Cuando Tío Zip oyó a Seria Mau decir las palabras «Dr. Haends», permaneció absolutamente inmóvil durante una fracción de segundo. Luego se encogió de hombros.
—Deberías devolverlo —repitió. Ésta era su idea de una disculpa—. Seré generoso contigo.
—¿Tío Zip? ¿Conoces a un Dr. Haends?
—Nunca he oído hablar de él —respondió el Tío Zip rápidamente—, y conozco a todos los sastres desde aquí hasta el Núcleo.
—¿Crees que es algo militar?
—No.
—¿Crees que es algo moderno?
—No.
—Entonces, ¿qué puedo hacer?
Tío Zip suspiró.
—Ya te lo he dicho: devuélvemelo.
Seria Mau parecía reacia. Sentía como si otra avenida se le debiera abrir en este punto.
—Has perdido tu credibilidad aquí… —dijo.
Tío Zip alzó los brazos y se echó a reír.
—… y quiero conocer a ese tipo, ese Billy Anker.
—¡Y yo tendría que saber que no hay que discutir con un espectro! —La miró, todavía divertido pero súbitamente alerta—. Primero, Billy Anker no es de los tipos que tengan por norma hacer devoluciones —dijo suavemente—. Además, es mi contacto, no el tuyo. Tercero, no es un cortador. ¿Comprendes? ¿Qué crees que sacarías de él, jovencita, que no sacarías de mí?
—No lo sé, Tío. Algo. No sé qué. Pero no me estás diciendo lo que sabes. Y tengo que empezar por alguna parte.
Él la miró un poco más, y ella pudo verlo pensar.
Entonces Tío Zip dijo, en voz baja:
—Muy bien.
—Tengo dinero.
—No quiero dinero por esto —dijo Tío Zip—. Pensándolo bien, esto podría salir bien para todos nosotros. Incluso para Billy. —Sonrió para sí—. Te daré a Billy como favor. Tal vez me hagas un favor algún día. —Agitó una mano, sin darse importancia—. No será mucho, no hay problema.
—Prefiero pagar.
Tío Zip se puso graciosamente en pie.
—A caballo regalado no le mires el bocado —le aconsejó claramente—. Acepta mi trato, y te diré el paradero de Billy. Y tal vez también sus ambiciones actuales.
—Me lo pensaré.
—Eh, no te lo pienses demasiado.
Mientras estuvo sentado, había apoyado su acordeón en sus poderosos muslos. Ahora lo cogió, y se pasó las cintas por los hombros, y pulsó un largo acorde introductor.
—¿Qué es el dinero, de todas formas? —dijo—. El dinero no lo es todo. Si bajo al Núcleo, son quinientos años luz de dinero. Dinero por todas partes. Tienen sistemas planetarios enteros designados como ZLC[1]. Tienen mujeres con dos días de formación, sudando con aparatos cortadores de mierda, ¿para qué? Para que sus hijos puedan comer. Oh, y así los niños de la Tierra pueden conseguir un parche legal a un quinto de su precio. Rompen el sello del código y se provocan un colapso metabólico un sábado por la noche. ¿Sabes qué dicen esos corporativos?
—¿Qué dicen, Tío Zip?
—Dicen «El dinero no tiene moral» con esas vocecitas que le hacen a uno vomitar. Están orgullosos de ello.
Era las dos de la madrugada en Carmody, y el Canal Kefahuchi resplandecía en el cielo, tan brillante como el acordeón de Tío Zip. Tocó otro acorde, y luego una serie de impetuosos arpegios que ondularon uno tras otro. Hinchó las mejillas y empezó a marcar el compás con los pies. Uno tras otro, su público regresó al salón, dirigiendo débiles sonrisas de disculpa al espectro de Seria Mau. Era como si hubiesen estado esperando en algún lugar de la calle Henry, en algún bar no muy lejano, a que la música empezara a sonar de nuevo. Traían botellas en bolsas marrones, y esta vez los acompañaban una o dos mujeres que miraron de reojo a Tío Zip antes de apartar rápidamente la mirada. Seria Mau escuchó otra canción, y luego se dejó disolver en humo marrón.
En general, Tío Zip era de fiar. Trataba con los negocios del momento; cultivares para el placer, tatuajes sentientes, también cualquier tipo de combinación supersticiosa, como asegurar que tu primogénito tuviera el gen de la suerte de Elvis. Todas las tardes su tienda se llenaba de futuras madres nerviosas que querían que su bebé fuera un genio.
