Gran parte del halo es material consumido, basura de la primera evolución de la galaxia. Los soles jóvenes son escasos, pero se pueden encontrar. Todavía cargados de hidrógeno, reciben al visitante humano con un calor cómodo, como las míticas hosterías de la Antigua Tierra. Dos días más tarde, la Gata Blanca desembocó junto a uno de ellos, apagó sus impulsores de dinaflujo, y aparcó lentamente sobre su cuarto planeta, que había recibido, en honor de sus generosas instalaciones, el nombre de Motel Splendido.
Motel Splendido era tan viejo, en términos de ocupación humana, como cualquier otra roca de esa zona de la Playa. Tenía un clima ordenado, océanos, aire que nadie se había cargado todavía. Había espaciopuertos en sus dos continentes, algunos de ellos públicos, otros no tanto. Había visto su buena dosis de expediciones, equipadas, aprestadas, y lanzadas bajo el resplandor implacable del Canal Kefahuchi, que rugía en el cielo nocturno como una aurora. Había visto, y todavía veía, su ración de héroes. Buscadores de oro del año 2400, arriesgaban todo en una tirada de dados. Se consideraban a sí mismos científicos, se consideraban a sí mismos investigadores, pero en realidad eran ladrones, especuladores, cowboys intelectuales. Su herencia era la ciencia tal como ésta se había definido a sí misma hacía cuatrocientos años. Eran rastreadores de playas. Salían una mañana con sus vidas destruidas y regresaban por la noche como ejecutivos corporativos cargados de patentes: ésa era la típica trayectoria de Motel Splendido: ésa era la dirección de las cosas. Como resultado, era un buen planeta para el dinero. Uno o dos sorprendentes artefactos permanecían en cuarentena en sus desiertos, que no habían sido tales hasta la fuga hacía cuarenta años de un programa reparador genético de dos millones de años de antigüedad que alguien había encontrado en un pecio a menos de dos luces en la Playa. Ése había sido el gran descubrimiento de su generación.
Los grandes descubrimientos eran la sal de Motel Splendido. Cada día, en cualquier bar, podías oír hablar del último. Alguien había encontrado algo entre toda esa basura extraña que pondría patas arriba a la física, o a la cosmología, o al universo mismo. Pero los secretos de verdad, los secretos ansiados, estaban en el Canal, si estaban en alguna parte, y nadie había vuelto jamás de allí.
Nadie lo haría.
La mayoría de la gente venía a Motel Splendido a labrarse una fortuna, o a hacerse un nombre; Seria Mau Genlicher venía a encontrar una pista. Venía a hacer un trato con Tío Zip, el sastre. Habló con él por espectro, desde la órbita de atraque, pero no antes de que los operadores sombra intentaran convencerla de que bajara a la superficie en persona.
—¿La superficie? —dijo ella, riendo como una loca—. ¿Moi?
—Pero si te va a gustar. ¡Mira!
—Dejadlo ya —les advirtió. Pero ellos le mostraron de todas formas lo divertido que sería, allí abajo donde Carmody, un puerto de mar mucho antes de que fuera un espaciopuerto, abría sus alas fragantes y membranosas contra la noche que se avecinaba…
Las luces se habían encendido en aquellas ridículas torres de cristal que brotan dondequiera que el varón humano hace negocios. Las calles del puerto bajo ellas estaban llenas de una cálida y agradable luz crepuscular, y toda la vida inteligente de Carmody se dirigía, por Moneytown y la Cornisa, hacia el vapor de los bares de tallarines de la avenida Clave Libre. Cultivares y quimeras de gama alta de todo tipo y tamaño (enormes y con colmillos o enanos y teñidos, con pollas del tamaño de la de un elefante, las alas de luciérnaga o de cisne, pechos desnudos adornados según la moda con tatuajes vivos de mapas del tesoro) recorrían las aceras, mirándose mutuamente los elegantes piercings. Chicas rickshaw, con las pantorrillas y los cuádriceps modificados para tener la fibra muscular de una yegua y los protocolos de transporte de ATP de un guepardo lanzado, corrían de aquí para allá entre ellos, consoladas por el opio local, colgadas de café électrique. Había muchachos sombra por todas partes, naturalmente, más rápidos de lo que podían verse, asomando en las esquinas, materializándose en los callejones, susurrando su incesante invitación: Podemos conseguir lo que quieras.
