un escaparate iluminado. Era un escaparate retro, lleno de cosas retro. Eran de la Tierra, cosas de prestidigitador, cosas de niños hechas de plástico malo, plumas, goma barata, objetos triviales en su época pero que ahora eran de gran valor para los coleccionistas. Había manojos de regaliz falso. Había un corazón de San Valentín que se encendía solo gracias a los lindos diodos que tenía dentro. Había «Gafas de Rayos X» y zapatos con alzas. Había una caja lacada rojo oscura, donde se metía una bola de billar que nunca se volvía a encontrar, aunque la podías oír dentro si la sacudías. Había una taza con una cara reflejada en el fondo que resultaba que no era la tuya. Había anillos para el truco de la eternidad y esposas que no te podías quitar. Mientras ella observaba, el hombre del sombrero de copa negro y frac acercó la parte superior de su cuerpo a la ventana, lentamente. Tenía el sombrero en la cabeza. Se había quitado los guantes blancos que ahora sostenía en la misma mano que su hermoso bastón de ébano. Su sonrisa no había cambiado, cálida pero llena al mismo tiempo de chispeante ironía. Era un hombre que sabía demasiado. Lentamente y con un amplío y generoso gesto usó su mano libre para quitarse el sombrero y pasarlo sobre los contenidos del escaparate, como para ofrecer a Seria Mau los artículos que había dentro. Al mismo tiempo, ella reconoció que se estaba ofreciendo a sí mismo. Era, en cierto modo, estos objetos. Su sonrisa no cambió en ningún momento. Se volvió a poner el sombrero lentamente, se enderezó en medio del amable silencio, y desapareció.

—Todos los días, la vida del cuerpo debe usurpar y desheredar el sueño —dijo una voz. Y luego añadió—: Aunque nunca creciste, esto es lo último que viste siendo niña.

Seria Mau se despertó temblando.

Se estremeció y estremeció hasta que la matemática de la nave se apiadó de ella, inundando el tanque de modo que zonas específicas de su proteoma pudieran llenarse de complejas proteínas artificiales.

—Escucha —dijo—. Tenemos un problema.

—Enséñamelo —respondió Seria Mau.

La pantalla de firma apareció de nuevo.

En su centro (si puede decirse que diez dimensiones representadas como cuatro tienen un centro), las líneas de posibilidad se escribían tan cerca unas de otras que se convertían en un sólido: un objeto inerte con los contornos de una nuez, que ya no cambiaba mucho. Se habían hecho demasiadas deducciones, fue lo primero que pensó Seria Mau. La señal original, complicándose a sí misma hacia el infinito, se había colapsado en esta pepita estocástica y ahora era aún más ilegible.

—Esto es inútil —se quejó.

—Eso parece —dijo la matemática con ecuanimidad—. Pero si vamos a un régimen que corrija el cambio del dinaflujo, y le damos a N un valor alto, lo que conseguimos es esto…

Hubo un súbito salto. La aleatoriedad se convirtió en orden. La señal se simplificó y se dividió en dos, con el componente más débil (de color violeta profundo) parpadeando rápidamente, apareciendo y desapareciendo.

—¿Qué estoy viendo? —exigió Seria Mau.

—Dos naves —le dijo la matemática—. El rastro firme es una nave-K. Cerrada en fase con su matemática hay una especie de pesada nave nástica: tal vez un crucero. Un claro beneficio es que nadie puede interpretar su firma, pero eso es un efecto secundario. Lo importante es que están usando la nave-K como herramienta de navegación. Nunca lo he visto hacer antes. Quien escribió el código es casi tan bueno como yo.

Seria Mau contempló la pantalla.

—¿Qué están haciendo? —susurró.

—Oh, nos están siguiendo —dijo la matemática.