—Todo el mundo quiere ser rico —se quejaba—. He creado un millón de genios. Además, todo el mundo quiere ser Buddy Holly, Barbra Streisand, Shakespeare. Déjame que te diga una cosa: nadie sabe cómo eran esos tipos.
Apenas era ilegal. Era, como él decía, un poco de diversión. Hasta donde podía llegar. Era el equivalente moderno, decía, del sombrero Bésame Rápido que te ponías el Día del Trabajo. O tal vez esa antigua especie de tatuajes que tenían entonces. En el laboratorio, sin embargo, cortaba para cualquiera. Cortaba para los militares, cortaba para los muchachos sombra. Cortaba para yonquis virales, dispuestos para el último parche para la enfermedad cerebral de su elección. Cortaba ADN alienígena. No le importaba qué cortaba, o para quién cortaba, mientras pagaran.
En cuanto a su público, eran cultivares: todos clonados (incluso las tímidas jóvenes con sus faldas negras de tubo) a partir de sus propias células madre, un seguro congelado que se hizo el día que fue a Bahía Radio. Eran su yo más joven, antes de que encontrara su gran secreto, que venían a adorar dos veces por noche al altar que había hecho de su éxito.
Motel Splendido giraba, noche arriba, bajo la Gata Blanca. Desde la zona de atraque, Seria Mau lo contemplaba. Carmody aparecía como una mancha pegajosa y abreviada de luz de un color y una extensión de los que no podías estar seguro, en su isla en la curva del océano sur. Arrastró su espectro por sus calles mágicamente iluminadas. El centro eran torres negras y oro, artículos de diseño en los centros comerciales desiertos de color pastel, mudas luces fluorescentes resbalando por las precisas curvas de las superficies de plástico mate, las espumas de encaje y satén nacarado. Junto al océano, ruido de transformación, ruido de agua salada, pulsaba desde los bares, la banda sonora de la vida humana, con canciones como «Noche oscura, luz brillante» y otras. ¡Seres humanos! Casi podía oler su emoción por estar vivos aquí en el cálido corazón negro de las cosas entre las vistas. Casi podía oler su culpa. ¿Qué estaba buscando? No podía decirlo. De lo único que podía estar segura era de que la hipocresía de Tío Zip la había puesto nerviosa.
De repente amaneció, y en un rincón del rompeolas, donde la escalera acuática bajaba hasta lo que ahora era arena vacía y recién lavada, gris a la tenue luz del amanecer, se encontró con tres muchachos sombra. Usando cultivares de una dosis (la unidad desechable de 24 horas, todo colmillos y músculos de olor rancio, chaquetas vaqueras sin mangas, cardenales por chocar contra todo de manera desconsiderada), estaban sentados al socaire, jugando al Juego de las Naves sobre una manta, gruñendo mientras los dados de hueso bailaban y caían, intercambiando con frecuencia corrientes de datos de alta velocidad como chirridos de furia. Apuestas complejas estaban en proceso, menos por el juego que por las contingencias del mundo alrededor: el vuelo de un pájaro, el peso de una ola, el color de la luz del sol. Tras cada lanzamiento de los dados hacían amagos de arañarse y luchar y se tiraban el dinero doblado unos a otros, riendo y olisqueando.
—Eh —dijeron cuando Seria Mau espectró—. ¡Aquí, gatita, gatita!
No había nada que pudieran hacerle. Estaba a salvo con ellos. Era como tener hermanos mayores. Durante un momento o dos lanzaron los dados a cegadora velocidad. Entonces uno de ellos dijo, sin alzar la cabeza:
—¿No te aburres no siendo real?
No pudieron seguir jugando de la risa que les entró.
Seria Mau miró el juego hasta que en la Gata Blanca sonó suavemente una campana y se la llevó.
En cuanto se marchó, dos de los muchachos sombra se volvieron hacia el tercero y le cortaron la garganta por hacer trampas, y luego, abrumados por el puro momento existencial, acunaron su cabeza en la cálida luz dorada mientras él sonreía suavemente a la nada, rodeándolos con su vida como si fuera una bendición.
—En, tú —le consolaron—, puedes volver a hacerlo de nuevo. Esta noche volverás a hacerlo.