Los salones de código, los salones de tatuajes (todos dirigidos por poetas tuertos de sesenta años, colocados con bourbon Carmody Rose), las tapaderas de sastrerías y carnicerías, con sus diminutos escaparates repletos de diseños animados como sellos de correos y chapas de campañas de guerras imaginarias o bolsas de caramelo de colores inocentes, estaban ya repletos de clientes; mientras que desde todos los enclaves corporativos situados sobre la Cornisa, hombres y mujeres con ropas de diseño caminaban confiados hacia los restaurantes de la bahía, alzando la cabeza en expectación por la cocina de la Tierra, las luces de la bahía sobre el mar oscuro como el vino, luego un viaje a última hora de la noche hacia Moneytown: creadores de riqueza, fabricantes de prosperidad, un poco demasiado por encima de todo según sus propias palabras, aunque misteriosamente impulsados por todo lo barato y carente de gusto. Las voces se alzaban. La risa se elevaba por encima de ellas. La música estaba en todas partes, redobles transformadores rozando los oídos, podía oírse el enfrentamiento de sus melodías a veinte kilómetros mar adentro. Por encima de este clamor se alzaba la aguda y urgente feromona de la expectación humana, un olor compuesto menos de sexo o avaricia o agresión que de abuso de sustancias, falafel barato y perfume caro.
Seria Mau sabía de olores, igual que sabía de visiones y sonidos.
—Actuáis como si yo no supiera nada de esto —les dijo a los operadores sombra—. Pero lo sé. Chicas rickshaw y muchachos tatuados. ¡Cuerpos! He estado allí y he hecho eso. Lo he visto todo y no lo quiero.
—Al menos podrías ir en un cultivar. Se te vería tan guapa.
Le trajeron un cultivar. Era ella misma, a los siete años. Habían decorado sus manecitas pálidas con intrincadas espirales de henna y luego la habían vestido con un traje de satén blanco hasta el suelo, adornado con lazos de muselina y rematado por encaje color crema. Se miró tímidamente sus propios pies y susurró:
—Lo que fue abandonado regresa.
Seria Mau echó a los operadores sombra.
—No quiero ningún cuerpo —les gritó—. No quiero parecer guapa. No quiero esas sensaciones que sienten los cuerpos.
El cultivar se dejo caer contra un mamparo y resbaló hasta la cubierta, asombrado.
—¿No me quieres? —dijo. No paraba de mirar arriba y abajo, frotándose compulsivamente la cara—. No estoy segura de dónde estoy —dijo, antes de que sus ojos se cerraran cansados y dejara de moverse. Entonces los operadores sombra se cubrieron los rostros con sus delgadas zarpas y se retiraron a los rincones, haciendo un ruido como «zzh, zzh, zzh».
—Abridme una línea con Tío Zip —dijo Seria Mau.
Tío Zip, el sastre, dirigía sus operaciones desde un garito en la calle Henry, abajo en el Rompeolas de la Bahía. Había sido famoso en sus tiempos, y sus cortes tenían franquicias en todos los puertos importantes. Era un hombre grueso y nervioso con ojos saltones azul claro, mejillas blancas hinchadas, labios carnosos y un vientre tan duro como una pera de cera, y decía haber descubierto los orígenes de la vida, codificados en proteínas fósiles en un sistema de Bahía Radio a menos de veinte luces del borde del Canal mismo. Que lo creyeras o no dependía de lo bien que lo conocieras. Había partido inspirado y había vuelto concentrado, eso era cierto. Fueran cuales fuesen los códigos que había encontrado, sólo le habían hecho tan rico como a cualquier otro buen sastre: Tío Zip no quería nada más, o eso decía. Su familia y él vivían encima del negocio, con cierto boato. Su esposa llevaba brillantes faldas de flamenco rojas. Sólo tenía hijas.
Cuando Seria Mau espectró en mitad del salón, Tío Zip tenía visitas.
—Son sólo unos amigos —dijo cuando la vio a sus pies—. Puedes quedarte y aprender un par de cosillas. O puedes volver más tarde.
