Diez
Agentes de la fortuna

Las tres de la madrugada. Valentine Sprake se había perdido hacía rato. Michael Kearney deambuló por la orilla norte del Támesis, y luego se escondió entre los árboles hasta que le pareció oír una voz. Esto volvió a asustarlo y echó a correr hasta Twickenham en medio de la oscuridad y el viento antes de poder controlarse. Allí intentó pensar, pero lo único que se le ocurría era la imagen del Shrander. Decidió llamar a Anna. Entonces decidió llamar a un taxi. Pero sus manos temblaban demasiado para usar un teléfono, así que al final no hizo ninguna de las dos cosas sino que fue caminando. Una hora más tarde, Anna lo recibió en la puerta, vestida con un largo camisón de algodón. Parecía colorada y él pudo sentir el calor de su cuerpo a dos palmos de distancia.

—Tim está conmigo —dijo, nerviosa.

Kearney se la quedó mirando.

—¿Quién es Tim?

Anna se volvió hacia el interior del apartamento.

—No pasa nada, es Michael —avisó. A Kearney le dijo—: ¿No podrías volver por la mañana?

—Sólo quería unas cuantas cosas. No tardaré mucho.

—Michael…

Entró de todas formas. El apartamento olía fuertemente a incienso y cera de velas. Para llegar a la habitación donde guardaba sus cosas, tuvo que pasar ante el dormitorio de Anna, cuya puerta estaba abierta en parte. Tim, fuera quien fuese, estaba sentado apoyado contra la pared en la cabecera de la cama, su cara un perfil en tres cuartos a la luz amarilla de dos o tres velas. Tenía treinta y tantos años, con buena piel y una constitución ligera pero atlética, rasgos que le ayudarían a conservar un aspecto juvenil cuando ya tuviera más de cuarenta. Tenía un vaso de vino tinto en una mano, y lo miraba pensativo.

Kearney lo miró de arriba a abajo.

—¿Quién coño es éste? —dijo.

—Michael, te presento a Tim. Tim, éste es Michael.

—Hola —dijo Tim. Alzó la mano—. Perdona que no me levante.

—Jesucristo, Anna —dijo Kearney.

Se dirigió a la habitación del fondo, donde una breve búsqueda le hizo encontrar unos Levis limpios y una vieja chaqueta de cuero negra que le gustó tanto en tiempos que no había querido tirarla. Se los puso. También había una bolsa de bandolera con el logo de Marin en la solapa, donde empezó a vaciar los contenidos de la cómoda verde. Al levantar la cabeza, descubrió que Anna había borrado los diagramas de tiza de la pared. Se preguntó por qué. La podía escuchar hablando en el dormitorio. Cada vez que intentaba explicar algo, su voz adoptaba tonos infantiles y persuasivos. Después de un momento, pareció rendirse y dijo bruscamente:

—¡Por supuesto que no! ¿Qué quieres decir?

Kearney recordó cuando intentaba explicarle cosas similares. Hubo ruido ante la puerta y Tim asomó la cabeza.

—No hagas eso —dijo Kearney—. Ya estoy nervioso.

—Me preguntaba si podría ayudar.

—No, gracias.

—Es que son las cinco de la mañana, sabes, y te cuelas aquí lleno de barro.

Kearney se encogió de hombros.

—Ya lo sé —dijo—. Ya lo sé.

Anna lo despidió en la puerta, enfadada.

—Cuídate —le dijo él, tan cálidamente como pudo. Había bajado dos tramos de escaleras cuando oyó pasos tras él.

—Michael —llamó Anna—. Michael.

Como no contestó, lo siguió a la calle y se quedó allí gritándole, descalza y con el camisón blanco.

—¿Volviste para echar otro polvo? —Su voz resonó por la calle vacía—. ¿Eso es lo que querías?

—Anna, son las cinco de la mañana.

—No me importa. Por favor, no vuelvas, Michael. Tim es agradable y me quiere de verdad.

Kearney sonrió.

—Me alegro.

—¡No, no te alegras! —gritó ella—. ¡No te alegras!

