Tig Vesicle dirigía una granja de tanques en la calle Pierpoint.
Era un Hombre Nuevo típico, alto, de cara blanca, con esa maraña característica de pelo anaranjado que los hace parecer constantemente sorprendidos por la vida. La granja estaba demasiado arriba en Pierpoint para tener muchos beneficios. Estaba pasando los 700, donde el distrito banquero daba paso a mercadillos de ropa, sastres, carnicerías baratas con franquicias de cultivares pasados de moda y tatuajes sentientes.
Esto significaba que Vesicle debía hacer otras cosas.
Cobraba alquileres para las hermanas Cray. Actuaba como intermediario ocasional en lo que a veces se llamaban «importaciones extramundanas», artículos y servicios prohibidos por los Contratos Militares Terrestres. Movía un poco de H especializada, cortada con productos suprarrenales de la fauna local. Nada de todo esto le llevaba mucho tiempo. Se pasaba la mayor parte del día en la granja, masturbándose cada veinte minutos o así con los programas de hologramas porno; los Hombres Nuevos eran grandes masturbadores. Le echaba un ojo a sus tanques. El resto del tiempo, dormía.
Como la mayoría de los Hombres Nuevos, Tig Vesicle no dormía bien. Era como si le faltara algo, algo que un planeta tipo Tierra nunca podría proporcionar, y que su cuerpo necesitaba menos cuando estaba despierto. (Incluso con el calor y la oscuridad del cubil, que consideraba su «hogar», se retorcía y sacudía en su sueño, agitando sus largas piernas flacas). Sus sueños eran malos. En los peores, intentaba cobrar para las hermanas Cray, pero se confundía por la propia Pierpoint, que en el sueño era una calle consciente de él, una calle llena de traición y maligna inteligencia.
Era media mañana, y dos polis gordos estaban sacando a una chica rickshaw de entre los radios de su vehículo. Ella resoplaba como un caballo herido, con los labios azulinos mientras todo se le iba alejando y le resultaba demasiado difícil de ver. En su banda sonora personal sonaba Street Life, y el café électrique había reventado otro corazón decidido. Al entrar en Pierpoint aproximadamente a la mitad de su extensión, Vesicle encontró que no había números en los edificios, nada que pudiera reconocer. ¿Debería dirigirse a la derecha para llegar a los números altos, o a la izquierda? Se sentía como un idiota. Esta sensación se convirtió rápidamente en pánico, y empezó a cambiar de dirección repetidas veces entre los dientes del tráfico. En consecuencia, nunca se movió más de una manzana o dos de la calleja por la que había entrado. Después de un rato empezó a atisbar a las propias hermanas Cray, que recibían a sus fieles ante una tienda de falafel mientras esperaban sus alquileres. Estaba seguro de que lo habían visto. Volvió la cara. Había que terminar el trabajo para la hora del almuerzo, y ni siquiera había empezado. Finalmente entró en un restaurante y le preguntó a la primera persona que vio dónde estaba, para descubrir que ni era Pierpoint ni nada. Era una calle completamente diferente. Tardaría horas en llegar a donde se suponía que debía estar. Era culpa suya. Había empezado demasiado tarde.
Vesicle se despertó de su sueño llorando. No pudo dejar de identificarse con la chica moribunda del rickshaw: peor aún, en algún lugar entre el sueño y la vigilia, los alquileres se habían convertido en lágrimas, y esto, suponía, resumía la vida de toda su especie. Se levantó, se limpió la boca en la manga de la camisa, y salió a la calle. Tenía esa expresión extrañamente zumbada, ese aspecto zarrapastroso que tienen todos los Hombres Nuevos. Dos manzanas en dirección al Hospital de Enfermedades Exóticas, compró un pescado muranés al curry, que comió con un tenedor desechable de madera, sujetando el recipiente de plástico bajo la barbilla y metiéndose la comida en la boca con movimientos torpes y hambrientos. Luego volvió a la granja y pensó en las hermanas Cray.
Las Cray, Evie y Bella, habían empezado con arte retroporno digitalizado, especializadas en una superficie tan realista que parecía convertir el acto sexual en algo mecánico e interesante, y luego pasaron, tras el colapso de la burbuja especulativa de 2397, a los tanques y los timos asociados. Ahora nadaban en dinero. Vesicle les tenía menos miedo que respeto. Se quedaba boquiabierto cada vez que entraban en su tienda para recoger los alquileres o comprobar su estado. Era capaz de contar al detalle las cosas que hacían, y siempre intentaba imitar su manera de hablar.
Después de dormir un poco más, Vesicle se acercó a la granja y comprobó los tanques. Algo lo hizo detenerse junto a uno de ellos y ponerle la mano encima. Lo notó caliente, como si la actividad en su interior hubiera aumentado. Al tacto era como un huevo.
Dentro del tanque, esto es lo que estaba ocurriendo.
