Cuando Michael Kearney despertó era noche cerrada afuera. Las luces estaban apagadas. Pudo oír a alguien respirando entrecortadamente en la habitación.
—¿Quién anda ahí? —preguntó bruscamente—. ¿Lizzie?
El ruido cesó.
Un espacio único mínimamente amueblado con suelos de madera de color de paja, una cocina de fogón, y un dormitorio en la planta de arriba; el apartamento pertenecía a su segunda esposa, Elizabeth, que se había vuelto a Estados Unidos al final de su matrimonio. Desde sus ventanas superiores se podía ver todo Chiswick Eyot hasta Castelnau. Frotándose la cara, Kearney se levantó del sillón y fue escaleras arriba. No había nadie, apenas el resplandor de las luces de las farolas que iluminaba la cama deshecha y el leve olor de las ropas de Elizabeth que se había quedado para atormentarlo tras su marcha. Volvió a bajar y encendió las luces. Una cabeza sin cuerpo hacía equilibrios en el respaldo del sofá Heals. Estaba gastada y tenía feo aspecto. Toda la carne se había retirado a los puntos sobresalientes de su cara, dejando la estructura ósea prominente y pelada bajo una piel grisácea. No estaba seguro de a quién pertenecía, ni siquiera de qué sexo era. En cuanto lo vio empezó a deglutir y a humedecerse la boca urgentemente, como si no tuviera suficiente saliva para hablar.
—¡No puedo ni empezar a describir lo espantoso de mi vida! —gritó de pronto—. ¿Has sentido alguna vez eso, Kearney? ¿Alguna vez has sentido que tu vida está raída? ¿Has sentido alguna vez que es como una cortina gastada que apenas oculta toda la furia, los celos, la sensación de fracaso, todas esas ambiciones y apetitos autodestructivos que nunca se han atrevido a dejarse ver?
—Por el amor de Dios —dijo Kearney, retrocediendo.
La cabeza sonrió despectivamente.
—Y era una cortina de lo más barato. ¿No es eso lo que sientes? Como las de estas ventanas, hechas de un horrible material naranja con una capa de desgaste desde el día siguiente de que las colgaran.
Kearney trató de hablar, pero descubrió que su propia boca se había secado.
Al cabo, consiguió decir:
—Elizabeth nunca puso cortinas.
La cabeza se lamió los labios.
—Bueno, déjame que te diga una cosa, Kearney: ¡no te ocultó de todas formas! Detrás de ella ese cuerpo tuyo horriblemente flaco se ha estado rebullendo y fingiendo durante cuarenta y tantos años, riendo y haciendo muecas (¡oh sí, y fabricando heces, Kearney!), sacudiendo su enorme polla a lo Beardsley, cualquier cosa por llamar la atención. Cualquier cosa por ser reconocido. Pero no quieres verlo, ¿verdad? Porque si descorres esa cortina una vez te convertirás en un churrasco por la pura energía reprimida de todo ello.
La cabeza miró cansinamente alrededor. Después de un par de segundos, dijo en voz más suave:
—¿Te has sentido alguna vez así, Kearney?
Kearney reflexionó.
—No.
La cara de Valentine Sprake parecía fluorescer pálidamente desde dentro.
—¿No? Oh, bueno.
Se levantó y salió de detrás del sofá donde había estado agachado, un hombre de aspecto enérgico de unos cincuenta años de edad, encogido de hombros, con el pelo pajizo y perilla. Sus ojos incoloros eran inteligentes y ausentes al mismo tiempo. Llevaba una chaqueta de lana marrón que le quedaba demasiado grande, unos viejos Levis ajustados que hacían que sus muslos parecieran flacos y zambos, botas camperas Merrel. Olía a tabaco de picar y whisky de garrafa. En una mano de nudillos hinchados por años de trabajo o enfermedad sostenía un libro. Lo miró como sorprendido, y luego se lo ofreció a Kearney.
—Mira esto.
—No lo quiero. —Kearney retrocedió—. No lo quiero.
—Peor para ti —dijo Valentine Sprake—. Lo saqué de esa estantería.
Arrancó dos o tres páginas del volumen (que, según vio ahora Kearney, era la amada edición de Penguin Classics de Madame Bovary que Elizabeth tenía desde hacía treinta años) y empezó a guardárselas en distintos bolsillos de su chaqueta.
—No puedo entretenerme con gente que no conoce su propia mente.
—¿Qué quieres de mí?
Sprake se encogió de hombros.
—Me telefoneaste —dijo—. Según escuché.
—No —respondió Kearney—. Me encontré con una especie de contestador, pero no dejé ningún mensaje.
Sprake se echó a reír.
—Oh, sí que lo hiciste. Alice te recordó. Alice te aprecia. —Se frotó las manos—. ¿Qué tal una tacita de té?
