—¡Pero si nunca llamas por teléfono! —dijo Anna Kearney.
—Ahora te estoy llamando —explicó él, como si lo hiciera a una niña.
—Nunca vienes a verme.
Anna Kearney vivía en Grove Park, en un laberinto de calles entre la vía del tren y el río. Era una mujer delgada que caía fácilmente en la anorexia y tenía una expresión de sorpresa constante; conservaba el apellido porque lo prefería al suyo propio. Su apartamento, originalmente una casa de protección oficial, era oscuro y desordenado. Olía a sopa casera, a té Earl Grey, a leche rancia. Al principio de estar allí había pintado peces en las paredes del cuarto de baño, y empapelado el dorso de cada puerta con cartas de sus amigos, con fotografías Polaroid y con notitas para sí misma. Era una vieja costumbre, pero muchas de las notitas eran nuevas.
Si no quieres hacer algo no tienes que hacerlo, leyó Kearney. Haz sólo las cosas que puedas. Deja el resto.
—Tienes buen aspecto —le dijo él.
—Quieres decir que estoy gorda. Siempre sé que estoy demasiado gorda cuando la gente dice eso.
Él se encogió de hombros.
—Bueno, me alegro de volver a verte.
—Voy a darme un baño. Lo estaba llenando cuando llamaste.
Ella le guardaba algunas cosas en una habitación al fondo del apartamento: una cama, una silla, una cómoda verde con cajones que tenía encima dos o tres plumas teñidas, parte de una vela de olor triangular, y un puñado de guijarros que todavía olían levemente al mar, dispuestos cuidadosamente delante de una foto enmarcada de sí mismo a los siete años de edad.
Aunque era suya, la vida que estos objetos representaban parecía ilegible e fría. Después de contemplarlos durante un momento, se pasó las manos por la cara y encendió la vela. Sacó los dados del Shrander de su bolsita de cuero: los lanzó varias veces. Más grandes de lo que cabía esperar, hechos de una sustancia marrón pulida que sospechaba que era hueso humano, resbalaron y rodaron entre los otros objetos, causando pautas de las que él no pudo sacar nada. Antes de robar los dados, había echado cartas del Tarot con el mismo propósito: había dos o tres barajas en la cómoda en alguna parte, gastadas por el uso pero todavía en sus fundas originales.
—¿Te apetece algo de comer? —preguntó Anna desde el cuarto de baño. Oyó cómo se movía en el agua—. Podría prepararte algo si quieres.
Kearney suspiró.
—Muy bien —dijo.
Volvió a lanzar los dados, luego los guardó y contempló la habitación. Era pequeña, con suelo de madera sin pulir y una ventana que daba a las gruesas tuberías negras de desagüe de los otros apartamentos. En la pared blanca gastada sobre la cómoda, Kearney había dibujado hacía años dos o tres diagramas con tiza de colores. Tampoco pudo distinguir nada en ellos.
Después de comer, Anna encendió velas y lo convenció para que se fuera a la cama con ella.
—Estoy cansadísima —dijo—. Verdaderamente agotada.
Suspiró y se abrazó a él. Su piel estaba todavía húmeda y sonrosada por el baño. Kearney pasó los dedos por entre sus glúteos. Ella inhaló bruscamente, luego se tendió sobre su estómago y medio se arrodilló, alzándose para que él pudiera alcanzarla mejor. Su sexo parecía gamuza muy suave. Lo acarició hasta que todo su cuerpo se puso rígido y ella se corrió, jadeando, emitiendo una especie de pequeño gemido que casi parecía una tos. Para su sorpresa esto le produjo una erección. Esperó a que remitiera, cosa que llevó unos minutos, y entonces dijo:
—Probablemente tendré que irme.
Ella se lo quedó mirando.
—Pero ¿qué hay de mí?
—Anna, te dejé hace mucho tiempo —le recordó él.
—Pero sigues aquí. Te gusta venir y follarme; vienes por eso.
—Eres tú quien lo quiere.
Ella le agarró la mano.
—Pero veo a esa cosa. La veo cada día ahora.
—¿Cuándo la ves? No te desea. No te deseó nunca.
—Estoy tan agotada hoy. No sé qué me ocurre, de verdad.
—Si comieras más…
Ella le dio bruscamente la espalda.