Arriba en el aparcamiento, Seria Mau suspiró y se dio la vuelta.
—¿Ves? —le dijo a la nave vacía—. Siempre se reduce a esto. Tanto follar y tanto luchar, todo se reduce a nada. Tanto empujar y tanto apretar. Todas las cosas que se regalan. Si por un momento pensara… —¿Podía llorar todavía? Dijo, por decir—: Esos hermosos niños a la luz del sol.
Esto le hizo recordar lo que le había dicho al comandante nástico, allá en la sombra de su nave estúpidamente grande. Le hizo recordar el paquete que había comprado a Tío Zip, y lo que pretendía hacer con él. Le hizo recordar la oferta del Tío Zip. Abrió una línea con él y dijo:
—Vale, dime dónde está ese Billy Anker. —Se rió, e imitando la forma de hablar del sastre, añadió—: También sus ambiciones actuales.
Tío Zip se rió también. Entonces su cara abandonó toda expresión.
—Has esperado demasiado para esa oferta gratis —le informó—. He cambiado de opinión al respecto.
Estaba sentado en un taburete en su habitación principal, sobre la tienda. Llevaba un traje de marinero de mangas cortas y un sombrero. Pantalones de lienzo blanco que se apretaban hasta parecer a punto de estallar sobre sus muslos abiertos. En cada muslo tenía sentada a una hija, niñitas regordetas de cara roja y ojos azules, mejillas brillantes y rizos dorados, quietas como si estuvieran posando para una foto, que reían y querían cogerle el sombrero. Toda la carne en esta imagen era viva y pulida. Todos los colores eran densos y ricos. Los gruesos brazos de Tío Zip curvados alrededor de sus hijas, sus manos colocadas en sus espaldas como si fueran los fuelles de su acordeón. Tras él, la habitación era verde y roja lacada, y había estantes donde había colocado su colección de pulidas piezas de motocicletas y otras cosas chillonas de la historia de la Tierra. Vieras lo que vieses en la casa de Tío Zip, nunca te dejaba ver a su esposa, ni un atisbo de las herramientas de su trabajo.
—En cuanto a dónde está ese tipo —dijo—, aquí es donde tienes que ir… —Le dio el nombre de un sistema, y un planeta—. Aparece como 3-alfa-Ferris VII. Los lugareños, y no hay muchos, lo llaman Línea Roja.
—Pero eso está en…
—Bahía Radio. —Se encogió de hombros—. En este mundo no hay nada fácil, chica. Tienes que decidir cuánto quieres lo que quieres.
Seria Mau lo cortó.
—Adiós, Tío Zip —dijo, y lo dejó con su cara familia y su retórica barata.
Dos o tres días más tarde, la nave-K llamada Gata Blanca, registrada como filibustera en Venuspuerto, Nuevo Sol, dejó la órbita de estacionamiento de Motel Splendido y se internó en la larga noche del halo. Seria Mau había cargado combustible y municiones. Después de una inspección por parte de las autoridades, había aceptado reparaciones menores en el casco, y pagado la escandalosa tasa por ello. Había quedado en paz. En el último momento, por motivos que su capitana apenas comprendía, aceptó también una carga: un equipo de exogeólogos corporativos y su material, que se dirigían a Suntory IV. Por primera vez en un año, las luces estaban encendidas en la zona humana de la nave. Los operadores sombra limpiaban y rumiaban. Se reunían en los rincones, susurrando y frotándose las manos en una especie de deleite huesudo.
¿Qué eran? Eran algoritmos con vida propia. Los encontrabas en las naves de vacío como la Gata Blanca, en ciudades, dondequiera que había gente. Hacían el trabajo. ¿Siempre habían estado allí en la galaxia, esperando a que los seres humanos la habitaran? ¿Alienígenas que se habían cargado a sí mismos en el espacio vacío? ¿Antiguos programas informáticos desalojados por su propio hardware, para deambular, medio perdidos, medio útiles, esperando alguien a quien cuidar? En sólo unos cientos de años se habían metido en la maquinaria de las cosas. Nada funcionaba sin ellos. Incluso podían correr sobre tejido biológico, como muchachos sombra llenos de crimen y belleza y motivos inexplicables. A veces le susurraban a Seria Mau que podrían, si quisieran, funcionar sobre válvulas.