Nueve
Ésta es tu llamada despertador

Tig Vesicle dirigía una granja de tanques, pero no probaba el material, como tampoco se habría llenado el brazo de AbH. Lo veía de la siguiente manera: su vida era una mierda, pero era una vida. Así que el tipo de porno que le gustaba ver era material holográfico corriente, barato, inocuo. A menudo lo anunciaban como porno de intrusión. La fantasía era la siguiente: la habitación de alguna mujer se llenaba de microcámaras sin su conocimiento. Podías verla hacer cualquier cosa, aunque las cosas normalmente terminaban con algún cultivar (todo colmillos, el carajo del tamaño del de un caballo) que la encontraba en la ducha. Vesicle solía cortar esa parte. El programa que más veía venía sindicado del halo y contaba con una chica llamada Gemido, que supuestamente vivía en un enclave corporativo en algún lugar de Motel Splendido. La historia era que su marido siempre estaba fuera (aunque de hecho solía llegar inesperadamente con cinco o seis de sus socios, que incluían otra mujer). Gemido llevaba falditas cortas de látex rosa con tops de tubo y calcetincitos blancos. Tenía una limpia mata de vello púbico. Estaba aburrida, decía la narración; era ágil y pícara. Vesicle prefería que hiciera cosas corrientes, como pintarse desnuda las uñas de los pies, o tratar de mirarse por encima del hombro en un espejo. Una cosa de Gemido era la siguiente: aunque era un clon, su cuerpo parecía real. No tenía ninguna reconstrucción. La anunciaban diciendo que «nunca ha ido al sastre», y él lo creía.

La otra cosa que tenía Gemido era que era consciente de ti, aunque no sabía que estabas allí.

¿Se podía superar esa paradoja? Vesicle creía que sí. Si la comprendía alguna vez, le diría algo sobre el universo o, igualmente importante, sobre los seres humanos. Sentía como si ella supiera que él estaba allí. ¡No es una estrella porno!, se decía a sí mismo.

Estaba soñando este sueño condenado y cutre de Hombre Nuevo (mientras Gemido bostezaba y se probaba unos flamantes pantalones cortos de Mickey Mouse con grandes botones y tirantes a juego), cuando la puerta de la granja de tanques se abrió de golpe, dejando entrar una vaharada de viento gris de la calle, junto con seis o siete niños diminutos. Tenían el pelo corto y tensos y furiosos rostros asiáticos. La nieve se fundía en los hombros de sus impermeables negros. La mayor tendría unos ocho años, con destellos de luz prendidos del pelo por encima de las orejas y una Autocargadora Nagasaki Ultraligera que sujetaba con ambos brazos. Se dispersaron y empezaron a recorrer los cubículos de los tanques como si estuvieran buscando algo, gritando y parloteando con vocecitas débiles y tirando de los cables de energía de modo que los tanques emitieron la llamada despertador de emergencia.

—¡Eh! —dijo Tig Vesicle.

Ellos dejaron de hacer lo que estaban haciendo y se quedaron callados. La niña mayor soltó un alarido y gesticuló hacia ellos. Los demás miraron cautelosos, primero a ella, luego a Vesicle, y luego siguieron rebuscando entre los cubículos, donde, tras hallar una palanqueta, empezaron a intentar alzar la tapa del Tanque Siete. La niña, mientras tanto, se plantó delante de Vesicle. Tenía más o menos la mitad de su altura. El café électrique ya había podrido sus dientecillos irregulares. Estaba tan colgada que los ojos le sobresalían. Sus muñecas temblaban con el peso de la Nagasaki; pero consiguió levantarla hasta que su cañón apuntó algún lugar por encima del diafragma de Vesicle, y entonces dijo algo como:

—¿Djoo-an dug cuaenta? ¿Ugh?

Parecía como si estuviera comiendo las palabras tan rápidamente como las pronunciaba. Vesicle se la quedó mirando.

—Lo siento —dijo—. Creo que no entiendo lo que dices.

Esto pareció enfurecería irracionalmente.

—¡Cuaenta! —chilló.