Tim salió del edificio tras ella. Estaba vestido y llevaba en la mano las llaves del coche. Cruzó la acera sin mirar a Anna ni a Kearney, y se metió en su coche. Bajó la ventanilla del conductor como si fuera a decirle algo a alguno de ellos, pero al final sacudió la cabeza y se marchó. Anna se lo quedó mirando, aturdida, y luego se echó a llorar. Kearney le pasó un brazo por los hombros. Ella se apoyó en él.

—¿O volviste para matarme, como mataste a todas las demás? —dijo ella en voz baja.

Kearney se encaminó hacia la estación de metro de Gunnersbury. Su teléfono sonó de pronto, pero lo ignoró.

La Terminal 3 de Heathrow, silenciosa después de la larga noche, mantenía un lento calor seco. Kearney compró ropa interior y artículos de aseo, se sentó en una de las cafeterías en el exterior de la puerta de embarque leyendo el Guardian y dando pequeños sorbos a un espresso doble.

Las mujeres tras el mostrador discutían sobre algo que había aparecido en las noticias.

—Odiaría vivir para siempre —decía una de ellas. Alzó la voz—. Ahí tiene su cambio, amigo.

Kearney, que esperaba ver su nombre en la página dos del periódico, alzó la cabeza. Ella le dirigió una sonrisa.

—No olvide su cambio.

Kearney había encontrado solamente el nombre de la mujer que había matado en las Midlands; nadie estaba buscando un Lancia Integrale. Dobló el periódico y contempló el flujo de asiáticos que cruzaban la zona de embarque con destino a un vuelo hacia LAX. Su teléfono volvió a sonar. Lo atendió: buzón de voz.

—Hola —dijo la voz de Brian Tate—. Te he estado llamando a casa. —Parecía irritado—. Se me ocurrió una idea hace un par de horas. Llámame si recibes esto.

Hubo una pausa, y Kearney pensó que el mensaje había terminado. Entonces Tate añadió:

—Estoy un poco preocupado. Gordon estuvo aquí después de que te marchases. Así que llama.

Kearney apagó el teléfono y lo miró. Tras la voz de Tate había oído a la gata blanca maullando en busca de atención.

«¡Justine!», pensó. Eso le hizo sonreír.

Rebuscó en la bolsa hasta que encontró los dados del Shrander. Los sopesó en su mano. Siempre estaban calientes. Los símbolos que tenían no estaban en ningún lenguaje o sistema numérico que conociera, histórico o moderno. En un par de dados corrientes, cada símbolo aparecería duplicado; aquí, ninguno lo estaba. Kearney los vio tamborilear sobre el mantel de la mesa y detenerse en el café derramado junto a la taza vacía. Los estudió durante un instante, y luego los recogió, metió rápidamente el periódico y el teléfono en la bolsa, y se marchó.

—¡Su cambio, amigo!

Las mujeres se lo quedaron mirando, y luego se miraron entre sí. Una de ellas se encogió de hombros. A esas alturas Kearney estaba ya en los lavabos, tiritando y vomitando. Cuando salió, encontró a Anna esperándolo. Heathrow estaba ya despierto. La gente corría para llegar a sus vuelos, hacer llamadas telefónicas, abrirse paso. Anna parecía frágil e inquieta en medio del lugar, mirando de vez en cuando sus caras mientras pasaban de largo. Cada vez que le parecía verlo su rostro se iluminaba. Kearney la recordó en Cambridge. Poco después de que se conocieran, un amigo le había dicho: «Casi la perdimos una vez. Cuidarás de ella, ¿verdad?». A él le sorprendió esta advertencia, con su imagen de Anna como un paquete que pudiera olvidarse… hasta que se la encontró en el cuarto de baño un mes más tarde, llorando y mirando al frente, con las muñecas extendidas. Ahora lo miró y dijo:

—Sabía que estarías aquí.

Kearney la miró, incrédulo. Empezó a reír.

Anna se rió también.

—Sabía que vendrías aquí —dijo—. Te he traído algunas de tus cosas.

—Anna…

—No puedes huir eternamente, ya lo sabes.

