Seis
En sueños

Al principio uno pensaba que las hermanas Cray estarían usando una especie de cultivar de un solo uso. Pronto veías que cuidaban demasiado de sí mismas para eso. No obstante, eran grandes, con ese aspecto sensual y más vivo que la vida que tiene un cultivar porque a su usuario no le importa lo que le pase. Tenían grandes y poderosos traseros, sobre los que usaban faldas cortas de nailon negro. Tenían piernas cortas y grandes, con pantorrillas tensadas y moldeadas por toda una vida de tacones de diez centímetros. Los grandes hombros de sus blusas de «secretaria» de manga corta tenían hombreras y volantes. Serpientes tatuadas se enroscaban y desenroscaban perezosamente alrededor de sus carnosos y desnudos bíceps.

Un día vinieron a la tienda y Evie le preguntó a Tig Vesicle si tenía un centella llamado Ed Chianese en uno de los tanques. Este centella sería así de alto (indicó cinco centímetros más que ella misma), con una cresta mohicana oxigenada a la que se le veían un poco las raíces y un par de tatuajes baratos. Sería un tipo bastante musculoso, dijo, al menos antes de que la vida en los tanques le pasara factura.

—Nunca he visto a nadie así —mintió Vesicle.

Inmediatamente se llenó de terror. Si podías evitarlo, no mentías a las hermanas Cray. Se arreglaban las caras cada mañana con lápiz blanco, y dibujaban anchos labios rojos, voluptuosos, furiosos y como de payaso al mismo tiempo. Con esas bocas mantenían a toda la calle Pierpoint. Tenían innumerables soldados, muchachos sombra en cultivares, basura adolescente barata con pistolas. También, en sus maletines de coleccionista, o en sus grandes y suaves bolsos de cuero, llevaban cada una de ellas una pistola de reacción Chambers. Al principio parecían una masa de contradicciones, pero pronto comprendías que no lo eran.

La verdad era que este centella, Chianese, era el único cliente habitual de Tig Vesicle. ¿Quién iba a una granja de tanques más allá de los 700 de Pierpoint? Nadie. El negocio estaba en el otro extremo, donde acudían un montón de banqueros inversores, y mujeres cuyo perro favorito había muerto hacía diez años y no lo habían superado jamás. Toda la pasta estaba allí abajo, en los números medios y bajos. Sin Chianese, que centelleaba tres semanas seguidas cuando podía permitírselo, el negocio de Vesicle estaría jodido. Tendría que patearse la calle todo el día intentando colocar AbH y speed de la Tierra a chavales que sólo estaban interesados en parches genéticos automáticos que les pasaba un tipo del otro extremo del halo llamado Tío Zip.

Las Cray dirigieron a Tig Vesicle una mirada que decía: «Si nos mientes esta vez, te descompondremos para extraerte tus proteínas más valiosas».

—De verdad —dijo él.

Al cabo de un rato Evie Cray se encogió de hombros.

—Si ves a un tipo así, que seamos las primeras en saberlo —dijo—. Las primeras.

Contempló la granja de tanques, con su suelo gris pelado y sus pósters desgajados de las paredes, y dirigió a Vesicle una mirada despectiva.

—Dios, Tig —dijo—. ¿No podrías conseguir que este sitio fuera un poco más desagradable? ¿Crees que podrías hacerlo?

Bella Cray se echó a reír.

—¿Crees que podrías hacerlo por ella? —dijo.

Después de que se marcharan, Vesicle permaneció sentado en su silla, repitiendo:

—¿Crees que podrías hacerlo? Si ves a un tipo así, que seamos las primeras en saberlo. —Una y otra vez, hasta que le pareció haber conseguido la entonación correcta. Luego se acercó a echarle una ojeada a los tanques. Sacó un trapo de un armario y les quitó el polvo. Estaba limpiando el tanque de Chianese cuando advirtió que era el caliente.

«¿Quién es este tipo al que de pronto buscan las hermanas Cray? Nadie lo había querido antes», se preguntó. Trató de recordar qué aspecto tenía Chianese, pero no pudo. Los centellas le parecían todos iguales.

Fue a un puesto y se compró otro pescado al curry.

—Si ves a un tipo así —probó con la vendedora después de pagar—, que seamos las primeras en saberlo.

La vendedora se le quedó mirando.

—Las primeras —dijo Vesicle.

Hombres Nuevos, pensó ella, mientras lo veía dirigirse Pierpoint arriba, una pierna torcida en un ángulo extraño. ¿De qué van?

Atraídos por los anuncios de la radio y la tele del siglo XX, que les habían llegado como hilillos entrecortados y telarañas de comunicación (y sin embargo llenos de misteriosa vitalidad alienígena), los Hombres Nuevos habían invadido la Tierra a mediados del siglo XXII. Eran bípedos, humanoides (siendo generosos) y uniformemente altos y de piel blanca, todos ellos con una maraña de ardiente pelo rojo. Eran indistinguibles de algunos tipos de yonquis irlandeses. Costaba trabajo diferenciar sus sexos. Tenían una especie de sensación flexible y marchita en sus articulaciones. Para empezar, sentían gran optimismo y energía. Todo lo de la Tierra los sorprendía. Se hicieron con el poder y, de una manera amistosa y paternal, lo malinterpretaron y estropearon todo. Parecía un intento de comprender a la raza humana en términos de un anuncio de Coca Cola de 1982. Produjeron comida que nadie podía comer, ilegalizaron la política en favor del tipo de burocracia que se encuentra en las artes subsidiadas, y enterraron enormes maquinarias bajo la corteza que acabaron matando a millones. Después de eso, parecieron desaparecer avergonzados, se dedicaron a las drogas, la música pop y el tanque de centelleo que era entonces una tecnología de entretenimiento nueva y emocionante, aunque no muy fiable.