—No sé por qué vienes —susurró. Entonces, vehementemente, añadió—: La he visto. La he visto en ese cuarto. Se queda ahí, mirando por la ventana.
—Dios. ¿Por qué no me lo has dicho antes?
—¿Por qué debería decirte nada?
Ella se quedó dormida poco después de eso. Kearney se apartó de su lado y se quedó mirando el techo, escuchando el tráfico pasar por el puente de Chiswick. Pasó mucho tiempo antes de que pudiera dormirse. Cuando lo hizo, experimentó, en forma de sueño, un recuerdo de su infancia.
Era muy claro. Tenía tres años, o quizás menos, y estaba recogiendo piedrecitas en una playa. Todos los valores visuales de la playa destacaban, como en la imagen de un anuncio, de modo que las cosas parecían un poco demasiado claras, un poco demasiado brillantes, un poco demasiado recortadas. La luz del sol brillaba en la marea baja. La arena se curvaba suavemente, del color de persianas de lino. Las gaviotas formaban una línea en el malecón cercano. Michael Kearney estaba sentado entre las piedras. Todavía húmedas, y divididas por el desgaste en vetas y bandas de tamaños distintos, se extendían a su alrededor como joyas, fruta fresca, trozos de hueso. Las pasó entre los dedos, eligiendo, descartando, eligiendo y descartando. Vio crema, blanco, gris; vio colores atigrados. Vio rojo rubí. ¡Los quería todos! Alzó la cabeza para asegurarse de que su madre le estaba prestando atención, y cuando volvió a bajarla, algún cambio en su visión había alterado su perspectiva: vio claramente que las mellas en las piedras más grandes hacían el mismo tipo de formas que las mellas en las piedras más pequeñas. Cuanto más miraba, más se repetía la disposición. De repente entendió esto como una condición de las cosas: si podías ver la pauta que hacían las olas, o recordar las formas de un millón de pequeñas nubes blancas, habría una ardiente, inexplicable y vertiginosa similitud en todos los procesos del mundo, rugiendo en silencio mientras se alejaban de ti en repeticiones siempre cambiantes, siempre iguales, nunca lo mismo dos veces.
En ese momento se perdió. De la arena, el cielo, las piedras, de lo que más tarde consideraría la fractalidad voluntaria de las cosas, emergió el Shrander. No tenía nombre para él entonces. No tenía forma, Pero apareció en sus sueños a partir de entonces, como un hueco, una ausencia, una sombra en una puerta. Despertó de este último sueño, cuarenta años más tarde, y era una pálida mañana húmeda con niebla en los árboles al otro lado de la calle. Anna Kearney se abrazó a él, diciendo su nombre.
—¿Estuve horrible anoche? Me siento mucho mejor ahora.
Volvió a follársela, y luego se marchó. En la puerta del apartamento, ella dijo:
—La gente cree que es un fracaso vivir sola, pero no lo es. El fracaso es vivir con alguien porque no puedes enfrentarte a nada más.
Pegada a la puerta había otra nota: Alguien te ama. Toda su vida Kearney había preferido las mujeres a los hombres. Era una elección visceral o genética, tomada pronto. Las mujeres lo calmaban tanto como él las excitaba. Como resultado, tal vez, sus tratos con los hombres pronto se volvieron embarazosos, improductivos, frustrantes.
¿Qué habían aconsejado los dados? No estaba más seguro que de costumbre. Decidió que intentaría encontrar a Valentine Sprake. Sprake, que le había ayudado intermitentemente a lo largo de los años, vivía en alguna parte del norte de Londres. Pero aunque Kearney tenía un número de teléfono suyo, no estaba seguro de que fuera de fiar. Lo intentó de todas formas, desde la estación Victoria. Hubo silencio al otro lado de la conexión y entonces una voz de mujer dijo:
—Ha llamado al contestador automático de BT Cellnet.
—¿Hola? —dijo Kearney. Comprobó el número que había marcado—. No estás en un móvil. No es un número de móvil. ¿Hola?
El silencio al otro lado se repitió. En la distancia, le pareció poder oír algo parecido a una respiración.
—¿Sprake?