—Ni siquiera estoy seguro de que estés aquí —dijo Kearney, mirando ansiosamente el sofá—. ¿Comprendiste algo de lo que estabas diciendo? —Entonces añadió—: Ha vuelto a alcanzarme. En las Midlands, hace dos días. Pensé que tal vez sabrías qué hacer.
Sprake se encogió de hombros.
—Ya sabes qué hacer —sugirió.
—Esto harto de hacerlo, Valentine.
—Será mejor que te largues, entonces. Dudo que acabes con la piel entera hagas lo que hagas.
—Ya no funciona. No sé si ha funcionado alguna vez.
Sprake le dirigió una sonrisita descolorida.
—Oh, funciona —dijo—. No eres más que un pajillero. —Alzó una mano fingiendo que Kearney podría ofenderse—. Es broma. Es broma. —Continuó sonriendo durante un par de segundos, y luego añadió—: ¿Te importa si me lío un cigarrillo?
En el interior de su muñeca izquierda tenía un tatuaje casero, la palabra «fuga», con tinta negriazul gastada. Kearney se encogió de hombros y se dirigió a la cocina. Mientras Kearney preparaba el té Sprake caminó fumando nervioso y quitándose trocitos de tabaco del labio inferior. Apagó las luces, y esperó con aire satisfecho a que el apartamento se llenara de la luz de la calle.
—Los gnósticos estaban equivocados, ¿sabes? —dijo en un determinado momento. Y luego, como Kearney no replicaba, añadió—: Sube niebla desde el río.
Después de eso hubo una larga pausa, Kearney oyó dos o tres pequeños movimientos, como si alguien sacara un libro de una estantería; luego una toma de aire.
—Escucha esto —empezó a decir Sprake, pero guardó silencio inmediatamente. Cuando Kearney salió de la cocina, la puerta de la calle estaba abierta y el apartamento vacío. Había dos o tres libros tirados por el suelo, rodeados de páginas arrancadas que parecían alas. En la pared blanca sobre el sofá, en un brillante paralelogramo de luz de sodio, algo del exterior proyectaba la sombra de una enorme cabeza picuda. No se parecía en nada a la cabeza de un ave.
—Jesús —dijo Kearney, con el corazón latiéndole tan fuerte que podía sentirlo agitar la parte superior de su cuerpo—. ¡Jesús!
La sombra empezó a volverse, como si su propietario, flotando en el aire dos pisos por encima de una calle en Chiswick, a las dos de la madrugada, se estuviera girando para mirarlo. O peor, como si no fuera en absoluto una sombra.
—¡Jesucristo, Sprake, está aquí! —gritó Kearney, y salió corriendo del apartamento. Podía oír los pasos de Sprake redoblando sobre la acera por delante de él, pero nunca llegó a alcanzarlo.
Centro de Londres, tres de la madrugada.
Los fractales brotaban en las pantallas azules heladas, convirtiéndose en algo que parecía la cámara lenta fotograma a fotograma de un medio mucho más antiguo. Brian Tate se frotó los ojos y observó. Tras él, la habitación estaba oscura. Olía a comida basura, a café frío. El gato macho olisqueaba la basura de vasos de plástico y cartones de hamburguesas alrededor de los pies de Tate. La hembra estaba sentada tan tranquila sobre su hombro, observando con una especie de complicidad amistosa el monstruo matemático que se desarrollaba en las pantallas ante ellos. De vez en cuando extendía una pata, maullaba impaciente, como para llamar la atención de Tate hacia algo que había pasado por alto. Sabía dónde estaba la acción. Tate se quitó las gafas y las depositó en la mesa que tenía delante. Incluso a estas velocidades, no había nada que ver.
O casi nada. En Los Álamos, aburrido (aunque no lo habría admitido nunca ante nadie) por la charla constante sobre física y dinero, se había pasado la mayor parte de su tiempo libre en su habitación, pasando incansablemente de un canal de televisión a otro con el sonido quitado. Esto le llevó a pensar en las elecciones. El momento de elegir, pensó, podía ser localizado exactamente mientras una imagen fluctuaba, se rompía y era sustituida por la siguiente. Si separabas las cosas, si pudieras situar el momento exacto de la transición, ¿qué encontrarías? Entreteniéndose con la fantasía de un canal desconocido (algo más visible que las reposiciones de Buffy Cazavampiros) que transmitiera en el hueco, en el momento de la elección, había intentado grabar una serie de cambios de canal en el vídeo y pasarlos parando imagen a imagen. Había resultado imposible.
Extendió la mano para acariciar las orejas de la gata. Ella lo evadió, saltó al suelo, donde le siseó al macho hasta que éste se retiró bajo la silla de Tate.
Tate, mientras tanto, cogió el teléfono y llamó a Kearney a casa. No hubo respuesta.
Dejó otro mensaje más.