Mientras buscaba una respuesta, Vesicle recordó algo que el centella Chianese le dijo una vez. Era parte de alguna anécdota de cuando el centella todavía tenía una vida, bla, bla, bla, todos fingían recordarlo. Vesicle, aburrido con la historia pero intrigado por los extremos de experiencia que podías meter en una sola declaración, lo había memorizado alegremente. Pasó un momento recordando el gesto espontáneo exacto con el que Chianese había acompañado a las palabras, y luego miró a la niña y dijo:

—Estoy tan asustado que no sé si reírme o cagarme.

Los ojos se ella sobresalieron aún más. Vesicle pudo ver que estaba apretando el gatillo de la Ultraligera. Abrió la boca, preguntándose qué podría decir para cortar este nuevo arrebato de furia, pero ya era demasiado tarde para decir nada. Hubo una enorme explosión que, extrañamente, pareció proceder de algún lugar cerca de la puerta de la calle. Los ojos de la niña sobresalieron aún más, y luego saltaron de su cabeza colgando del nervio óptico. En el mismo instante, su cabeza se evaporó en una especie de borrón gris rojizo. Vesicle se tambaleó hacía atrás, cubierto de todo este material, y cayó de espaldas, preguntándose qué ocurría.

Era esto:

Cultivares de una dosis hacían cola ante la granja de tanques en la noche de Pierpoint. Diez o doce en medio de la nieve que caía, pisoteando y preparando sus armas de reacción rápida. Llevaban pantalones de cuero manchados, entrelazados a lo largo de un zahón de diez centímetros hasta la parte exterior de la pierna, y chalecos de bolero de cuero. Su aliento se condensaba como el aliento de grandes animales fiables en el aire helado. Incluso sus sombras tenían colmillos. Sus enormes brazos estaban azules de frío, pero estaban demasiado excitados para que eso les preocupara.

—Eh —se dijeron unos a otros—. Ojalá me hubiera puesto menos ropa, ¿sabes?

La pauta de entrada era ésta: entraban corriendo de dos en dos por la puerta del salón de centelleo, y los chavales les abatían a tiros desde detrás de los ataúdes.

Se produjo un auténtico caos poco después de que mataran a la niña de la Ultraligera, con los arcos planos y zumbantes de los rayos de reacción, el fluctuar de los buscadores láser en el humo, y el fuerte olor de fluidos humanos. El escaparate saltó hecho añicos. En las paredes había grandes agujeros humeantes. Dos de los tanques habían caído de sus bastidores; el resto, iluminados con gráficas de alarma rosadas, se calentaban rápidamente. A Tig Vesicle le pareció que todo el asunto giraba en torno al Tanque Siete. Los niños habían renunciado a abrirlo, pero no iban a dejárselo a nadie. Al darse cuenta, Vesicle se había alejado a rastras cuanto pudo, y se acurrucó en un rincón cubriéndose los ojos con las manos, mientras los cultivares se lanzaban a través del humo, gritando:

—¡Eh, no os molestéis en cubrirme!

Y entonces se los cargaban. Los niños tenían una ventaja táctica aquí, pero les faltaba potencia de fuego, les faltaba suerte, y tuvieron que retirarse. Gritaron en su argot incomprensible. Sacaron nuevas armas de debajo de sus impermeables. Al buscar por encima del hombro otra salida, recibieron disparos en las piernas, o en la espalda, y pronto estuvieron en un estado que ningún sastre podría curar. Las cosas se pusieron feas, y entonces sucedieron dos cosas:

Alguien alcanzó el Tanque Siete con una bala de reacción rápida.

Y las hermanas Cray aparecieron en la puerta de la granja de tanques, sacudiendo la cabeza y buscando las armas en sus bolsos.

Ed el Chino y Rita Robinson corrían entre los arbustos tras el lavado de coches incendiado. Hanson estaba muerto, supuso Ed, y el fiscal del distrito también, así que no habría ninguna ayuda por esa parte. Otto Rank dominaba la situación. También tenía la 30-06 que había cogido de la cocina de Hogfat Wisconsin después de torturar y matar a la hija adolescente de Hogfat. La forma en que se la cargó era la pieza que faltaba del rompecabezas, pensó Ed. Tendría que haberme dado cuenta, pero estaba demasiado ocupado haciéndome el tipo listo. No haberlo visto iba a costar dos vidas más, pero al menos una de ellas era sólo la suya.