Esto le hizo reír con más fuerza durante un momento. Luego se calló.

La adolescencia de Kearney había pasado como un sueño. Cuando no estaba en el campo, estaba en la casa imaginaria que llamaba Retama, con sus bosquecillos de pinos, súbitas extensiones de pálidos brezos, valles en pendiente llenos de flores y rocas. Siempre era pleno verano. Veía a sus primas, de piernas largas y elegantes, caminar desnudas por la playa al amanecer; las oía susurrar en el desván. Estaba continuamente lastimado de tanto masturbarse. En Retama siempre había más; siempre había más después de eso. Respiración contenida, un súbito olor salino en una habitación vacía. Un murmullo de sorpresa.

—Todos estos sueños no te llevan a ninguna parte —dijo su madre.

Se lo decía todo el mundo. Para entonces había descubierto los números. Había visto cómo las mismas secuencias subyacían en la estructura de una galaxia y la espiral de una concha. Azar y determinación, caos y orden emergente: las nuevas herramientas de la física y la biología. Años antes de que las simulaciones informáticas hicieran arte barato del monstruo en el conjunto de Mandelbrot, Kearney lo había visto, girando y agitándose y removiéndose en el corazón de las cosas. Los números le hacían concentrarse más: lo animaban a prestar atención. Donde antes se había apartado de la vida estudiantil, con su mezcla de aburrimiento y salvajismo, ahora la agradecía. Sin todo eso, le decían los números, no iría a Cambridge, donde podría empezar a trabajar con las estructuras reales del mundo.

Había descubierto los números. En su primer año en Trinity alguien le enseñó el Tarot.

Se llamaba Inge. Le llevo a Brown’s y, a petición suya, a ver una película llamada Gato negro, gato blanco, de Emir Kusturica. Ella tenía manos largas, una sonrisa irritante. Era de otra facultad.

—¡Mira! —ordenó. Él se inclinó hacia adelante. Las cartas se desparramaron sobre el viejo mantel de felpilla, fluorescentes al sol de la tarde, cada una de ellas una ventana a la gran vida desordenada de los símbolos. Kearney se sorprendió.

—Nunca he visto esto antes —dijo.

—Presta atención —ordenó ella. Los Arcanos Mayores se abrieron como una flor, combinándose para cobrar significado mientras hablaba.

—Pero esto es ridículo —dijo él.

Ella volvió sus ojos oscuros hacia él y no parpadeó.

Matemáticas y profecía: Kearney había sabido al instante que los dos gestos estaban relacionados, pero no podía decir cómo. Entonces, esperando un tren en King’s Cross a la mañana siguiente, identificó una relación entre el aleteo de las cartas cayendo en una habitación silenciosa y el aleteo de los cambios de destino en los indicadores automáticos de la estación de tren. Esta similitud se basaba, según estuvo dispuesto a admitir, en una metáfora (pues mientras que echar el Tarot era, o parecía, aleatorio, la secuencia de destinos era, o parecía, determinada); pero sobre esa base decidió partir inmediatamente en una serie de viajes sugeridos por la caída de las cartas. Unas cuantas reglas sencillas determinarían la dirección de cada viaje, pero (en honor a la metáfora, tal vez) siempre serían hechos en tren.

Trató de explicárselo a Inge.

—Los acontecimientos que a menudo describimos como aleatorios no lo son —dijo, viendo sus manos barajar y repartir, barajar y repartir—. Sólo son impredecibles. —Estaba ansioso porque ella comprendiera la distinción.

—No es más que un juego —dijo ella.

Ella acabó por llevárselo a la cama, sólo para asombrarse cuando él no quiso penetrarla. Eso, como dijo, fue el final de toda la historia en lo que a ella se refería. Para Kearney resultó ser el principio de todo lo demás. Había comprado su propio Tarot (una baraja de Crowley, con su imaginería impulsada por toda la testosterona disponible del viejo loco visionario) y cada viaje que emprendió después, todo lo que hizo, todo lo que aprendió, lo acercó más al Shrander.

—¿En qué estás pensando? —le preguntó Anna después de que aterrizaran en Nueva York.