Ed el Chino se despertó y en su casa no funcionaba nada. El despertador no sonó, la televisión era un borrón, y su frigorífico no quería saber nada de él. Las cosas empeoraron después de que tomara su primera taza de café, cuando dos tipos de la oficina del fiscal del distrito llamaron a la puerta. Llevaban trajes cruzados de piel de tiburón con las chaquetas abiertas para que se pudiera ver que estaban armados. Ed los conocía de cuando trabajaba en la oficina él mismo. Eran unos idiotas. Se llamaban Hanson y Rank. Hanson era un tipo gordo que se tomaba las cosas con calma, pero Otto Rank era como la peste. Nunca dormía. Tenía ambiciones, decían, de ser algún día fiscal del distrito. Los dos se sentaron en los taburetes ante la barra de la cocina, donde Ed desayunaba, y él les hizo café.
—Hola —dijo Hanson—. Ed el Chino.
—Hanson —dijo Ed.
—¿Qué es lo que sabes, Ed? —preguntó Rank—. Nos hemos enterado que estás interesado en el caso Brady. —Sonrió. Se inclinó hacia adelante de modo que su cara quedó cerca de la de Ed—. Nosotros también estamos interesados.
Hanson parecía nervioso. Dijo:
—Sabemos que estuviste en el lugar, Ed.
—Al carajo —dijo Rank inmediatamente—. No tenemos que discutir de esto con él. —Le sonrió a Ed—. ¿Por qué te lo cargaste, Ed?
—¿Cargarme a quién?
Rank le hizo un gesto con la cabeza a Hanson, como diciendo, ¿qué se puede sacar de este capullo?
—Tranquilo, Rank —dijo Ed—. ¿Quieres más Java?
—Eh —dijo Rank—. Tranquilo tú. —Sacó un puñado de casquillos y los arrojó sobre la barra—. Colt 45. Militar. Balas explosivas. Dos pistolas distintas. —Los casquillos bailotearon y crotalearon—. ¿Quieres mostrarme tus armas, Ed? ¿Esos dos puñeteros Colts que llevas como un detective de la tele? ¿Quieres apostar a que podemos hacer una identificación?
Ed mostró los dientes.
—Os harían falta las pistolas. ¿Queréis quitármelas, aquí y ahora? ¿Crees que puedes hacerlo, Otto?
Hanson parecía ansioso.
—No hará falta nada de eso, Ed —dijo.
—Podemos marcharnos y conseguir la puñetera orden judicial, Ed, y luego podemos volver y llevamos las pistolas —dijo Rank. Se encogió de hombros—. Podemos llevarte por delante. Podemos quedarnos con tu casa. Podríamos coger a tu esposa, si todavía tuvieras una, y follárnosla hasta el sábado que viene. ¿Quieres hacerlo por las malas, Ed, o por las buenas?
—Podemos hacerlo como queráis.
—No, no podemos, Ed —dijo Otto Rank—. Esta vez no. Me sorprende que no lo sepas. —Se encogió de hombros—. Eh, creo que si lo sabes. —Alzó el dedo ante la cara de Ed, apuntando como si fuera una pistola—. Hasta luego.
—Vete al carajo, Rank —dijo Ed.
Supo que algo iba mal cuando Rank solamente se echó a reír y se marchó.
—Mierda, Ed —dijo Hanson. Se encogió de hombros. Entonces también él se marchó.
Tras asegurarse de que se habían ido, Ed se dirigió a su coche, un Dodge del 47 de tracción en las cuatro ruedas donde alguien había incrustado el motor 409 de un Caddy del 52, Lo puso en marcha y permaneció sentado un momento escuchando el tanque de cuatro pistones sorber aire. Se miró las manos.
—Podemos hacerlo como queráis, mamones —susurró. Luego soltó el embrague y se dirigió al centro.
Tenía que averiguar qué estaba pasando. Conocía a una tía en la oficina del fiscal del distrito llamada Robinson. La persuadió para que fuera a almorzar con él en el restaurante de Sullivan. Era una mujer alta de sonrisa amplia, buenas tetas y una manera de lamerse la mayonesa de la comisura de los labios que sugería que podría ser igualmente buena lamiendo mayonesa de la comisura de los tuyos. Ed sabía que podría averiguarlo si quisiera. Podría averiguarlo, pero estaba más interesado en el caso Brady, y en lo que sabían Rank y Hanson.
—Eh —dijo—. Rita.
—Corta el rollo, Ed el Chino —dijo Rita. Tamborileó con los dedos y contempló por la ventana la calle abarrotada. Se había mudado desde Detroit buscando algo nuevo. Pero ésta era otra ciudad de dióxido de sulfuro, una ciudad sin esperanza llena de la bruma negra de los motores—. No me vengas con milongas —canturreó.
Ed el Chino se encogió de hombros. Casi había llegado a la puerta cuando le oyó decir:
—Eh, Ed. ¿Todavía follas?
Se dio la vuelta. Tal vez el día empezaba a mejorar. Rita Robinson sonreía y él se acercaba a ella cuando sucedió algo extraño. La luz se oscureció en la puerta del Sullivan. Rita, que podía ver por qué, miró más allá de Ed con una especie de temor creciente; Ed, que no podía, empezó a preguntarle qué sucedía. Rita alzó la mano y señaló.
—Jesús, Ed —dijo—. Mira.
Él se giró y miró. Un gigantesco pato amarillo que apenas cabía por la puerta intentaba entrar en el restaurante.