La cabeza de Ed asomó demasiado entre los arbustos. El sonido apagado de la 30-06 atravesó el abotargado aire de la tarde. Algunos pájaros echaron a volar en la orilla del río, a medio kilómetro de distancia.

Dieciséis disparos, pensó Ed. Tal vez se esté quedando ya sin munición.

El Dodge de Ed estaba donde lo había dejado aparcado, en la carretera de servicio al otro lado del solar. No iban a conseguir llegar tan lejos. Rita estaba herida. Ed también estaba herido, pero no tan grave. En la parte positiva, le quedaban un par de balas en uno de los Colts. Corrió con más ímpetu, pero esto pareció abrir la herida de Rita.

—Eh, Ed —dijo ella—. Tiéndeme en el suelo. Hagámoslo aquí.

Se echó a reír, pero su cara estaba gris y derrotada.

—Jesús, Rita —dijo Ed.

—Lo sé. Lo sientes. Bueno, pues no deberías sentirlo, Ed. Me dispararon contigo, lo cual es más de lo que consiguen la mayoría de las chicas. —Intentó reírse otra vez—. ¿No quieres hacerlo aquí conmigo entre los matorrales?

—Rita…

—Estoy cansada, Ed.

No dijo nada más, y su expresión no cambió. Al final él la depositó en el suelo y empezó a llorar. Después de un minuto o dos, gritó:

—¡Otto, cabrón!

—¡Sí! —dijo Rank.

—Está muerta.

Silencio. Después de un momento, Rank dijo:

—¿Quieres entregarte?

—Está muerta, Otto. Tú serás el siguiente.

Hubo una risa.

—Si te entregas… —empezó a decir Rank, y luego pareció pensárselo—. ¿Qué hago? —llamó—. Eh, ayúdame, Ed. Oh, espera, no, ya lo tengo: si te entregas me aseguraré de que tengas un juicio justo.

Disparó al lugar donde calculaba que estaba el cráneo de Ed.

—¿Sabes una cosa? —dijo, cuando los ecos se apagaron—. Yo también estoy herido, Ed. Rita me disparó al corazón, mucho antes de conocerte. ¡Estas mujeres! Fue a quemarropa, Ed. ¿Qué te parece?

—Me suda la polla —dijo Ed.

Se levantó tan fríamente como pudo. Vio a Otto Rank agachado en el tejado del lavado de coches, en la clásica pose arrodillada de infantería, la 30-06 apuntando, la correa tensa en torno al codo. Ed alzó cuidadosamente el Colt con ambas manos. Le quedaban dos disparos, y era importante que fallara el primero. Parpadeó para quitarse el sudor de los ojos y apretó con cuidado. El tiro falló por tres o cuatro metros, y Ed dejó caer el brazo armado. Otto, que se sorprendió al verlo salir así de los arbustos, soltó una salvaje carcajada de alivio.

—¡Cogiste el arma equivocada, Ed! —gritó. Se levantó—. Eh, prueba otra vez. ¡Es gratis! —Abrió los brazos—. Nadie le da a nadie a ochenta metros con un Colt del 45 —dijo.

Ed volvió a alzar la pistola y disparó.

Rank recibió el tiro en la cabeza y cayó hacia atrás, con los pies al aire. Cayó del tejado, entre las cañas.

—¡Que te den por el culo, Ed! —gritó, pero le había volado media cabeza y ya estaba muerto. Ed el Chino miró su Colt. Hizo un gesto como para arrojarlo.

—Lo siento, Rita —estaba empezando a decir, cuando el cielo tras el lavado de coches se volvió de un color de acero y se abrió como una página de papel barato. Esta vez el pato era enorme. Algo iba mal. Sus plumas amarillas tenían un aspecto grasiento, y una lengua humana colgaba laxa por un lado de su pico.

—Habrá una interrupción en el servicio —dijo—. Como apreciado cliente…

Con eso, la consciencia de Ed el Chino fue arrancada y fue recibido de vuelta a toda la tristeza y el dolor del universo. Todos los colores se apagaron en su mundo, y todas las ironías hermosas y simples con ellas, y entonces el mundo mismo se plegó hasta que a través de él, por mucho que lo intentara, no pudo ver más que las blancuzcas luces fluorescentes de la granja de tanques de Tig Vesicle. Surgió de la ruina del Tanque Siete, medio ahogado, vomitando por la desorientación y el horror. Contempló el humo revuelto, los niños muertos y los cultivares de aspecto aturdido. El proteoma caía lentamente de él como el albumen de un huevo podrido. La pobre Rita había muerto para siempre y él ni siquiera era ya el detective Ed el Chino. Era Ed Chianese, centella.