—Estaba pensando en que la luz del sol lo transforma todo.

En realidad estaba pensando en cómo el miedo transformaba las cosas. Un vaso de agua mineral, los vellos del dorso de una mano, caras en una calle del centro. El miedo había hecho que todas estas cosas fueran tan reales para él que, temporalmente, no hubo manera de describirlas. Incluso las imperfecciones del vaso de agua, sus manchas y diminutas raspaduras, se habían vuelto de algún modo significativas en sí mismas, aparte del uso.

—Oh, sí —dijo Anna—. Seguro que sí.

Estaban sentados en un restaurante a la entrada de Fulton Market. Seis horas en el aire la habían vuelto tan difícil como una niña.

—Deberías decir siempre la verdad —dijo, dirigiéndole una de aquellas sonrisas brillantes y desfiguradas que lo habían cautivado cuando ambos tenían veinte años.

Habían tenido que esperar cuatro horas a un vuelo. Ella había dormido gran parte del trayecto, y luego se despertó cansada e inquieta. Kearney se preguntó qué haría con ella en Nueva York. Se preguntó por qué había accedido a dejarla venir.

—¿En qué estabas pensando de verdad?

—Estaba pensando en cómo deshacerme de ti.

Ella se rió y le tocó el brazo.

—Será broma, ¿no?

—Por supuesto que sí —dijo Kearney—. ¡Mira!

Una tubería se había roto en el viejo sistema de calefacción central bajo la calle. Brotaba humo en la esquina de la calle Fulton. El asfalto se estaba derritiendo. Era un espectáculo corriente, pero Anna, encantada, se agarró al brazo de Kearney.

—Estamos dentro de una canción de Tom Waits —exclamó.

Cuanto más brillante era su sonrisa, más cerca parecía siempre del desastre. Kearney negó con la cabeza. Después de un momento, sacó la bolsa de cuero que contenía los dados del Shrander. Soltó el lazo y dejó que los dados cayeran en su mano. Anna dejó de sonreír y le dirigió una mirada sombría. Estiró sus largas piernas y se apartó de él, acomodándose en el asiento.

—Si lanzas esas cosas aquí —dijo—, te dejaré. Te dejaré solo.

Esto debería haber parecido menos una amenaza de lo que lo hizo.

Kearney la miró, y luego a la calle humeante.

—No puedo sentirlo cerca de mí —admitió—. Por una vez, tal vez no los necesitaré. —Guardó lentamente los dados en la bolsa—. En Grove Park, en tu apartamento, en la habitación donde guardaba mis cosas, había marcas de tiza en la pared, encima de la cómoda. Dime por qué las borraste.

—¿Cómo quieres que lo sepa? —respondió ella, indiferente—. Tal vez me harté de verlas. Tal vez pensé que ya era hora. Michael, ¿qué estamos haciendo aquí?

Kearney se echó a reír.

—No tengo ni idea.

Había recorrido cinco mil kilómetros, y ahora que el miedo remitía no tenía ni idea de por qué había venido aquí en vez de a cualquier otro lugar.

Esa tarde se mudaron al apartamento que un amigo tenía en Morningside Heights. Lo primero que hizo Kearney fue telefonear a Brian Tate en Londres. Como no hubo respuesta en el laboratorio, intentó con la casa de Tate. También se topó con el servicio contestador. Kearney colgó el teléfono y se frotó la cara, nervioso.

En los siguientes días, compró ropa nueva en Daffy’s, libros en Barnes & Noble, y un ordenador portátil en un baratillo cerca de la plaza Union. Anna también fue de compras. Visitaron la galería de Mary Boone, y el claustro medieval de Cuxa en la sucursal de Fort Truyon Park del Museo Metropolitano de Arte. Anna se sintió decepcionada.

—Esperaba que pareciera más antiguo. Más usado.

Cuando se quedaron sin cosas que hacer se sentaron a beber cerveza New Amsterdam en West End Gate. Con el calor marrón del apartamento por las noches, Anna suspiraba y caminaba errante de un lado a otro, vistiéndose y desnudándose.