Nada. Colgó y se dirigió a los andenes de la línea Victoria. Hizo trasbordo en Green Parle, y de nuevo en la calle Baker, encaminándose de manera oblicua hacia el centro de la ciudad, donde interrogaría a los bebedores vespertinos del Club Manantial en la calle Greek; un lugar donde podía esperar encontrar noticias de Sprake.
La plaza Soho estaba llena de esquizofrénicos. A la deriva y al cuidado de la comunidad con sus perrillos sucios y sus bolsas de ropa, se reunían en sitios como éste porque les atraía el movimiento, las multitudes, el comercio. Una mujer de mediana edad con un acento que no pudo situar había colocado un banco junto a la caseta de imitación Tudor en el centro de la plaza y la contemplaba con animado pero desenfocado interés. De vez en cuando su labio superior se echaba hacia atrás y un sonido lúgubre e improvisado escapaba de su boca, más exclamación que palabra. Cuando Kearney apareció, caminando rápidamente desde el extremo de la calle Oxford, una expresión educada surgió en sus ojos de ninguna parte y empezó a hablar sola, en voz alta. Sus temas eran inconexos y variados. Kearney pasó de largo, y luego por impulso se dio media vuelta.
Había oído unas palabras que no entendía.
Canal Kefahuchi.
—¿Qué significa eso? —dijo—. ¿Qué quiere decir con eso?
Tomando erróneamente esto por una acusación, la mujer guardó silencio y se quedó mirando el suelo, junto a sus pies. Tenía una curiosa mezcla de abrigos y jerseys de buena calidad; botas de agua verdes; mitones caseros sin dedos. Al contrario que los demás, no llevaba bolsas. Su cara, manchada por el humo de los tubos de escape, el alcohol y el viento que sopla incesantemente alrededor de la base de Centre Point, tenía un aspecto curiosamente sano, rural. Cuando alzó la cabeza, Kearney vio que sus ojos eran azul claro.
—¿Podría darme unas monedas para una taza de té? —dijo.
—Haré más que eso —prometió Kearney—. Sólo dígame lo que quería decir.
Ella parpadeó.
—¡Espere aquí! —le dijo, y en el Pret más cercano compró tres desayunos especiales, que metió en una bolsa con un gran café con leche. De vuelta a la plaza Soho, vio que la mujer no se había movido, sino que parpadeaba a la débil luz del sol, llamando ocasionalmente a los transeúntes, pero reservando la mayor parte de su atención para las dos o tres palomas que picoteaban delante de ella. Kearney le tendió la bolsa.
—Ahora —dijo—. Dígame qué es lo que ve.
Ella le dirigió una sonrisa alegre.
—No veo nada. Tomo mi medicación. Siempre la tomo. —Sostuvo la bolsa durante un momento y luego se la devolvió—. No lo quiero.
—Sí que lo quiere —dijo él, sacando las cosas para enseñárselas—. ¡Mire! ¡El desayuno especial!
—Cómaselo usted.
Kearney colocó la bolsa junto a ella en el banco y la cogió por los hombros. Sabía que si decía lo adecuado ella profetizaría.
—Escuche —le aseguró, con la urgencia que fue capaz—, sé lo que usted sabe. ¿Lo ve?
—¿Qué quiere? Me da miedo.
Kearney se echó a reír.
—Yo soy quien tiene miedo —dijo—. Mire, tome esto. Cójalo.
La mujer miró los sándwiches que tenía en la mano, y luego miró por encima de su hombro izquierdo como si hubiera visto a alguien conocido.
—No lo quiero. No los quiero. —Se esforzó por mantener la cabeza apartada de él—. Quiero irme.
—¿Qué ve? —insistió él.
—Nada.
—¿Qué ve?
—Algo que viene del cielo. Fuego que viene del cielo.
—¿Qué fuego?
—Suélteme.
—¿Qué fuego es ése?
—Suélteme ya. Suélteme.
Kearney la soltó y se apartó. A los dieciocho años, se había visto en sueños acabando la vida de esta forma. Apestaba y daba tumbos por algún callejón, lleno de revelación como si fuera una enfermedad. Era viejo y amargado, pero durante algunos años algo se había estado abriendo paso desde su centro hasta el exterior, donde ahora ardería incontrolablemente en la yema de sus dedos, en sus ojos, su boca, su sexo, prendiendo sus ropas. Más tarde había visto lo improbable que era esto. Fuese lo que fuese, no estaba loco, ni era alcohólico, ni siquiera desgraciado. Al contemplar la plaza Soho, vio a los esquizofrénicos pasándose sus sándwiches de mano en mano, abriéndolos para examinar el contenido. Los había removido como si fueran sopa. ¿Quién sabía qué podría salir a la superficie? En principio, sentía lástima por ellos, incluso simpatía. La praxis era más fea. Eran tan decepcionantes como niños. Veías luz en sus ojos, pero era el ignis fatuus. En el fondo, sabían menos que Brian Tate, y él no sabía nada de nada.