Llevaba una camisola blanca y pantalones negros cuya cintura le llegaba hasta los sobacos, y estaba tocando un acordeón. Un parche redondo y sonrosado de rubor en cada una de sus mejillas blancas como la tiza le hacían parecer un enorme muñeco de porcelana, brillante de sudor. Su instrumento, una elaborada antigüedad con teclas de marfil y brillantes botones de cromo, destellaba y fluctuaba bajo los neones de Carmody. Mientras tocaba, se movía de un lado a otro para seguir el ritmo. Cuando cantaba, lo hacía con una voz pura y explosiva de contratenor. Si no lo pudieras ver, no sabrías inmediatamente si estabas escuchando a una mujer o a un niño. Sólo más tarde la agresión apenas controlada en la voz te convencía de que pertenecía a un varón humano. Su público, tres o cuatro hombres delgados y de piel oscura con pantalones estrechos, camisas de lurex y cortes de pelo estilo pompadour negro azabache, bebían y hablaban sin prestarle al parecer demasiada atención, aunque ofrecían finas sonrisas de aprobación cuando él entonaba su agudo y entrecortado vibrato. De vez en cuando dos o tres niñas se acercaban a la puerta abierta del salón y lo rodeaban, tocando las palmas y llamándolo papá. Tío Zip daba golpecitos con el pie y tocaba y se sacudía el sudor de su frente de porcelana.
Cuando le pareció despidió a su público (que desapareció con gracia subrepticia en la noche de Moneytown como si nunca hubieran estado presentes) y se sentó en un taburete, respirando entrecortadamente. Entonces agitó uno de sus gruesos dedos ante Seria Mau Genlicher.
—Eh —dijo—. ¿Has bajado en espectro?
—No te molestes —respondió Seria Mau—. Ya me dan bastante la lata en casa.
El espectro de Seria Mau parecía un gato. Era un modelo de gama baja que venía en colores que podías cambiar según tu estado de ánimo. Por lo demás se parecía a uno de los gatos domésticos de la Antigua Tierra; pequeño, nervioso, de cara afilada y con tendencia a frotarse la cabeza con lo que encontrara.
—Es un insulto para el cortador, un espectro. Ven a ver a Tío Zip en persona o no vengas. —Se frotó la cabeza con un enorme pañuelo blanco y soltó una risa aguda y agradable—. Si quieres ser un gato —aconsejó—, yo te convertiré en uno sin problemas. —Se inclinó hacia adelante y atravesó varias veces con la mano el holograma—. ¿Qué es esto? Un fantasma, jovencita. Sin un cuerpo eres un fotino, eres un reactor débil para este mundo. Ni siquiera puedo ofrecerte una copa.
—Ya tengo un cuerpo, Tío —le recordó tranquilamente Seria Mau.
—Entonces, ¿por qué has vuelto?
—El paquete no funciona. No me habla. Ni siquiera admite para qué sirve.
—Te dije que es material complejo. Te dije que podría haber problemas.
—No dijiste que no fuera tuyo.
Unas leves arrugas de disgusto aparecieron en la frente blanca de Tío Zip.
—Dije que era de mi propiedad —reconoció sin ambages—, pero no que yo lo hubiera construido. De hecho, me lo pasó Billy Anker. El tipo dijo que creía que era moderno. Creía que era tecnología-K. Creía que era militar. —Se encogió de hombros—. Hay gente a la que no le importa lo que dice… —Negó con la cabeza y encogió los labios juiciosamente—. Aunque este Billy suele ser muy agudo, muy de fiar. —Como la idea no le llevaba a ninguna parte, se encogió de hombros—. Lo sacó de Bahía Radio, pero no consiguió averiguar para qué servía.
—¿Y tú sí?
—No reconocí la mano del cortador. —Tío Zip extendió sus propias manos y las examinó—. Pero entendí el corte en un santiamén. —Estaba orgulloso de sus dedos regordetes y de sus uñas limpias y bien cortadas, tan orgulloso de su tacto como si cortara los genes directamente, como un zapatero remendón en definitiva—. Por arriba y por abajo. Es lo que necesitas, desde luego: sin problema.
—Entonces, ¿por qué no funciona?
—Deberías traérmelo. Para que le eche otro vistazo.
—Me pregunta una y otra vez por el Dr. Haends.