A partir de entonces, se esparcieron con la humanidad, como una especie de comentario adjunto sobre toda aquella expansión y libre comercio. A menudo se podían encontrar en los niveles inferiores del crimen organizado. Su proyecto era encajar, pero eran desgraciadamente retrospectivos. Siempre decían:

—Me gustan esos copos de avena que tomas, tío, de verdad. ¿Sabes?

Vesicle regresó a la granja. Los extremos superiores de los tanques sobresalían medio metro de sus cubículos de madera a la altura del hombro, como ataúdes de bronce estúpidamente barrocos cubiertos con detalles ornamentales baratos. Puedes ser lo que quieras, decían los pósters ampliados en la pared trasera de cada cubículo. El tanque de Chianese estaba más caliente que antes. Vesicle pudo ver por qué: al centella se le había acabado el crédito. Tal vez le quedaba medio día, según los indicadores del tanque, y entonces le esperaba el frío mundo. El proteoma del tanque, una sopa mucosa de nutrientes y hormonas a la carta, empezaba a preparar a su cuerpo para la vida que había dejado atrás.

Las tres y media de una gris tarde de viernes del mes de marzo. El río East tenía el color del hierro machacado. Desde mediodía, el tráfico en dirección oeste se había estado colapsando en el puente Honaluchi. Ed el Chino asomó la cabeza por la ventanilla de su estilizado Dodge, oliendo el olor de gasoil quemado y plomo, y trató de ver qué pasaba por delante. Nada. Algo se había roto allí adelante, las luces estaban apagadas, alguien se había salido de sus casillas; la gente de allá estaba en sobrecarga (sobrecarga de trabajo, sobrecarga de 2 a 4 hijos, sobrecarga de mierda enlatada), y habían dejado sus coches y se estaban golpeando sin ningún motivo concreto. ¿Quién sabía qué había ocurrido? Era la misma vida de siempre. Ed sacudió la cabeza ante la futilidad de la humanidad, apagó el informe de tráfico de Capital y se volvió hacia Rita Robinson.

—Eh, Rita —dijo.

Dos o tres minutos más tarde ella tenía la falda a rayas pipermín y blanca alrededor de la cintura.

—Tranquilo, Ed —aconsejó Rita—. Podríamos pasarnos aquí un buen rato.

Ed se echó a reír.

—Eddy el Tranquilo —dijo—. Ése soy yo.

Rita también se rió.

—Estoy lista —dijo—. Estoy lista, listo Eddy.

Resultó que Rita tenía razón.

Dos horas más tarde todavía seguían allí.

—¿No es una mierda? —dijo la mujer del Mustang rosa detenido un par de coches por delante del Dodge de Ed.

Miró a Rita (que se había bajado la falda y se había ajustado el cinturón y ahora se estaba examinando con una especie de morosa intensidad profesional en el espejo), y pareció perder interés.

—Oh, hola, cariño —dijo ella—. ¿Refrescándote?

Todo el mundo había apagado los motores. La gente había salido a estirar las piernas por la acera. Un vendedor de perritos calientes estaba haciendo su agosto, atendiendo a diez o a una docena de vehículos a la vez.

—Nunca había estado tan mal —dijo la mujer del Mustang. Se echó a reír, se quitó una brizna de tabaco del labio inferior, la examinó—. Tal vez hayan desembarcado los rusos.

—Puede que tenga razón en eso —le dijo Ed. Ella le sonrió, pisó la colilla del cigarrillo, y volvió a su coche. Ed encendió la radio. Los rusos no habían desembarcado. Ni habían aterrizado los marcianos. No había ninguna noticia.

—Bueno. Este asunto de Brady —le dijo a Rita—. ¿Qué se dice en la oficina del fiscal del distrito?

—Eh, Eddy —dijo Rita. Lo miró durante un segundo o dos, luego sacudió la cabeza y volvió a mirarse en el espejo. Había sacado su lápiz de labios—. Pensé que no ibas a preguntarlo nunca —dijo con voz casual. El lápiz de labios no parecía venirle bien, porque lo guardó con un gesto irritado y contempló por la ventanilla el paso del río—. Pensé que no ibas a preguntarlo nunca —repitió amargamente.

Fue entonces cuando el gran pato amarillo empezó a meter la cabeza en el coche por la ventanilla abierta de Ed. Esta vez, Rita no pareció advertirlo, aunque el pato hablaba.

—Vamos, Número Siete —decía—. Se te acabó el tiempo.

Ed metió la mano dentro de su chaqueta de béisbol, en cuya espalda se leía «Lungers S-ball Superstox», y sacó uno de sus Colts.

—Eh —dijo el pato—. Estoy bromeando. Es sólo un recordatorio. Te quedan once minutos de crédito antes de que esta instalación se desconecte. Ed, como apreciado cliente de nuestra organización, puedes meter más dinero o puedes aprovechar lo mejor posible el que te queda.

El pato ladeó la cabeza y miró a Rita con un ojo brillante.

—Sé lo que haría yo —dijo.