—Éste es mi hogar, tíos —dijo—. ¿Sabéis? Podríais haber llamado.

Hubo una risa desde la puerta.

—Nos debes dinero, Ed Chianese —dijo Bella Cray. Contempló meditativa a los dos niños armados restantes del otro lado de la habitación—. Esta basura no es cosa mía —le dijo a Tig Vesicle, quien se había levantado del suelo y se había situado detrás de su mostrador barato de madera prensada.

Evie Cray se echó a reír.

—Tampoco son míos —dijo.

Les disparó en la cara, uno tras otro, con su pistola Chambers, y luego mostró los dientes.

—Eso es lo que te pasará a ti si no nos pagas, Ed —explicó.

—Eh —dijo Bella—. Eso quería hacerlo yo.

—Esa basura eran matones de Fedora Gash —le dijo Evie a Tig Vesicle—. ¿Por qué los dejaste entrar?

Vesicle se encogió de hombros. No tuvo más remedio, indicó el gesto.

Los cultivares estaban dejando la granja ya, llevándose a sus muertos y heridos. Los heridos se miraban, frotándose las manos y diciendo cosas como:

—Me podrían pegar tiros como éste todo el día, ¿sabes?

Ed Chianese los vio marcharse y se estremeció. Salió del tanque destrozado, se quitó los cables de goma de la columna vertebral y trató de limpiarse el proteoma con las manos. Ya podía sentir la negra voz del mono, como alguien que le hablara persuasivamente desde el fondo de su cabeza.

—No las conozco —dijo—. No les debo nada.

Evie le dirigió su gran sonrisa de lápiz de labios.

—Compramos tu deuda a Fedy Gash —explicó. Estudió el destrozo de la granja de tanques—. Parece que realmente no quería vender. —Se permitió otra sonrisa—. Bueno. Un centella como tú le debe a todo el mundo en el universo, Ed. Eso es un centella, una mota de protoplasma en el océano. —Se encogió de hombros—. ¿Qué podemos hacer, Ed? Todos somos peces.

Ed sabía que tenía razón. Se frotó de nuevo, indefenso, y luego, al ver a Vesicle tras el mostrador, se acercó a él y le dijo:

—¿Tienes pañuelos de papel o algo así?

—Hola, Ed —dijo Vesicle—. Tengo esto.

Sacó la Autocargadora Ultraligera que había cogido de la niña muerta y disparó al techo.

—¡Estoy tan asustado que podría cagarme! —le gritó a las hermanas Cray. Ellas parecieron sorprendidas—. ¡Así que ya sabéis: al carajo!

Saltó rápidamente de detrás del mostrador, cada nervio de su cuerpo disparando al azar. Apenas podía controlar sus miembros.

—Eh, joder, Ed. ¿Cómo lo estoy haciendo? —gritó. Ed, que estaba tan sorprendido como las hermanas Cray, se le quedó mirando. De un momento a otro, Bella y Evie despertarían de su trance de sorpresa. Se limpiarían el polvo de yeso de los hombros y algo serio empezaría a suceder.

—Jesús, Tig —dijo Ed.

Desnudo, apestando a fluido embalsamador y marcado por los «centros de energía neurotípicos» del tanque, un terrestre agotado con una cresta mohicana con raíces y un par de tatuajes de serpiente, salió corriendo a la calle. Pierpoint estaba desierta. Después de un momento, explosiones y destellos de luz iluminaron las ventanas de la granja de tanques. Entonces Tig Vesicle salió de espaldas, tambaleándose, con las mangas de su chaqueta ardiendo por el retroceso de la pistola de reacción.

—Eh, qué carajo —gritó—. ¡Estoy tan cabreado!

Se miraron el uno al otro con expresiones de terror y alivio. Chianese apagó el fuego con las manos. Con los brazos sobre los hombros se perdieron en la noche, ebrios por la química del momento y la camaradería.