Valentine Sprake, que decía saber tanto como Kearney, tal vez más, no estaba en el Club Manantial; nadie lo había visto por allí desde hacía más de un mes. Al ver las paredes amarillentas, los bebedores vespertinos, la televisión sobre la barra, Kearney pidió una copa y se preguntó dónde debería buscar a continuación. Fuera, la tarde se había vuelto lluviosa, y las calles estaban llenas de gente que hablaba por sus teléfonos móviles. Sabiendo que se vería obligado, tarde o temprano, a enfrentarse a un apartamento vacío propio, suspiró impaciente, se subió el cuello de la chaqueta, y se fue a casa. Allí, inquieto pero agotado por lo que consideraba exigencias emocionales por parte de Brian Tate, Anna Kearney y la mujer de la plaza Soho, encendió todas las luces y se quedó dormido en un sillón.
—Van a venir tus primas —le dijo a Kearney su madre.
Tenía ocho años. Se puso tan nervioso que se escapó en cuanto llegaron. Cruzó el prado tras la casa y atravesó el bosquecillo, hasta que llegó a un estanque o un lago poco profundo rodeado de sauces. Era su lugar favorito. Aquí nunca había nadie. En invierno, los juncos marrones emergían del fino hielo de sus orillas; en verano, los insectos zumbaban entre los sauces. Kearney se quedó allí largo rato, escuchando los gritos lejanos de los otros niños. En cuanto estuvo seguro de que no iban a seguirlo, una especie de tranquilidad hipnótica lo abrumó. Se bajó los pantalones cortos y se quedó al sol con las piernas abiertas, mirándose. Alguien en el colegio le había enseñado cómo acariciársela. Se le puso grande pero no pudo conseguir nada más. Al final se aburrió y se subió a lo alto de un sauce de tronco resquebrajado. Se quedó allí a la sombra, contemplando el agua, que rebullía con diminutos peces de verdad.
Nunca podía enfrentarse a otros niños. Lo ponían demasiado nervioso. Nunca podía enfrentarse a sus primas. Dos o tres años más tarde, inventaría la casa que llamaba «Retama», a veces «Matorral», donde sus sueños de entonces, anhelantes aunque de algún modo transfiguradores, podían convertirse en un paisaje sin amenaza.
En Retama siempre sería pleno verano. Desde la carretera, la gente sólo vería árboles cuajados de enredaderas, unos pocos metros de camino de acceso lleno de moho, la placa en la vieja verja de madera. Cada tarde, las niñas pálidas y apenas adolescentes en que se habían convertido sus primas se tenderían a la sombra, sus pies regordetes levemente separados, sus rodillas raspadas y sus faldas arrugadas cerca del pecho, acariciando rápida y diestramente el tenso tejido blanco entre sus piernas, mientras Michael Kearney las observaba desde los árboles, dolorido por dentro de sus gruesos calzoncillos y sus pantalones grises del colegio.
¡Al notarlo aquí, ellas alzarían de pronto la cabeza, sin saber qué hacer!
Fuera lo que fuese que le impulsaba a las cloacas de la vida, a los ocho años ya había hecho que Kearney fuera vulnerable a las atenciones del Shrander. Nadaba con los pececillos a la sombra del sauce, igual que había clasificado las piedras de la playa cuando tenía dos. Conformaba cada paisaje. Sus atenciones habían comenzado con sueños donde caminaba por la plana superficie verde de un canal de agua, o sentía algo horrible habitando un montón de piezas de Lego. Los dragones se expresaban como el humo de los motores, mientras las partes mecánicas de los motores mismos se movían con una especie de nauseabunda lentitud pastosa, y Kearney se despertó encontrando una cosa de goma empapada en el lavabo.
El Shrander estaba en todo eso.